Ágape frenético

Volví al palco en el preciso momento en que Michael salía otra vez a escena con Or'. Al oír mi jadeo, Lotty giró hacia mí, enarcando las cejas.

– ¿Necesitabas correr una maratón en el intermedio, Vic? -murmuró amparándose en los dispersos aplausos de cortesía.

Hice un gesto de rechazo.

– Es demasiado complicado para explicarlo ahora. Dick está aquí, mi viejo amigo Dick.

– ¿Y eso te ha acelerado el pulso de esa manera? -su corrosiva ironía hizo que me sonrojara, pero antes de que pudiera replicar como se merecía, Michael empezó a hablar.

En breves y sencillas palabras explicó la deuda que su familia había contraído con los ciudadanos de Londres por acogerlos cuando Europa se convirtió en un infierno en el que no podían sobrevivir.

– Y estoy orgulloso de haberme criado en Chicago, donde el corazón de la gente también late por ayudar a aquellos que -por su raza, tribu o creencias- ya no pueden seguir viviendo en su tierra natal. Esta noche vamos a interpretar para ustedes, en estreno, el concierto para oboe y violonchelo de Or' Nivitsky titulado El judío errante, dedicado a la memoria de Theresz Kocsis Loewenthal. Theresz sufragó Chicago Settlement con todo entusiasmo; se sentiría emocionada si viese el apoyo que ustedes brindan a esta importante sociedad benéfica.

Era un discurso ensayado, presta y displicentemente despachado dada la frialdad del público. Michael se inclinó ligeramente, primero en dirección a nuestro palco, luego hacia Or'. Ambos se sentaron. Michael giró su violonchelo y miró a Or'. Cuando ella asintió con la cabeza, empezaron a tocar.

Max tenía razón. El concierto no tenía parecido alguno con la cacofonía átona de la música de cámara de Or'. La compositora había vuelto a la fuente de la música folclórica judía del este de Europa para buscar sus temas. La música, olvidada durante cinco décadas, volvía a la vida a ráfagas, conforme el violonchelo y el oboe se contestaban, tanteando. Durante unos intensos minutos, parecieron encontrarse el uno al otro en una rítmica antífona. La armonía se rompió bruscamente cuando la antífona se convirtió en antagonismo. Los instrumentos contendían tan ferozmente que sentí sudor en mis sienes. Alcanzaron un frenético clímax y callaron. Hasta ese público poco melómano pudo contener el aliento cuando hicieron una pausa tras ese punto culminante. Luego el violonchelo persiguió al oboe, llevándolo desde el terror a la paz, pero una paz horrible, ya que era el descanso de la muerte. Apreté la mano de Lotty, sin hacer el menor intento por enjugar mis lágrimas. Ninguno de nosotros pudo unirse al aplauso.

Michael y Or' se inclinaron brevemente y desaparecieron del escenario. Aunque las palmas prosiguieron durante unos minutos, con mayor entusiasmo que el que había acogido a las Variaciones sobre Don Quijote, la respuesta carecía de una chispa vital que indicara que habían captado su importancia. Los músicos no volvieron a escena, sino que hicieron salir a la coral infantil para concluir el concierto.

Al igual que Lotty, Max estaba conmovido por el recital de su hijo. Me ofrecí a ir a buscar el coche enseguida, pero pensaron que debían quedarse para la recepción.

– Ya que es en honor de Theresz, parecería extraño que Max no estuviera presente, sobre todo siendo el padre de Michael -dijo Lotty-. Pero si quieres marcharte, Vic, podemos coger un taxi para volver.

– No seas ridícula -contesté-. Estaré pendiente de vosotros. Hazme una señal cuando decidáis marcharos.

– Pero puedes volver a encontrarte con Dick. ¿Podrás soportar la emoción? -Lotty se esforzaba por serenarse mediante el sarcasmo.

La besé en la mejilla.

– Me las arreglaré.

Fue lo último que supe de ella durante un buen rato. Tan pronto como terminó el concierto, una marea humana se derramó por las escalinatas. Cuando Max, Lotty y yo conseguimos por fin alcanzar el vestíbulo superior, fuimos inmediatamente separados por la multitud. En vez de abrirme paso entre el gentío tratando de seguirles, me acerqué a la barandilla e intenté seguirles la pista. Fue inútil: Max sólo sobrepasa unos centímetros el metro cincuenta y dos de Lotty. Les perdí de vista a los pocos segundos de que alcanzasen la planta baja.

Durante la segunda parte del concierto, los proveedores habían montado un ambigú en el vestíbulo. Cuatro mesas, formando un enorme rectángulo, estaban cubiertas de una asombrosa cantidad de alimentos: gambas dispuestas en pirámide, gigantescos recipientes con fresas, pasteles, panecillos, ensaladas, fuentes de ostras crudas. Los lados más pequeños del rectángulo contenían platos calientes. Desde mi observatorio no podía discernir claramente su contenido, pero me pareció que los bollos de huevo y los higadillos de pollo alternaban con las setas fritas y los pasteles de cangrejo. En el centro de los dos laterales más largos, unos hombres con gorro blanco esgrimían cuchillos de trinchar por encima de gigantescas montañas de ternera y jamón.

La gente se precipitaba en desorden para acceder a la comilona antes que desapareciese. Divisé el peto de bronce de Teri en la primera oleada frente a la pirámide de gambas. Avanzaba en la estela de Dick, quien se apoderaba de las gambas con el frenesí de quien piensa que perderá la parte que le corresponde si no la apaña prestamente. Mientras embutía las gambas en su boca hablaba con la mayor seriedad con otros dos hombres de elegante atuendo que metían mano a las ostras. Conforme avanzaban lentamente hacia el asado central, iban subrayando la conversación pinchando aceitunas, pasteles de cangrejo, endivias y todo lo que encontraban a su paso. Teri se agitaba detrás de ellos, al parecer hablando con una mujer que lucía un vestido azul cuya superficie estaba profusamente recubierta de perlas cultivadas.

– Me siento como el Faraón viendo abatirse a las langostas -dijo a mis espaldas una voz familiar.

Me volví y vi a Freeman Carter: el emblemático abogado criminalista de Crawford-Mead. Sonreí y posé la mano sobre el finísimo paño de su chaqueta. Nuestra relación se remontaba a aquellos días en que yo también solía agitarme detrás de Dick en los actos sociales de su empresa. Freeman era el único socio que hablaba a las féminas sin pretender estar haciéndonos un gran favor, así que empecé a acudir a él para mis propios asuntos legales en los momentos en que el sistema parecía a punto de engullirme.

– ¿Qué haces aquí? -le pregunté-. No esperaba ver a nadie conocido.

– El amor a la música -Freeman sonrió con sarcasmo-. ¿Y tú? Eres la última persona a la que buscaría en una función de ciento cincuenta pavos.

– El amor a la música -le imité solemnemente-. El violonchelista es el hijo de una amiga. Siento confesar que he entrado gratis, no por apoyar la causa.

– Bueno, al parecer Crawford-Mead ha adoptado a Chicago Settlement como mascota. Todos los socios hemos sido invitados a comprar cinco entradas cada uno. Pensé que sería equitativo por mi parte participar, digamos que como último gesto de buena voluntad hacia la empresa.

Enarqué pensativamente las cejas.

– ¿Estás pensando en marcharte? ¿Desde cuándo? ¿A qué vas a dedicarte?

Freeman miró precavidamente por encima de su hombro.

– Todavía no se lo he dicho, así que guárdame el secreto, pero es hora de que empiece a ejercer por mi cuenta. El derecho penal nunca ha sido importante en Crawford, llevo años sabiendo que debo cortar amarras, pero hay tantos incentivos en una gran empresa que simplemente he seguido por inercia. Ahora la casa está creciendo tan rápido y se está alejando tanto del trabajo que yo considero importante que parece que ha llegado la hora de irse. Te lo notificaré oficialmente, se lo notificaré a todos mis clientes, cuando esté efectivamente trabajando por mi cuenta.

Unos cuantos grupos de gente charlaban a nuestro alrededor, evitando mezclarse con el gentío de abajo. Freeman no dejaba de observarlos para asegurarse de que no podía ser oído, y finalmente cambió bruscamente de tema.

– Mi hija está por ahí, con su amigo. No sé si voy a volver a verlos.

– Sí, eso mismo me estaba diciendo respecto a la pareja con la que he venido. No son muy altos: jamás los encontraré si me meto en el tropel… Me preguntaba qué habría traído a Dick por aquí. Yo hubiera puesto a los refugiados al final de la lista de personas por las que él pagaría algo, más o menos en el mismo plano que las mujeres con sida. Pero si la empresa está apoyando a Chicago Settlement supongo que él será el primero en aplaudir.

Freeman sonrió.

– No pienso hacer ningún comentario al respecto, Warshawski. Él y yo seguimos siendo socios, al fin y al cabo.

– Es él el que está llevando el tipo de asuntos que a ti no te gustan, ¿verdad?

– No seas tan optimista. Dick ha hecho mucho por revitalizar Crawford-Mead -alzó una mano-. Sé que odias su forma de practicar las leyes. Sé que te encanta conducir un cacharro y que desprecias sus deportivos alemanes…

– Ahora ya no conduzco un cacharro -observé con dignidad-. Tengo un Trans Am del 89 cuya carrocería sigue brillante pese a tener que dejarlo en la calle y no en un garaje para seis coches en Oak Brook.

– Lo creas o no, hay días en que Dick se pregunta si no cometió un error: si eres tú la que estás haciendo lo que debes, y no él.

– Ya sé que no has estado bebiendo, porque no te lo huelo en el aliento, así que tiene que ser algo que te has metido por la nariz.

Freeman sonrió.

– No ocurre con frecuencia, pero hubo un tiempo en que al chico le importabas lo suficiente como para casarse contigo.

– No te pongas sentimental conmigo, Freeman. ¿O es que estás pensando que hay días en que me pregunto si él estará haciendo lo que debe, y no yo? ¿Cuántas mujeres socias hay en Crawford ahora? Tres, ¿no? Entre una lista de noventa y ocho. Hay días en que desearía ganar el dinero que gana Dick, pero en ningún momento he deseado pasar por lo que una mujer tiene que pasar para medrar en una firma como la vuestra.

Freeman esbozó una sonrisa apaciguadora y deslizó mi mano bajo su brazo.

– No he venido aquí para enemistarme con la más arrojada de mis clientas. Vamos, Juana de Arco. Abriré camino hasta el bar y te conseguiré una copa de champán.

En los pocos minutos que llevábamos hablando, la montaña de gambas había desaparecido y gran parte de las fresas ya no estaban. Los asados de ternera parecían resistir. Busqué entre el gentío mientras bajábamos pero no pude encontrar a Lotty ni a Max. El vestido de bronce de Teri también había desaparecido.

Intenté no alejarme de Freeman, pero en cuanto estuvimos en la planta baja resultó imposible. Pasando entre los dos, alguien me soltó el brazo del suyo. Después seguí los cortos cabellos rubios de su nuca durante unos cuantos zigzags entre la muchedumbre, pero una mujer vestida de satén rosa con unas alas de mariposa que le llegaban al suelo necesitaba el terreno despejado para pasar, y lo perdí.

Durante un rato seguí el movimiento de los remolinos. El ruido era enorme, intensificado por la resonancia de las columnas y el suelo de mármol. Retumbaba en mi cabeza como un pavoroso rugido. Se me hizo imposible concentrarme en cualquier objetivo externo, tal como buscar a Lotty; tenía que utilizar toda mi energía para proteger mi cerebro de las ráfagas de ruido. Era imposible mantener una conversación con ese barullo: todos debían de estar gritando por el simple placer de contribuir al estrépito.

En cierto momento los empellones me acercaron a las mesas de la comida. Los camareros estaban de pie, impasibles en su pequeña isla, moviendo sólo las manos al trinchar y servir. Las gambas habían desaparecido, al igual que todos los platos calientes. Lo único que quedaba, además de la carne -ya cerca del hueso-, eran las ensaladas picoteadas.

Volví a sumergirme en la marea humana y empecé a avanzar a contracorriente hacia la sala. A fuerza de codazos llegué a las columnas que separaban las puertas laterales del vestíbulo. Allí el gentío era menor; aquellos que intentaban hablar podían acercar suficientemente las cabezas como para oírse. Michael y Or' estaban apartados con cinco o seis personas de aspecto serio. Seguí adelante sin hablarles por si acaso eran donantes importantes y me escabullí al patio de butacas.

Dick estaba parado casi en la entrada, junto a la puerta de la derecha, hablando con un hombre de unos sesenta años. Pese a saber que estaba allí, al verle tan de cerca me dio un vuelco el corazón. No era entusiasmo romántico, sólo un sobresalto, algo así como cuando una resbala sobre un suelo helado. Dick pareció sobresaltarse también: interrumpió una melosa frase en mitad de una palabra y me miró boquiabierto.

– Hola, Dick -dije débilmente-. No sabía que fueses un entusiasta del violonchelo.

– ¿Qué haces aquí? -inquirió.

– Me han contratado para barrer el teatro. Últimamente tengo que aceptar los trabajos que me salen.

El sesentón me miró con una profunda irritación. No le importaba quién era yo ni lo que podía hacer con tal de que me largase cuanto antes. Tampoco les prestaba atención a los niños de la coral: libres ya de la responsabilidad de parecer angélicos, estaban persiguiéndose unos a otros entre las butacas, dando agudos chillidos y arrojándose panecillos y pedazos de pastel.

– Ah, bueno, ahora estoy ocupado, así que ¿por qué no empiezas por el otro extremo? -Dick no despreciaba un toque de humor con tal de que no fuese a expensas de él.

– ¿Estás negociando y pactando? -procuré infundirle a mi voz una humilde admiración-. Tal vez pudiera observarte y aprender un poco, para ser ascendida a la limpieza de los lavabos o algo parecido.

Un rubor se asomó a las mejillas perfectamente rasuradas de Dick. A punto de espetarme un violento insulto, lo convirtió en una risotada que sonó como un ladrido.

– ¿Cuánto hace? ¿Trece? ¿Catorce años? ¡Y aún sigues sabiéndote la forma más rápida de sacarme de quicio!

Me cogió del hombro y me acercó a su interlocutor.

– Le presento a Victoria Warshawski. Ella y yo cometimos un gran error en la escuela de Derecho creyendo que estábamos enamorados. Los hijos de Teri y míos aún tendrán que trabajar durante cinco años antes de que les permita pensar en el matrimonio. Vic, Peter Felitti, presidente de Amalgamated Portage.

Felitti alargó una mano algo reticente, no sé si porque yo era la predecesora de su hija o porque no le gustaba que interrumpiera las finanzas de altos vuelos.

– No recuerdo los detalles de vuestro acuerdo. ¿Sigues pagando desde entonces el precio de tus pecados, Yarborough?

Apreté los dedos de Felitti con tanta fuerza que hizo una mueca de dolor.

– En absoluto. Fue mi pensión alimenticia la que le permitió comprar su parte de Crawford-Mead. Pero ahora que ya está lanzado en su carrera, intentaré que los tribunales me releven de esa carga.

Dick hizo una mueca.

– ¿En serio, Vic? Juraré con gusto por doquier que jamás me pediste un centavo. Es abogada -añadió, dirigiéndose a Felitti-, pero trabaja de detective.

Volviéndose hacia mí preguntó lastimeramente:

– ¿Estás satisfecha? ¿Podemos terminar nuestra conversación Pete y yo?

Ya me estaba liberando -tanto del brazo de Dick como de la conversación-, con la mayor gracia posible, cuando entró Teri, seguida de cerca por la mujer del vestido de satén azul con perlas.

– Aquí estás -dijo alegremente la mujer de azul-. Harmon Lessner tiene especial interés en hablar contigo. No puedes escabullirte ahora para hacer tus negocios.

Teri me observó atentamente, intentando discernir si era una relación de negocios o una rival sexual. El champán había añadido un brillo rosado a su base de maquillaje, pero a esa hora tardía seguía estando perfectamente maquillada: la sombra de ojos en su lugar, sobre los párpados, y no en cualquier otro sitio del rostro; su lápiz de labios, de un bronce suave, una versión ligeramente atenuada del de su vestido, nítido y brillante. Su cabello color avellana, recogido en un complicado moño, parecía recién salido de la peluquería. Ni un rizo, ni un mechón que le colgara por el cuello y estropeara el efecto.

A esas horas de la noche, sin necesidad de mirarme a un espejo, sabía que mi rojo de labios se había borrado y que por mucho estilo que hubiese intentado imprimir a mis cortos bucles, éste había desaparecido hacía rato. Quise persuadirme de que yo poseía una personalidad más interesante, pero a Dick no le interesaban las mujeres con personalidad. Tuve ganas de decirle a Teri que no se preocupara, que con sus encantos ya había cumplido por ese día, pero esbocé un saludo dirigido a los cuatro y me alejé hacia la puerta opuesta sin decir nada.

Cuando por fin encontré a Lotty eran más de las doce. Estaba sola, tiritando en un rincón del vestíbulo exterior, guareciéndose con los brazos.

– ¿Dónde está Max? -dije vivamente, apretándola contra mí-. Necesitas ir a casa y meterte en la cama. Voy a buscarle y a por el coche.

– Se ha ido con Or' y con Michael. Ya sabes que se están alojando en su casa. Estoy bien, Vic, de verdad. Es sólo que el concierto me ha vuelto a traer viejos recuerdos. Me empezaron a asaltar mientras esperaba. Iré contigo hasta el coche. El aire fresco me sentará bien.

– ¿Estáis peleados Max y tú? -no era mi intención preguntarlo, pero las palabras surgieron sin avisar.

Lotty torció el gesto.

– Max cree que me estoy portando mal con Carol. Y tal vez sea cierto.

La conduje hasta la puerta giratoria.

– ¿Qué pasa con ella?

– ¿No lo sabías? Se marcha. No es eso lo que me preocupa. Bueno, claro, sí que me importa, llevamos ocho años trabajando juntas. La echaré en falta, pero no intentaría impedirle que se mueva, que busque nuevas oportunidades. Es el motivo por el que lo deja. Me pone furiosa que deje a su familia dirigir su vida, y ahora… ¡Y Max dice que no soy solidaria! ¡Qué te parece!

Durante el trayecto a casa se empeñó en hablar del concierto, y de las mordaces observaciones que hubiera hecho Theresz respecto a la caterva de arribistas musicalmente ignorantes que habían acudido al concierto en su memoria. Sólo cuando la dejé en su puerta me permitió retomar la conversación sobre Carol.

– ¿Que qué va a hacer? ¿No lo sabes? Se quedará en casa a cuidar a un maldito primo de esa madre morbosa que tiene. Tiene el sida y Carol cree que es su deber ocuparse de él.

Cerró con un portazo y se metió como un torbellino. Sentí los gélidos dedos de la depresión aferrarse a mis hombros. Pobre Carol. Pobre Lotty. Y pobre de mí: no me apetecía interponerme entre ellas dos. Esperé hasta que se encendieron las luces del salón de Lotty y volví a arrancar el Trans Am.

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