Nos sentamos en el sofá, separados por medio metro, a miles de kilómetros de distancia. Cada pocos minutos ella intenta decir algo, pero yo levanto la mano y me niego a escuchar. Inmaduro, tal vez; pero necesito tiempo para pensar. Ya ha pasado casi una hora desde la revelación y sólo ahora comienzo a recuperar cierto control sobre mis emociones como para permitirme una conversación medianamente racional.
– Vincent, escucha… -me implora mientras las lágrimas anegan esos suaves ojos marrones. Sus lentillas verdes se están remojando en una pequeña caja que lleva en el bolso.
– No puedo… Cómo es posible… -No estoy haciendo muchos progresos con mi discurso, de modo que opto por una expresión de dolor. Transmite adecuadamente mi estado emocional.
– No creas que yo no quería decírtelo. En el restaurante griego quise confesártelo todo. Delante de todo el mundo si tenía que hacerlo, soltarlo simplemente, hacerte saber que tú y yo.,., que éramos iguales.
Lanzo una risa sardónica al mismo tiempo que sacudo la cabeza.
– No somos iguales -digo.
– Los dos somos dinosaurios.
– Eso es lo que tú dices. Tal vez eso que llevas puesto también es un disfraz.
– No seas infantil, Vincent; por supuesto que no es un disfraz.
– ¿Cómo diablos puedo saberlo? -Exploto, y una parte de mí se alegra al ver que ella se encoge, temerosa-. Quiero decir, por todos los santos, Sarah… ¿o es Jaycee?
– Es Jaycee.
– ¿Estás segura? En este momento podría creerme cualquier cosa. Si quieres que te llame Bertha, te llamaré Bertha.
– Es Jaycee -repite débilmente.
– Muy bien. ¿Te queda algo que ocultar, Jaycee? Porque yo ya estoy hasta las narices de este juego. Estás desaparecida, no estás desaparecida; eres un ser humano, eres un dinosaurio…
– Existe una razón -me interrumpe.
– Es lo menos que podría esperar. Si lo hubieses hecho sólo por diversión, me sentiría realmente preocupado. Bien, ¿piensas contármelo?
– Si me dejas hacerlo.
– Adelante.
– Bien.
– Bien. Ahora habla.
Ella comienza lentamente. Se mueve en el sofá y es incapaz de mirarme a los ojos. Antes era tan jodidameníe fácil, ¿verdad?
– No sé por dónde comenzar -dice, y yo le sugiero que lo haga por el principio-. No hay exactamente un principio. Fue como un… brote.
– ¿Como una semilla?
– Hace cinco años -continúa Jaycee- conocí a Dono-van en las calles de Nueva York. Bueno, no exactamente en las calles; ambos estábamos en una tienda de comestibles en Greemvich Village. Ambos éramos solteros y atractivos, y estábamos preparados para iniciar una relación, aunque en ese momento no lo sabíamos. Percibí su olor en el instante en que entró en la tienda, el olor a dinosaurio más fuerte que había captado en mi vida. ¿Recuerdas su olor, Vincent? ¿De cuando le visitaste en el hospital?
Recuerdo los olores a carne asada, a velocirraptor a la brasa, y aunque pienso que Jaycee se merece un poco de dolor por todo lo que me ha hecho pasar, no creo que divulgar esa información represente una represalia justa.
– Era un hospital -digo-. Ya sabes lo difícil que resulta con esos potentes desinfectantes.
Ella percibe la delicada forma en que evito el tema y me lo agradece con un leve movimiento de cabeza.
– Podía iluminar una habitación con su olor, como una oleada de rosas, una brisa marina. Yo solía llamarle «mi pequeño dragón marino».
»Yo había comprado cecina con mayonesa y eso le hizo gracia. Me dijo que yo no sabía comer. Esas fueron las primeras palabras que le escuché pronunciar…: «Señorita, detesto meterme donde no me llaman, pero usted no sabe comer.»
¡Qué bonito!
– ¿Todas estas tonterías llevan a alguna parle?
Es una clara demostración de celos pasados de moda, pero me importa un rábano.
– Me dijiste que empezara por el principio, y eso es lo que estoy haciendo. Era un tío estupendo, Vincent; muy parecido a ti. No sólo porque fuese un velocirraptor. Tu sentido del humor, tu estilo, la forma en que te comportas…, muy parecido. Te hubiese gustado, estoy segura.
La adulación puede llevarla a donde desee. Esto ayuda a que me relaje un poco.
– Estoy seguro de que me hubiese gustado. Continúa.
– Llevó algún tiempo que Donovan se acostumbrase a la idea del casamiento, pero una vez que lo hizo se lo tomó muy seriamente. Ya sabes, planear nuestras vidas juntos, nuestros futuros… Teníamos un piso en la zona oeste. Donovan seguía trabajando para Raymond, yo ocupaba un puesto en el Consejo que había conseguido con su ayuda, y éramos lo que la mitad del mundo consideraría como la pareja perfecta, y la otra mitad, la perfecta escoria pija. En cualquier caso éramos felices. Sólo había ese pequeño problema…
– Hijos.
– Sí, hijos. -Jaycee dobla sus largas y marrones piernas debajo del cuerpo, y se apoya contra un cojín, desplegando la cola a lo largo del sofá. Yo permanezco rígido y apoyado contra el brazo más alejado del sofá-. Yo quería tenerlos y Donovan quería tenerlos; pero siendo de razas diferentes… Podríamos haberlos adoptado, supongo. Sé que en este mundo hay suficientes donantes de huevos, pero queríamos algo que pudiésemos llamar nuestro. ¿Es demasiado egoísta? Donovan mencionó el tema una vez en el trabajo, creo, y Raymond nos puso en contacto con el doctor Vallardo.
«Éramos uno de sus primeros casos. Él había estado experimentando con pájaros, algunos lagartos, ranas, serpientes, pero sólo había tenido unos pocos pacientes dinosaurios antes que nosotros. Las cosas aún eran clandestinas en su laboratorio, y él nos hacía acudir al centro médico a cualquier hora de la noche para hacernos pruebas y someternos a diferentes tratamientos. Aún recuerdo esa horrenda mezcla de tiza y zinc que tuve que tragar; incluso hoy puedo sentir cómo me raspa las amígdalas.
– O sea que ambos erais conejillos de Indias -digo.
– Sabíamos lo que estaba pasando. Pero si todo eso iba a darnos la posibilidad de ser padres, Donovan y yo habríamos sido esquiroles si hubiese sido necesario.
»Pasó un mes, seis meses, un año, sin resultados positivos. Yo seguía donando mis huevos. Donovan seguía donando su simiente. El doctor Vallardo seguía combinándolos, intentando todos los cambios genéticos necesarios para que la lengüeta A encajara en la abertura B; pero nunca ocurrió.
Me encojo de hombros.
– Esas cosas pasan todo el tiempo.
– Es seguro, pero eso no lo hace más fácil. Y a Donovan le afectó más que a mí. Se volvió depresivo. Donovan era muy bueno en eso, encendiendo y apagando su felicidad. La mayoría de sus momentos bajos no duraban mucho tiempo, y yo había acabado por acostumbrarme a soportar esa situación junto a él: largos días sin dormir, música melancólica… Pero esa vez la depresión continuaba semana tras semana. Se mostraba indiferente en casa, en el trabajo, en la cama… Las semanas se convirtieron en meses, y pronto comencé a darme cuenta de que evitaba las cosas. Me evitaba a mí.
– ¿Cómo?
– La boda, por ejemplo. Habían pasado sólo seis meses, y Donovan, que había estado planeando este acontecimiento como si se tratase de la invasión de Normandía, no parecía mostrarse tan… intenso como antes. Era como si se estuviese cuestionando algunas cosas. No a mí, no mis motivos, sino a sí mismo. Unas semanas más tarde descubrí que se había estado acostando con Judith McBride.
– ¿Servicio de detectives? -pregunto.
– Sentido común -contesta Jaycee-. Lo había tenido todo el tiempo delante de los ojos, pero no me había molestado en verlo. -Suena familiar-. De hecho, una jauría de zorras de sociedad, que se pasaban todo el tiempo hablando de sus falsas uñas humanas y sus nuevos peinados, mis llamadas «amigas», casi me lo habían arrojado sobre el regazo durante un mes.
»"Hoy he visto a Donovan y a Judith durante el almuerzo -me dijo una de ellas-. Lo pasamos de maravilla."
»Y yo sonreía y asentía, y continuaba participando de la conversación, dando por sentado que ella los había visto como jefa y empleado, negociando quizá algún contrato, o algo por el estilo.
»Bien, finalmente comprendí lo que estaba pasando, ¿y puedes culparme por sentirme destrozada? Cinco años de mi vida por el desagüe, y todo por una vieja zorra, que no tenía nada mejor que hacer con su tiempo que aprovecharse de un velocirraptor emocionalmente destrozado.
Le pregunto si le dijo algo a Donovan, si le hizo saber sus sospechas, y ella sacude la cabeza.
– Quise hacerlo una y otra vez; quería acercarme a él, pedirle que me hablase, pero nunca lo conseguí. Era como si yo no dijera nada…
– Tal vez no fuese verdad -acabó la frase por ella.
– Exacto. De modo que me sentaba en mi casa, me sentaba en las reuniones del Consejo, me sentaba en los restaurantes, mantenía la boca cerrada y me mostraba casi tan abatida como Donovan.
– ¿Y luego? -La historia ha empezado a atraparme. A pesar de ese alto nivel de resentimiento que intento mantener, el relato está debilitando mi determinación.
Jaycee echa un vistazo al apartamento invadido por la oscuridad.
– ¿Tienes algo de hierba? -pregunta, humedeciéndose los labios con esa lengua lujuriosa.
– Estoy limpio. Y si yo no mastico, nadie lo hace. Lo que quiero saber es dónde encaja tu pequeño número del disfraz.
– A eso voy -dice Jaycee-. Yo estaba dispuesta a romper con Donovan, marcharme del apartamento, seguir con mi vida. SÍ no perdonar, al menos olvidar. Y entonces tuvimos una reunión de urgencia del Consejo.
– Estoy familiarizado con esas reuniones.
– Esta reunión estaba relacionada con Raymond y sus relaciones cada vez más evidentes y abiertas con mujeres humanas. En el grupo había cierta preocupación y, lo admito, yo era una de las voces más activas. Raymond se había estado exhibiendo por toda la ciudad con varias de sus secretarias, algunas conocidas, incluso una o dos profesionales pertenecientes a una destacada agencia de acompañantes, y todo el asunto estaba simplemente… mal. Entretanto, el Consejo estaba buscando alguna manera de cogerle con las manos en la masa para imponerle una jugosa multa…, y estamos hablando de un montón de pasta. Cuarenta, cincuenta millones de pavos era la cifra de la extorsión. Yo no sabía con quién estar más cabreada, si con Raymond o con el Consejo.
»El único problema era cómo cogerle con las manos en la masa. Se decidió que era necesario tener a alguien dentro. Alguien que pudiese conseguir que Raymond diese un paso en falso y nos permitiese estar allí para tener una prueba física del momento.
– Una trampa -digo.
Ella está a punto de corregirme; luego cierra la boca y asiente.
– Sí, una trampa.
– Entonces, en ese momento, fue cuando Jaycee Holden se convirtió en Sarah Archer -digo, comenzando a unir las piezas del rompecabezas.
– Muy bien, detective. Y ahora pasa usted a nuestra ronda de premios.
Ahora que pienso en ello, ciertos elementos de mi investigación se juntan, lo que da un poco más de sentido a todo este asunto. Es asombroso que no lo viese antes, pero es igual que recorrer un laberinto desde la salida hasta la entrada: las curvas y los giros están allí, pero no puedes verlos hasta que ya los has dejado atrás.
– O sea que así fue como pudiste desaparecer con esa facilidad -digo-. Tuviste la ayuda del Consejo.
– Tuve una mínima ayuda del Consejo -me corrige Jaycee-, pero se encargaron de mover algunos hilos. Sólo dos de los otros miembros del Consejo estaban al corriente de que yo era quien… me encargaría del trabajo. El resto pensó que había desaparecido, igual que todos los demás.
– Pero un simple cambio de disfraces no era suficiente, ¿verdad? -digo, pensando en el oficial Tuttle, el amable agente de policía que me perdonó esa desagradable multa por exceso de velocidad en la 405 que me había ganado a pulso-. También tenías que deshacerte de tus glándulas odoríferas.
Jaycee desliza los dedos por la pequeña cicatriz que tiene en un costado del cuello, un claro y serrado río de tejido apenas visible en su piel acanalada.
– Fue la parte más difícil para mí -reconoce-. Tenía un olor que era realmente la hostia.
Intenta una sonrisa, una lánguida, melancólica sonrisa, y por primera vez en más de una hora me encuentro atraído hacia ella en lugar de rechazado por lo que había considerado su traición.
– Miel y caramelos -conjeturo-. Ligero, etéreo.
– Jazmín -dice ella- intenso. Podría entrar en una floristería y jamás me encontrarías. Al menos, no con tu nariz. Pero mi deseo de venganza era más fuerte que el deseo de conservar mi olor, de modo que hicimos que nuestro representante Diplodocus extrajera mis glándulas para que pudiera llevar a cabo mi trabajo encubierto. Era médico y me citó en su consulta a medianoche; sólo él, yo, un bisturí y un montón de gas hilarante.
– ¿Pueden volver a colocártelas? -pregunto-. Me gusta-ría olerte alguna vez.
Ella sacude la cabeza.
– El médico las conservó cubiertas de sangre y vitaminas durante todo el tiempo que pudo, pero los tejidos murieron a los pocos meses. No sabíamos cuánto tiempo me llevaría… seducir a Raymond. Nadie pensó que la aventura amorosa durase tanto. El médico sugirió la colocación de un parche químico que pudiese imitar a la perfección el olor de un dinosaurio, pero yo… yo los había olido antes. Dicen que no puedes descubrir la diferencia, pero se equivocan. Es un olor metálico, sintético. Y no me agrada en absoluto.
»De modo que yo estaba preocupada por mis glándulas odoríferas, sí, pero la idea de acabar con Raymond, a quien yo consideraba un peón en todo este asunto, resultaba demasiado tentadora. Porque si conseguía acabar con Raymond, Judith también caería, y quería verla sufrir como yo había sufrido. ¿Fue algo malo, Vincent, desear que Judith McBride sufriese? ¿Son equivocados esos sentimientos? Me gusta pensar que hice lo que era moralmente correcto. Ojo por ojo, hombre por hombre.
Sacudo la cabeza, asiento, me encojo de hombros… He sentido antes esas punzadas alumbrando mis propias fantasías de venganza, de modo que no puedo negarle a ella esas mismas emociones.
– ¿Y el canto? ¿Ese trabajo aquí en Los Ángeles?
– Es verdad cada palabra. Aquí estoy, con mi olor extirpado, mi disfraz firmemente colocado en su sitio; mi vida anterior es una invención. Falsificamos un lugar de nacimiento, unos cuantos trabajos, todo atado y bien atado, pero cuando no puedes superar las pruebas de aptitud… No sabía escribir a máquina, no sabía Lomar un dictado, ni siquiera sabía cómo se usaba un ordenador. -Levanta los dedos de una mano y los agita en el aire-. Sigo sin saber. Soy bastante inútil, supongo. He pasado la mayor parte de mi vida profesional metida en los vertederos de la política de los dinosaurios, de modo que no había ningún lugar para mí en el mundo humano.
– Pero tenías tu voz -señalo.
– Eso sí. Tenía mi voz y, lo que era más importante, tenía ese cuerpo falso, y tenía esa cara falsa. Y debo admitirlo, eran jodidamente buenos. Comprobamos todo lo que a Raymond McBride le gustaba y le disgustaba antes de que me confeccionaran el disfraz; el objetivo era presentarle a una compañera dispuesta que fuese su ideal de mujer. Y la cosa funcionó también en el marco de un club nocturno.
» Así que allí estoy en ese acto de beneficencia al que me ha llevado mi agente y, justo antes de que me presenten a Raymond como Sarah Archer, me quedo paralizada. Nervios, tensión, no sé qué fue lo que me pasó, pero de pronto decidí que no podía hacerlo.
«Estaba dispuesta a decirle a mi agente que me sacara de aquella casa cuando escuché ruidos que venían de la cocina. Aburrida de la conversación (creo que estábamos hablando de alguna ópera o algo parecido), fui a ver qué estaba pasando y encontré a Judith McBride y mi Donovan tendidos sobre la enorme mesa, cubierta de bandejas con salmón, besándose, acariciándose, pegados el uno al otro.
Sarah -¡maldita sea, Jaycee!- inclina la cabeza hacia atrás y mira el techo. Creo que se está riendo entre dientes.
– ¿Estás bien? -le pregunto-. Puedes tomarte un respiro.
– Por favor -dice Jaycee-; he tenido mucho tiempo para superarlo. ¿Dónde estaba? Sí, allí estaban los dos, magreándose sobre la mesa de la cocina, y yo lancé una pequeña exclamación.
«Judith alzó la vista y dijo: «¿Te importa?» Ningún remordimiento, ninguna culpa, ninguna sensación de pesar por el hecho de haber sido sorprendida en esa situación. Y esa fría oscuridad en sus ojos, la mirada que me lanzó esa zorra… Por un momento pensé que me había reconocido, pero luego me di cuenta de que así era como Judith actuaba con todo e] mundo. Aunque sólo hubiese sido por esa razón, merecía ser castigada… Si no por mí, entonces por las incontables personas cuyas vidas ella había hecho miserables. Bien, en ese instante mi determinación fue más poderosa que nunca; miré fijamente a Judith, y luego a Donovan. Al menos parecía sentirse muy incómodo en aquella situación.
»-Deberían avergonzarse -les dije-. Esto no es nada higiénico.
»Y me marché de la cocina. Regresé al salón, y mi agente me presentó a Raymond McBride. El resto es historia.
– Se enamoró de ti al instante -digo.
– Y locamente. Encanto natural, por supuesto, pero el disfraz tampoco molestaba.
– ¿Y después?
– ¿Después qué? -dice, encogiéndose de hombros-. Tú conoces el resto. Donovan se trasladó a la costa Oeste unas semanas más tarde. Raymond y yo tuvimos nuestra aventura, y les dije a los miembros del Consejo cuándo y dónde debían tomar las fotografías los tíos de la agencia de detectives. Tendrías que haber visto los problemas que tuve para convencer a Raymond de que dejase las persianas abiertas mientras hacíamos el amor. Tuve que convencerlo de que yo era una exhibicionista, de que eso añadía algo especial. Y mis argumentos hicieron que se pusiera en marcha…
– De modo que el Consejo consiguió las fotos que estaba buscando, y tú conseguiste tu venganza. ¿Por qué no acabaste esa relación? -pregunto.
– Pensaba hacerlo -dice Jaycee, y una vez más siento que sus glándulas lacrimales están preparadas para derramar sus chorros de agua salada-. Y entonces…, entonces él murió.
– Fue asesinado -corrijo.
Ella asiente, comienza a sollozar y me encuentro acercándola a mí, contra mi cuerpo, consolándola con largas caricias en la espalda. Necesito preguntarle por el asesinato de McBride, preguntarle qué es lo que ella sabe, qué es lo que piensa, qué es lo que sospecha. Pero en este momento mis estúpidas emociones se han hecho cargo otra vez de la situación.
– ¿Lo amabas? -pregunto.
– No -lloriquea-. Yo amaba a Donovan. Pero Raymond era un buen hombre; era cariñoso e inteligente. Él no se merecía… lo que hice.
– ¿Tenderle una trampa?
Después de un momento, Jaycee asiente y vuelve a ser sacudida por los sollozos.
– Y eso es todo -dice una vez que consigue controlarse-. Desde entonces he estado demasiado cansada para volver a ser Jaycee. Además, no había ninguna razón para hacerlo. Con Donovan muerto, ya no me queda nadie en el mundo de los dinosaurios. Pensé que tal vez pudiera seguir siendo Sarah, ver lo que podía conseguir como ser humano. No hay duda de que lo eché todo a perder como dinosaurio…
– ¿Y eso es todo? -le pregunto, intrigado de que haya dejado sin mencionar lo que yo considero que es una pieza crucial en este puzzle.
– Todo.
– ¿Qué me dices de Vallardo?
– ¿Qué pasa con él? Ya te lo he explicado. Donovan y yo dejamos de ir a su consulta después de unos años.
Pero Jaycee, quien se las ha ingeniado para mantener un intenso contacto visual durante el relato de su historia, no vuelve sus bellos ojos marrones hacía mí cuando dice esto, y sé que es un punto sobre el cual debo presionar.
– Pero has vuelto a verlo desde entonces -digo-. Venga, Jaycee, deja de esconderte.
– Tal vez en algunas fiestas, o lugares por el estilo; pero no sé por qué piensas que yo le he visto…
– La carta -digo simplemente, y eso hace que se interrumpa-. La carta que llevaron a tu camerino la noche que nos conocimos, la carta que te volvió catatónica. La enviaba Vallardo, ¿verdad?
Ella no intenta negarlo, y tampoco da largas al asunto.
– ¿Cómo lo sabes? -pregunta.
– De alguna manera lo supiste sin necesidad de leer el contenido de la carta -digo-. La letra. Tu nombre aparecía garabateado en toda la superficie del sobre. Al día siguiente, cuando fui a ver a Vallardo advertí que sufría parálisis en la mano izquierda, aunque seguía utilizándola para sus actividades diarias. No fue hasta hace poco cuando relacioné ambos hechos. Así que ¿quieres explicarme por qué querías tener un hijo con Raymond McBride?
– Porque quería tener un hijo, cualquier hijo -escupe-, y Raymond era un libertino, pero hubiese sido un gran padre. No el tipo de padre «vamos un rato al parque a jugar al fútbol», sino de un fuerte tipo genético. No me importaba la mezcla entre razas. Cuando le dije a Raymond que quería tener un hijo, él contestó: «¡maravilloso!», y me llevó inmediatamente a ver al doctor Vallardo. Me lo presentó como el mejor obstetra de Nueva York.
– Pero Raymond creía que eras humana -señalo-. Por esa razón financiaba esos experimentos de mezcla de especies.
– También estás al comente de esos experimentos, ¿verdad? -dice, y las comisuras de sus labios se curvan con algo más que una muestra de desagrado-. Bueno, Raymond se había excedido un poco con el… elemento humano en este punto.
– El síndrome de Dressler -sugiero.
La carcajada de Jaycee es un estallido que me arranca un par de púas.
– Puedo asegurarte -dice sin dejar de reír- que Raymond McBride no padecía el síndrome de Dressler.
Jaycee no me da más detalles.
– Pero quería mezclarse con tus «huevos humanos».
– Él estaba interesado en mi especie, es verdad. Y para serle franca, yo quería su simiente de carnosaurio. El único problema era Vallardo; una vez que comenzara el experimento, no tendría ninguna duda sobre el origen del huevo con el que estaba tratando.
– Todas esas sutiles diferencias -digo-: cáscara dura, gestación exterior…
– Mil veces más grande -añade Jaycee-. Así que hice lo que tenía que hacer; abordé a Vallardo, me di a conocer como Jaycee, y le dije que siguiera adelante con nuestro hijo, pero que no le revelase a Raymond que yo también era un dinosaurio. Le amenacé con todos los castigos del Consejo que recordé en aquel momento, incluida la excomunión total de la comunidad, que creo que es una medida que sólo se ha aprobado una o dos veces. A Napoleón lo expulsaron; estoy completamente segura.
– ¿Camptosaurio? -pregunto, olvidando por completo mis lecciones de historia de quinto.
– Velocirraptor -dice Jaycee, y me sonríe-. Mis planes eran coger a mi hijo una vez que naciera y desaparecer entre la población de dinosaurios, así Raymond jamás descubriría que yo no era lo que él pensaba; de modo que volví a someterme a todo el proceso otra vez, aunque para entonces Vallardo había hecho algunos progresos. Al menos no tuve que tragarme nada que obligase a mi estómago a dar saltos mortales. En ese sentido me sentía feliz.
»Pero antes de que hubiese algún resultado, Raymond fue asesinado, y yo me quedé sola. El experimento había terminado. Desde entonces he estado… manteniéndome a flote. Cuando vi aquella nota de Vallardo me preocupó tener que volver a mentir, tener que volver a meterme en toda esa mierda. Y durante todo ese tiempo pensé en llamar a Donovan, darle una segunda oportunidad, pero entonces con el incendio… Yo sabía lo que había en el club Evolución, y estoy segura de que no era la única. Alguien quería esas notas, esa muestra de semen, y supongo que Donovan simplemente estaba en el lugar equivocado en el momento menos oportuno.
Jaycee se interrumpe, y yo aún no estoy preparado para continuar la conversación. Debí digerir mentalmente un montón de cosas. Decido, en cambio, presionar con temas más personales.
– Entiendo perfectamente por qué hiciste lo que hiciste -le digo finalmente-. Y puedo aceptarlo. Pero aún me siento herido por lo que tú… hiciste… conmigo. – No soy capaz de decir que ella se acostó conmigo para que mantuviese la boca cerrada, o para conseguir información.
Pero ella no tiene ninguna dificultad en decirlo.
– Crees que me acosté contigo como parte de todo este plan,¿verdad?
Desvío la mirada, y ella me coge la cara con la mano y la coloca frente a la suya.
¿En algún punto del camino hemos intercambiado los papeles propios de nuestros sexos?
– Está bien -musito, apartándome de su mano-. Sólo hiciste lo que tenías que hacer.
– Vincent -dice ella. Yo sigo con la mirada clavada en el suelo-. Vincent, mírame -me dice con firmeza, y no puedo desobedecerla-. Lo que te dije antes es la verdad… Me importas mucho. Como ya te dije, me recuerdas a Donovan…
– O sea que soy un sustituto,
– No, no eres un sustituto. No eres un reemplazo. Pero cuando me siento atraída hacia un tipo, no hay nada que hacer. -Me mira lascivamente y me acaricia el pecho-. Y tienes suerte, porque eres ese tipo.
– Eso está muy bien -digo, recuperando mi equilibrio en la conversación-. Tú también eres mi tipo.
– Me alegro -dice ella-. Y no importa lo que pase, quiero que siempre recuerdes eso, ¿de acuerdo?
– De acuerdo.
– ¿No importa lo que pase?
– No importa lo que pase.
Hacemos el amor otra vez, ahora como dinosaurios, como manda la naturaleza. Nuestras pieles duras se frotan entre sí con un sonido a papel de lija mientras nos movemos sobre el sofá, el suelo, la cama y nuevamente el suelo. No hay nada perverso en ello, nada prohibido, nada temerario o furtivo. Y puesto que esa acritud, ese zumbido de peligro justo-debajo-de-la-superficie, ya no está con nosotros, el acto es de alguna manera más hermoso, más real que antes.
En algún momento, después de que el sol se haya puesto detrás del horizonte, pasamos al dormitorio y continuamos nuestro descubrimiento mutuo hasta bien entrada la noche. En algún momento, Jaycee me dice que me necesita, y me descubro diciéndole lo mismo. En algún momento me duermo, y unas imágenes hipnóticas de lagartos y jazmines danzan dentro de mi cabeza.
Me despierto en medio de una oscuridad total. Una voz susurra cerca de mí algo así como «cogeré el próximo vuelo y estaré allí cuando se produzca la primera rajadura». En la escasa luz que ha conseguido filtrarse en la habitación a través de la ventana alcanzo a ver la silueta de Jaycee junto al teléfono que hay en la mesilla de noche. En mi estado de semiín-consciencia, lo único que puedo pensar es que me asombra que aún no me hayan cortado la línea.
– ¿Jaycee? -musito-. ¿Sarah? Vuelve a la cama.
Pero cuando intento incorporarme, apoyándome en un brazo, Jaycee ya ha colgado el auricular y se inclina junto a mi cabeza. Me acaricia suavemente y me besa en mis párpados cerrados.
– Lo siento -dice-; creo que podría haberte amado.
Y antes de que siquiera pueda responderle del mismo modo o preguntarle qué demonios quiere decir con «lo siento», me llega el destello fugaz de una jeringuilla. Siento un dolor agudo en el brazo, y todo se desvanece en un bello pozo de sombras negras.