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Si el hotel Piaza de Nueva York no está considerado actualmente uno de los mejores establecimientos hoteleros del mundo, por la presente lo declaro como tal. Si ya se encuentra en esa lista exclusiva, sugiero que se cree la categoría de la «cama más confortable» y que la cama doble -la cama tamaño emperador, la cama tamaño dictador vitalicio- en la que tuve el inmenso placer de dormir anoche ocupe su merecido lugar en el primer puesto de esa categoría.

A pesar de las numerosas heridas que cubren varias partes de mi cuerpo, no me moví ni un centímetro. A pesar de tener la cola completamente magullada, y de que los cardenales de color azul cielo nocturno contrastan horriblemente con mi verde natural, no me giré ni una sola vez sobre las sábanas. A pesar de los mulares de imágenes que ocupaban mi cerebro como pasajeros en un vagón atestado del metro, imágenes mentales que proporcionarían material para varios años de psicoanálisis, no tuve una sola pesadilla. No hubo sueños perturbadores de ninguna clase, y mucho menos de dinosaurios mutantes al acecho, y lo atribuyo todo a esa cama, esa cama maravillosa, no demasiado firme, no demasiado blanda, que aceptó los contornos de mi cuerpo y de mi mente, hechos polvo, y los acolchó en todos los lugares adecuados. Ahora sé por qué los mamíferos son tan propensos a regresar al útero materno.

Llamo al servicio de habitaciones y pido que me suban el desayuno porque creo que me lo merezco después del estrepitoso fracaso de la noche anterior. Las reglas de Vincent establecen claramente que una vez que has sido atacado en un callejón por una criatura que no puede existir según las leyes de la naturaleza, el caso en que estás trabajando triplica automáticamente su presupuesto.

El desayuno -tres huevos fritos, dos lonchas de bacon, dos salchichas, revoltijo de carne picada con cebolla, sémola, seis tortitas con mantequilla, cuatro wafles, una rebanada de tostada francesa, tres bizcochos estilo sureño, un bistec de pollo frito, un bol de nueces fritas con miel, leche entera, semidesnatada y desnatada, y zumo de naranja- es colocado en la mesilla de noche por un camarero del servicio de habitaciones llamado Miguel, y aunque considero la posibilidad de pedirle que me traiga unos cuantos aderezos de la cocina, algo dentro de mí se revuelve ante el pensamiento de chupar unas hojas de albahaca a esta hora de la mañana. Es extraño. Esto también pasará.

Una rápida comprobación de mi buzón de voz en Los Ángeles da como resultado, entre las amenazas y los ruegos de diversos departamentos de préstamos, dos breves mensajes de Dan Patterson, en los que me pide que le llame cuando pueda. Tengo cierto reparo en decirle a Dan que estoy en Nueva York porque sé que se sentirá ofendido por no haberle avisado de mi corazonada, de modo que postergo la devolución de la llamada hasta más tarde, cuando esté en condiciones de mitigarla culpa con un bocado de hierbas.

Acabo de colgar y de concentrarme nuevamente en el bol de mantequilla derretida con un montón de hojuelas cuando suena el teléfono.

– ¿Sí? -mascullo con la boca llena.

– ¿Es…, es el… detective?

Es una voz familiar, amortiguada; quizá no realmente familiar, pero la conozco.

– Sí, soy yo. ¿Y usted es…?

Silencio. Doy unos golpecitos en el auricular para comprobar si la línea se ha quedado muerta. No es así.

– Creo que podría… – y la voz se desvanece.

– Tendrá que hablar un poco más alto -digo-. No puedo oírle.

De pronto me doy cuenta de que la alineación del disfraz se ha alterado; la oreja izquierda y sus complementos correspondientes no están situados directamente sobre el orificio del oído, y el pómulo de mi rostro humano bloquea cualquier sonido. Seguramente se me ha desplazado mientras dormía. ¡ Maldita sea! Esta mañana esperaba estar en la calle sin tener que aplicar de nuevo pegamento en la máscara. Con unos ligeros movimientos aquí y allá consigo realinear por el momento el disfraz, al menos para mantener una conversación.

Ahora es un susurro, aunque audible.

– Creo que podría tener algo para usted. Cierta información.

– Ahora sí. ¿Le conozco?

– Sí. No… nosotros… nos vimos ayer en mi oficina.

Es el doctor Nadel, el forense.

– ¿Recuerda alguna cosa? -pregunto.

Los testigos tienen esta tendencia a recordar hechos cruciales bastante después de que yo me marche. Es bastante molesto.

– Por teléfono no; ahora no. Reúnase conmigo al mediodía, debajo del puente que hay cerca de la entrada sur del zoo de Central Park-dice.

Son casi las diez de la mañana.

– Escuche -digo-. No sé lo que ha podido ver en las películas, pero los testigos pueden darle información a un investigador privado por teléfono. No hay necesidad de que nos encontremos debajo de un puente o en un callejón, si eso es lo que está pensando.

– No pueden verme con usted. No es seguro.

– Bien, creo que por teléfono es mucho más seguro que coincidir personalmente. ¿Le preocupa que alguien pueda verlo conmigo? ¿Acaso cree que a Central Park van sólo los tíos buenos?

– Llevaré un disfraz diferente. Usted también.

Ya lo creo que sí.

– No tengo un disfraz…

– Consiga uno. -Este tío está fuera de sí. Tengo que tranquilizarlo-. Le interesará esta información, detective. Pero no puedo arriesgarme a ser visto con usted, de modo que si quiere la información, encuentre una manera de conseguirla.

– Tal vez no me interese tanto esa información.

– Y tal vez tampoco le interese saber cómo murió su socio.

Este tío sabe qué teclas apretar; no hay duda.

– De acuerdo, de acuerdo -digo-. Lo haremos a su manera. ¿Cómo lo reconoceré…?

Pero se ha marchado. Diez minutos más tarde, yo hago lo mismo.

Hay mil maneras de conseguir disfraces en el mercado negro en cualquier ciudad importante, y en Nueva York se multiplican por veinte. Sólo el distrito textil ha sido registrado en innumerables ocasiones por el Consejo por fabricar trajes de látex ilegales, y mezclada con tiendas pomo y de venta de material electrónico, en la zona de Times Square, existe una próspera industria de accesorios ilícitos. En cualquier momento del día o de la noche, si conoces a los dinosaurios adecuados, puedes pasar al cuarto trasero de una cuchillería o una lavandería, y conseguir pelo nuevo, muslos nuevos y una nueva barriga si te apetece. Lamentablemente, no conozco a los dinosaurios adecuados, pero tengo la sensación de que Glenda sí.

– ¿Sabes la jodida hora que es? -me pregunta cuando me presento en su felpudo.

– Las diez y media.

– ¿De la mañana?

– De la mañana.

– No jodas -dice-. Supongo que ha sido una larga noche. Estuve en un par de bares más después que nos separamos. Deja que te diga una cosa, tengo un jodido montón de este té de hierbas que es demasiado…

– Necesito tu ayuda -la interrumpo.

Glenda es una tía genial, pero tienes que cortar de raíz esa catarata de palabras si quieres llegar con rapidez a alguna parte. Le explico la situación: necesito un nuevo disfraz; lo necesito ahora y sin hacer ruido.

– Vaya, no soy la clase de chica a quien se le piden estas cosas, Vincent.

– Lo eres, muñeca. El resto de Nueva York me quiere muerto o fuera de la ciudad, o ambas cosas.

Mientras piensa en lo que le acabo de pedir, su lengua se mueve en el interior de la boca y le deforma las mejillas.

– Conozco a un tío que…

– ¡Perfecto! Llévame allí…

– Pero es un Ankylosaurus -me advierte-, y sé perfectamente lo que sientes por los jodidos anquílosaurios.

– ¡Eh!, en este momento podría comprarle un disfraz a un Compsognathus.

Glenda se echa a reír y su risa suena como un ladrido.

– Su socio es un Compsognathus.

– Te estás cachondeando.

– Hablo en serio.

Ya son casi las once. No tengo alternativa.

– Contendré el aliento. Llévame a ese lugar.

Los anquilosaurios son los comerciantes de coches usados del mundo de los dinosaurios. De hecho, también son los comerciantes de coches usados del mundo de los mamíferos; casi todos los tíos que se dedican a la compra-venta de coches usados en California descienden del pequeño número de anquilosaurios que lograron sobrevivir al Diluvio Universal, lo que puede dar una idea aproximada de los peligros de la endogamia. También se dedican a los bienes raíces, la administración de salas teatrales, la fabricación de armas a gran escala y el extraño corretaje en el puente de Brookiyn. La clave para negociar con los anquilosaurios es mantener las fosas nasales abiertas en todo momento; es posible que tengan mucha labia, pero siguen destilando mentiras a través de sus poros.

– Se llama Manny -me dice Glenda cuando giramos en una esquina. Estamos cerca de Park Avenue y la Cincuenta y Seis, y me sorprende que me haya llevado a un distrito tan rico y elegante.

– ¿Estás segura de que es el barrio adecuado para esto? -pregunto.

– ¿Ves esa galería de arte al otro lado de la calle?

– ¿Ése es el lugar?

– Así es. Conocí a Manny durante una vigilancia rutinaria de la tienda de artículos de cuero que hay al lado. Nos permitió utilizar el cuarto trasero para colocar algunos micrófonos a cambio de que le comprásemos alguna mercancía.

Con los anquilosaurios siempre tienes que negociar; ellos simplemente ignoran el significado de la palabra favor.

– ¿Compraste arte?

Glenda se echa a reír.

– No, compré un juego nuevo de labios. Más gruesos, copiados del modelo Rita Hayworth n.° 242 de Nanjutsu. Nadie compra arte; todos esos negocios son sólo tapaderas. ¡Mierda! ¿Acaso alguna vez has visto a alguien que compre algo en una galería de arte?

– Nunca he estado en una galería de arte.

– Bueno, yo tampoco… hasta entonces. No se trata del jodido arte… Quizá unos cuantos mamíferos compran de vez en cuando unas litografías para la sala de estar, pero… -Llegamos a la puerta principal de la tienda de Manny, una fachada decorada con buen gusto y con escaparates del suelo al techo. A través de una mescolanza de coloridas esculturas descubro a un vendedor que está hablando con dos clientes. Glenda mantiene la puerta abierta para que pueda entrar-. Ya verás a qué me refiero.

Un terrible accidente con un camión cisterna cargado con colores primarios es lo único que me puedo imaginar que le ha sucedido a esta tienda. Pósters, lienzos, esculturas, mosaicos; todo está en tonos rojos, amarillos y azules estridentes, con una pincelada ocasiona! de verde neón para completar el resultado, que es cegador.

Glenda saluda con la mano al vendedor -supongo que se trata de Manny-, y el tío se excusa amablemente con los dos clientes que hay cerca de la caja registradora. Mientras se acerca a nosotros, con los brazos extendidos y una sonrisa de cocodrilo que convierte sus labios en dos orugas tensas, puedo percibir el sudor que brota de sus poros; es más, puedo olerlo, y debajo del típico aroma a aluminio que caracteriza a los anquilosaurios se encuentra el inconfundible olor a petróleo.

– ¡Señorita Glenda! -exclama con fingido placer-. ¡Qué maravilloso verla de nuevo!

Tengo la sensación de que acentúa las palabras excesivamente -la última frase ha sonado algo así como «queee maravilloooooso veeeerla de nuuuevo»-, pero reprimo el deseo de insultar a este tío hasta que lo conozca un poco mejor.

– Estábamos en el barrio y pensé en darme una vuelta por aquí y mostrarle a mi amigo Vincent tu hermosa galería.

– ¿Vincent? -Me coge la mano entre las suyas y las aprieta con fuerza-. ¿Es eso verdad? ¿Viiiincent?

– Así es.

Me obligo a sonreír.

Glenda baja el tono de voz.

– Nos gustaría hablar contigo de algunas de esas reproducciones que vendes -dice.

Una ceja levantada, un guiño cómplice del párpado interno, y Manny se vuelve hacia los otros clientes.

– Tal vez la próxima semana tenga lo que están buscando, Manny les llamará por teléfono.

La pareja -humana-, que sabe lo que es una despedida brusca cuando escucha una, se marcha de la galería. Manny cierra la puerta con llave y coloca el cartel de «He salido a almorzar». Cuando regresa, su acento es más suave.

– Mamíferos. Querían un kandinsky. ¿Quién es Kan-dinsky?

¿Se supone que debemos contestar? Glenda y yo optamos por sacudir nuestras cabezas en una clara muestra de simpatía. Echo un vistazo a mi reloj, y Manny me echa un vistazo a mí.

– ¿Tiene prisa, verdad? Venid, venid; pasemos a la parte de atrás.

Y allá vamos, pasando a través de un montón de embalajes de pinturas y litografías, y cajas con esculturas abstractas. Un cartel de «Sólo empleados» cuelga en la puerta de un lavabo cercano, y es a través de esa puerta por donde Manny nos guía, manteniendo al mismo tiempo un incesante monólogo.

– … Y cuando llega una nueva remesa de látex, les digo a mis empleados que debemos invertirla en los disfraces inmediatamente, porque Manny hace los mejores disfraces que pueden encontrarse por aquí, mejores que los que fabrican las compañías, mejores que Nakitara, por ejemplo, que ni siquiera utiliza polímeros de mamíferos (¿lo sabían?), sino que usa algún tipo de producto vacuno. Y supongo que los vacunos son mamíferos, pero en Manny's empleamos los auténticos productos de mamíferos, si entienden lo que quiero decir, porque Manny sólo fabrica la mejor mercadería…

Y así continúa.

La puerta del lavabo conduce a otra, y otra, y muy pronto nos encontramos brincando a través de un laberinto de puertas, y de cada una cuelga un cartel inocuo: «Almacén», «Devoluciones recientes», «Lienzos en blanco», «Peligro, no abrir: ácido».

Retrocedo instintivamente cuando Manny abre esta última puerta, esperando ser rociado con una lluvia de productos químicos; en cambio, Manny entra en un pequeño almacén lleno a reventar de disfraces humanos, vacíos, de todos los colores, tamaños y texturas. Cientos de colgadores especiales -formas de gomaespuma con las dimensiones apropiadas de los mamíferos- cubren las paredes, y cada uno exhibe un flácido remedo de la forma humana. Un zumbido eléctrico llena el aire.

En el almacén, una docena de empleados se afanan alrededor de máquinas de coser y planchas de estampación. Cosen cuidadosamente a mano los botones, las cremalleras y las costuras, que son indispensables para que el disfraz resulte perfecto. El calor en la habitación es sofocante y compadezco a los dinosaurios obligados a trabajar bajo estas condiciones. Aún puedo recordar las historias de tiempos remotos, cuando solíamos abrazar el calor y la humedad, y nos desarrollábamos gracias a ellos, nada menos. Al despertar cada mañana saboreábamos el aire dulce y vaporoso, y cada partícula que destilaba suculenta humedad. Pero después de todos estos años fáciles, bien ventilados, apostaría a que cualquiera de nosotros preferiría vivir en la Antártida, y no digamos en Miami Beach. No obstante, a mí me encanta el sabor de los pingüinos emperador, de modo que mi opinión es absolutamente interesada.

– No les prestéis atención-dice Manny, leyendo mis pensamientos-. Son muy felices trabajando aquí. -Luego, para demostrarlo, grita-: Empleados míos, ¿sois felices trabajando para Manny?

Y todos responden al unísono y monótonamente: «Sí Manny.» Me imagino que este anquilosaurio debe de comprar al-bahaca barata a toneladas.

– Bien, señor Vincent, ¿qué es lo que necesita hoy? -Bajamos a la planta del almacén, y Manny nos conduce a Glenda y a mí hacia una fila de disfraces en la parte trasera-. Estamos especializados en accesorios para el torso hechos a mano. ¿Tal vez unos nuevos bíceps…?

– Necesito un disfraz completo.

– ¿Un disfraz completo? Eso es algo muy caro. Aquí en Manny's sólo tenemos los mejores artesanos…

– Corta el rollo, Manny. E¡ precio no importa -llevo la tarjeta de crédito de TruTel-, siempre que puedas cargar el disfraz en la cuenta como una obra de arte.

Esta vez la sonrisa de Manny es auténtica; está claro que disfruta cuando los demás prescinden de los preliminares y se lanzan de cabeza a su pequeña piscina de argucias seudo-legales.

– Por supuesto, señor Vincent. Por aquí, por favor.

Durante los siguientes veinte minutos nos dedicamos a examinar una larga serie de disfraces; cada uno tiene sus ventajas y sus inconvenientes en términos de funcionalidad y estética. Glenda actúa como mi compradora personal y crítica de moda, de manera que descarta los diseños vulgares y la confección defectuosa. Para ser justos, los disfraces de Manny están increíblemente bien hechos, y expreso mi sorpresa de que nunca se haya dedicado a la confección legal.

– Espere a ver la factura -me dice a través de su peculiar sonrisa.

Finalmente nos decidimos por el disfraz de un hombre corpulento, de mediana edad, con un vientre prominente y piernas ligeramente curvadas. Se trata de un artículo copiado del modelo n.° 419 correspondiente al señor Johannsen, de Nakitara. Tal vez metro ochenta, noventa kilos, notablemente próximo a la media según la edad y el género, que es precisamente lo que estamos buscando. Pero en esta etapa del proceso, el atuendo, colocado sobre el maniquí como si fuese una sábana desajustada, no es más que un caparazón sin forma, desprovisto de pelo, color o rasgos distintivos. Tengo cuarenta y cinco minutos para hacer que esta cosa parezca un ser humano real antes de que pueda ponerme el disfraz y dirigirme a Central Park.

– María es un verdadero genio en cuestiones de pelo -dice Manny.

Estamos junto a una vieja y agostada alosaurio. Su disfraz está flojo y arrugado, y le cuelga como uno de los recortables de gomaespuma. Seguramente, Manny no incluye un atuendo gratis como parle del paquete de beneficios de sus trabajadores.

– Ella ha estado haciendo pelo durante… ¿Cuántos años?

María murmura algo que no alcanzamos a entender. Estoy seguro de que Manny tampoco ha entendido una sola palabra.

– ¿Lo habéis oído? -nos dice-. Ésos son muchos, muchos años.

Nos decidimos por un ligero estilo castaño rojizo, con un toque de gris en las sienes -«para conseguir ese estilo tan distinguido, ¿sí?»- y un mínimo de vello corporal para ahorrar unos minutos preciosos. No tengo intención de utilizar este disfraz más que en esta ocasión y dudo de que me desnuden en Central Park durante mi encuentro con el forense.

Trevor es el genio que se encarga de las marcas distintivas, y de él obtenemos una mancha facial y un tatuaje militar en el antebrazo, desteñido y azul. Frank, el genio del tono de la piel humana, proporciona al disfraz una limpieza ligera con un cepillo rociador, y lo cubre con una capa que oscila entre el bronceado y el aceitunado. María, que aparentemente no es sólo un genio con el pelo sino también con las gafas recetadas, elige un par de lentillas azules para cubrir mis iris verdosos naturales.

Mientras Manny y Glenda me ayudan a quitarme mi vestimenta habitual y colocarla en una fina maleta de cuero -«un regalo para mi buen amigo Vincent»-, el resto de los expertos del almacén aplican los toques finales a mi disfraz; una marca de nacimiento aquí, una arruga allá. Es un trabajo rápido, pero está acabado, y debería mantenerse durante la siguiente hora aproximadamente.

Me visto, deslizándome dentro del disfraz como si fuese un cómodo pijama. El forro interior es de polímero de seda, me han dicho, y facilita agradablemente el procedimiento. Antes de meterme en la piel vacía imaginé que sería extraño ver a través de un nuevo par de ojos y sentir a través de un nuevo par de guantes. Pero encuentro que la experiencia es comparable a la que tuve con el antiguo disfraz; un ser humano es un ser humano. Alguien me acerca un espejo, y ahora, cuando saludo, un tío regordete de mediana edad me devuelve el saludo. Cuando sonrío, la papada de un tío regordete de mediana edad se agita bajo la barbilla. Cuando bailo, me tambaleo sobre mis propios pies. Resulta perfecto.

– ¿Le gusta? -me pregunta Manny cuando hemos acabado.

– Es un trabajo excelente.

Saco la tarjeta de crédito de TruTel sin apenas echar un vistazo a la factura -¡por Dios!, más de un vistazo podría matarme-, y Manny la pasa ansiosamente por la máquina lectora.

– Señor Vincent, es un buen cliente. Vuelva cuando le apetezca.

Manny nos besa las manos, las mejillas y nos conduce fuera del almacén a través del laberinto de puertas y de regreso al local de la galería de arte. Todo el proceso no ha durado más de treinta minutos.

– ¿Quieres que te acompañe? -pregunta Glenda cuando nos preparamos para marcharnos.

– Debo ir solo. No quiero que el tío se asuste más de lo que ya lo está.

– Tal vez si me mantengo a una distancia prudencial…

– Glen, todo está bien. Puedes volver a tu trabajo.

Cuando nos alejamos de la tienda de Manny detecto un olor familiar en el aire y me doy la vuelta como una peonza para tratar de localizar la fuente. Pero con todos esos transeúntes que pasan a mi lado, muchos con su fragancia particular, es imposible identificar el origen. Un joven entra confiadamente en el local de Manny; es posible que el olor proceda de él, pero no puedo reconocer el rostro y tampoco tengo tiempo para preocuparme por ello.

Necesito direcciones rápidamente.

– ¿Central Park está…?

– AI norte -dice Glenda-. El zoológico se encuentra aproximadamente a mitad de camino en la parte este del parque. Pégate a la derecha; no tiene pérdida.

– ¡Maldita sea!, casi lo olvido… -Me vuelvo hacia Glenda-. ¿Puedes hacer una pequeña comprobación para mí?

– ¿Comprobar cómo?

– En J &T, en el ordenador.

Glenda frunce elceño.

– Vincenl, ¿piensas meterme en problemas?

– Posiblemente.

– ¿Qué es lo que necesitas? -dice mientras se frota las manos.

– Tengo una pista que dice que Ernie podría haber estado trabajando en J &T cuando estuvo en Nueva York la última vez. Me vendrían bien notas, archivos, cualquier cosa que puedas encontrar.

– ¿Ernie es parte de esto ahora?

– Podría serlo. Y aunque no lo fuese…

– Esta es precisamente la clase de cosas que te metieron en problemas la última vez, ¿lo sabes?

Un ligero reproche, un bofetón de peso pluma.

– Lo sé. Sólo un favor. Para mí, para el seeeñor Viiincent.

Tan pronto como consigo que Glenda acepte husmear en sus oficinas y llamarme para darme cualquier información que pueda encontrar, nos despedimos. Tengo quince minutos para llegar al corazón de Central Park, que está a treinta manzanas de donde me encuentro, y me dirijo hacia los altos árboles que se divisan en la distancia; el norte, creo.

Es mediodía. El sol es fuerte, e incluso a través de mi nuevo atuendo puedo sentir cómo sus rayos calientan mi delicado pellejo. Un detalle que ya he advertido acerca del disfraz de Manny es que la estructura de los poros es débil, lo que retiene dentro de la piel una considerable cantidad de humedad, en lugar de permitir que se evapore en el aire. Rezo para que este fallo no eche a perder el pegamento.

No hay ningún doctor Nadel a la vista, aunque como él debe llevar un atuendo diferente, al igual que yo, la vista no es un sentido que en este caso ayude mucho. Afortunadamente, el disfraz que he elegido está provisto de fosas nasales extra-anchas, de modo que podré captar su olor en cuanto aparezca. Creo que era una fragancia boscosa, tal vez… ¿roble? La reconoceré en cuanto la huela en el aire.

Mientras me dirijo hacia el zoológico paso junto a una impresionante exposición herbácea instalada en medio de Central Park; se trata de una serie de árboles y arbustos procedentes de diferentes lugares, y cada uno lleva su correspondiente placa, en la que se incluye el nombre, hábitos de floración y país de origen. Discretamente cojo unas cuantas hojas aquí y allá para una pequeña ingestión experimental que tal vez pueda necesitar más adelante; nunca he estado en la Guyana francesa, por ejemplo, pero si descubro que sus árboles son capaces de colocarte, un viaje será lo más aconsejable. Me siento en uno de los bancos del parque y procedo a catalogar las hojas; posteriormente me las meto en el bolsillo delantero de un chaleco bastante desagradable que Glenda eligió para mí.

Aroma a pino lustrado en una débil ráfaga de viento: es Nadel. Miro a mi alrededor y trato de localizarlo. ¿Ese punk con trazas de indio mohawk que se acerca hacia aquí? No; es humano. ¿Un padre, furioso, casi corriendo hacía mí con un crío cogido de la muñeca? Nadel no sería capaz de presentarse con un niño, ¿verdad? Pasan delante de mí; ambos son humanos, me doy cuenta ahora. El aroma permanece en el aire. Es débil pero se acentúa por minutos. Miro a lo lejos, hacia las verdes laderas del parque.

Allí: la mujer negra con pelo corto, a unos cincuenta metros aproximadamente. Lleva pantalones cortos de deporte de colores brillantes y una camiseta rosa. Es delgada. Sostiene una pequeña carpeta en las manos. El olor se hace más intenso a medida que se aproxima, y cuando miro sus ojos, se produce un momento de muda comprensión. Es el doctor Nadel.

No es una mala idea para un trabajo clandestino el cambio hombre/mujer, aunque he rechazado una oferta similar de Manny hace media hora. Los dinosaurios ya soportamos demasiadas crisis de identidad sin necesidad de preocuparnos por confusiones transgenericas. Nadel se acerca sin prisa, aunque sin demorarse tampoco; se mueve a un ritmo regular en dirección a! puente. No creo que haya mucho que discutir; probablemente pasará de largo y dejará la carpeta en el banco, del que yo la recogeré momentos más tarde, antes de marcharme del parque. Retrocedo unos pasos en busca de la seguridad que me proporciona un pequeño puente.

Súbitamente me asalta otro olor, que cubre la fragancia a pino de Nade!. Este aroma me resulta absolutamente desconocido, pero me inmoviliza y me obliga a escudriñar el parque una vez más. Nada parece haber cambiado en el paisaje circundante: gente caminando, niños corriendo, malabaristas que lanzan sus palos al aire. Ahí está otra vez: desodorante y goma de mascar; está fuera de lugar.

Una bicicleta de tándem entra en escena. Dos mujeres rubias y obesas consiguen mantenerse erguidas en el vehículo rodado, a pesar de que el centro de gravedad es increíblemente elevado. Ambas llevan en las camisetas una inscripción que dice: «Demasiado caliente para ti», y ríen sin cesar por algún chiste privado. Las dos mujeres pedalean velozmente -tal vez la velocidad resulta excesiva incluso para ciclistas experimentados-, y ia bicicleta de dos sillines recorre el parque como una exhalación. Los olores se intensifican y colisionan entre sí, y se mezclan para formar una combinación espesa, que mis órganos olfativos son incapaces de separar. Clavado en el mismo lugar, debajo del pequeño puente, me encuentro mirando sucesivamente a la mujer negra, que sé positivamente que es el doctor Nadel, y a las dos mujeres gordas en la bicicleta, que no son más que dos mujeres gordas en una bicicleta.

Pero tengo un presentimiento.

Antes de que pueda convencer a mis piernas de que abandonen ese lugar, antes incluso de que ese pensamiento haya iniciado su recorrido por mi médula espinal, las dos ciclistas se detienen delante del doctor Nadel y, sin dejar de lanzar risitas tontas en ningún momento, frenan la bicicleta en medio del camino y bloquean su avance. Ahora pongo mis piernas en movimiento y salgo de debajo del puente. Pese al estrépito que llega del zoológico, a los niños, a los sonidos de Central Park, puedo oír botones que se desabrochan y garras que se deslizan hasta ocupar sus lugares. Las dos mujeres se han girado en los sillines y ahora montan de lado para ocultar al doctor Nadel de mi vista con sus voluminosos cuerpos. Echo a correr.

No hay un gran tumulto; no oigo gritos ni protestas airadas. No hay lucha. ¿No es así como se supone que ocurren estas cosas? Se escucha un zumbido, un golpe seco, un chapoteo y un gruñido, y en menos tiempo del que emplearon las dos mujeres en frenar la bicicleta, reanudan la marcha y alcanzan la velocidad de crucero en cuestión de segundos. Nadel yace en el suelo.

Mientras me acerco y me arrodillo junto al cuerpo de Nadel, alzo la vista y compruebo que la bicicleta ya se ha alejado por uno de los numerosos senderos que atraviesan el parque; han desaparecido entre las sombras y la multitud. Un pequeño reguero de sangre brota de un corte largo y fino en la garganta de la mujer negra, y fluye al ritmo de los débiles latidos del corazón. El olor se desvanece; el médico se está muriendo.

Un rápido corte con una garra afilada; eso fue todo lo que necesitaron. No sé siquiera cuál de las dos mujeres lo hizo. El disfraz se conserva bien debajo de la distensión provocada por la herida; apenas si puedo distinguir la piel falsa del pellejo rasgado que hay debajo, aunque quizá la sangre ayuda a disimular la sustancia adhesiva. Nadel no tiene tiempo de musitar una última confesión; los ojos ya se han puesto vidriosos y la boca se abre y se cierra como si fuese un bacalao.

La carpeta ha desaparecido.

Una pequeña multitud ha comenzado a formarse alrededor del cuerpo caído -más por curiosidad que por altruismo, estoy seguro-, pero mi obligación sigue siendo la seguridad y el eventual levantamiento del cadáver del doctor Nadel. Alzo la cabeza hacia los curiosos.

– Ella está bien; ha sido un pequeño accidente. Se trata de un desmayo. Sucede a menudo.

Este comentario apacigua a algunos de los espectadores, que optan por alejarse del lugar. Otros, sin embargo, percibiendo tal vez que se trata de algo más que de una mujer que se ha desmayado mientras corría por el parque, permanecen inmóviles contemplando la escena. Descubro a un dinosaurio entre la multitud -una joven, aroma a jazmín, probablemente Diplodocus- y le guiño un ojo casi de manera imperceptible.

– Usted, señorita, ¿cree que puede avisar a alguien para que nos eche una mano? -le pregunto directamente, y parece que ella capta la idea. La muchacha se aleja corriendo velozmente hacia una cabina telefónica, desde donde espero que avise a las autoridades adecuadas.

Mientras tanto me dedico a examinar el nuevo -y ahora inutilizado- cuerpo del doctor Nade!. Registro el cadáver en busca de alguna información que las dos ciclistas no hayan encontrado. La búsqueda no da resultados en ese sentido, pero en el bolsillo del pantalón corto descubro un llavero, y lo guardo rápidamente en mi bolsillo.

Espero a que llegue la ambulancia mientras oculto a Nadel de los curiosos y finjo que hablo con la mujer afroamericana que yace en el suelo como si aún estuviese con vida.

– Se sentirá mejor cuando haya comido algo -le digo al cadáver-. Ya lo verá.

– Dejad paso, dejad paso -dice el tío de la ambulancia cuando llega al lugar de los hechos. Viene acompañado de dos compañeros y, por su olor, son todos carnosaurios. Se acuclillan junto al cuerpo tendido de Nadel mientras hablan entre ellos. Aquí el protocolo es muy sencillo: sacar al dinosaurio y llevarlo a un lugar seguro, lejos de las miradas de los humanos. Colocan el cuerpo de Nadel en una camilla y lo llevan hasta la parte trasera de la ambulancia. La multitud, decepcionada por la ausencia de sangre, decide dispersarse.

Una vez que nos quedamos solos, el que parece ser el enfermero principal se vuelve hacia mí.

– ¿Ha visto lo que ha pasado?

– No, no lo he visto; pero estaba aquí.

– ¿Quiere explicarse?

– No tengo tiempo de explicaciones -digo-, pero puede llamarme a mi hotel esta noche.

Le doy las señas del hotel, le enseño mis credenciales de investigador privado y, discretamente, le advierto de que en el improbable caso de que el disfraz esté registrado (el mío no lo está), podría no coincidir con el dinosaurio que está dentro de él. El tío acepta mi palabra a regañadientes y se prepara para largarse de allí.

– ¡Oh, por cierto! -le digo-, tal vez tengan que buscarse a otro forense para que se haga cargo de la autopsia.

– ¿Por qué? -pregunta-. El tío de la morgue siempre ha hecho un buen trabajo con los nuestros.

– Sí, pero se ha marchado de vacaciones. Y estará fuera de la ciudad durante un largo tiempo.

No hay tiempo de cambiar de disfraces; no sé quién puede haber enviado a esos dos asesinos a liquidar a Nadel y tampoco sé si también me buscan a mí. Por el momento, lo mejor es que permanezca oculto. Estoy recorriendo los pasillos subterráneos del ayuntamiento mientras trato de encontrar alguna entrada trasera que me lleve al depósito de cadáveres. Si puedo entrar en la oficina de Nadel sin ser visto…

Pero no tengo esa suerte. Me veo obligado a entrar por la puerta principal. Wally, el ayudante del forense, se encuentra en su puesto detrás del escritorio y cabe la posibilidad de que se ponga como loco y comience a llamar a los tíos de seguridad en cuanto me vea. Sin embargo, no tengo el mismo aspecto del sujeto que le atacó hace nueve meses; soy sólo otro hombre desolado de mediana edad, y su patética nariz humana no está preparada para descubrir mi impostura.

– ¿Está…, está mi Myrtle… aquí? -pregunto entre sollozos.

– ¿Perdón?

Wally ya está confundido. Bien.

– Mi Myrtle, ella… fue una embolia, dijeron una… embolia…

– Yo…, no lo sé, señor. Eh… Permítame que compruebe el registro. ¿Apellido?

– Little.

– ¿Myrtle Little?

Wally no muestra ninguna señal de escepticismo y me resulta difícil contener la risa. La disimulo con una tos y un sollozo, y me cubro el rostro con las manos. Wally examina el registro de la morgue.

– Aquí no consta -dice-. ¿Cuánto hace que…?

– Unas pocas horas. No lo sé. Por favor…, tiene que encontrarla…, por favor…

Ahora me aferró a la bata blanca del pobre Wally, y tiro de ella en una desesperada súplica de ayuda.

– Tal vez podría regresar al hospital…

– Ellos me dijeron que viniese aquí…

– ¿En serio?

– Hace sólo un momento. Por favor, mi Myrtle…

Wally coge un teléfono, marca un número, y mantiene una breve conversación con la persona que se encuentra en el otro extremo de!a línea, una conversación que pronto se vuelve muy acalorada. Después de casi dejarme sordo con sus gritos destemplados, Wally cuelga el auricular con violencia y sale disparado de detrás de¡ escritorio con el rostro desfigurado por la indignación.

– No sé qué cono pasa en este lugar -exclama indignado-, pero, señor Little, le prometo que encontraré a su esposa.

– Gracias, joven-gimoteo-. Gracias.

Mantengo un flujo regular de lágrimas hasta que Wally desaparece tras la puerta, por el pasillo y hacia la planta superior. Luego estoy seco como un hueso y me pongo manos a la obra.

La puerta exterior no está cerrada con llave, por lo que la primera parte de mi plan resulta muy fácil. El despacho de Nadel es otra cosa y sólo consigo abrirlo cuando lo intento con la última llave que hay en el llavero. El lugar tiene el mismo aspecto que la vez anterior: ordenado, limpio, aburrido. Deposito toda mi fe en el archivador, un mueble metálico con cuatro cajones y una llave para cada uno de ellos; con esas precauciones, tal vez el interior me depare alguna sorpresa.

Estas llaves son fáciles de localizar, y las puertas del armario metálico se abren sin hacer un solo ruido. En cada compartimento hay cientos de carpetas de papel manila apretadas entre dos varillas de aluminio; cada archivo lleva una etiqueta donde consta la fecha del fallecimiento, y están ordenados alfabéticamente por el apellido. Busco en las secciones M y W, tratando de localizar lo que sé que no encontraré allí: los informes correspondientes a las autopsias de McBride y Erníe. También sé dónde están esas carpetas: firmemente sujetas entre las palmas sudorosas de las dos ciclistas obesas y rubias.

Estoy a punto de dar por terminada mi investigación. La falta de pruebas y el tiempo perdido me hacen lamentar esta visita no prevista; entonces descubro un pequeño subcompartimento en la parte posterior del último cajón; se trata de una caja metálica, provista de un candado cerrado. Se necesita otra llave del llavero, una pequeña que casi pasa desapercibida, para abrir el candado y la caja. Dentro encuentro un cuaderno de espiral rojo, encuadernado en pie!, perfecto para apuntar nombres y direcciones, y cosas por el estilo. Lo hojeo ansiosamente, preparado para la sorpresa, pero lo único que encuentro son números y letras aparentemente fortuitos. Por ejemplo: 6800 DREV. 3200 DREV.

Debajo hay una libreta de depósitos del First National Bank, y parece que el doctor Nadel ha ingresado dinero hasta hace no mucho tiempo. Para ser más exacto, hizo ingresos regulares hasta el 28 de diciembre, tres días después de que Raymond McBride fuera encontrado muerto en su despacho. Luego, de forma esporádica, hay imposiciones durante todo el pasado año, y son estos números los que coinciden con los que constan en el cuaderno. El 6 800, por ejemplo, representa 6800 dólares que fueron depositados en esta cuenta el pasado diciembre, y los 3 200 dólares fueron ingresados pocos meses más tarde. Ahora lo único que necesito averiguar es qué significan las letras DREV. No encuentro ningún depósito hecho en fechas próximas a la muerte de Ernie -el más cercano corresponde a treinta y nueve días después de recibir yo la noticia-, aunque con un estudio más diligente estoy seguro de que encontraré una pauta que relacione ambas cosas.

Pero también estoy seguro de que no lo haré aquí. Recojo mis nuevas pertenencias, cierro con llave los archivadores y regreso al vestíbulo. Subo las escaleras y me alejo por el pasillo justo a tiempo para observar cómo un agotado Wally entra en la morgue para explicarle al señor Little que, en las últimas diez horas, su querida Myrtle se ha bajado de la camilla de acero inoxidable y se ha marchado; para decirle que, de alguna manera, ha desertado de la muerte.

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