Los vecinos piden sangre

Cuando terminé mis ejercicios y empecé a correr por Belmont eran ya más de las once. Las suelas de mis zapatillas de deporte estaban tan gastadas que tenía que pisar el asfalto con cuidado para no lastimarme las rodillas. Los laterales también habían cedido, y no me sujetaban bien los tobillos. Alguien que corre tanto como yo debería comprarse un nuevo par cada cuatro meses. Éste tenía ya siete meses, y quería que me durara nueve. Mi participación en los gastos de veterinario para Peppy había acabado con mi presupuesto de primavera para eventualidades, y sencillamente no disponía de noventa pavos para un par de Nikes nuevas.

La mayoría de la gente con la que había estudiado Derecho seguro que ya llevaba trabajando tres horas o más. Y la mayoría de ellos, como había insinuado Freeman Carter la noche anterior, no tendrían que aplazar la compra de un nuevo par de Nikes porque su estúpido vecino había soltado a la perra cuando estaba en celo.

Me detuve frente a la casa de la señora Frizell para reprender al causante de mis desgracias financieras. El labrador negro y la bola peluda estaban en la parte de atrás, gimiendo y rascando la puerta, pero al oírme vinieron corriendo hacia la verja para ladrarme. Dentro de la casa podían verse otros dos hocicos asomando por debajo de la raída persiana para unirse a los ladridos.

– ¿Por qué no haces algo útil? -regañé al labrador-. Consigue un trabajo, haz algo para mantener a la familia que te has echado encima. O corre allí al lado a robarle un par de zapatillas de deporte a Todd Pichea para mí.

Pichea era el abogado que quería que la asociación de vecinos llevara a la señora Frizell ante los tribunales. Su casa había sido restaurada hasta convertirla en un impecable edificio Victoriano, pintado de color cáscara de huevo y con marcos festoneados de un rojo y un verde intensos. Y el jardín, con sus arbustos de flores tempranas y su césped esquilado a medida, hacía resaltar el descuidado entresijo de malas hierbas de la señora Frizell. Era simple perversidad lo que me hacía preferir la casa de la anciana señora.

El labrador sacudió la cola dándome afablemente la razón, me ladró unas cuantas veces y regresó a la parte trasera. La bola peluda lo siguió. Me pregunté en vano dónde estaría la señora Frizell; casi esperaba verla aparecer tras los hocicos de la ventana, agitando furiosamente el puño.

Recorrí mis ocho kilómetros de ida y vuelta hasta el puerto y me olvidé de la mujer y de sus perros. Por la tarde me obligué a hacer algunos encargos de rutina para clientes habituales. Daraugh Graham, mi cliente más asiduo y el que mejor pagaba, me llamó a las cuatro y media. No estaba satisfecho con los informes de un hombre al que quería ascender. Quería información sobre Clint Moss para la tarde siguiente, lo que hizo que me rechinaran ligeramente los dientes. Además de las facturas de Peppy y de las zapatillas nuevas, tenía que ponerme al día con los pagos del Trans Am y de mi apartamento.

Apunté toda la información que me facilitó sobre Moss en un formulario y marqué la carpeta con un rotulador fosforescente rojo oscuro, para que por la mañana me saltara a la vista desde la mesa. Era todo lo que podía hacer por ese día. Cuando pasaba a máquina las facturas de los dos últimos trabajos que había terminado volvió a sonar el teléfono. Estuve tentada de dejarlo sonar, pero la aguda conciencia de mi situación financiera me impulsó a contestar. Era Carol Alvarado. Me arrepentí de haber descolgado.

– Vic, ¿puedo ir a verte esta noche? Necesito hablar contigo.

Me volvieron a rechinar los dientes, esta vez de forma más audible. No quería tomar partido en su disputa con Lotty: era la manera más fácil de perder la amistad de ambas para siempre. Pero Carol insistió, y no pude evitar pensar en todas las veces que ella me había apoyado cuando Lotty amenazaba con hacerme trizas cada vez que me presentaba, yo sola o con un cliente, para que nos remendara tras una refriega. Tuve que acceder, y de la forma más amable que pude.

Carol llegó a las ocho con una botella de Barolo. Sin su uniforme de enfermera y con vaqueros parecía menuda y joven, casi frágil. Abrí la botella y serví un par de vasos.

– ¡Por las viejas amistades! -brindé.

– ¡Y por las buenas amigas! -respondió.

Charlamos informalmente durante unos minutos antes de que abordase el tema que le interesaba.

– ¿Te ha contado Lotty lo que he decidido hacer?

– ¿Lo de quedarte en casa a cuidar al primo de tu madre?

– Eso es sólo una parte de la historia. Guillermo ha estado muy enfermo: pulmonía, complicaciones, y en el hospital del condado, donde no tienen precisamente los recursos para atenderle las veinticuatro horas. Por eso mamá quiere traerlo a casa, y desde luego la ayudaré a atenderle. Con unos buenos cuidados, con la atención adecuada, tal vez podamos ponerle en pie, al menos durante un tiempo. Lotty cree que la abandono y que me voy a sacrificar…

Se le quebró la voz. Frotó el borde de su vaso. Era de vidrio basto y grueso, comprado en Woolworth, y no produjo el agudo chirrido que produciría el cristal.

– ¿No preferirías tomarte una baja, en lugar de despedirte?

– La verdad, Vic, es que estoy harta de esa clínica. He estado yendo día tras día durante ocho años y necesito un cambio.

– ¿Y quedarte en casa a cuidar a Guillermo es el descanso que necesitas?

Se ruborizó un poco.

– ¿No puedes decir lo que piensas sin sarcasmo? Ya sé que Lotty y tú pensáis que a mis treinta y cuatro años debería separarme de mi madre e independizarme. Pero mi familia no es un estorbo para mí como lo sería para ti o para Lotty. Y además, ¿no estuviste tú a punto de ser asesinada por cuidar de tu tía Elena el año pasado?

– Sí, pero desde luego odiaba tener que hacerlo -jugueteé con un hilo suelto del sillón. Otra cosa que podía haber hecho si me hubiese colocado en un bufete de abogados de altos vuelos: comprar muebles de oficina nuevos-. A los quince años, ayudé a cuidar a mi madre, que estaba muriéndose de cáncer. Y a mi padre, que murió de enfisema diez años después. Lo volvería a hacer si fuese necesario, pero no podría dedicar ese tipo de atención a alguien que no fuese tan importante para mí.

– Por eso eres detective, Vic, y no enfermera -alzó la mano cuando quise contestar-. No me estoy sacrificando, créeme. Estoy quemada con esa clínica. Necesito un cambio. Eso es lo que Lotty no quiere entender: ella da tanto de sí misma, pone tanta energía en sus pacientes que no entiende por qué no han de hacerlo los demás. Pero quedándome en casa, enfrentándome con un solo problema médico, me quedará tiempo para pensar, para decidir lo que quiero hacer después.

– ¿Y quieres que yo le venda eso a Lotty?

No podía reprocharle a Carol que quisiera dejar la clínica, yo había terminado muy quemada en la oficina del defensor público al cabo de cinco años, y el trabajo de Carol era mucho más intenso de lo que pudo ser el mío. Pero, evidentemente, Lotty se sentía traicionada. Ella no tenía familia de la que hablar -un hermano en Montreal y el hermano de su padre, Stefan, fueron los únicos familiares que sobrevivieron a la Segunda Guerra Mundial-, por eso no podía entender lo que exige una familia. ¿O quizá guardaba algún secreto resentimiento contra los que tenían la suerte de poseer una familia a la que atender?

Sonó el timbre de la puerta antes de que pudiese apartar esa idea tan poco alentadora. Por la mirilla divisé la cara del señor Contreras. Abrí la puerta, sintiendo que me empezaba a hervir la sangre.

– Lo siento, pequeña, ya sé que no te gusta que te molesten cuando tienes compañía, pero…

– Tiene razón. No me gusta. Y me es imposible recordar ya cuándo fue la última vez que no subió resoplando a los diez minutos de que llegara mi visita para husmear quién era. Mire. Carol Alvarado. Como ve, no es un hombre. Así que vuelva abajo y deme un respiro, ¿vale?

Se puso en jarras, algo violento.

– Últimamente te estás pasando de la raya, Vic. Lo digo en serio, te has pasado de la raya hablándome así. Si te dejara sola, como andas siempre pregonando que quieres estar, ahora estarías muerta. A lo mejor es lo que quieres, que te deje sola para que alguien te ahogue en un pantano o te atraviese con una bala.

Sí, de acuerdo, me había salvado la vida una vez, y eso significaba que pretendía haber adquirido un derecho de propiedad sobre mí. Aunque, viendo su mirada furiosa, no pude decirle nada que le hiriese de esa forma. No podía resignarme a pedirle disculpas, pero le pregunté suavizando la voz qué era lo que le había traído al tercer piso.

Siguió unos segundos con el ceño fruncido, pero luego decidió olvidarlo.

– Es el abogado ese de esta calle, el tal Pichea. Está abajo intentando alborotar a la gente, y, por supuesto, Vinnie Buttone está deseando firmar lo que sea. Estaba seguro de que te gustaría saberlo.

– ¿Alborotando a la gente para qué?

– Para que el municipio se lleve los perros de la vieja. Dice que han estado armando escándalo durante veinticuatro horas y que nadie contesta al timbre.

Recordé que me había extrañado que nadie saliera a la ventana esa mañana.

– ¿Y no le preocupa al chico la señora Frizell?

– ¿Crees que le ha sucedido algo? -sus ojos se abrieron de par en par en su rostro curtido.

– Yo no creo nada. Tal vez no conteste al timbre porque sabe que es Pichea y que es un chinche. También puede ser que esté inconsciente en su cuarto de baño. Creo que antes de llamar al municipio para que se lleven sus perros deberíamos averiguar dónde está y qué tiene ella que decir.

Siguió mis pasos cuando volví al salón a contarle la situación a Carol.

– Voy a ir a ver si tiene algún problema. Ya sé que acabo de sermonearte sobre eso de socorrer a la gente, pero me gustaría que estuviera presente alguien de la profesión médica, por si hubiese tenido un ataque o algo así.

Carol esbozó una sonrisa burlona.

– ¿Piensas forzar la puerta para sacar a una extraña, V. I.? Entonces creo que iré contigo y le haré el boca a boca si lo necesita.

La policía había confiscado mis ganzúas profesionales unos años atrás, pero durante el invierno me había conseguido unas nuevas -a un precio, claro está, de «último grito de la tecnología»- en una conferencia sobre seguridad en O'Hare. Esa noche podía ser mi oportunidad para estrenarlas. No es que sintiese una excitación desbordante: el placer de doble filo que causa el cazar y el ser cazada parece disminuir con la edad. Me eché las ganzúas a un bolsillo de la cazadora y bajé con el señor Contreras y Carol.

– ¡Hola, Todd, Vinnie! Qué, ¿excitando a la gente para el linchamiento?

Ambos se parecían lo suficiente como para poder ser hermanos: blancos, en la treintena, con el pelo bien cortado y secado con secador, y rostros cuadrados, convencionalmente apuestos, y ahora justificadamente encendidos por la irritación. Mi vecino y yo habíamos disfrutado, por así decirlo, de cierto acercamiento cuando tuvo una relación con un diseñador que me caía bien. Pero cuando Rick le dejó, Vinnie y yo volvimos a una hostilidad más espontánea. Hasta la fecha, no había encontrado nada que pudiese acercarme a Todd Pichea, ni siquiera por una tarde.

En torno a Pichea había un par de mujeres que reconocí vagamente por ser de la manzana. Una era una rubia rolliza, cincuentona o sesentona, vestida con un elástico pantalón negro que revelaba los estragos del tiempo. La segunda formaba con la primera la pareja ideal para el anuncio «Antes y después en la avenida Racine». Sus ajustadas mallas ceñían un cuerpo moldeado a la perfección en un gimnasio. Sus pendientes de diamantes resaltaban las baratijas de falsas perlas de la más vieja, y el ceño de impaciencia que alteraba su cutis perfecto contrastaba fuertemente con la expresión de franca preocupación de la otra.

El ceño de Pichea se acentuó al oírme.

– Escucha, Warshawski, ya sé que te importa un comino el valor de tu propiedad, pero deberías respetar los derechos de los demás.

– Pero si es lo que hago. Hace mucho que no estudio Derecho Constitucional, pero ¿no existe al menos una cláusula en la Cuarta Enmienda que contempla el derecho de la señora Frizell a estar segura en su propia casa?

Pichea apretó los labios hasta que formaron una delgada línea.

– En la medida en que no constituya un peligro público. No sé por qué sientes tanta debilidad por la vieja, pero si vivieras enfrente de ella y esos malditos perros te impidieran dormir, cambiarías rápidamente de tono.

– Oh, no sé. Si supiera que tú estás en su lugar, probablemente consentiría en tolerar los ladridos. Trabajas para una empresa gorda del centro, tienes un montón de contactos en los tribunales, y quieres utilizar todo tu poder para aplastar a una anciana indefensa. Sabes que ella lleva viviendo aquí mucho tiempo, cuarenta o cincuenta años, y no ha intentado impedir que vengas a desbaratar la calle. ¿Por qué no aplicas un poquito de reciprocidad?

– Exactamente -irrumpió la mayor de las mujeres con tono angustiado-. Hattie… Harriet…, bueno, la señora Frizell, nunca ha sido una vecina fácil, pero no se mete con nadie si no se meten con ella. Sin embargo, estoy algo preocupada, no la he visto desde ayer por la mañana; por eso, cuando he visto a este señor llamando a su puerta, he salido a ver cuál era el problema…

– ¿Desbaratar la calle? ¿Desbaratar la calle? -chilló estridentemente la mujer de las mallas-. Todd y yo hemos regenerado este nido de ratas. Nos hemos gastado cien mil pavos en arreglar esta casa y este jardín, y si no fuera por nosotros estaría igual que la casa de ella.

– Ya, pero estáis destruyendo su paz, tratando de echarla de su casa, de hacer sacrificar a sus perros y todo lo demás.

Antes de que la discusión se exacerbara más, Carol me puso una mano sobre el hombro.

– Vamos a ver si la anciana está en su casa y si está despierta, Vic. Después decidiremos quién ha perjudicado más al barrio.

La mayor de las dos mujeres le sonrió agradecida.

– Sí, yo estoy bastante preocupada. Lo malo es que puede ser bastante grosera si se la molesta, pero si vamos todos juntos…

Nuestra comitiva se acercó lentamente a la entrada de la casa.

– El que avisa no es traidor -dijo Pichea a Vinnie-. La próxima vez que esos perros estén fuera ladrando después de las diez irá a dar con sus huesos ante los tribunales.

– Y con eso te sentirás un verdadero macho, supongo -le espeté por encima del hombro.

Pichea soltó una risotada despreciativa.

– Ya entiendo por qué te inquieta tanto: temes acabar sola y chiflada a los ochenta y cinco años, sin otra compañía que un hatajo de perros pulgosos.

– Bueno, Pichea, si tú eres una muestra de la oferta existente, prefiero estar sola de aquí a mis ochenta y cinco años.

Carol me asió del brazo y me empujó hacia adelante.

– Vamos, Vic. No me importa que me mezcles en tus asuntos, pero no me obligues a escuchar estas sandeces. Si me interesara, no tendría más que asomarme a mi puerta trasera y oírlo por el callejón.

Me abochornó lo suficiente como para ignorar el siguiente comentario de Pichea -un jactancioso cuchicheo a su mujer de que necesitaba un buen polvo-, pero no me arrepentí de haber salido en defensa de la señora Frizell. En realidad, me hubiese gustado sacudirle un buen puñetazo en el esternón.

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