Los registros públicos pueden ser un verdadero conazo. Prefiero mil veces bordear la legalidad y echar un vistazo a algunos archivos privados que esperar en interminables colas para hablar con un empleado desdeñoso (¿acaso enseñan esas actitudes en las clases para ser recepcionista?), que puede decidir suministrarme o no la información que necesito en función de si ya ha tomado el desayuno y de la fase de la luna. Dadme cualquier día una puerta cerrada con llave y una tarjeta de crédito, y veréis lo que hago con la Ley de Libertad de Información. Disfruto de mis pequeñas trampas legales; si no fuese detective, probablemente sería un fabricante de fósiles, y me pasaría el día en uno de los numerosos laboratorios que se hallan distribuidos a gran profundidad debajo del Museo de Historia Natural, inventando nuevas formas de simular nuestra «extinción» hace sesenta y cinco millones de años. Mi tatara tataratío abuelo fue el creador del primer omóplato fosilizado de Iguanodon, colocado cuidadosamente en una capa de cieno poco profunda en las inmensidades de la Patagonia, y me siento muy orgulloso de formar parte de su linaje. El engaño es divertido; el engaño humano es un deporte de masas.
Así pues, quizá más tarde pueda dedicarme al verdadero trabajo de detective, pero, por el momento, permanezco sentado en una silla de respaldo duro, diseñada originalmente para la Inquisición, mientras echo un vistazo a los archivos del ayuntamiento, y no podría sentirme más cabreado.
Hace aproximadamente tres años, Jaycee Holden, según los documentos que soy capaz de conseguir tras cinco horas de espera, espera y más espera, realizó un movimiento del que Houdini se hubiera sentido orgulloso. Su nombre, repartido previamente entre informes de crédito, contratos de alquiler, facturas de electricidad, archivos de los tribunales, listas del Consejo, e incluso algunos periódicos, dejó de aparecer en todos y cada uno de los documentos pocos días después de que Jaycee Holden se alejase por ese andén de la estación Grand Central desde donde partían trenes hacia el este. No se celebró ningún funeral por la Coelophysis desaparecida, ya que no había ningún cadáver y ninguna prueba concreta de que siquiera estuviese muerta. No había familia de la que hablar; no había nadie que llorase y le gritase a las autoridades que moviesen el culo e hicieran algo. Los padres habían muerto y no tenía hermanos. Jaycee Holden era una mujer joven, bonita y activa, a quien, no obstante, podría definirse mejor por su asociación con el Consejo y su frustrado matrimonio con Donovan Burke; un estilo de vida así no proporciona fácilmente pistas sobre la desaparición de una persona. Según un artículo a una columna que encontré en la úitima página del Times, Donovan y un grupo de amigos habían hecho un pequeño pero dedicado esfuerzo para realizar una búsqueda de Jaycee como persona desaparecida -volantes, cartones de leche, etc.-, pero se suspendió después de que los investigadores privados que habían contratado regresaran con las manos vacías y una factura considerable.
La gente desaparece -sucede con frecuencia-, pero nadie lo hace de este modo. He seguido la pista a dinosaurios y seres humanos durante toda mi vida laboral, y el único punto en común que he encontrado es que no importa cuan profundamente haya sido erradicada su existencia anterior, el rastro de papel que los ha seguido durante toda su vida continúa colgando de ellos como si fuese un percebe. La propaganda por correo, por ejemplo, sigue llegando a sus casas, con el fin de que aprovechen las ventajas de esta-increíble-oferta-de-tarjeta-de-crédito. Implacables voluntarios de los maratones benéficos de la tele llaman a los últimos números telefónicos conocidos implorando un poco de dinero para ayudar a los niños; todo es para los niños. Y muchas cosas más. En el mundo actual, donde los ordenadores pueden almacenar datos personales hasta mucho después de que)os tatara tatara tataranietos de uno se hayan instalado en la residencia de ancianos del barrio, ya nadie puede simplemente esfumarse; nadie.
Sin embargo, Jaycee Holden se ha esfumado; como dijo Judith, «como azúcar en el café». Su nombre ha sido borrado de las listas de direcciones de envío de propaganda e información inservible, y ha sido eliminado de los archivos de agentes y empresas que solicitan contribuciones y donaciones. Si tuviese la más remota idea de cómo diablos acceder a Internet, estoy seguro de que descubriría que Jaycee Holden hace tiempo que ha cogido la salida más próxima de la superautopista de la información. Ella se convirtió en una nulidad virtual después de aquella tarde de febrero sorprendentemente cálida, casi como si se hubiese llevado con ella todos los vestigios de su vida en su viaje a ninguna parte.
He oído cosas más raras.
Por otra parte, la vida de McBride se encuentra expuesta en archivos públicos: periódicos, revistas, obras. A) menos, los últimos quince años; antes de esa época existe un vacío, pero eso no es algo que deba sorprender a nadie. La mayoría de los artículos acerca del dinosaurio fallecido mencionan que su esposa y él eran originarios de Kansas, aunque no hay referencias a su vida en aquel Estado, salvo para decir que quedó huérfano a temprana edad y que fue criado por un amigo de la familia. En algún momento conoció a su encantadora esposa Judith, se trasladaron a Nueva York, entraron en la escena social y empresarial, fundaron la compañía Fortune 500, especializada en bonos y adquisiciones, y el ocasional club nocturno de moda, y ¡buuum!: ha nacido un magnate. A partir de entonces todo son páginas de sociedad y datos financieros, y ambas cosas tienen la capacidad de llevarme al borde de las lágrimas en cuestión de minutos.
Salgo de la sala, ansioso por disfrutar de una apetitosa cena en uno de los sibaríticos carritos que llenan las aceras de Nueva York, cuando me topo con unas escaleras que bajan hacia la morgue del condado. Conozco este sitio; tal vez lo conozco demasiado bien. Hace nueve meses, éste fue el lugar de mi primer altercado con los habitantes de Nueva York. Supongo que convertí en una especie de hábito el hecho de importunar al ayudante del forense en busca de información acerca de la muerte de Ernie, aunque lo único que conseguí como respuesta a mis molestias fue un desagradable rechazo y algunos golpes por parte de los guardias de seguridad. Creo que también hubo amenazas, y tal vez un altercado físico de alguna clase. Y aunque se me escapan los detalles exactos de aquellos días -fue aproximadamente en la época en que comencé La Verdadera Parranda y mi cuerpo estaba tan lleno de albahaca que era prácticamente un invernadero ambulante-, ahora me controlo mucho más que entonces. Sólo un par de bocados de albahaca y una cucharadita de orégano, y estoy preparado para formular preguntas pertinentes y profundas de un modo nada amenazador.
– No, no, no… Usted otra vez no… -gimotea el ayudante del forense mientras retrocede cuando atravieso las puertas dobles de la morgue-. Llamaré a los guardias; lo haré.
– Me alegro de verle -digo, abriendo los brazos en un amplio y pacífico gesto que funciona bien con los perros y algunos de los humanos más estúpidos. No percibo ningún olor significativo, lo que quiere decir que este chico no es un dinosaurio; con esta clase de miedo, que está convirtiendo su frágil cuerpo en un miniseísmo, cualquiera de nuestra especie estaría produciendo feromonas como un schnauzer en celo.
– Tengo…, tengo un número al que llamar; puedo hacer que lo echen…
– ¿Le estoy haciendo daño?
– No…, por favor…
Decido hablar más lentamente y separando las palabras.
– ¿Le-estoy-haciendo-daño?
– No.
– No, claro que no -digo-. ¿Le estoy amenazando?
– No, aún no.
– Correcto. Y no lo haré. Esta vez he venido aquí por un asunto oficial. Se lo prometo.
Saco la tarjeta de identificación de TruTel que cogí del escritorio de una recepcionista y se la lanzo al ayudante. El tío retrocede como si le hubiera arrojado una granada, pero finalmente se inclina sobre el escritorio y mira la tarjeta mientras pasa los dedos por la superficie. Parece más tranquilo; petulante, pero más tranquilo.
– Me rompió la nariz -dice-. Tuvieron que volver a colocarla en su sitio.
– Tiene mejor aspecto -miento. No recuerdo qué aspecto tenía la vez anterior.
– A mi novia le gusta. Dice que me da aspecto de tío duro.
– Muy duro. -En realidad, no recuerdo ninguna escaramuza que incluyera una fuerza suficiente como para romper huesos, pero con un colocón de albahaca puede pasar cualquier cosa-. En esta ocasión no habrá broncas. Prometido. Para serle sincero, estoy buscando a su jefe de nuevo. Es imposible que siga de vacaciones.
La última vez se largó de la ciudad después de la muerte de Ernie y permaneció fuera hasta mucho después de que me sacaran a patadas de Nueva York.
– No, pero está muy ocupado.
– Como lo estamos todos. Por favor, dígale que a un detective privado le gustaría robarle unos minutos de su precioso tiempo; eso es todo.
Estoy tratando de ser lo más amable posible, y el esfuerzo hace que sienta una intensa picazón en los dientes.
Parece que el ayudante lo medita un momento, y luego, sin decir palabra, se da la vuelta y desaparece a través de una puerta que hay detrás del mostrador. Me gustaría husmear un poco, abrir algunos archivos, pero la puerta vuelve a abrirse cuando el forense -bata manchada de sangre, aroma a formaldehído mezclado con lo que debe de ser un olor natural a pino lustrado y pasta de chile- sale al corredor.
– Tengo un suicidio colectivo ahí dentro: tres chicos de un instituto decidieron quitarse la vida bebiéndose unos cuantos litros de JD. No resulta un espectáculo muy agradable, pero es un trabajo rápido.
– Entonces iré directo al grano -digo-. Me llamo Vincent Rubio y…
– Sé quién es usted. Es el tío que golpeó a Wally el enero pasado. -Wally observa desde el otro extremo de la habitación, y se encoge al oír su nombre-. En ocasiones el chico necesita un pequeño golpe en la cabeza, pero me gusta ser el que se lo da, ¿me entiende?
– Entendido -le contesto-, y ya me he disculpado por aquel desafortunado incidente. Lo que busco ahora son los informes de los casos de Raymond McBride y Ernie Watson, ambos fallecidos hace aproximadamente nueve meses. Tengo entendido que fue usted quien se encargó de las autopsias…
– Pensaba que el caso estaba cerrado.
– Lo estaba
– ¿Lo estaba?
– Lo está. Mi investigación no está relacionada con ellos.
El forense mira a Wally, al techo, al suelo. Se da un tiempo para tomar una decisión. Finalmente me hace señas para que lo siga. Atravesamos la sala de autopsias y entramos en su despacho, un espacio utilitario que sólo incluye un pequeño escritorio, un sillón y tres archivadores. Me quedo en la puerta, y él abre uno de los archivadores; bloquea con su cuerpo mi campo visual.
– Cierre la puerta, ¿quiere? -dice, y yo obedezco-. Prefiero que el chico no oiga lo que decimos. Es como un hijo para mí, pero un mamífero es siempre un mamífero, si entiende lo que quiero decir.
Ahora hay dos carpetas sobre el escritorio, y el forense -el doctor Kevin Nadel, según la placa que hay en la puerta del despacho- revisa su contenido rápidamente.
– McBride. Sí, es la misma información que les proporcioné a todos los demás. Conté veintiocho heridas de bala en su cuerpo, en varios sitios diferentes.
Pequeñas manchas azules marcan la superficie de un perfil humano, puntos distribuidos al azar a través de la cabeza, el torso, las piernas, aparentemente sin seguir un modelo definido.
Señalo una serie de números apuntados en el informe de la autopsia.
– ¿Qué significan estas marcas?
– El calibre de la munición empleada. Cuatro de los impactos eran aproximadamente del calibre 22, ocho correspondían a un 45, tres disparos fueron hechos con una escopeta, dos procedían de una nueve milímetros y once heridas corresponden a disparos efectuados con alguna clase de ametralladora automática.
– Espere un momento -digo-. ¿Me está diciendo que a McBríde le dispararon veintiocho veces con cinco armas diferentes? Eso es una locura.
– La locura no es de mi incumbencia. Ellos me traen unos fiambres; yo los abro, echo un vistazo y les digo lo que encuentro.
Saca una fotografía de la carpeta y me la muestra.
Es McBride, no hay duda, pero mucho menos vivo de lo que aparece en los diarios sensacionalistas. Ahí está, tumbado en el suelo de su despacho, con los brazos y las piernas extendidos, y aunque se trata de una instantánea en blanco y negro, reconozco las manchas de sangre que salpican el suelo, el sillón y las paredes. Las heridas puntean el cuerpo del magnate y, tal como ha dicho Nadel, son de tamaño y forma variados; a pesar de los diferentes calibres de la munición empleada, tienden a parecer iguales en esta clase de fotografías. Pueden creerme, he visto muchas más que mi ración de heridas similares.
Le devuelvo la fotografía.
– Continúe.
– En cuanto a su segundo cadáver… No recuerdo el caso, pero mis notas dicen que llegué a la conclusión de que la muerte del señor Watson fue de naturaleza accidental, provocada por un trauma craneal masivo a consecuencia de un accidente de tráfico.
– ¿Y no tiene ninguna razón para dudar de que haya sido así?-pregunto.
– ¿Debería tenerla? Tengo entendido que hubo testigos presenciales de ese accidente. Un coche atropello a ese tío y se dio a la fuga sin prestarle auxilio.
– Yo conocía a Ernie -digo-, el señor Watson. Él no era de la clase de persona que… No tiene ningún sentido que fuese atropellado de ese modo…
– Por eso a estos casos los llaman accidentes, señor Rubio.
Eso es indiscutible, pero incluso después de nueve largos meses de investigación, transpiración y exasperación, la muerte de Ernie me sigue repateando el estómago.
– Esto es muy importante para mí -le digo al forense-. No se trata sólo de un trabajo. Ese hombre… era mi socio; era mi amigo.
– Lo entiendo…
– Si le preocupa hablar conmigo…
– Yo no…
– Pero si es así, si está preocupado por su seguridad, puedo protegerle. Puedo llevarle a un lugar seguro.
No es del todo un farol. En algunas ocasiones, TruTel se ha hecho cargo de la cuenta de casas vigiladas si un testigo ha deseado suministrar información que haya podido reventar un caso.
Y por un momento, da la impresión de que el doctor Nadel está a punto de añadir algo más. Sus labios se abren, se inclina hacia adelante, y un breve resplandor ilumina su mirada: el brillo que siempre aparece justo antes de que un testigo decide contármelo todo… Y luego nada.
– No puedo decirle nada más -añade con los ojos clavados en el suelo. Las carpetas son devueltas al archivador y los cajones cerrados con llave-. Lo siento.
Me marcho.
En aquellas ocasiones en las que mi cerebro deja de funcionar correctamente, ya sea porque esté soñando despierto, privado de sueño o, como es el caso más reciente, atiborrado de algunas hierbas perniciosas, el resto de mi cuerpo se muestra más que satisfecho de asumir el mando de las acciones y dirigirme a cualquier lugar al que crea que necesito ir. Y así es, imagino, como acabo en Alphabet City, una zona de Manhattan próxima a Greenwich Village que no está de moda y tampoco resulta muy beneficiosa para la salud. Una vez fuera del depósito de cadáveres me encuentro pensando en McBride, pensando en Burke, pensando en Ernie, y, súbitamente, estoy con el piloto automático puesto. Mis pies me llevan hasta el portal de un edificio oscuro cuyo yeso se cae a pedazos. Observo la pintura descáscarada de la fachada. ¡Ah, un local familiar!
Worm Hole es un bar y club nocturno de la avenida D, propiedad de Gino y Alan Conti, una pareja de alosaurios que han hecho algunos trabajos para la mafia de los dinosaurios. La habitación principal del bar está reservada para los mamíferos, según tengo entendido, y siempre hay un flujo regular de patéticos cuentes, bebedores profesionales, que comienzan a empinar el codo al mediodía y no pierden el conocimiento hasta las nueve de la mañana siguiente.
Pero una vez pasados los lavabos, que muestran carteles como «No orinar en el asiento», detrás de una pared falsa cubierta de grafitos, a través de una puerta de metal provista de dos cerrojos, un pasador con cadena y un brontosaurio llamado Skeech, se encuentra uno de los mejores bares para dinosaurios a este lado del río Hudson, un garito donde un tío puede satisfacer cualquier clase de vicio, herbáceo o de otro tipo. Creo que aquí pasé una buena parte de mi tiempo durante mi último viaje a Nueva York, aunque cuando entro en el local y me siento, me doy cuenta de que no reconozco a nadie. La mayoría están disfrazados, nada que los diferencie de los mamíferos a primera vista, pero algunos espíritus valientes han desnudado sus cabezas y dientes auténticos, posiblemente como una forma de advertir a los demás que permanezcan alejados y los dejen en paz.
– Albahaca, dos hojas -le digo a la camarera, una Diplodocus que lleva una pequeña abertura en la parte posterior del disfraz, de modo que la cola queda libre y se arrastra perezosamente sobre el suelo como si fuese una escoba. La combinación de disfraz humano y cola de saurio resulta a la vez fascinante y prohibida, y, como tal, tentadora para la mayoría de los cargados clientes que frecuentan el bar a esta hora de la noche. Cuando la camarera pasa junto a un grupo de velocirraptores, los tíos ríen como imbéciles y tratan de acariciarle la cola desnuda, pero un rápido movimiento de la punta del apéndice, que restalla como un látigo, les recuerda que deben comportarse como buenos chicos.
– ¿Vincent? ¡Por los clavos de Cristo! ¿Eres realmente Vincent Rubio?
Se trata de una hembra claramente sorprendida y feliz de verme. Pasos y una sombra que se proyecta sobre la mesa. Me convenzo de que debo alzar la vista.
– ¡Jesús, es él! -chilla. Y aunque no hubiese proferido todas esas exclamaciones, habría reconocido a Glenda Wetzel por su olor, una agradable mezcla de claveles y viejos guantes de béisbol. Glenda es una tía genial y no es que no desee verla, es sólo que, en este momento, no tengo ganas de ver a nadie.
– Hola, Glen -digo, poniéndome de pie para el abrazo y dejándome caer nuevamente en mi silla. Le hago señas de que se siente.
Glenda acerca una silla y se sienta.
– Mierda… Ha pasado…, ¿cuánto? ¿Un año?
– Nueve meses.
– Nueve meses… Joder. Tienes buen aspecto-dice.
– No es verdad.
No me siento con ánimos para jugar a la simulación.
– De acuerdo, no es verdad, pero hueles jodidamente bien, puedes creerlo.
Hablamos animadamente hasta que llega mi ración de albahaca -Glenda me lanza miradas preocupadas de soslayo mientras mastico ambas hojas a la vez e ingiero el compuesto en cantidades industriales-, y ella pide media cucharadita de tomillo en polvo.
– El tomillo nunca me ha causado demasiado efecto
– digo.
– A mí tampoco -reconoce Glenda-. Pero todo el mundo debe cultivar algún hábito.
Glenda es una colega, una investigadora privada, una vaga que entrega su tiempo a J &T Enterprises, la oficina gemela de TruTel aquí en Manhattan. Su jefe, Jorgenson, es el personaje análogo a Teiteibaum, lo que incluye la tensión sanguínea alta y las lamentables habilidades sociales. Los tíos de J &T fueron los que se hicieron cargo inicialmente de la investigación del caso McBride para el Consejo Metropolitano de Nueva York; tomaron aquellas fotografías ignominiosas que fueron pasando de mano en mano en la reunión de nuestro Consejo del Sur de California como si fuesen las páginas centrales de una revista porno en el vestuario de un instituto. Aún puedo verlas ahora: McBride, con su disfraz humano, copulando con una hembra humana y, por la expresión de su rostro enmascarado, disfrutando inmensamente del momento. EÍ rostro de la mujer había sido oscurecido mediante un procedimiento fotográfico conocido como «ennegrecer con un rotulador permanente», pero el lenguaje corporal servía para exhibir sus emociones con absoluta claridad.
– Mierda-dice Glenda, sin duda la hadrosaurio más deslenguada que conozco-. No puedo creerlo… quiero decir que la última vez… -Lo sé.
– … después de que los polis te metieron en ese avión de regreso a Los Ángeles…
– No revivamos aquel momento, ¿de acuerdo, Glen?
Ella asiente, avergonzada.
– De acuerdo, de acuerdo. -Y sus ojos vuelven a encenderse-. ¡Maldita sea, me alegro de volver a vertel¿En qué agujero de mierda te alojas?
– En el Plaza -digo, alzando las cejas. Aún debo registrarme en algún hotel o hacer una reserva, pero estoy seguro de que puedo conseguir una habitación.
– Mirad a este tío, tiene una cuenta de gastos, ¿verdad? -Mientras dure. -La albahaca ha comenzado a surtir efecto, y mis fosas nasales se agitan espontáneamente. Mi estado de ánimo comienza a cambiar, y el humor se eleva. Las feromonas de Glenda invaden mis sentidos y me pregunto por qué nunca la he invitado a salir. Es una hadrosaurio, de acuerdo, y habitualmente no son mi tipo, pero…-. ¡Cielos! -exclamo-, hueles realmente bien. Saludable, realmente… saludable.
Echándose a reír, Glenda aparta el pequeño cuenco de cerámica con restos de albahaca.
– Ya has tomado bastante de esa mierda -dice-, ¿En qué caso estás trabajando?
– Un incendio. En Los Ángeles.
Mis palabras salen lentamente. Las sílabas llegan tarde a la estación, aunque mi proceso de pensamiento cumple con el horario previsto.
– ¿Y algunas pistas te trajeron de regreso a Nueva York?
– McBride. Otra vez.
Sus ojos se abren como platos.
– ¿Oh, sí? Buena jodida suerte la tuya, compañero. Aunque no como para volverse loco.
Se requiere un esfuerzo especial para superar las enredaderas que crecen y se extienden por el interior de mi boca.
– ¿Conoces…, conoces… el caso McBride? -soy capaz de tartamudear.
– ¿Si conozco a McBride? -pregunta Glenda, arrastrando las palabras-. Trabajé durante un mes en el jodido caso en el que estaba implicado ese cabronazo pedazo de mierda.
– Debió de ser… fascinante.
– Joder, no. Fue jodidarnente aburrido. ¿Has montado vigilancia alguna vez en un puto edificio de seis pisos sin ascensor?
– ¿Un edificio… sin ascensor?
No creo que esas cosas existan en Los Ángeles.
– Encima de una tienda, sin jodidos ascensores -explica Glenda.
Ahora sé que estas cosas no existen en Los Ángeles; incluso los pobres se desmayarían de sólo pensarlo. Cualquier distancia superior a los seis metros, en vertical o en cualquier otra dirección, debe cubrirse en algún vehículo, preferiblemente provisto de aire acondicionado. Si queremos hacer ejercicio, utilizaremos un Síairmaster, muchas gracias.
– Quiero decir, el trabajo estaba bien -continúa Glenda-. Pero deja que te diga algo: después del quinto día acabas hasta los cojones del aire viciado y la comida basura. Y con todos esos jodidos bichos arrastrándose por el suelo, sobre mi jodida comida…
– ¿McBride tenía una aventura en una casa de apartamentos? -pregunto.
No puede ser… Ese tío tenía millones, miles de millones tal vez.
Glenda sacude la cabeza y se escarba la nariz. Es una dama con clase.
– Yo no lo llamaría una casa de apartamentos; simplemente era un edificio de mierda en el East Village. No se encuentra en un barrio peligroso ni nada por el estilo, sólo que no está bien conservado. En cualquier caso, estábamos apostados al otro lado de la calle, tomando fotografías todo el jodido día. El edificio donde ellos jodian estaba un poco mejor. Supongo que era el apartamento de la tía. Apuesto a que tenían un jodido exterminados Malditas cucarachas…
Finalmente consigo que mi boca forme un número suficiente de sílabas para dirigir la conversación hacia la hembra humana con la que McBride había sido fotografiado en flagrante delito. Le pregunto el nombre de la mujer.
– Si te lo digo, prométeme que no saldrá de tu boca-dice Glenda-. Mi culo está en juego, de modo que yo jamás te he hablado de esto. ¿De acuerdo?
– Que me convierta en un fósil si rompo mi promesa.
– Sabíamos que ese pequeño pervertido se acostaba con media ciudad. Su esposa debe de ser frígida o algo así. Pero esa fulana con quien lo sorprendimos era una verdadera bomba humana; unas tetas hasta aquí y piernas largas como zancos.
¿Por qué me siento más incómodo oyendo ese lenguaje que ella utilizándolo?
– Se llama Sarah -continúa Glenda-. ¡Cuántas jodidas veces tuve que escuchar ese nombre a través del micrófono! «¡Oh, Sarah! Eres maravillosa, Sarah. Eres asombrosa, Sarah. Hazlo, Sarah; hazlo.» Me ponía jodidamente enferma oír toda esa mierda. Una vez estuve a punto de vomitar, te lo prometo.
– ¿Sarah…? -Estoy esperando un apellido.
– Acton…, Archion…, o algo así. -La hadrosaurio con la boca sucia se encoge de hombros y acaba su ración de tomillo. El polvo baja de golpe; unas cuantas toses, y Glenda abre la boca buscando aire-. No lo recuerdo exactamente, pero canta en un club cerca de Times Square. Esa fulana es una verdadera cantante.
En un instante mis sentidos se ponen en estado de alerta. Todos los vestigios de albahaca se han evaporado temporalmente en alguna parte olvidada de mi cerebro que no está conectada con el habla o la capacidad de tomar decisiones.
– ¿Canta esta noche?
– ¿Quién crees que soy, su jodido representante?
– ¿Crees que ella canta esta noche?
– Sí, seguramente, supongo. Ya hace unos meses que leí su ficha, pero creo que es un trabajo fijo el que tiene en ese club. ¿Qué?, ¿piensas ir a ver a esa mujer? ¿Para qué diablos quieres verla?
La albahaca fluye nuevamente. Se convierte en una suave oleada que se funde con mi excitación por encontrar un nuevo testigo, una forma de evitar la barrera de pruebas desaparecidas y respuestas evasivas, un camino hacia McBride y un camino hacia Ernie.
Paso la lengua por el resto de albahaca que ha quedado en
– Quiero oír una canción -le digo a Glenda simplemente.