11

Cuando abandono el Centro Médico Cook ya es casi la hora punta, y los taxis pasan delante de mí a toda velocidad, ignorando mi brazo extendido. ¡Qué diablos!, todo el mundo en esta ciudad es un peatón dispuesto y, como estoy criando un poco de barriga, pienso que podría soportar una caminata razonable. Me aseguro de la dirección correcta preguntándole a un conserje del vestíbulo, y me pongo en camino. El regreso al Plaza será un poco más largo de este modo, por supuesto, pero tal vez disponga de un poco de tiempo para pensar en el caso, repasarlo mentalmente, ver si puedo detectar algunas contradicciones. Al menos me ahorraré cínco pavos de la carrera del taxi.

Vuelvo al principio, preparado para repasar la escena del club Evolución en el Betamax de mi cerebro, pero un elegante sedán Lincoln se detiene junto a mí. El asunto no tendría más historia de no ser por el hecho de que continúa avanzando a mi lado a unos escasos ocho kilómetros por hora. De ese modo consumirá una escandalosa cantidad de gasolina.

No hay forma de echarle un vistazo al conductor. Los cristales son negros, mucho más oscuros de lo que permite la ley y el buen gusto, y la identificación resulta del todo imposible. El asunto me huele mal, pero todo me huele mal. Tal vez el coche se ha averiado. Tal vez el tío se ha perdido. Tal vez el conductor simplemente está buscando una dirección y supone que, ya que voy caminando por la acera, debo de ser de Nueva York. Tal vez me he vuelto paranoico.

Pero no, no se trata de eso. Un momento más tarde me encuentro flanqueado por dos dinosaurios disfrazados con sus mejores atuendos de domingo. No son mucho más grandes que yo, pero el mensaje que estoy recibiendo de su nada suave manera de cogerme de los codos me dice que lo mejor será que les preste atención.

– ¿Quieres subir al coche? -pregunta el tío de mi izquierda, que huele a Old Spice y helio viciado. En ese olor hay algo que me resulta familiar.

– Gracias por la invitación -digo-, pero estaba acostumbrándome a caminar.

Trato de llamar la atención de los otros transeúntes para enviarles una advertencia, una señal de peligro. Pero aunque nos encontramos rodeados por los cuatro costados de los civilizados ciudadanos de la ciudad de Nueva York, ninguno de ellos me mira a la cara; todas las narices apuntan al suelo y todos los controles de velocidad están fijados al mismo paso.

– Creo que podrías disfrutar de un agradable paseo en coche.

El comentario pertenece al dinosaurio instalado a mi derecha, más grande que su compañero, pero su olor no supera una débil dosis de jarabe infantil para la tos. No resulta nada amenazador y es ligeramente afrutado.

Echo otro vistazo al sedán que avanza junto al bordillo, con sus cristales oscuros, sus relucientes tapacubos, su flamante pintura -Negro Intimidación, Color 008-, y me reafirmo en mi decisión de continuar andando. Un poco más rápido, tal vez…

Old Spice, manteniendo mi paso, me rodea el hombro con su brazo. Si yo estuviese presenciando la escena desde cierta distancia, la interpretaría como un gesto amistoso, un abrazo de camaradería y buen humor. Pero ese brazo no es tan bondadoso; el tío ha retirado el látex de uno de sus dedos y puedo sentir perfectamente la garra que rasca mi cuello indefenso. Ahora sé por qué ese olor me resulta familiar -desodorante y goma de mascar-; son los tíos del parque, los que liquidaron a Nadel.

– ¿Han disfrutado del paseo en bicicleta? -digo.

– Voy a pedírtelo amablemente una vez más -musita el asesino, y su aliento me golpea la oreja-, y después me veré obligado a meterte a la fuerza. Sube al coche.

De acuerdo, de acuerdo; subo al coche. Regla n.° 5 de Ernie: los detectives muertos no pueden investigar.

Viajamos durante varios minutos en completo silencio. El conductor, a quien no puedo ver muy bien debido a la separación opaca que aisla la parte delantera de la trasera del coche, se niega a ponerla radio. Al menos podrían entretenerme con algunas melodías. Estoy sentado entre los dos matones que me han obligado a meterme en el coche.

– Se me están durmiendo las piernas -digo.

A mis acompañantes no parece importarles. Continuamos viajando.

– Saben -digo-, todo esto me resulta bastante incómodo. No hemos sido presentados formalmente. Tal vez se han equivocado de tío.

– No, no nos hemos equivocado de tío -dice Jarabe Infantil-. No hay dos dinosaurios que se llamen Vincent Rubio y huelan a puro cubano.

Frunzo el ceño en un gesto de confusión, hasta que los músculos superciliares están a punto de explotar.

– ¿Vincent Rubio? Verán, yo sabía que aquí había una confusión. Yo soy Vladimir Rubio, de Minsk.

El más tonto de los dos parece meditar un momento, hasta que Oíd Spice ¡adra en mi oreja.

– No escuches a este tío de mierda. Es Rubio, no hay duda.

– Me han descubierto -conñeso-, me han descubierto; de modo que ahora conocen mi nombre, pero yo no conozco el de ustedes.

– ¡Oh, claro! -dice Jarabe Infantil-.Yo soy Englebert, y élesHarry…

Old Spice nos sacude a ambos en la cabeza. Yo eructo y Jarabe Infantil lanza un gemido.

– Silencio -dice, y ambos le obedecemos sin rechistar.

Todo esto sucede poco antes de que el duro perfil de la ciudad deje paso a las suaves curvas de la naturaleza. Los árboles, las flores y los arbustos reemplazan a los postes de alumbrado, los semáforos y los vendedores callejeros. Los olores cambian también, y me asombra lo vacío que huele el aire, como un puzzle de mil piezas al que le faltan seis cruciales. Hace tiempo que no me alejo de una ciudad -Los Ángeles, Nueva York, o cualquier otra- y siempre me siento un poco desorientado por la ausencia de ese picante olor a contaminación ambiental. De alguna manera, es un faro que me señala el camino a casa, una señal que me conduce a la tierra que amo.

A medida que nos internamos en el campo, Oíd Spice busca algo debajo del asiento que hay delante de él y saca una bolsa de compra de papel.

– Póntela en la cabeza -me dice, y me entrega la bolsa con las asas por delante.

– Debe estar bromeando.

– ¿Te parece que estoy bromeando?

– No lo sé -digo-, sólo hace media hora que nos conocemos.

– Y no me conocerás durante mucho más tiempo a menos que te pongas la bolsa en la cabeza.

Resulta evidente que este tío nunca ha oído esa máxima que dice que puedes coger más moscas con miel. Mis piernas siguen dormidas.

Me coloco a regañadientes el improvisado sombrero, y todos esos bonitos árboles desaparecen de golpe. Al menos aún conservo mi sentido del olfato.

– Casi lo olvido -gruñe Old Spice.

Oigo que busca algo en sus bolsillos, y me llega el sonido de monedas y llaves, y un momento después, coloca algo en mi mano izquierda. Paso los dedos sobre el pequeño objeto, tratando de discernir su forma: largo y fino, dos lados, ambos de madera, unidos por un alambre retorcido, con la forma de la boca de un cocodrilo, sólo que sin los dientes. Un extremo se abre cuando se cierra el otro haciendo presión…

– Colócasela -le dice Old Spice a su compañero-. Que quede bien sujeta.

Con una bolsa de papel de Bloomingdale cubriéndome la cabeza y una pinza para la ropa en la nariz continuamos nuestro viaje por el campo alejándonos de Nueva York, o eso supongo. Con mis dos mejores sentidos temporalmente fuera de servicio, podríamos haber girado y emprendido el regreso a la ciudad sin que yo me enterase de nada. Mi sentido del tiempo también comienza a debilitarse: el resto del viaje podría durar una hora o un día, y yo no tendría ni la más remota idea. Sólo espero que una vez que me hayan quitado la bolsa de la cabeza no me encuentre en Georgia, donde puede haba-una orden de detención a mi nombre… No pregunten, no pregunten.

Mis oídos, sin embargo, no han sufrido ninguna restricción, y después de algún tiempo alcanzo a oír un suave ronquido que procede de mi izquierda; al principio resulta bajo, pero aumenta poco a poco su volumen. Old Spice se ha dormido, y pronto se enterará todo el mundo. Un poco más tarde, el coche reduce la velocidad y se oye el inconfundible sonido de tres monedas que se deslizan en un contador automático. El coche vuelve a acelerar.

Diez minutos más tarde oigo el mugido de una vaca.

Cinco minutos después de eso, el intenso olor de los montículos de tierra y basura consigue atravesar la barrera de la pinza para la ropa, se adentra a través de mis fosas nasales y golpea con fuerza en el centro de reconocimiento olfativo del cerebro. Los ojos se me llenan de lágrimas y jadeo involuntariamente, lo que provoca que Old Spice salga de su letargo -sus ronquidos se han convertido ahora en bufidos, estornudos, un desfile de sonidos de tienda Todo a Cien- y vuelva a ajustar la pinza para la ropa en mi nariz, de manera que quedan eliminados los últimos vestigios de pestilencia.

Estamos en Nueva Jersey.

Un poco después, el coche se detiene. Esto ha sucedido ya un par de veces, pero ahora me ordenan que salga del coche. Estoy encantado de obedecer y prácticamente salto del asiento trasero. Mis piernas entumecidas están ansiosas por estirarse.

– ¿Podría quitarme la bolsa de la cabeza?

– No sería muy inteligente por tu parte.

Harry me coge del brazo izquierdo y Englebert del derecho, y ambos me conducen a través de un terreno irregular. Mis pies me envían señales furtivas; caminamos por un suelo de tierra cubierto de gravilla suelta.

Unos minutos más tarde llegamos a un claro. Ya he comenzado a organizar un plan de ataque y fuga por si llega a ser necesario. Me niego a morir con una bolsa de Blooming-dale sobre la cabeza.

– Cierra los ojos -me dice Harry, y por una vez decido no seguir sus instrucciones.

¡Aaaah! Luz, luz brillante, penetrante. ¡Ojos ardiendo, oíos ardiendo! Cierro los párpados con fuerza, bajando las persianas sobre mis iris dañados. Harry se echa a reír, y Englebert se une a él, aunque con cierta indiferencia.

– ¡Mis ojos! ¿Qué le han hecho a mis ojos?

¡Toc ¡ Otro golpe en la cabeza.

– Deja de gimotear -dice Harry-.Te he quitado la bolsa de la cabeza; eso es todo. Aquí hay mucha luz, gilipollas.

Los ojos comienzan a adaptarse a la súbita luminosidad, y las rayas rojas se desvanecen de mis córneas. El claro aparece lentamente en mi campo visual y es casi como lo había imaginado: un círculo desigual y vacío, separado de la vegetación circundante. La techumbre vegetal filtra los rayos del sol, aunque no lo suficiente como para dar un descanso a mis castigados ojos. Sin embargo, ei único rasgo que no he podido discernir es el más notable y se encuentra en el centro del claro: una cabaña construida con troncos, pequeña pero fuerte y firme, justo como la habría hecho el bueno de Abe Lincoln. Por lo que sé, la hizo.

Harry me propina un ligero empujón, una patada de fútbol en las nalgas.

– Entra -dice.

– ¿Allí?

– Sí, allí.

– ¿Puedo quitarme la pinza de la nariz?

– No.

Mientras camino hacia la cabaña, respirando agitada-mente por la boca, me doy cuenta de que Harry y Englebert no me siguen. Ahora me encuentro a unos veinte metros delante de ellos y, en teoría al menos, podría intentar la huida, salir disparado por el claro como una gacela y arrastrarme hacia la libertad a través de la maleza. Podría llamar a la policía, ponerles al corriente de la situación y vivir para contar la historia en el programa de entrevistas de mi elección.

Lamentablemente, aunque soy una especie de tejón muy eficaz cuando se trata de cavar, mi velocidad ha estado siempre más próxima a la de un dachshund bien alimentado que a la de una gacela. Aun cuando fuese capaz de dejar atrás a los dos matones, no debo descartar la posibilidad de que ambos ¡leven armas de largo alcance, que podrían dejarme seco en un segundo, sin importar lo buenas que puedan ser mis habilidades para hacer agujeros en la tierra. Decido entrar en la cabaña.

Mala suerte; en el interior de la cabaña no hay ninguna luz. Entre la cámara incubadora del doctor Vallardo y la bolsa de papel de Bloomingdale, hoy mi espectro visual ha pasado de claro a oscuro, a más claro y a más oscuro. Mis ojos lo están pasando fatal tratando de mantener el ritmo. Permanezco un momento en la puerta para permitir que entre un poco de luz exterior.

– Cierre la puerta -dice una voz femenina, vaga e insistente.

Obedezco y vuelvo a encontrarme nuevamente en la más absoluta oscuridad.

– Sus ojos se adaptarán -dice la voz-. Hasta que llegue ese momento tengo algunas cosas que decir. Y le pido que guarde silencio hasta que haya terminado. ¿Lo ha entendido?

Puedo reconocer una pregunta con trampa cuando la oigo. Siguiendo sus instrucciones, permanezco mudo.

– Muy bien -dice ella-. Esto no será tan complicado, después de todo.

Ahora comienzo a ver algunas sombras: una cocina, una silla, un hogar tal vez, y una forma larga y flexible en medio de todo eso.

– Tengo entendido que está aquí por cuestiones de negocios -dice la sombra. Una gruesa cola se distingue lentamente entre las otras siluetas-. Y lo respeto. Todos tenemos trabajos que hacer y todos los hacemos lo mejor que podemos. Y sería negligente con su trabajo sí no le concediera toda la atención que le ha dado hasta ahora.

En este momento diviso un cuello, una larga y elegante curva de cisne, brazos, pequeños pero proporcionados, y ojos almendrados colocados sobre dos mejillas rosadas y carnosas.

– También tengo entendido que es usted de Los Ángeles,__dice-, y aunque pueda tener la impresión de que está acostumbrado a la vida en una megalópolis, aunque pueda pensar que sabe cómo moverse y llevar sus negocios en la gran ciudad, quiero que se meta en la cabeza que Los Ángeles es un parque para niños en comparación con la Gran Manzana. Lo que es aceptable en el pecho de la madre no es aceptable en la guardería,

»Le he traído aquí por su bien, no por el mío. De hecho, ya le he salvado la vida en dos ocasiones. Puede no creerme si lo desea, pero es la verdad.

Una Coelophysis, de eso no hay duda, y extraordinariamente atractiva. Cada uno de los seis dedos de los pies tiene la longitud perfecta, la circunferencia perfecta; la membrana que los une no presenta una sola mancha. Y su cola -¡esa cola!, ¡oh!- tiene el doble de grosor que la mía y es cuarenta veces más valiosa. Sólo desearía quitarme esta jodida pinza de la nariz para aspirar profundamente su aroma.

– Mentiría si le dijese que no… entiendo su trabajo -dice-. Pero si insiste en hacer todas esas preguntas, si persiste en su investigación… No podré hacer mucho para protegerle. ¿Lo entiende?

– Entiendo sus puntos de vista -digo, y mis ojos acaban finalmente con sus letárgicos ajustes-, aunque no necesariamente estoy de acuerdo con ellos.

– No pensé que lo estuviese.

– Y tampoco entiendo por qué razón me ha arrastrado hasta una cabaña en Jersey. Podría haberme enviado un telegrama.

– Nada de todo esto es asunto suyo -dice la Coelophy sis-. Pero a diferencia de otras personas, no creo que deba sufrir ningún daño.

– Aparte de algún arañazo de Harry y Englebert, no he sufrido ningún daño importante. ¿Sabe que ese matón suyo amenazó con cortarme el cuello?

– Le dijeron sus nombres, ¿verdad?

Tiene los labios fruncidos; está claramente decepcionada.

Me encojo de hombros.

– Un nombre como Englebert no se te ocurre espontáneamente.

– Me gustaría que me dijese una cosa -comenta, y se acerca hacia mí; siento el aliento caliente en la garganta-. ¿Por qué encuentra necesario agitar los problemas?

– ¿Los estoy agitando? Pensé que se trataba más de una sacudida.

Una pausa. ¿Me besará o me escupirá? Ninguna de las dos cosas. La Coelophysis se aleja.

– Ha ido a ver al doctor Vallardo, ¿es eso correcto?

– Teniendo en cuenta que sus dos matones me recogieron fuera del centro médico, yo diría que usted sabe que es correcto.

Sin pedir permiso para hacerlo -ya está bien de permisos-■, me acuclillo y me levanto varias veces tratando de recuperar la sensación de mis piernas. Ella no le da ninguna importancia a mi inesperado ejercicio físico.

– No son mis matones. -Luego, un momento después-: El doctor Vallardo es un hombre retorcido, Vincent. Brillante, pero retorcido. Sería mucho mejor que le dejase trabajar solo en su bastardización de la naturaleza.

– Deduzco que no aprueba su trabajo -digo.

– He visto su trabajo, de primera mano. -Acerca una silla y se sienta-. También ha estado molestando a Judith McBride.

¿Cómo diablos sabe todas estas cosas? ¿Acaso me han seguido desde que bajé del avión? Resulta realmente embarazoso aceptar que he estado tan desorientado por la ciudad que no he sido capaz de descubrir una cola, y eso pese a mi paranoia. Los veloces giros de trescientos sesenta grados constituyen una rutina habitúa! cuando me muevo por la ciudad; para mí es un movimiento instintivo, como mirar por el espejo retrovisor del coche. Incluso compruebo si hay colas a la vista cuando estoy en la ducha.

– No he estado molestando -contesto-. He estado entrevistando.

Tras una mirada dura, me acerca una silla.

– Por favor, siéntese.

Abandono mis ejercicios en el suelo y me siento. Tomo nota de que no ha mencionado en ningún momento mi encuentro con esa amalgama de dinosaurio en el callejón detrás de la clínica, pero imagino que lo hará en cualquier momento, o bien es que sus espías habían relajado la vigilancia aquella noche.

La Coelophysis coge mi mano entre las suyas, y un estremecimiento recorre mi disfraz, sube por el brazo y detiene los latidos del corazón. Aunque es extraña, la sensación resulta muy agradable. Un momento después, los latidos se reanudan.

– El incendio en el club Evolución fue algo realmente espantoso -dice, y por el brillo de sus ojos y los tonos suaves que envuelven cada palabra en un trozo de algodón, me doy cuenta de que lo dice de verdad-. Murieron dinosaurios, y eso fue un error. Donovan resultó gravemente herido, y eso fue horrible. Horrible. Y comprendo perfectamente su preocupación por su socio muerto también, pero fue un accidente. ¿Puede entenderlo?

– ¿Estaba usted allí aquella noche? -pregunto-. ¿Cuando Ernie murió?

– No.

– ¿Y qué me dice en Los Ángeles… en el club?

– No. -Y aunque carezco de mi sentido del olfato para descubrir alguna pista, puedo sentir que está diciendo la verdad-. Pero sé que lo que sucedió no debía pasar, no de la forma en que sucedió.

– Genial. ¿Qué se suponía que debía pasar?

Miento con un gesto de la mano.

– A eso me refiero, Vincent. Tiene que dejar de hacer preguntas. Tiene que abandonar Nueva York esta misma noche y olvidarse de todo este asunto.

– No puedo hacer eso.

– Tiene que hacerlo.

– Lo entiendo. No lo haré.

No puedo decir si se ríe o si está llorando. Su cabeza ha caído entre sus brazos, su cuerpo se estremece por las sacudidas de los hombros y por una serie de convulsiones a gran escala. Puede tratarse de un ataque de sollozos, o bien de unas carcajadas a duras penas contenidas. Pero aprovecho la pausa en la conversación para volver a mis ejercicios de estiramientos. El hecho de estar sentado tanto tiempo me está dejando hecho polvo, y mi pellejo se está volviendo viscoso debajo del disfraz.

Ella se levanta y veo sus ojos brillantes por las lágrimas, aunque aún no he decidido si la causa ha sido la risa o el llanto. Sacude la cabeza y reanuda la conversación. No me sorprendería que también lanzara un suspiro.

– He hecho todo lo que podía -dice-. No puedo seguir protegiéndole.

– Lo sé -digo, aunque una parte de mí se pregunta por qué no tiro la toalla, me marcho a casa y salvo mi pellejo. La protección es habitualmente algo bueno, y es sólo porque me siento tan cerca de algo tan grande por lo que continúo en esta etapa del juego.

– ¿Acaso este trabajo es más importante que su vida, señor Rubio? -dice ella.

Pienso en ello, y la Coelophysis deja que me tome mi tiempo para contestar. Mi respuesta, que se forma lentamente, está fuera de mi boca antes de que caiga en la cuenta de cuan sincera es.

– En este momento, este trabajo es mí vida.

Ella lo entiende y no insiste en ese tema. Me siento bien. Echo un vistazo al reloj. Se está haciendo tarde y ahora que estoy completamente seguro de que no me liquidarán en mitad de Nueva Jersey, la fatiga ha comenzado a asentarse. Mis músculos quieren que los libere de su encierro, anticipando un agradable y reparador baño de espuma en el hotel.

– ¿Hemos terminado? -pregunto, señalando mi reloj-. Detesto ser descortés, pero…

– Sólo una pregunta más -dice-. Y luego les diré a Ha-rry y Englebert que le lleven de regreso a su hotel.

– Dispare.

– Es una pregunta personal.

– Nada de besos en el primer secuestro.

– Sé que fue al hospital a ver a Donovan -dice, y la forma en que pronuncia el nombre del velocirraptor quemado, la leve demora en la primera sílaba, la cadencia en las otras dos, me dice que le conoció en otras épocas.

– Así es.

– Dígame… -Y entonces se produce un alto, un cambio en su voz. Ella no desea hacer esa pregunta, tal vez porque no desea conocer la respuesta-. Dígame, ¿cómo se encuentra?

Esa mirada implorante en los ojos, una mirada que dice «dígame que todo está bien, dígame que no sufre», pone en movimiento un tren de pensamientos que nunca supe que tenía en las vías férreas: ella es una Coelophysis, me ha estado observando desde las sombras, tiene experiencia con el doctor Vallardo, ha hecho que sus matones me pinzaran la nariz para que no pudiera grabar su olor en mi mente y, en consecuencia, volver a encontrarla, pero sobre todo, y es lo más importante, ella sigue enamorada de Donovan Burke, incluso después de todos estos años.

– Donovan está bien -miento, y la escurridiza Jaycee Holden sonríe-. Saldrá de ésta.

La bolsa vuelve a cubrirme la cabeza, aunque he pasado los últimos diez minutos protestando esa decisión y argumentando que, puesto que ya sé dónde estamos, no tiene sentido que me mantengan cegado de este modo.

^Órdenes son órdenes -gruñe Harry.

– Esa mujer les ha dicho que me lleven de regreso a mi hotel. Yo estaba allí, yo oí lo que les decía, y no mencionó absolutamente nada acerca de la bolsa.

Efectivamente, Jaycee les ha dado instrucciones precisas a estos dos dinosaurios para que me lleven de regreso al Plaza sano y salvo, y cuanto antes mejor. Incluso se ha preocupado de enfatizar esta última parte, como si tuviese alguna razón para pensar que los dos matones podrían actuar de otro modo, y los dinosaurios han aceptado de mala gana.

El conductor lanza un pequeño gruñido; es un tío a quien aún no he podido ver. Harry se inclina hacia adelante y murmura algo que no alcanzo a entender. Englebert ha permanecido en silencio lodo el tiempo, y su anterior disposición a jugar conmigo ha desaparecido por completo. Considero la posibilidad de abrir la boca, tal vez para sugerir que aumenten la potencia del aire acondicionado, pero decido quedarme tranquilo durante un rato y emplear ese tiempo para ordenar algunas cosas en mí cabeza.

Estoy examinando las conexiones una por una: Vallardo conocía a McBride, Nadel, Donovan, Jaycee… Judith los conocía a todos más a Sarah… Sarah se acostaba con McBride y había mantenido una pequeña entrevista con Ernie… Nadel se encargó de las autopsias de McBride y Ernie… Nadel ha sido asesinado por estos dos dinosaurios que ahora están sentados a mi lado en el asiento trasero del coche…

Y me doy cuenta de que el firme de la carretera ha cambiado. Hemos salido de la autopista, nos hemos alejado de cualquier clase de pavimento, y nos deslizamos sobre un suave arcén. Los neumáticos despiden pequeñas piedrecillas. El coche se mueve lentamente ahora mientras busca un lugar donde parar.

Me llevo una mano a la bolsa.

– ¿Dónde estamos?

Pero mi mano es apartada con violencia.

– No es asunto tuyo.

Arbustos y ramas arañan el costado del coche y, a pesar de mi falta de conocimiento con respecto al área de los Tres Estados, estoy seguro de que éste no es el camino que lleva a Manhattan.

– ¡Eh, tíos! Han cogido el camino equivocado -digo.

– No, no lo hemos hecho, ¿verdad, Harry?

– No.

– Estoy seguro de que sí. La señorita Holden dijo que debían llevarme de regreso al Plaza, y esto no es Park Avenue.

Harry se inclina hacia mí y presiona su frente contra la bolsa; mi oreja y sus labios apenas están separados por una una hoja de papel marrón.

– No recibimos órdenes de esa puta.

Sé lo que eso significa incluso antes de oír los botones que se abren, el zumbido de las garras que se extienden, colocándose en su sitio. Sé que jamás me llevarán a la habitación de mi hotel. Están planeando matarme, aquí y ahora.

Alzo ambas piernas y me impulso hacia atrás, contra Englebert, y mis manos rompen la bolsa que me cubre la cabeza mientras desgarran los botones que cierran los guantes…

– ¡Sujétalel-grita Harry-. Coge el…

Pero soy como una anguila escurridiza. Me deslizo detrás del confundido Englebert y lo coloco delante de mí a modo de escudo. Mis guantes están muy ceñidos -no tengo tiempo de quitármelos apropiadamente-, de modo que dejo que mis garras se abran paso. Los afilados bordes desgarran las suaves puntas de látex. Mis armas se despliegan a través de estas inútiles manos humanas.

Una cola golpea el asiento junto a mí, casi partiéndolo en dos, y me lanzo contra la puerta del sedán apoyando ambos pies en la ventanilla. Se trata nuevamente de matar o morir, y estoy preparado para jugar. Reuniendo toda mi fuerza, me lanzo contra los cuerpos de mis atacantes. El conductor se vuelve un momento, preocupado, y reduce la marcha del coche. El olor de la lucha es abrumador, una rica mezcla de miedo y furia.

Los tres formamos una pila de garras y gruñidos. Ninguno de nosotros es capaz de liberar nuestros miembros; no hay tiempo ni posibilidad de quitarnos las máscaras y escupir nuestros puentes dentales. La cola de Harry está suelta, pero se agita alocadamente. Si intenta golpearme, también se golpeará a sí mismo; de modo que me aferró a su cuerpo y araño los ojos, las orejas, cualquier tejido blando que puedo encontrar. La sangre y el sudor cubren el interior del coche. Englebert también forma parle de ese amasijo de garras y colas, y creo que sus garras podrían estar clavándose en el flanco de Harry.

– Déjalo… ríndete… -resuella Harry-. No podrás… ganar…

Y el resto de la frase se convierte en un rugido cuando encuentro una reserva oculta de energía y levanto al brontosau-rio estrellándolo de morro contra el asiento delantero. Lanzo el brazo hacia atrás con las garras preparadas y los músculos en perfecto control, dispuesto a acabar el trabajo aquí y ahora… Y una sacudida eléctrica de dolor a modo de cuatro jeringuillas de agonía atraviesa mi caja torácica. Detrás de mí, las garras de Englebert se retiran cubiertas por mi sangre.

Me doy la vuelta con los brazos extendidos, y el impulso los lanza hacia adelante. Describen un amplio círculo, pero no sé dónde aterrizará el golpe. No me preocupa realmente, siempre que mis garras alcancen algo, cualquier cosa.

Alcanzan el cuello del conductor.

El coche sale disparado sobre la carretera sin pavimentar cuando el conductor cae contra el volante, y su pie derecho es un peso muerto apoyado contra el pedal del acelerador. Ahora el sonido es terrible, y no alcanzo a distinguir los rugidos del motor. Las garras continúan volando, y la sangre sigue brotando de las heridas. La carne continúa desvaneciéndose bajo el furioso asalto y, cuando alzo la cabeza para tomar un poco de aire, alcanzo a ver a través del parabrisas un enorme árbol que se encuentra delante de nosotros y se acerca cada vez más. Entonces me lanzo nuevamente contra el amasijo de disfraces humanos destrozados y carne de dinosaurio…

Nos estrellamos.

Es una especie de sueño, si bien soy perfectamente consciente de que estoy tendido en el suelo del sedán, con el cuerpo cubierto de sangre, las garras todavía extendidas y un brazo enterrado en el destrozado asiento del acompañante delante de mí. En esta… alucinación -llamémosla así-, una mujer joven se acerca al coche -la misma mujer joven de los últimos sueños, de hecho- y se queda contemplando mi cuerpo tendido. Intento mover una mano, trato de parpadear, intento indicarle que necesito ayuda, pero es inútil. Ella abre la puerta del coche y mi cabeza cae hacia afuera, golpeándose contra el marco de la puerta. No puedo moverme. El miedo aumenta.

Me siento impotente, y sólo puedo observar cómo esta joven, cuyos rasgos son claros aunque el rostro aún está distorsionado por esa luz brillante que inunda su pelo, se inclina sobre mí como una madre que arropa a su hijo pequeño por las noches. Nuestras miradas se encuentran y puedo ver mi reflejo en ellos. Ella sonríe, y mis nervios se relajan. En silencio, ella abre la boca y la acerca a la mía. Está a punto de besarme, y soy incapaz de fruncir los labios. Los labios se separan, la lengua se mueve como una serpiente…

Ella comienza a lamer la sangre que cubre mi rostro y la sorbe con una sonrisa en los labios. Grito y, una vez más, pierdo el conocimiento.

El conductor está muerto. Harry también está muerto. Englebert no está muerto, aunque sí inconsciente, y probablemente permanecerá en ese estado durante varias horas más. Los tres salieron despedidos a través del parabrisas cuando el coche chocó contra ese enorme y viejo roble, y nunca podré agradecerle lo suficiente a los tíos que fabricaron el Lincoln que hayan hecho los asientos delanteros lo bastante resistentes como para soportar la fuerza de un velocirraptor lanzado hacia adelante a noventa kilómetros por hora. Sospecho que no se trata de una prueba de seguridad corriente.

Me despierto en el suelo trasero del sedán, al igual que en mi sueño, cubierto de sangre; en parte es mía, y en parte no. Me deslizo hacia la tierra húmeda y blanda. Me ha llevado cierto tiempo recuperar el sentido de la orientación. La autopista está cerca; puedo escuchar bocinas y ruidos de motor en la distancia. Como siempre, mi primera misión consiste en limpiar el escenario de los hechos, y aunque me lleva un rato considerable, me las ingenio para volver a disfrazar a Harry y Englebert, haciendo un notable esfuerzo para contener manualmente sus garras y volver a colocarles los guantes. Si por algún motivo Englebert es incapaz de manejar la situación cuando recupere el conocimiento, o bien comienza a chillar a causa de sus heridas, no puedo correr el riesgo de que un ser humano se tope con un puñado de dinosaurios muertos y a medio vestir en mitad de Nueva Jersey.

Espero que una rápida inspección del coche pueda darme alguna pista de quién ordenó que me enviasen al otro barrio. Pero el maletero está vacío, y la guantera también, excepto por los habituales documentos de color rosa. Incluso los papeles del coche me sirven de bien poco; está registrado a nombre de un tal Sam Donavano, un nombre que me resulta desconocido. Un rápido registro del conductor muerto da como resultado una billetera y algunas tarjetas personales. No hay duda, se trata del señor Donavano.

Mi vestimenta, aunque desgarrada, es ciertamente recuperable y, una vez que haya eliminado los fluidos corporales, debería bastarme para regresar a la ciudad sin problemas.

Consigo contener los surtidores de sangre más insistentes practicando un torniquete con un trozo de la camisa de Harry, y esta vez me alegra no haber tenido que destrozar mi propia ropa para improvisar suministros médicos. Pasará un tiempo antes de que consiga que alguien me lleve de regreso a la ciudad. Aunque no estuviese ligeramente cubierto de sangre, cojeo ostensiblemente y arrastro mi machacado cuerpo como un consumado vagabundo. El sol ha comenzado a ocultarse detrás del horizonte. La oscuridad, no obstante, sólo contribuirá a disimular mi presencia, y eso es precisamente lo que necesito ahora. Me siento junto al roble y trato de permanecer despierto.

El plan es sencillo: esperaré a que sea noche cerrada, regresaré a la ciudad y a la relativa seguridad de mi habitación en el hotel. Luego me desnudaré, me acostaré en esa mullida cama y completaré mi trilogía de sueño del día desmayándome por tercera y última vez.

Es decir, si nadie más intenta matarme.

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