Amor filial

Cuando volví al coche eché el asiento hacia atrás todo lo que pude y me derrumbé allí, sin fuerzas. Después de dejar a la señora Frizell había vomitado, como una necesidad espontánea de purgarme de la mentira que había tenido que contarle. Nelle McDowell había mandado a una mujer con una fregona que se negó a dejarme limpiar el desastre en su lugar.

– No te preocupes por eso, cielo, es mi trabajo. Y es bueno ver a alguien que se preocupe lo suficiente por esa pobre anciana como para ponerse mala por ella. Tú consíguete un vaso de agua y levanta un rato las piernas.

Me sentí avergonzada por haber perdido el control delante de Steve y de Nelle McDowell, y rechacé sus ofrecimientos de ayuda.

– Tus hijos van a estar furiosos si les haces esperar mucho más, Steve. Vete a casa, yo estoy bien.

Y estaba bien, o casi. Había perdido el control desde que llamé a la puerta de Todd Pichea la noche anterior. ¿Qué más me daba perderlo un poco más en el hospital del condado de Cook?

Era mediodía cuando por fin me enderecé y puse el coche en marcha. Ya estaba en el barrio Sur, a dos manzanas de Damen; unos cuantos kilómetros más al sur y podría empezar a rastrear los bares cerca de la antigua casa de Mitch Kruger. Pero, sencillamente, no tenía estómago para afrontar más vidas deshechas ese día.

Así que me dirigí al Lago Michigan y seguí hacia el norte, dejando atrás los barrios ricos del extrarradio, donde los jardines particulares ocultan la vista del lago, hasta llegar a campo abierto. Aunque el día estaba despejado y el agua azul y serena, aún estaba demasiado fría para nadar. Había grupos de excursionistas dispersos por la orilla, pero conseguí encontrar un tramo de playa desierta donde pude quitarme la ropa y meterme al agua en ropa interior. Al cabo de unos minutos los pies y las orejas me dolían de frío, pero seguí avanzando hasta que sentí que la cabeza me retumbaba y todo se ponía negro a mi alrededor. Salí a la orilla dando traspiés y me tumbé jadeando en la arena.

Cuando me desperté el sol estaba bajo en el horizonte. Había estado toda la tarde sirviendo de espectáculo para los mirones que pasaban, pero ninguno me había molestado. Me volví a poner el vaquero y la camisa y regresé a la ciudad.

La angustia de haberle fallado a la señora Frizell me produjo esa noche un sueño pesado, demasiado pesado, hasta el punto de que me desperté el domingo ya tarde sintiéndome embotada y sin descansar. El aire de la calle también se había vuelto inesperadamente cargado y turbio, nada bueno para hacer jogging. ¿Treinta y dos grados y bochorno a principios de junio? ¿Sería que el temible efecto invernadero ya estaba afectándonos? ¿Es que iba a tener que trocar mi potente coche por una bicicleta? No me sentí capaz de preocuparme por la señora Frizell, por Mitch Kruger y por el medio ambiente en el mismo fin de semana.

Me tomé una taza de café y me fui en mi potente coche a un polideportivo donde a veces voy a nadar. El domingo es día familiar: la piscina contenía en partes iguales cloro y niños chillones. Me refugié en la sala de pesas y me pasé una aburrida media hora en los aparatos. Ejercitarse en las máquinas es monótono, y los que están en la sala de pesas parecen casi siempre tener todos la mirada de secreta autosatisfacción que una tiene cuando se pavonea frente al espejo: Dios mío, soy tan guapa, con estos fabulosos y desarrollados músculos, que creo que me he enamorado.

Aguanté todo el tiempo que pude, y luego me acerqué a la cancha, donde me encontré un partido informal de baloncesto. Estaba de suerte. Precisamente alguien lo dejaba para sacar a sus hijos de la piscina. Sólo podíamos ocupar la cancha unos veinte minutos más, pero cuando llegaron los hombres a ocuparlo ya estaba empapada en sudor y la sensación de pesadez había desaparecido de mi cabeza.

Cuando fui a ducharme me di cuenta de que me había dejado la bolsa de deporte en la sala de pesas. Al entrar a recogerla me sorprendió ver a Chrissie Pichea en el último aparato que yo había utilizado. No me sorprendió verla trabajar sus músculos trapecios, sólo el que estuviera en el polideportivo. Me la hubiera imaginado en un gimnasio pijo de Lincoln Park o del Loop. Se puso roja cuando me reconoció.

– Desde que tú y Todd os encargasteis de los perros de la señora Frizell, tengo tiempo para desarrollar mis pectorales -dije en tono cordial, recogiendo mi bolsa.

Frunció el ceño, furiosa.

– ¿Por qué no te metes en lo que te importa?

– Soy como tú, me gusta ayudar a mis vecinos. Y cuando tú metes las narices en los asuntos de la señora Tertz y de la señora Frizell, ¿seguro que te estás metiendo en lo que te importa?

Soltó las pesas tan de golpe que cayeron con gran estruendo.

– ¿Pero tú quién te has creído que eres?

Le sonreí.

– Qué poco original, Chrissie. No sueltes las pesas tan rápido: es la mejor manera de desgarrarse un músculo -salí tranquilamente de la sala, silbando por lo bajini-. Jo, Vic, eres tan ingeniosa, creo que me estoy enamorando.

De vuelta a casa me sentí lo suficientemente alerta como para llamar al hijo de la señora Frizell a San Francisco. Contestó a la octava señal, cuando ya pensaba que estaría fuera ese fin de semana. Le recordé que habíamos hablado el lunes anterior después de que encontrara a su madre tirada en el baño.

– ¿Sí?

Le expliqué lo que les había sucedido a los perros.

– Fui a verla ayer. No está nada bien. Podría matarla enterarse de que han sacrificado a los perros. El personal del hospital quiere hablar con usted antes que nada, no quieren correr esa clase de riesgo sin que lo sepa su familia… Supongo que usted es su única familia…

– Puede que mi padre siga vivo, en algún paraíso al que huyó antes de que yo naciese. Como nunca se divorciaron, técnicamente sigue siendo su familiar más cercano, pero no creo que ahora le preocupe más que durante los últimos sesenta años. De todas formas, he autorizado a un abogado que vive cerca de ella a encargarse de su tutela. ¿Por qué no habla con él? -su voz era amarga, acerada por seis décadas de rencor.

– Eso es un poco problemático: ha sido él el que ha pedido a la perrera del condado que sacrificara los perros. A él no le preocupa mucho cómo puede afectar eso a su madre: lo único que quería era que le nombraran tutor para poder deshacerse de los perros.

– Creo que usted está exagerando las cosas -contestó-. ¿Cuál es su verdadero interés por mi madre?

¿Sólo una vecina que se preocupaba? ¿Una entrometida que no puede evitar meter las narices en los asuntos de los demás?

– Es cliente mía. No puedo abandonarla sólo porque está algo trastornada.

– ¿Cliente? ¿Qué clase de…? Yo reviso las facturas de mi madre cada trimestre, después de que el banco las pague. No recuerdo su nombre… ¿Sharansky, ha dicho?

– No, ya le he dicho que «Warshawski». No podía encontrar ninguna factura, he estado trabajando gratis para ella.

– Sí, pero ¿qué es lo que hace para ella? Hay por ahí mucha gente tratando de aprovecharse de los ancianos. Mejor será que me deletree su nombre. Me gustaría que Pichea viera eso de cerca.

– ¿Y cómo sabe que él no es una de esas personas que se aprovechan de los ancianos? -le pregunté-. ¿A quién le ha encargado que lo investigue a él? ¿Va a seguir examinando las facturas de su madre ahora que le ha dado carta blanca para controlar su vida?

– Me dio el nombre de su bufete de abogados. Les llamé y me confirmaron su credibilidad y su desinterés. Y ahora, si quiere deletrearme su nombre…

– ¡Pero si no es desinteresado! -estallé-. Quiere sacar a su madre del barrio. Lo que quería era deshacerse de los perros, probablemente espera que muera en el hospital para poder vender su casa a algún yuppy como él…

Byron me interrumpió a su vez.

– Mi madre es una persona muy difícil. Muy difícil. Ahora hace cuatro años que no voy a Chicago a verla, pero ya entonces estaba senil. Claro, que ha estado senil desde que yo la conozco, pero al menos solía ocuparse de la propiedad. Pues bien, hace cuatro años vi que estaba dejando que la casa cayera en ruinas -repitió la frase como si él la hubiese inventado y le gustara oírsela paladear-. Si no hubiera sido por mí, todo el edificio se le hubiera derrumbado encima con las filtraciones de agua. No se molestaba en llamar a nadie para que arreglara el tejado. No es capaz de recoger la basura que la gente tira en su patio. Apuesto a que no ha utilizado un aspirador en ochenta años. Creo que es hora de que la lleven a una casa de salud o a alguna institución donde cuiden de ella.

Estaba sin aliento. No pensé que fuese el momento indicado para decirle que mucha gente no tenía aspirador hace ochenta años.

– Y tampoco me destroza el corazón saber que esos malditos perros están muertos -prosiguió-. Siempre estaba igual. Cuando era niño no podía llevar a nadie a casa con todos esos animales que tenía vagando por allí. Parecía más un zoológico que una casa, sólo porque su sueño era ser veterinaria y tuvo que trabajar en una fábrica de cajas… Bueno, todos nosotros tenemos que renunciar a nuestros sueños: yo quería ser arquitecto pero no había dinero para ese tipo de estudios, así que me hice contable. Y no por eso me paso la vida llenando la casa de planos. Me he adaptado. Mi madre nunca supo hacerlo. Siempre creyó que las reglas se aplicaban a los demás, y no a ella, y ahora tendrá que aprender a su costa que las cosas no son así.

Yo siempre quise jugar en la liga de béisbol, pero en lugar de eso había terminado estudiando Derecho. Y obtuve becas y trabajé por las noches y en los veranos para conseguirlo. Me costaba compadecerme de los sueños perdidos de Byron, pero sentí pena por la señora Frizell.

– Es difícil ingresar en las escuelas de veterinaria -dije en voz alta-, e imagino que hace sesenta y cinco años era prácticamente imposible para una mujer.

– Tampoco necesito que me eche un maldito sermón sobre los derechos de las mujeres. A menos que sean capaces de cuidar como es debido a sus hijos, las mujeres no merecen ningún otro derecho. Ya me imagino cómo trataría a mi padre para obligarle a marcharse. Además, ¿quién se ha creído que es usted, para venir a sermonearme? ¿Qué clase de trabajo ha estado haciendo para mi madre? ¿Le ha facilitado manuales de medicina veterinaria? -su tono era feroz-. ¿A qué se dedica?

– Soy abogada. Y detective privada.

– Si es abogada, ¿qué es lo que está haciendo para mi madre?

– Tratando de proteger sus bienes, señor. Está preocupada por ellos.

– No veo… Ah, claro. Pretende estar trabajando gratis. Está bien, le hablaré a Pichea de usted y veremos qué me dice, señora Warinski.

– Es Warshawski -espeté-. ¿Y por qué no coge también mi número? Póngalo junto al de él, y así, la próxima vez que se sienta abrumado por un ataque de amor filial, podrá comunicarse conmigo.

Colgó antes de que le dijera las tres primeras cifras.

Me senté en el suelo del salón, mirando el teléfono. Mi madre murió cuando yo tenía quince años; hay noches en que me despierto echándola tanto de menos que un dolor físico me encoge el diafragma. Pero preferiría sentir ese dolor todas las noches del año a llegar a los sesenta y seguir rumiando un gran bolo de rabia sin digerir.

Mi estómago interrumpió mis taciturnos pensamientos. Me estaba sin duda poniendo más taciturna de lo que lo exigían las circunstancias: no había desayunado y hacía tiempo que se había pasado la hora de comer. La cocina no ofrecía nada más apetitoso que lo que había al principio de la semana. Me puse unos ligeros pantalones de algodón y una camiseta, me tomé en el chiringuito de Belmont un BLT * con patatas, y me dirigí hacia el sur.

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