A la mañana siguiente, Teitelbaum me está esperando, tal como sabía que lo haría; puedo ver su voluminosa silueta a través de los ladrillos de vidrio que forman la pared exterior de su oficina. Teitelbaum jamás abandona ese viejo escritorio de roble, ni siquiera durante la más espantosa emergencia. No importa cuál pueda ser la crisis; todo el personal está obligado a reunirse en esa habitación hortera y descuidada, llena de lo peor que ofrecen las tiendas de regalos de los aeropuertos de todo el planeta: un coco con las islas hawaianas pintadas en la superficie; una toalla de mano con la inscripción «Me limpiaron en Las Vegas» cosida a máquina; una bandeja para cubitos de hielo con moldes que muestran la forma del continente australiano. Puesto que sólo hay dos sillas para los invitados, la mayoría de los miembros del personal no tiene más remedio que sentarse en el suelo, apoyarse contra las paredes o esforzarse por mantenerse en pie durante los legendarios discursos que pronuncia Teitelbaum. En esa oficina todo es absolutamente degradante y estoy convencido de que así es como Teitelbaum quiere que sea.
Tampoco me sorprendería descubrir que está permanentemente encajado en su sillón de cuero de respaldo alto; ese gran…, gran… gordinflón. Pero eso no viene al caso y es evidentemente injusto por mi parte criticar a un Tyrannosaurus rex por sus problemas de peso. Estoy seguro de que hay algo de fibra muscular enterrada debajo de toda esa carne flácida y colgante, y todo el mundo sabe que el músculo pesa más que la grasa. ¿O acaso es que el agua pesa menos que el músculo?
Oh, qué diablos! Lo mires por donde lo mires, Teitelbaum es un cerdo gordo, y no me importa repetirlo: ¡gordinflón!
Sólo estoy medio colocado, puesto que imaginé que no sería moralmente correcto ni mentalmente saludable aparecer ante Teitelbaum sobrio o pasado de rosca por completo, y este nivel de albahaca en sangre me va de puta madre. El mundo exterior se mueve a tres cuartos de velocidad, lo justo para que pueda captar todos los detalles importantes y prescindir de cualesquiera sentimientos de hostilidad. Las secretarias en la oficina exterior me miran con una expresión azorada mientras paso junto a ellas y oigo mí nombre reverberando en sucesivos susurros entre los diferentes cubículos. No me importa. Todo es de primera.
TruTel es la agencia de investigaciones privadas más grande de Los Ángeles -la segunda más grande de California- y, hasta que lo eché todo a perder, un empleador regular de mis servicios. En los días en que Ernie estaba en este mundo, nos llamaban a menudo para que echásemos una mano en cualquier caso que necesitase un poco de trabajo confidencial extra. Conseguimos un par de asuntos que rozaban los límites de la ley; eran tareas delicadas que la compañía no podía asentar en los libros, y pagaban realmente bien. Como es obvio, si tratas con TruTel tienes que tratar con Teitelbaum, y eso ya es otra cosa. Le encanta lanzar casos a los investigadores privados y contemplar cómo nos sacamos la piel a tiras, al igual que gallos de pelea, por el derecho a ganar una miserable comisión. Pero si quieres abrirte camino en este negocio, hay momentos en los que incluso tienes que inclinarte y sonreír a un Tyrannosaurus rex.
Es hora de entrar en el sanctasanctórum.
– Buenos días, señor Teitelbaum -digo al entrar en su oficina con una fingida resolución en mi paso y en mi voz-. Tiene un aspecto… muy bueno. Ha perdido peso.
Mis piernas están controladas, mis pies están controlados, mi cuerpo está controlado.
– Tú pareces una mierda -gruñe Teitelbaum, y me hace un gesto para que me siente. Acepto encantado el ofrecimiento.
Por algunos chismorreos que he alcanzado a oír en el vestíbulo, el mandarrias de TruTel, cuyo disfraz humano es una mezcla de Oliver Hardy y una montaña de sudor, se ha pasado la mayor parte de la semana concentrado en un nuevo juguete que llegó hace más de ocho días. Ha sido incapaz de hacer que funcione: en una esquina del escritorio hay uno de esos artilugios con cuatro bolas de metal unidas a una barra superior por medio de cuatro secciones de hilo de pescar. Al apartar una de las bolas exteriores y dejar que caiga contra las restantes se puede contemplar el milagro de las leyes de Newton mientras las pequeñas esferas metálicas golpean entre sí horas y horas. No obstante, Teitelbaum, quien probablemente jamás ha oído hablar de Newton, y quizá ni siquiera de algo llamado física, sigue intentando imaginar con todas sus fuerzas el funcionamiento exacto de su nuevo juguete. Le gruñe. Respira sobre él. Lo mueve con golpes torpes, apenas rozándolo con sus brazos pequeños.
– Perdón… -digo, interrumpiendo ese notable procedimiento científico-. ¿Puedo?
Sin esperar su respuesta, extiendo la mano, agarro una de las esferas plateadas y la pongo en movimiento. El chisme comienza a funcionar con un clac-clac-clac uniforme, y resuena en la quietud de la oficina.
Teitelbaum mira las bolas con enorme sorpresa (clac-clac-clac) y con su bocaza pantagruélica completamente abierta (clac-clac-clac). Su desayuno ha sido una oveja; puedo distinguir la lana en sus molares. Finalmente, el palurdo recobra la compostura, aunque está absolutamente claro que se muere por preguntarme qué magia milagrosa he utilizado para poner en funcionamiento esa máquina.
– Me la trajeron del aeropuerto de Pekín -dice, esquivando al mismo tiempo el tema de su absoluta ignorancia-. Cathy tenía algunos negocios en Hunan.
Cathy es una de las secretarias de Teitelbaum y el único negocio que ha tenido nunca -nunca, nunca, nunca- consiste en viajar alrededor del mundo buscando chucherías en las tiendas de regalos para que el señor Teitelbaum pueda sentirse mundano y realizado sin tener que abandonar la seguridad, la comodidad y el relleno de su sülón de oficina. Y puesto que Teitelbaum compra todos los billetes de avión a su nombre, la pobre chica ni siquiera puede disfrutar de la bonificación de puntos por millas voladas. El salario anual de Cathy (lo sé porque hace algunos años eché un vistazo a su nómina) supera ligeramente los treinta mil dólares y, considerando que se pasa fuera de la ciudad casi todo el año, Teitelbaum se vio obligado a contratar otra secretaria -ahí es donde interviene Satty- para que se encargara de todo el papeleo que pasa por sus sucias manos. Como resultado de todo ello, los gastos de Teitelbaum en secretarias ascienden a más de sesenta mil dólares por año, todo con cargo a la compañía, lo que significa que sus investigadores privados de alquiler deben trabajar un montón de horas extraordinarias para compensar los gastos generales. Y todo ello para que el antiguo rey de Hamilton High pueda comprarse chismes para los que es demasiado estúpido, pues ni siquiera consigue hacer que funcionen. ¡Dios, cómo odio a los tirano-saurios!
– Es muy bonito -le digo-. Brillante.
Me alegra que sea tan estúpido como para no darse cuenta de que le estoy tomando el pelo.
– Tengo una pregunta para ti, Rubio -gruñe Teitelbaum, recostándose en su sillón y haciendo que sus costados sebosos cuelguen a ambos lados del asiento-. ¿Estás colocado?
– Eso ha sido muy directo.
– Lo es. ¿Estás colocado? ¿Sigues dándole a la albahaca?
– No.
Vuelve a gruñir, olfatea, trata de mirarme a los ojos. Lo evito.
– Quítate las lentillas -dice-. Quiero ver tus verdaderos ojos.
Me aparto del escritorio y comienzo a incorporarme.
– No tengo por qué seguir escuchando esta…
– Siéntate, Rubio; siéntate. Me importa una mierda sí estás colocado o no, pero no tienes más alternativa que escuchar lo que tengo que decirte. Conozco a mucha gente en los departamentos de crédito. Conozco a gente en el banco. Estás sin blanca.
Parece que Teitelbaum disfruta con ese pequeño discurso; no me sorprende.
– ¿O sea? -pregunto.
– ¡O sea que no tengo por qué soportar tu presencia en mi despacho!
– A decir verdad -continúo-, me sentí ligeramente sorprendido…
– Hablas demasiado. Tal vez tenga algo de pasta para ti; tal vez. Quizá pueda encargarme de que haya un trabajito en tu camino; sólo Dios sabe por qué. Si (y éste es un si muy, muy grande. Rubio) es que estás dispuesto a trabajar para mí. Y no vas a cagarla como la última vez, cuando me dejaste en ridículo.
Sobre el escritorio de Teitelbaum pasa un leve temblor a través de las pequeñas bolas de metal, una especie de zumbido metálico; reducen la velocidad y finalmente se detienen. Teitelbaum me mira con dureza, y yo extiendo la mano y vuelvo a poner en funcionamiento el mecanismo de las bolas, que, según parece, es mi nuevo trabajo como empleado potencial de la empresa. Sólo espero que accionar una y otra vez este artefacto no sea la tarea que tiene en mente. Lo triste de todo este asunto es que yo me inclino a aceptarlo.
– Me sentiría muy agradecido por esa oportunidad -le digo a Teitelbaum, y trato de mantener a las moscas fuera de la empalagosa enunciación de mi servilismo.
– Es seguro que lo estarás. En esta ciudad hay ochenta mercenarios de alquiler que se sentirían muy agradecidos si estuvieran en tu lugar. Yo no odiaba a Ernic -lo que viniendo de Teitelbaum es equivalente a una declaración de amor-, de modo que te daré esta oportunidad. Además, no tengo alternativa. En esta oficina hay diecinueve idiotas que se llaman a sí mismos investigadores privados, y cada uno de ellos está metido hasta el cuello en algún jodido caso mientras estiran el reloj para sacarse unos pavos extras. De vez en cuando aparece algún asunto con límite de tiempo, y sé hacia dónde debo mirar: un colgado del que nadie se acuerda y con complejo de socio muerto.
– Gracias.
– Mira, lo que necesito aquí son garantías. La última vez que te encargaste de un caso te pasaste de la raya y…
– No será como la última vez -lo interrumpo.
– Necesito garantías, garantías de que se hará lo que yo digo. Nada de dejar de cumplir las órdenes; nada de Harta con los polis. Si te digo que lo dejes, tú lo dejas. ¿Estamos en la misma longitud de onda?
– No será como la última vez -repito. -Estoy seguro. -Ahora el tono de su voz se ha suavizado de un modo casi imperceptible: de granito a piedra caliza-. Comprendo lo duro que debe haber sido para ti que Ernie muriera en un trabajo así. Trabajar con alguien durante diez años… -Doce.
– Doce años; eso deja huella. Lo entiendo. Pero fue un accidente, nada más, y nada menos. Lo atropello un taxi, y eso no es raro en Nueva York…
– Pero Ernie era un tío muy prudente… -No empieces otra vez con esa mierda. Ernie era prudente, sí, pero no lo fue ese día. Y andar por ahí molestando a la policía, hablando de absurdas conspiraciones, no te hace ganar premios a la simpatía. -Hace una pausa y espera para ver si tengo algo que decir. Decido no hacerlo-. Ya pasó. Caso cerrado. Kaput. -Teitelbaum frunce los labios, y la cara se le arruga como si estuviese inyectándose zumo de limón en las venas-. Así pues, lo que necesito saber es si lo has superado. Me refiero a todo: Ernie, McBride…
– ¿Que si lo he superado? Quiero decir… Yo…, yo no… ¿Están muertos, verdad? O sea que…
¡No!, quiero gritar, ¡no lo he superado! ¿Cómo diablos se puede esperar que olvide lo que le ocurrió a mi compañero, que deje que la muerte de mi único amigo quede sin resolver? Quiero decirle que he metido las nances donde no me llamaban y que volvería a hacerlo. Quiero decirle que a la mierda la rectificación del Consejo y a la mierda cualquier lista negra en la que pueda figurar. Quiero decirle que seguiré buscando al asesino de Ernie hasta que el último aliento abandone mis labios.
Pero ése ha sido el Vincenl Rubio de los últimos nueve meses, y la furia y el resentimiento no le han traído a ese Vincent nada más que varios kilos de avisos de cobro, una inminente ejecución de la hipoteca y un costoso hábito de albahaca. No tengo pasta, no tengo tiempo y no me queda nadie a quien pueda recurrir; de modo que dibujo mi mejor sonrisa. -Por supuesto; claro está que lo he superado -digo. El tiranosaurio silencia el clac-clac-clac de las bolas metálicas con un dedo ajado y me mira de arriba abajo.
– Bien, muy bien. -El silencio se expande a través de la habitación-. Por cierto, ¿has oído algo acerca de unas multas del Consejo?
– Ya no pertenezco al Consejo, señor.
Cuando formaba parte de esa corporación, Teitelbaum siempre me estaba presionando para que le diese información. Para él significaba una clara muestra de desprecio que uno de sus empleados ocupara un lugar en el Consejo del Sur de California; que yo tuviera la capacidad de intervenir en la promulgación de leyes que podían afectar su vida cotidiana. Era uno de esos pequeños placeres que entonces me mantenían en forma.
– Ellos…, ellos me expulsaron después de los incidentes de Nueva York.
Teitelbaum asiente.
– Sé que estás fuera; me hicieron declarar durante las audiencias. Pero aún tienes amigos…
– En realidad, no -digo-. Ya no.
– Maldita sea, Rubio; tienes que haber oído alguna cosa acerca de esas multas.
Me encojo de hombros y sacudo la cabeza.
– Las multas…
– A McBride…
– Está muerto.
– Sobre su fortuna. Debido a la cuestión humana.
– La cuestión humana-repito. Sé exactamente a qué se refiere Teitelbaum, pero me niego a seguirle el juego.
– Venga, Rubio -dice-. Tú estabas en el Consejo; sabías lo que estaba pasando. McBride tenía un lío de faldas con esa…, esa… -sus hombros, si pueden llamarse de ese modo, se estremecen de repugnancia- esa humana.
Tiene toda la razón del mundo, pero no puedo decírselo. Raymond McBride, un carnosaurio que irrumpió en la escena de los dinosaurios desde la oscuridad del Lejano Oeste y alcanzó en pocos anos una envidiable posición económica, tuvo sin duda numerosas aventuras amorosas con hembras humanas. Y no se trata de una conjetura; es un hecho. Lo constatamos a través de numerosas declaraciones juradas prestadas ante miembros del Consejo en el transcurso de audiencias oficiales complementarias, junto con una variada y nutrida evidencia física en forma de fotografías clandestinas tomadas por J &T Enterprises, la agencia de investigadores privados más grande de Nueva York y, al mismo tiempo, la compañía gemela de TruTel en la costa Este.
McBride, un consumado donjuán, era conocido por perseguir a las hembras de nuestra especie con notable éxito a pesar de su intacto y duradero matrimonio, y los rumores decían que las ramas resultantes de su árbol genealógico se extendían de costa a costa, posiblemente incluso hasta Europa. Poseía un apartamento en Park Avenue, una casa en Long Island, una cabaña aquí, en Pacific Palisades, y dos casinos gemelos en Las Vegas y Atlantic City. Sus rasgos, marcados y de naturaleza clásica de carnosaurio, eran enmascarados diariamente por un equipo de maquilladores profesionales, que sabían cómo hacer que incluso el más reptiloide de los dinosaurios pareciera absolutamente humano, una tarea que al resto de nosotros nos lleva incontables horas de dolor y frustración. La vida de Raymond McBride era un mar de felicidad.
Nadie, por tanto, sabe por qué razón decidió explorar en otro sector de la población; tal vez se había cansado de nuestra especie, aburrido de la postura de huevos y de la interminable espera hasta que se produce una grieta en la cáscara. Es verdad que no tenía hijos. Quizá sólo deseaba perfeccionar sus habilidades carnales con otra clase de criaturas. También es verdad que era un tío ambicioso. Puede ser, como muchos se inclinaron a pensar, que desarrollara el llamado síndrome de Dressler, que consiste en creerse realmente humano y sencillamente ser incapaz de evitar la tentación por los placeres que promete la carne de las mamíferas. O quizá sólo pensaba que las tías humanas estaban de muerte. Cualquiera que fuese el caso, Raymond McBride quebrantó la regla fundamental, la número uno, establecida desde que el Homo habilis hizo su aparición en escena: está absolutamente prohibido aparearse con un ser humano.
Pero ahora está muerto; fue asesinado en su oficina hace casi un año. Así pues, ¿a qué diablos viene todo esto?
Un golpe en la puerta me ha ahorrado nuevas preguntas acerca de McBríde o de las reuniones del Consejo, de las que ya no tengo ningún conocimiento. Teitelbaum ladra un «¿Qué?», y Sally asoma la cabeza. Es una chica realmente guapa: nariz puntiaguda, pelo largo y liso, y tez pálida. Si no supiera que es humana -carece de olor, nunca la he visto en ninguno de los antros para dinosaurios repartidos por la ciudad-, habría dicho que pertenece a Compsognathus.
– Londres por la línea tres -dice con voz chillona.
Sally es una chica estupenda y resulta muy agradable hablar con ella, pero ante la presencia de Teitelbaum se encoge como si fuese una esponja seca.
– ¿Tienda de regalos de Gatwick? -pregunta Teitelbaum, y sus manos se agitan con infantil anticipación. Si no fuese tan desagradable, incluso lo encontraría atractivo.
– Han encontrado los mondadientes con la Torre de Londres que usted quería.
Sally me sonríe fugazmente, se vuelve, da un pequeño brinco y abandona la habitación; misión cumplida. Una incursión quirúrgica en los dominios del jefe: entrar y salir en… ¡seis segundos! Bien por ella. Yo debería tener la misma suerte.
Tcilelbaum respira aguadamente. Un gruñido de papel de lija se convierte en el jadeo de un globo que pierde aire. Aferra con fuerza el auricular del teléfono.
– Quiero dos cajas grandes -dice-, y envíelas mañana mismo.
Fin de la conversación. Estoy seguro de que el inglés que estaba al otro lado de la línea se ha quedado atónito ante la cortesía norteamericana.
Se produce un abrupto cambio en el tono mientras Teitelbaum escoge la frecuencia de negocios. Extiende un brazo disfrazado de adolescente sobre el escritorio y, jadeando a causa de ese mínimo esfuerzo, coge una fina carpeta.
– No voy a decirte que tendrás que encontrar el diamante Hope, ni nada por el estilo -comenta, y arroja la carpeta hacia mí-. Se trata sólo de patear las calles; nada que no puedas manejar. No es mucho, pero te sacarás un dinero.
Echo un vistazo a las hojas que hay en la carpeta.
– ¿Investigar un incendio?
– Un club nocturno en Valle de San Fernando. Se incendió en la madrugada del miércoles. Es uno de los locales de
Burke.
– ¿Burke? -pregunto.
– Donovan Burke, el propietario del club. ¡Demonios, Rubio!, ¿es que no lees las revistas?
Sacudo la cabeza, reacio a explicarle que en la actualidad el precio de una sola revista me colocaría de una vez y para siempre por debajo del nivel de pobreza.
– Burke es un personaje importante en el escenario de los clubes nocturnos -me explica Teitelbaum-. Las celebridades entraban y salían del club todos los días, principalmente dinosaurios y algunas parejas de clientes humanos. El lugar estaba asegurado y ahora tendrán que pagarle más de dos millones de pavos por los daños que ha ocasionado el fuego. La compañía de seguros quiere que investiguemos y nos aseguremos de que Burke no quemó su propio club porque el negocio era un desastre. -¿Lo era? -¿Era qué? -Un desastre.
– ¡Por Dios, Rubio! -dice Teitelbaum-. ¿Cómo demonios puedo saberlo? Tú eres el investigador privado. -¿Había alguien en el club en ese momento? -¿Por qué no lees el maldito informe? -resopla Teitelbaum-. Sí, sí; había un montón de gente. Hay cantidad de testigos, pues se celebraba una fiesta por todo lo alto.
Lanza un manotazo a sus bolas newtonianas, una inconfundible señal de que mi presencia ya no es necesaria. Me pongo de pie.
– ¿Tiempo? -pregunto, aunque conozco la respuesta.
– Un día menos de lo habitual.
Respuesta trillada. Teitelbaum cree que es divertido. Intento que la siguiente pregunta parezca casual; sin embargo, seguramente no lo es.
– ¿Honorarios?
– La compañía de seguros está dispuesta a soltar cinco de los grandes más gastos. La agencia se queda con tres y deja dos mil pavos para ti.
Me encojo de hombros. Para mí es una suma estándar, al menos teniendo en cuenta los pobres salarios con los que la mayoría de los empleados de TruTel se ven obligados a vivir.
– Pero tengo ese problema con la piscina en mi jardín trasero -continúa Teitelbaum- y necesito un poco de pasta extra. Digamos que dividimos tu comisión: cincuenta-cincuenta. Intenta sonreír. Es una amplia sonrisa de tiburón que incita en mí la urgencia animal de saltar por encima del escritorio y estrangularlo con los finos hilos de plástico que sostienen las bolas newtonianas de metal.
Pero ¿qué alternativa tengo? Uno de los grandes es mejor que nada, y ahora que el trabajo de Ohmsmeyer se ha ido por la alcantarilla, ésta podría ser mi única oportunidad de impedir la ejecución de la hipoteca y la bancarrota definitiva. La expresión de orgullo está en su sitio. Estirando el cuello hasta donde lo permite el disfraz, mantengo la cabeza erguida, sostengo la carpeta de papel manila contra el pecho y abandono la oficina. -No lo eches a perder, Rubio -me grita-, Si quieres volver a trabajar, trata de no meter la pata.
Menos de doce pasos más tarde tengo un poco de albahaca entre los dientes y ese déspota de Tyrannosaurus rex queda cada vez más lejos, y me siento mejor con el encargo que acaban de hacerme. Dinero en el banco, tal vez un poco de respetabilidad y no pasará mucho tiempo antes de que otras agencias de investigación privada estén dispuestas a contratar los caros y encantadores servicios de Watson y Rubio, Investigaciones Privadas. Sí, he vuelto. He comenzado a subir. El velo-cirraptor está en nómina.
Mientras me dirijo a la salida le lanzo un guiño de felicitación a una recepcionista temporal que está tomando un dictado en el vestíbulo. Ella se repliega ante mi gesto amistoso como si fuese una serpiente de cascabel asustada, y casi espero que me muestre los colmillos antes de deslizarse dentro de un nicho, debajo del escritorio.