Encontré un banco en una parada de autobús al otro lado de la calle y me senté allí, aspirando grandes bocanadas de aire. Aún estaba temblando de furor, golpeándome el muslo con el puño cerrado. La gente que esperaba el autobús se apartó de mí: otra loca suelta.
Cuando advertí la impresión que estaba causando públicamente, procuré controlarme. Al desactivarse mi rabia, me quedé exhausta. Vi con indiferencia salir a Dick del restaurante, desconectar la alarma de su Mercedes descapotable, y enfilar la calle con un gran rugido de su tubo de escape. Ni siquiera tenía fuerzas para desear que le parara un municipal. Al menos, no las suficientes para desearlo ardientemente.
Al cabo de un rato volví a cruzar la calle y regresé al restaurante. El local se había vaciado; las camareras estaban agrupadas ante una mesa, tomando café y fumando.
Barbara se levantó de un salto al verme.
– ¿Estás bien, cielo?
– Ajá. Sólo necesito lavarme la cara y recomponerme. Siento haberos impuesto un numerito de parvulario.
Sonrió con picardía.
– Oh, no sé, Vic. Nos has traído más acción en cinco días de la que solemos presenciar en todo el año. Eso le da vida al local y nos permite tener algo de qué hablar aparte de nuestros dolores de espalda.
Le di unas palmaditas en el hombro y me acerqué al minúsculo aseo del fondo, por el pasillo donde Marge había derramado la grasa el miércoles. Ése era otro favor que les había hecho: el pasillo estaba más limpio de lo que nunca lo había visto.
Estuve lavándome la cara con agua fría durante varios minutos. Eso no podía reemplazar una siesta, pero tendría que servirme por ese día. Me pinté los labios bajo la parpadeante luz de neón. Su pálido resplandor enfatizaba los rasgos de mi cara, destacando en ellos profundos surcos. Era un anticipo del aspecto que podría tener al envejecer. Le hice una mueca a mi reflejo, subrayando así sus líneas grotescas.
– Y yo que creía que te habías vestido para triunfar, chica -le espeté a mi imagen.
Recordé súbitamente que había quedado para la instalación del sistema de alarma esa mañana. Utilicé el teléfono público del restaurante para llamar al señor Contreras; él estaría en casa toda la mañana y estaría encantado de abrirles a los obreros. Pero parecía deprimido.
– ¿Seguro que no le importa? Iré a casa y los esperaré si para usted es un fastidio.
– Oh no, pequeña, nada de eso -me aseguró vivamente-. Supongo que lo que me fastidia es ir a ver a Eddie.
– Ya veo -me froté los ojos-. No se lo voy a imponer. Puede quedarse en casa si la idea le desagrada tanto.
– Pero ¿tú vas a ir de todas formas?
– Ajá. Necesito verdaderamente hablar con él.
No dijo nada más, excepto que estaría pendiente de los obreros, y colgó.
Barbara me trajo una taza de café reciente para que me la llevara.
– Beber algo caliente te calmará, cielo.
Me lo bebí mientras caminaba por Belmont. Tomármelo lentamente me hizo en efecto sentirme más yo misma. Cuando llegué al banco de Lake View, en la esquina de Belmont y Sheffield, me sentía al menos capaz de entablar una conversación.
En su achaparrado edificio de piedra con rejas de hierro en las ventanas, el banco parecía aletargado y ajeno a las tribulaciones financieras de sus grandes hermanos del centro. Las ventanas enrejadas no dejaban penetrar mucha luz; el vestíbulo era un espacio sombrío y mohoso que probablemente no había sido fregado desde que abrió, en 1923. Pero el banco se tomaba en serio sus compromisos con el barrio, invirtiendo en la comunidad y sirviendo a sus clientes con dedicación. Había renunciado a los proyectos de altos vuelos que habían arruinado a muchas instituciones pequeñas en los ochenta; hasta donde yo sabía, su situación financiera era buena.
Gran parte de las operaciones bancarias se llevaban a cabo en una sala de alto techo más allá del vestíbulo. Los tres encargados de préstamos estaban sentados tras una barandilla de madera en el extremo opuesto a los cajeros. Divisé a Alma Waters, la mujer que me había ayudado con mi hipoteca, pero seguí el protocolo y presenté mi tarjeta a la recepcionista.
Alma se acercó a saludarme. Era una mujer rolliza, entre los cincuenta y los sesenta, que solía lucir vestidos ajustados de vivos colores, envuelta en echarpes y atildada con llamativas joyas. Hoy lucía una chocante combinación de rojo y rosa, y una serie de collares de cuentas rojas y plateadas. Deslizándose hacia mí sobre sus altos tacones negros de charol, me estrechó la mano tan efusivamente como si hubiese pedido un préstamo de un millón de dólares en lugar de cincuenta mil.
– Vamos allí, Vic. ¿Cómo estás? ¿Cómo va tu apartamento? Fue una buena inversión la que hiciste. Te dije en su día que podías contar con que ese tramo de Racine iba a prosperar, y así ha sido. Acabo de renegociar una hipoteca para una persona en Barry, y sabes, el valor de su pequeño apartamento de dos piezas se ha multiplicado por ocho. ¿Has venido por eso? -mientras hablaba había extraído mi expediente de un cajón.
A veces me costaba reunir los setecientos dólares al mes de mi piso además de mi alquiler del centro. Eso era exactamente lo que necesitaba, sí, triplicar mi hipoteca.
Sonreí.
– En parte. Lo que se refiere a ese tramo de Racine que está prosperando. Necesito una ayuda, una ayuda que quizá no puedas darme.
– Inténtalo, Vic -soltó una risa franca, mostrando una brillante dentadura, completa y uniforme-. Conoces nuestra divisa: «Crecemos sirviendo a la comunidad».
– Ya sabes que soy detective privada, Alma -tenía que saberlo: mis ingresos inciertos hacían de mí una clienta difícil para sus jefes-. Estoy trabajando para una anciana que vive en mi misma calle, Harriet Frizell. La señora Frizell… bueno, es de los más antiguos habitantes de Racine. De la parte que todavía no ha prosperado. Y ahora está viviendo momentos difíciles.
Le esbocé un cuadro breve -pero esperaba que conmovedor- de la situación de la señora Frizell.
– Era clienta vuestra, pero en febrero cambió su cuenta al U. S. Metropolitan. No creo que posea mucho. Pero tampoco creo que la pareja que se apresuró a hacerse cargo de su tutela sean unos angelitos del barrio. No te estoy pidiendo que me digas cuál es su capital, ya sé que no puedes hacerlo. Pero ¿puedes decirme si dio alguna razón para hacer el traslado?
Alma fijó en mí unos ojos brillantes y alegres durante un minuto.
– ¿Qué interés tienes tú en esto, Vic?
Extendí las manos.
– Llámalo buena vecindad. Su mundo giraba alrededor de sus perros. Me comprometí a ayudar a cuidar de ellos cuando ingresó en el hospital, pero cuando volví de un viaje, me encontré con que los habían sacrificado. Eso me suscitó sospechas respecto a la gente que lo hizo.
Arqueó los labios, debatiendo la cuestión consigo misma. Finalmente giró hacia el ordenador de la esquina de su mesa y manipuló el teclado. Hubiera dado la paga de una semana -de una buena semana- por poder ver la pantalla. Tras unos minutos de tecleo, se levantó con un breve «vuelvo enseguida» y se alejó hacia el fondo del banco.
Una vez Alma hubo desaparecido en un despacho construido en el fondo del vestíbulo, mis instintos más bajos me pudieron: me levanté y miré la pantalla. Lo único visible era un menú inicial. Desconfiada mujer.
Alma tardó un buen rato en contarle mi caso a su jefe. A los diez minutos o así sonó el teléfono en una de las otras ventanillas de préstamos. La mujer habló brevemente, luego se levantó y desapareció también en el despacho de atrás. Me terminé el café que me había dado Barbara, memoricé un manoseado impreso sobre autofinanciación, encontré un elegante aseo de señoras en el sótano del banco, y aún tuve tiempo de estudiarme un folleto de hipotecas sobre viviendas antes de que aparecieran las dos mujeres.
Se detuvieron junto a la mesa de la segunda empleada para que ésta tuviera tiempo de sacar una carpeta de su fichero. Alma la trajo también a ella, presentándola como Sylvia Wolfe. La señora Wolfe, una señora alta y enjuta de unos sesenta años, llevaba un pulcro traje de punto más a tono con un banco que la exuberancia de Alma. Me estrechó enérgicamente la mano, pero dejó hablar a Alma.
– Hemos tenido una larga charla con el señor Struthers respecto a lo que podíamos decirte. Sylvia está aquí porque era ella la que atendía de hecho a la señora Frizell. Tu vecina fue clienta nuestra desde 1926 y fue un disgusto perderla. El señor Struthers ha decidido que podíamos enseñarte la carta que la señora Frizell nos envió, pero, por supuesto, Sylvia no puede dejarte mirar ningún otro de sus documentos financieros.
La señora Wolfe hojeó un grueso expediente con dedos expertos y sin decir palabra me tendió la carta en que la señora Frizell solicitaba la cancelación de su cuenta. La anciana había escrito en una hoja de amarillento papel rayado, arrancado de un bloc que debía tener desde que abrió su cuenta. Su redacción era inconexa, como si hubiese escrito la carta en varias veces sin pararse a comprobar lo que había dicho en la anterior, pero el contenido era bastante claro.
«He tenido una cuenta en su banco durante muchos años y jamás pensé que ustedes engañarían a una clienta tan antigua, pero la gente se aprovecha de las mujeres mayores de forma terrible. El dinero que tengo en su banco es todo lo que poseo, y aun así ustedes sólo me pagan el ocho por ciento, pero en otro banco puedo ganar el diecisiete por ciento, y por supuesto tengo que pensar en mis perros. Quiero que vendan ustedes mis cedés (sic) * y envíen mi dinero al U. S. Metropolitan (sic), tengo el impreso que tienen que utilizar.»
– ¿Diecisiete por ciento? ¿De qué diablos podía estar hablando? -pregunté.
Sylvia Wolfe sacudió la cabeza.
– La llamé e intenté discutirlo con ella, pero se negó a hablar conmigo. Intenté incluso pasarme a verla, decirle que sólo alguien que quiere realmente estafar a la gente mayor le podía prometer el diecisiete por ciento, pero me dijo que estaba claro que le iba con mi palabrería cuando ya era demasiado tarde. Le escribimos diciéndole que le volveríamos a abrir la cuenta sin gasto alguno si decidía volver con nosotros. Así quedaron las cosas.
– ¿Cuánto tenía en certificados de depósito? -pregunté.
La señora Wolfe volvió a sacudir la cabeza.
– Sabe que eso no se lo puedo decir.
Le di vueltas a la carta entre mis manos, pero no me decía nada. No la había escrito otra persona, y no parecía dictada por alguna presión, pero no existía ninguna manera de saberlo a ciencia cierta.
– ¿Tenía un cofre de seguridad aquí? -pregunté bruscamente.
Las empleadas de la sección de préstamos intercambiaron prudentes miradas.
– No -dijo la señora Wolfe-. Lo hablé con ella varias veces en esos años, pero prefería guardar cualquier documento importante en su casa. A mí no me parecía bien, pero no era la clase de gente a la que se le pueda decir nada; ya tenía tomada su decisión antes de empezar la conversación.
Le devolví la carta a la señora Wolfe. Mientras le agradecía su ayuda, me preguntaba dónde estarían los documentos personales de la señora Frizell. Todd y Chrissie no hubiesen tratado de sonsacarle la información si los tuviesen.
– ¿Has conseguido lo que querías, Vic? -me interrumpió Alma.
Encogí un hombro.
– Algo, pero estoy confundida. Lo que me gustaría ver es su cuenta en el Metropolitan, averiguar qué pudieron ofrecerle que le rentara esa cantidad de dinero. Y me gustaría saber dónde está el título de propiedad de su casa, si no lo guardaba en un cofre de seguridad.
– ¿Ha desaparecido? -me preguntó la señora Wolfe, con un destello de alarma en sus ojos castaño claro.
– Los chicos que se encargan de sus asuntos no lo tienen: aparecieron en el hospital el lunes con la cantilena de que no podían reunir el dinero para pagar su factura. Claro que está en el hospital del condado, no van a echarla, pero como es propietaria de una casa sí le piden que pague sus gastos hospitalarios.
La señora Wolfe sacudió la cabeza.
– No sé dónde podía tenerlo, ese título. Pero debe estar en algún lugar de su casa.
Pensé en el gran cúmulo de papeles aún sin tocar en su escritorio. Pero seguramente a esas horas Todd y Chrissie ya habrían registrado la casa a fondo. Si el título estaba allí, tenían que haberlo encontrado. Me pregunté si la señora Hellstrom sabría algo. Volví a darles las gracias a las empleadas del banco, y volví al bochornoso día de junio.
La señora Hellstrom estaba en su jardín, atareada con un enorme saco de turba y una azada. Un sombrero de paja la resguardaba del sol, y unos guantes y un delantal protegían sus manos y ropas. Se mostró contenta de verme y me invitó a tomar un té helado en su cocina, aunque miró pensativamente hacia atrás al entrar.
Posó cuidadosamente los guantes y el sombrero en una pequeña repisa junto a la puerta trasera.
– Anoche fui al hospital. Me dijeron que habías estado allí, que conseguiste que Hattie hablase un poco más de lo habitual.
El cumplimiento rutinario de mi cometido de ángel de la guarda era lo que al parecer me había valido esa entrevista a solas. No lo estropeé diciéndole que quería conseguir que la señora Frizell me hablara de sus finanzas.
La señora Hellstrom me condujo hasta una silla junto a la inmaculada mesa de formica. Sacó una jarra del refrigerador y cogió dos vasos de plástico color ámbar de un estante, como aquellos a los que unas horas antes les había hecho ascos Dick. Me pregunté qué habría hecho con su camisa manchada de café y sus reuniones. Probablemente tendría una de repuesto en la oficina. O quizá su secretaria corrió a comprarle una nueva en Neiman-Marcus.
No soy muy aficionada al té y el brebaje de la señora Hellstrom procedía visiblemente de un paquete de té instantáneo, pero sorbí un poco en plan sociable. Lo había azucarado una mano generosa. Procuré no hacer una mueca mientras lo ingería.
Charlamos un rato de la señora Frizell, de algunos de los recuerdos que la señora Hellstrom tenía de ella.
– Claro, era de la generación de mi madre. El señor Hellstrom se crió en esta casa y solía intentar jugar con su hijo, pero él, el hijo, quiero decir, no era un chico que les cayese muy bien a los otros niños. Pero si piensa una en lo rara que es ella, no es de extrañar, ¿verdad? Aunque siempre ha sido una buena vecina, a pesar de toda esa basura de su patio y de esos perros.
No podía hacerme una idea clara de lo que pudo hacer la señora Frizell para merecer el apelativo de buena vecina. Quizá era simplemente que no se metía en los asuntos de los demás. De ahí la conversación giró sobre el egoísmo de mi generación, algo que no me sentía muy capaz de discutirle, pero cómo se alegraba la señora Hellstrom de encontrar gente joven en su barrio que encarnaba los viejos valores de buena vecindad.
– Desde luego, creo que fue un error de esos jóvenes hacer sacrificar a los perros, pero también se apresuraron a cuidar de los asuntos de Hattie. Y no creo que para ellos sea muy divertido hacerse cargo de una anciana tan maniática como ella.
– No, desde luego -murmuré-. Pero supongo que estarán un poco fastidiados por el hecho de que no consiguen encontrar el título de propiedad de la señora Frizell.
– ¿El título de propiedad de su casa? -preguntó vivamente la señora Hellstrom-. ¿Para qué lo quieren?
Procuré hacerme la inocente, incluso la ingenua.
– Supongo que es para el hospital. Necesitan presentar algún justificante de su situación económica. Puede que incluso tengan que hacer una hipoteca, ya que al parecer va a permanecer allí bastante tiempo.
La señora Hellstrom sacudió la cabeza con impotencia.
– ¿Adónde iremos a parar en este país? Ahí tenemos a una anciana que ha trabajado duro toda su vida, y ahora a lo mejor tiene que perder su casa sólo por culpa de una pequeña caída en su baño. Da miedo pensar en la vejez, de verdad.
Le di la razón. Dentro de un año yo cumpliría los cuarenta. No necesitaba que el señor Contreras me metiera miedo por lo que les ocurre a los detectives privados viejos e indigentes.
– Ella no le dio a guardar a usted sus documentos personales, ¿verdad?
– ¡Oh, no! Hattie no es de las que confían sus cosas de valor a cualquiera. Lo único que tengo de ella es una caja con las cosas de los perros: sus fotos, sus pedigrís y esas cosas. La cogí cuando me traje a los perros la primera noche, porque sabía que era lo que realmente le importaba.
– Me pregunto si podría echarle un vistazo -procuré mantener un tono indiferente.
– Querida, si eso te complace, puedes examinar foto por foto. No es que sea gran cosa, pero ella destinó su caja más bonita para guardar sus papeles. Cuenta con Hattie para prestarle más atención a algo de sus perros que a sus propios documentos… ¿Más té, querida?
Como lo decliné, se dirigió rápidamente a la parte delantera de la casa. Volvió al cabo de un minuto con una caja de laca negra de unos cincuenta centímetros de largo por unos diez de ancho. Era un bello objeto, decorado con un dibujo de vivos colores representando a un perro con el hocico en el regazo de una chica, sentados los dos bajo un peral. La hechura era tan esmerada que la tapa ajustaba perfectamente en la caja, pero se abría sólo con un suave tirón. Me encontré mirando un retrato desenfocado de Bruce.
– Quiero seguir con mis plantas, querida. Puedes dejarla simplemente sobre la mesa cuando termines de mirarla. Y no dudes en servirte más té si te apetece.
Le di las gracias y empecé a sacar cuidadosamente papeles de la caja. Bajo la cabeza de Bruce había una foto de grupo de los otros cuatro perros junto a la valla trasera. Había conseguido quién sabe cómo que se irguieran sobre sus patas traseras y apoyaran las de delante en la verja. Aunque también estaba desenfocada, era una instantánea bastante ingeniosa. Quizá la alegraría tenerla junto a su lecho de hospital. La separé para llevármela en mi próxima visita.
Bajo esas dos había una serie de fotos que debían de ser de sus anteriores perros, junto con el certificado de Bruce del Kennel Club y papeles de otros perros desaparecidos desde hacía tiempo. Un puñado de recortes de periódico amarillentos mencionaban los días gloriosos de la señora Frizell, cuando presentaba en exposiciones labradores negros y ganaba premios. Nadie había sugerido nunca que ella hubiese llevado a cabo algo tan disciplinado.
Finalmente, en el fondo de la caja, encontré un pequeño fajo de documentos personales. La escritura de la casa. Y tres bonos, de un valor nominal de diez mil dólares. Cupones de acciones que redituaban el diecisiete por ciento, emitidos por Diamond Head Motors.