Los mamíferos bípedos son de por sí bastante impresentables -desagradables, egocéntricos, hacen alarde de una pésima higiene-, pero un grupo completo de esos monos apestosos me pone de los nervios. Es una reacción visceral, una sacudida inconsciente en las tripas que estoy seguro de que, de alguna manera, representa mi repulsa e incomodidad transmitidas genéticamente. Mis antepasados observaron cómo estas criaturas evolucionaban desde poco más que unos sapos llenos de pelos, y es seguro que debió de producirles un dolor indescriptible comprender que en el futuro se verían obligados a reconocer la existencia de esta especie separada pero sensible. Mis antepasados podrían haber acabado con ellos, podrían haber convertido a los pequeños neanderthales en picadillo con unos cuantos golpes de su cola, pero para entonces ya habían decidido vivir en paz con los humanos, incluso imitarlos si surgía la necesidad. Fue, sin duda, una pésima elección.
Ahora me encuentro sentado en un club nocturno humano, rodeado de humanos, escuchando maullidos humanos, oliendo la transpiración humana, tocando la carne humana desnuda, y si otro humano vuelve a frotarse contra mí, creo que me pondré enfermo. El humo se desplaza por el aire en enormes ondas en espiral, y aunque no me molestan las ocasionales volutas de cigarrillo, no puedo superar los olores que emanan de una impresionante variedad de marcas, alquitranes y filtros. Un sistema de iluminación primitivo alumbra un pequeño escenario, por otra parte sin ningún atractivo, compuesto por una pequeña tarima y unas cortinas de terciopelo rojo oscuro.
– ¿Cuándo empieza? -le pregunto a Glenda, que bebe un gin-tonic a pequeños sorbos.
El alcohol se desliza por nuestro metabolismo como un niño por una cascada, pero Glenda siempre ha sido una fiel partidaria de la teoría Cuando vayas a Roma… Yo he pedido un vaso de agua helada como parte de mi ración mínima de dos tragos, y he pagado una cantidad suficiente como para cubrir un día y medio de mi dosis de albahaca.
– El lío de la barra dice que la tía canta a las diez.
– Bien -respondo.
No puedo soportar este ambiente por mucho más tiempo. Mi bolsa de viaje, que se conserva razonablemente bien a pesar del maratón al que la estoy sometiendo, descansa a mis pies, revolcándose en la suciedad de un suelo manchado con residuos de alcohol y vómitos.
Después de unos cuantos minutos resistiendo la estrecha presencia de estos estúpidos babuinos, me tranquilizo cuando las luces se amortiguan y un único reflector ilumina el escenario. De un altavoz comienzan a salir las notas de un bajo, una melodía de jazz que se repite una y otra vez con un ritmo ligeramente diferente. Luego un redoble se une al zumbido de un platillo mientras las cortinas se abren y una sedante voz masculina anuncia: «Damas y caballeros, nos sentimos orgullosos de presentar a la elegante vocalista Sarah Archer.»
El espectáculo ha comenzado.
Una mano enguantada, esmeralda hasta los codos, surge de detrás de la cortina y serpentea hacia el haz de luz. Detrás, un brazo largo y delgado, unido a un hombro desnudo, ondea seductoramente a través del aire. Luego aparece un zapato, tacones de ocho centímetros y brillantes punteras verdes, y una pierna que, para cualquier estándar humano, raya en la perfección. La multitud se inclina hacia adelante como un solo hombre, y puedo sentir el aliento colectivo contenido, esperando la exhalación final. Ahora, como si hubiese estado allí desde el principio, una mujer ha aparecido en el escenario; una cascada de ardiente cabello rojo le cae sobre los hombros, le cubre la espalda, enmarca un cuerpo delicado con amplias curvas en las posiciones adecuadas para los mamíferos. Los gritos y los silbidos logran ahogar momentáneamente la música, pero son silenciados casi al instante cuando Sarah Archer abre la boca para cantar.
Es uno de esos lentos números de jazz con un nombre que jamás soy capaz de recordar, pero su voz es una cascada de melaza que cubre mi cuerpo, se mete en mis orejas y me obliga a cerrar los ojos hasta que ya no puedo divisar al ser humano que está en el escenario; en cambio puedo imaginar a un reptil de espléndida belleza para que haga juego con esa contralto. La carne de dinosaurio que hay debajo de mi disfraz alcanza hormigueos de placer mientras la cálida excitación de la canción me envuelve por completo. Ella desea que un hombre la toque como ningún hombre la ha tocado jamás, creo entender por la letra de la canción, y no tengo ningún problema en creer que la cantante lo dice en serio. Un momento después obligo a mis ojos a prestar atención y la ilusión desaparece. En el escenario sólo hay otro ser humano.
Unos pasos fuera del escenario, un paseo por el local mientras canta, y pronto Sarah Archer está sentada a nuestra mesa, mirando más allá de Glenda y tratando de atraer mi atención. Aparto la mirada. Ella me coge de la barbilla y gira mi rostro hacia esos labios fruncidos. Trato de enmascarar mi repugnancia con la mejor cara de aburrimiento que soy capaz de componer y bebo un trago de agua helada. Un suave tirón de la manga de mi camisa, un guiño destinado más al público que a mí, y ella se aleja nuevamente hacia el escenario para acabar el número.
Aplausos, silbidos, gritos; lo habitual. A continuación otra canción, de ritmo más rápido, y luego otra, y muy pronto han pasado cuarenta y cinco minutos antes de que Sarah Archer agradezca el entusiasmo del público y abandone el escenario. La gente grita pidiendo una nueva canción, los encendedores se alzan por encima de las cabezas, pero las luces del escenario se apagan lentamente, se enciende la iluminación principal, y eso es todo por esta noche. Los borrachos salen tambaleándose y se olvidan de dejar propina a las camareras.
– Pues ahí la tienes -dice Glenda-. Te lo había advertido. ¿No te pone jodidamente enfermo?
Empujo mi silla hacia atrás, sosteniéndola un momento antes de que caiga accidentalmente. Mi equilibrio es casi demasiado bueno ahora que llevo un par de horas sin mi ración de albahaca y siento la urgente necesidad de contaminar mi química cerebral.
– Debo hacerle unas preguntas a esa cantante.
– ¿Ahora? Esperaba que fuésemos a Cilantro, ese lugar que conozco en la parte alta de la ciudad… Tiene una hierba que es demasiado…
– No, necesito… Me gustaría hacerle unas preguntas ahora.
Glenda suspira. Nadie puede hacer desistir a un velocirraptor obcecado, y ella lo sabe.
– De acuerdo. Tal vez pueda hablar con el gerente del club y conseguir que nos deje pasar a los camerinos…
– Tú continúa con tus planes, Glen -digo-. Puedo encargarme de esto solo.
Ella sacude la cabeza.
– Olvídalo… Me reuniré contigo…
– Puedo encargarme de esto solo -repito, y esta vez la tía capta el mensaje.
– Veré lo que puedo hacer.
Cuarenta pavos más tarde, después de que Glenda haya arreglado una cita entre bastidores para mí y luego se haya retirado a ese club en la parte alta de la ciudad para completar la velada, me encuentro delante de la puerta del camerino de Sarah Archer, una fina puerta de madera sobre la que alguien ha pintado una estrella dorada con aerosol. Junto a la pared hay un cajón de madera lleno de botellas de cerveza vacías, y el hedor satura el pequeño espacio. Llamo a la puerta.
– Adelante.
Su voz es notablemente más aguda que cuando canta; es seguro que hace grandes esfuerzos para cultivar las inflexiones de una cantante de jazz.
Intento abrir la puerta. Está atascada. Vuelvo a intentarlo. La puerta sigue atascada, de modo que golpeo la cerradura con el puño cerrado. Desde el interior de la habitación llega el sonido de unos pies que se arrastran y de una silla que cae al suelo.
– Lo siento -grita Sarah desde el otro lado-. Siento lo de la puerta. He tratado de que la reparasen…
La puerta se abre de par en par, y me encuentro frente a frente con Sarah Archer. Se ha quitado el vestido verde y ahora lleva puesto un albornoz amarillo ceñido a su estrecha cintura por un cinturón.
– Usted estaba entre el público -dice.
– Segunda mesa. Cantó para mí.
– Canto para todos. -Ella cambia la posición del cuerpo y se apoya en el otro pie-. ¿Le conozco?
– Lo dudo. Soy de Los Ángeles.
Ella se echa a reír.
– ¿Se supone que eso debe impresionarme?
– ¿La impresiona?
– No.
– Entonces…, no. -Pongo mi mejor cara Jack Webb y saco mi identificación-, Vincent Rubio. Soy detective privado.
Sarah resopla, y el mechón de su frente se agita ligeramente; ya ha pasado antes por esto.
– Sarah Archer. No parece un detective, detective.
– ¿Y qué parezco?
Ella medita un momento.
– Un gato doméstico.
Y, una vez dicho esto, se vuelve y se desliza hacia el interior del camerino, aunque deja la puerta entreabierta. Para respetar el guión, decido seguirla.
Cierro la puerta detrás de mí.
– ¿Conocía a Raymond McBride? -le pregunto.
– Veo que va directo al grano.
– ¿Para qué andar con rodeos? ¿Cuánto tiempo hacía que lo conocía?
– No dije que lo conociera.
– ¿Lo conocía?
– Sí -dice ella-. Pero me gusta hacer las cosas por orden. -Sarah se dirige al bar que hay en la pared opuesta (¿por qué todo el mundo en esta ciudad tiene un bar?) y se sirve una medida de Johnnie Walker etiqueta negra-. ¿Un trago?
Declino la invitación mientras Sarah se quita las pantuflas __color verde lima, número 35- y se acurruca en un sofá verde de felpa. En los cojines hay pequeñas rasgaduras por las que el relleno escapa en diminutas erupciones, pero, en gene-raí, el mobiliario parece estar en buenas condiciones. Hay un espejo de tocador con tres lamparillas rotas encima de una sencilla mesa de maquillaje de madera y fotografías Polaroid de la cantante con diferentes peinados fijadas a la pared. -¿Le gustó el espectáculo? -me pregunta. -Entretenido. Tiene una hermosa voz. Una sonrisa afectada y un sorbo de whisky. Se arregla el pelo, presumiblemente en un intento humano de mostrarse seductora.
– ¿Y el resto de mí?
– El resto de usted también tiene una hermosa voz. -Eso ha sido muy agradable. Ahora sonrío yo.
– McBride. ¿Cuánto tiempo hacía que le conocía? Un puchero de la señorita Archer; es obvio que quiere seguir con sus chanzas, y aunque habitualmente no suelo rehuir un buen partido de voleibol verbal, me gustaría terminar cuanto antes con este asunto. Ya siento que mis alergias se activan a causa de todo el sudor de los mamíferos que humedece la atmósfera del club nocturno. -Unos tres años, creo. -¿Cómo se conocieron? -En una recaudación de fondos con fines benéficos.
– ¿Para…?
– No tengo ni idea. Cáncer, leucemia, las artes; realmente no lo sé.
– ¿Y usted era su… querida? -murmuro de manera evasiva.
La conmoción que había anticipado a mi pregunta directa no se materializa.
– Prefiero el término amante.
– Usted sabe que McBride estaba casado, Sarah titubea y entrecierra los ojos. Muerde un trozo de hielo y sus labios se fruncen con fuerza. -Sí, sabía que estaba casado.
– Entonces, era la querida de McBride. ¿Cuándo comenzaron a follar?
– Ésa es una frase realmente encantadora, señor Rubio.
– Soy detective, no poeta.
– Y podría hacer un curso de buenos modales. Éste es mi camerino y mi lugar de trabajo. Me siento más que contenta de invitarlo a tomar un trago y hablar un rato, pero si la conversación va a convertirse en algo vulgar, entonces tendré que pedirle que se marche.
He ido demasiado lejos; tengo tendencia a hacerlo. Pensándolo bien, fue precisamente esta actitud la que hizo que me expulsaran de Nueva York y del resto de la sociedad hace nueve meses. Decido dar marcha atrás y, como muestra de mi voluntad de ejercer mis virtudes sociales, me quito el sombrero y lo dejo sobre una mesa.
Sarah sonríe, y todo vuelve a estar bien. Su bebida ha descendido hasta niveles peligrosamente bajos, y ella lame el borde del vaso con una lengua larga y fuerte, que serpentea entre dos filas de dientes cegadoramente blancos. Da unos golpecitos con la palma de la mano en un cojín que hay junto a ella.
– Venga, siéntese. No puedo soportar hablar con un hombre a menos que pueda mirarle a los ojos -dice.
Un nudo se ha formado en mi garganta, y espero que me ofrezca otro trago para que pueda eliminarlo.
– Puedo verla muy bien desde aquí -digo.
– Pero yo no puedo verle a usted. Miopía.
Me instalo a regañadientes en el sofá lo más alejado posible de mi testigo, pero es evidente que Sarah Archer tiene otras ideas. Levanta y cruza las piernas en el aire para depositarlas suavemente sobre mi regazo. Su pedicura es reciente, y las uñas exhiben un intenso color rojo.
– Bien, debe comprender que me resulta muy difícil hablar de Raymond. Puede ser que no haya sido su… esposa… -otra vez esa sonrisa burlona en los labios-, pero estábamos muy unidos. Incluso para tratarse de una querida.
– Entiendo. No pretendía molestarla…
– ¿No está cerrado el caso?
– Eso me dice todo el mundo.
– ¿Pero?
– Pero no sigo las indicaciones de todo e) mundo.
Apunta los dedos de los pies hacia mi pecho como si fuese una bailarina de ballet.
– ¿Puede imaginarse lo que supone estar en el escenario con tacones de ocho centímetros durante una hora? Es un suplicio para los pies, señor Rubio -dice Sarah.
– Lo imagino. -Es hora de presionarla un poco-. ¿Conoció alguna vez a un hombre llamado Donovan Burke?
– Éste es el momento de nuestra relación en que se supone que usted debe preguntarme si quiero un masaje en los pies.
– ¿Nuestra relación?
– Venga, pregúntemelo.
– Me gustaría hacerle algunas, preguntas más pertinentes -digo.
– Y yo estaré más que dispuesta a responderlas. -Extiende los dedos y las piernas, y los torneados músculos de sus pantorrillas captan mi atención. No me resultan tentadores-. Cuando acceda a darme un masaje en los pies.
Está claro que no tengo alternativa. Ella, efectivamente, podría echarme de su camerino en cualquier momento, y a pesar de las preguntas extras, mentiría si dijese que no estoy disfrutando de la forma en que se desarrolla esta entrevista. Se inicia un vigoroso frotamiento del pie. Los delicados pies que tengo entre las manos son firmes, aunque suaves, y si bien mi sentido del tacto está atenuado por la presencia de los guantes que me veo obligado a llevar para ocultar mis garras, soy incapaz de detectar en ellos una sola callosidad.
– Volviendo a la pregunta anterior, ¿conoció alguna vez a un hombre llamado Donovan Burke?
– Creo que no. Eso es muy agradable…, justo ahí, en el talón… Sí, eso es…
– ¿Ha estado alguna vez en el club Pangea?
– Por supuesto que he estado en ese club. Raymond era el dueño. -Se incorpora ligeramente con una sonrisa divertida, como si estuviese recordando algo largamente olvidado-. De hecho, canté una vez en ese club. El día de Año Nuevo creo. Hice un popurrí de canciones.
– Donovan Burke era el gerente del Pangea.
Sarah escupe un pequeño trozo de hielo dentro del vaso, y sus ojos evitan mi mirada.
– Así es.
– Así que volveré a preguntárselo: ¿conoció alguna vez a un hombre llamado Donovan Burke?
– Supongo…, supongo que sí.
– Supone que sí.
– Si era el gerente, entonces supongo que sí. Pero no lo recuerdo. Raymond tenía a un montón de gente en nómina. Gerentes, entrenadores, guardaespaldas…, incluso detectives, como usted.
Sacudo la cabeza.
– No hay detectives como yo.
– Yo no estaría tan seguro de eso. Hace algunos meses apareció otro detective de Los Ángeles que se mostraba más que feliz de darme la hora…
Un instante después me encuentro sobre Sarah Archer, el corazón golpeando mis costillas, la sangre corriendo enloquecida por mis venas. Creo que le he dado un susto de muerte a la pobre chica, ya que se hunde en el sofá como una mujer atrapada en arenas movedizas.
– ¿Cómo se llamaba? ¿Dónde lo vio? ¿Cuándo lo vio?
– Yo…, yo… yo… no lo recuerdo-tartamudea.
– ¿Su nombre era Ernie? ¿Ernie Watson?
– Tal vez…
– ¿Tal vez…, o sí?
– Puede ser que sí -dice ella. Sarah agita los pies, nerviosa, a mi espalda, y aunque no tengo ninguna razón para amedrentar a esta testigo, al menos ahora la ventaja es mía-. Era aproximadamente de su altura… Mayor, bien parecido.
– ¿Cuánto tiempo hace que le vio?
– Fue después de la muerte de Raymond… ¿Enero?
La época coincide. A Ernie lo mataron a principios de enero; hacía pocos días que había comenzado a investigar en el caso McBride.
– ¿Qué le preguntó Ernie?
– No mucho -dice Sarah-. Sólo hablamos un rato y me dijo que me llamaría más tarde. Me dio una tarjeta, un número local donde podía localizarlo… -Se inclina hacia una mesilla de noche. El albornoz se abre ligeramente, y deja al descubierto un pequeño trozo de piel desnuda y pálida. Busca en un pequeño bolso. Un momento después saca una tarjeta comercial y se incorpora en el sofá. El albornoz se cierra. En cualquier caso, yo no estoy mirando.
Es una tarjeta comercial de J &T, la agencia de Glenda. En ocasiones, los empleados de TruTel utilizan J &T como base de operaciones durante sus estancias en Nueva York; Ernie debió de hacer lo mismo. Esto puede significar que sus notas, que no pudieron ser encontradas, podrían ser descubiertas mediante una diligente búsqueda. Apunto en mi libreta mental que debo llamar a Glenda lo antes posible para que ella lo compruebe.
– ¿Intentó llamarle alguna vez a este número? -pregunto.
– Nunca tuve oportunidad de hacerlo -dice Sarah-. Y creo que tenía pensado volver a verme…, para hacerme más preguntas, supongo. Pero nunca volví a verlo.
No puedo impedir cierta vacilación en la voz, pero intento ocultarlo valientemente con una tos fingida.
– Ernie murió -digo simplemente.
En su rostro sólo hay sorpresa y preocupación.
– Lo siento -dice.
– Lo atropello un taxi.
– Lo siento -repite-. Al menos fue una muerte rápida.
Nuestra conversación es interrumpida por unos golpes en la puerta. Sarah me mira -«debe de ser el director de escena», dice-, yo vuelvo la vista, y antes de que alguno de los dos pueda responder, una carta se desliza por debajo de la puerta. Resbala sobre el suelo de madera como una araña albina y choca contra mis mocasines baratos antes de detenerse. El nombre de Sarah está escrito con letra temblorosa, como si hubiese sido garabateado por un alumno de tercer grado, inseguro de cómo dibujarlas cursivas.
Me inclino para cogerla y…
– ¡No lo haga!
Hay algo en la voz de Sarah que no había percibido antes, algo parecido al miedo. Si ella fuese un dinosaurio, lo habría detectado de inmediato… Su olor la habría delatado.
– Sólo iba a recogerla para…
– Lo sé -dice Sarah-. Preferiría elegir cuándo un hombre se inclina ante mí, gracias.
Pero, a pesar de su ocurrencia, el semblante de Sarah ha adquirido un tono más oscuro. Sus pies se mueven debajo de ella como si estuviesen engrillados, y puedo ver cómo actúan sus dientes sobre los labios: muerden, dejan marcas, hacen que casi brote sangre de ellos. Con las rodillas doblándose lentamente y el cuerpo siguiéndole a regañadientes, Sarah se acuclilla en el suelo y recoge el sobre, deslizando los dedos sobre las letras negras que componen su nombre.
– Algo malo -digo, y me sale una mezcla de pregunta y afirmación.
Ella agita la cabeza y hace crujir los dientes.
– No…, no. Todo está bien. -Una vena late en su sien-. Estoy muy cansada, señor Rubio. Quizá podríamos continuar esta conversación en otro momento.
Me ofrezco para prepararle un trago, para ir a buscar una botella de vino a la barra del club nocturno; pero ella rechaza la oferta. Sarah no se ha movido de su sitio junto al sofá. Parece que ha echado raíces en el parquet; delgados filamentos de recelo y temor se han hundido profundamente en el suelo.
– Tal vez…, tal vez será mejor que se marche -dice, y yo lo estaba esperando.
Recojo mi bolsa de viaje, la acomodo en mi hombro derecho y me preparo para recrear mi personaje de Vincent el Velocirraptor Errante, cuyas posesiones terrenales lleva en un hatillo mientras recorre las calles de Nueva York.
– Tiene razón, debería ponerme en marcha -digo-. Tal vez podamos volver a hablar en otro momento.
– Tal vez sea lo mejor.
– Estoy en el Plaza si me necesita. -Hace tres horas que venció el plazo para registrarse como recién llegado. Tai vez si me dedico a vagar por las calles podré registrarme a primera hora de la mañana y me evitaré tener que pagar una noche extra.
Pero ella ya no está para sutilezas, y lamento la pérdida, aunque sólo sea temporal, de una gran conversadora.
– Lo acompañaré hasta la puerta -dice, pero no hace ningún esfuerzo por moverse.
– No se moleste, puedo hacerlo solo.
Abro la puerta; no hay nadie a la vista. Quienquiera que haya entregado la carta, probablemente un mensajero en bicicleta que ignoraba su contenido, ha desaparecido.
– Buenas noches -dice Sarah, y una parte de su cerebro regresa a su dueña para desempeñar las funciones propias de la cortesía.
– Buenas noches. Tal vez vuelva a visitaría mañana.
– Sí -dice ella, y su boca está nuevamente con el piloto automático-. Mañana.
La puerta se cierra y vuelvo a encontrarme en el pasillo oscuro, donde me asalta el olor rancio a cerveza, y todo eso.
Necesito llamar a Glenda y necesito una buena dosis de albahaca. Pero siento un cosquilleo en el estómago que se está convirtiendo en una corazonada, y si hay algo que Ernie me enseñó es a tratar todos los cosquilleos como corazonadas, y todas las corazonadas como un hecho.
Signifique lo que signifique esa carta, sea lo que sea lo que haya en el interior, merecía una reacción, y ha tenido una. Ahora esa reacción merece una acción adecuada.
Si mis instintos no me engañan -una jugada muy arriesgada en estos días, pero el instinto es lo único que me queda-, no pasarán más de cinco minutos antes de que la señorita Sarah Archer abandone precipitadamente su camerino, recorra el pasillo, atraviese la puerta de entrada de artistas y se pierda en la noche.
Y yo estaré pisándole los talones.
Si es que puedo encontrar un taxi.