Ernie era así: un reloj suizo con seis engranajes en no muy buen estado. No podías detener a ese tío; siempre tenía una respuesta para todo. Le decías: «No podemos hacer ese trabajo de vigilancia, el coche está muerto.» Él respondía: «Haremos un puente para ponerlo en marcha.» Entonces tú le decías: «La batería de repuesto también está descargada.» Él respondía: «Compraremos una.» Ahora ya sabes que estás metido en el juego con Ernie, y no se trata del juego de las sutilezas y las ocurrencias; es un concurso de preguntas y respuestas, y las apuestas son cada vez más altas. Una vez que has comenzado, lo único que puedes hacer es terminarlo, aun cuando sabes perfectamente que perderás. «No tenemos dinero para comprar una batería», le decías, y él replicaba: «Tomaremos una prestada en una tienda.» Y cuando terminabas el trabajo, habías robado un coche, habías cumplido con la vigilancia durante toda la noche, habías dejado a la policía local con tres palmos de narices y habías devuelto el coche a su aparcamiento original, habitualmente con el depósito lleno de gasolina. Ernie, por lo menos, era considerado.
Formábamos un gran equipo Ernie y yo, y aunque nuestros estilos eran diferentes, nos complementábamos a la perfección como socios. Mientras que Ernie era capaz de seguirle la pista al tío más escurridizo pero tenía la costumbre de enfurecer a los testigos hasta el punto de que se cerraban como almejas, yo prefería el lado más amable de la investigación: conducía tranquilamente a los sospechosos hasta donde quería y los convencía de que confesaran incluso horas antes de que se hubiesen dado cuenta de que habían cometido un error. Ernie se ponía lo primero que encontraba en su atestado armario; yo era un hombre de Brooks Brothers. Yo no usaba colonia; Ernie prácticamente se duchaba con ella, ya que era un carnosaurio y se sentía un poco avergonzado de su olor. Excelente transformista, Ernie era capaz de cambiar su apariencia de dinosaurio a humano, y viceversa, en cuestión de minutos, y en más de una ocasión se sorprendía a sí mismo delante del espejo del baño. Ernie era gordo, yo era delgado; Ernie era un tío sonriente, yo era un tío ceñudo; Ernie era un optimista, yo un pesimista; Ernie era Ernie, y a veces podía llegar a ser un verdadero coñazo. Pero era mi Ernie y era mi socio, y ahora no es nada.
Pero el tío sigue vigilando por encima de mi hombro, todos los días, en cada caso, y no importa cuan incorporadas tenga las prácticas de los investigadores privados, aún llevan ese sello indeleble que dice «Ernie estuvo aquí». Es una lástima que no pueda estar a mi lado, especialmente ahora, cuando estoy perdiendo de vista rápidamente el taxi en el que viaja Sarah Archer.
– Gire a la derecha aquí -le digo al taxista. El tío tiene un penetrante olor a curry.
– ¿Aquí?
El tío está a punto de girar hacia una calle principal, mientras que el taxi de Sarah se ha metido en un callejón oscuro.
– No, no… Un poco más adelante.
– ¿Donde otro taxi va?
– Sí, sí, donde ha girado el otro taxi.
– ¿Usted quiere seguir taxi?
– Por favor.
No había querido saltar al asiento trasero del taxi y decirle al conductor «¡Siga a ese taxi!» debido a mi proverbial resistencia al uso de clichés, de modo que me he visto obligado, durante los últimos ocho kilómetros, a darle direcciones cada dos minutos, como si fuese un plano callejero parlante. Afortunadamente, mi taxista es un oyente excelente, casi exagerado. En dos ocasiones he cometido el error de indicarle calles de dirección prohibida y se ha mostrado demasiado pendiente de mis instrucciones como para prestar atención a detalles insignificantes, como las señales de tráfico. ¡Eh, que ésta no es mi ciudad! ¡Lo hago lo mejor que puedo!
– ¿Dónde estamos? -pregunto.
– ¿Hummm?
– ¿Dónde estamos?
– iSí,sí. ¡Excelente comida!
Aunque el inglés del taxista no es muy bueno, al menos ya ha comprendido que quiero que siga al otro taxi, y a una distancia prudencial. Durante un momento, al menos, puedo apoyarme en el respaldo, relajarme, y…
El taxi se detiene.
– Treinta y tres cincuenta -dice.
Miro con cuidado a través del parabrisas, asegurándome de mantener la cabeza protegida por el respaldo del asiento delantero. A unos cincuenta metros, Sarah baja del taxi y cruza corriendo la calle. Le arrojo un billete de cincuenta pavos al sorprendido conductor, uno de los dos que me quedan, y no me paro a esperar el cambio. Absolutamente impresionado por mi propina, el tío propone llevarme a un lugar que conoce en el centro, donde puedo gastar mi dinero y disfrutar a cambio de una agradable compañía femenina. Declino amablemente su oferta y echo a correr calle abajo.
Sarah es rápida; se desliza a través de las sombras de la calle con sorprendente delicadeza. Comparado con ella, me siento como un burro; cada tropiezo delata una y otra vez mi presencia. En todo momento intento permanecer a unos veinte metros detrás de Sarah; ocasionalmente me oculto tras los contenedores de basura, o corro hacia una esquina para no serviste
Miro a mi alrededor y no puedo encontrar ni el nombre de la calle ni el número. Es como si un confundido Flautista de Hamelín hubiese atravesado el vecindario con sus partituras mezcladas; como si su nueva melodía hubiese convencido no a las ratas, sino a los rótulos de las calles para que abandonasen sus lechos de hormigón y lo siguieran hacia una tierra más feliz y menos invadida de grafitos. Pero hay una cosa que sé: Sarah y yo no somos los únicos que estamos en esta calle, aunque tal vez seamos los únicos que no somos criminales.
Después de unas cuantas vueltas más a través del centro de Ciudad Chiflada, llegamos delante de lo que parece ser un viejo depósito, aunque en un letrero desteñido puede leerse «Clínica infantil» en letras grandes y torcidas. Dos puertaventanas de metal se alzan a ambos lados de una entrada cubierta y hacia esa puerta débilmente iluminada se dirige Sarah. Mientras tanto, agachado detrás de un buzón cubierto de grafitos y eslóganes de diversas pandillas, me alegra descubrir que Reina es la chica de Julio, al menos lo fue hasta el 18 de septiembre de 1994. Espero que las cosas sigan bien para la pareja.
La perspectiva de tener que tratar con los residentes de otro centro hospitalario es tan poco atractiva como el detestable soufflé de pescado y menta, pero mi trabajo requiere que me trague ese sapo. La puerta de la clínica se abre para Sarah -no puedo saber si tiene una llave, o si alguien le ha abierto-y se desliza hacia el interior del edificio. Después de contar hasta diez, cruzo rápidamente la calle y me acerco a la entrada; mis ojos atisban, como si fuese Félix el Gato, la clínica, la calle, y las sombras y la oscuridad que se extiende hasta donde no alcanza la vista.
La puerta está cerrada con llave y una rápida lectura de las medidas de seguridad de la clínica me confirma que, esta vez, el recurso de la tarjeta de crédito no me servirá de nada. Una irrupción directa también está descartada, aunque en algunos aspectos sería mejor para todos los interesados si yo simplemente pudiese golpear la puerta de la clínica, anunciar mi presencia a quienquiera que me atendiera y preguntar si les molestaría mucho que yo me uniese a su reunión privada. Tal vez tomaría algunas notas, grabaría algunas conversaciones; sólo para la posteridad. Lamentablemente, tengo serias dudas de que pueda conseguir mis propósitos si utilizo esa táctica.
Las planchas de aluminio que sirven como puertas están aseguradas con candados y, aunque podría inutilizarlos en menos tiempo del que tarda un colibrí en estornudar, abrir esas monstruosidades metálicas no haría más que anunciar mi presencia con bombos y platillos. Es hora de buscar una entrada por la parte trasera del edificio. Me deslizo por el lateral de la clínica.
Pero ahora, en la cacería, todo cambia.
Es medianoche, y algo no funciona. Todo se ha intensificado: el olor de la podredumbre, la consistencia áspera de los muros de hormigón de la clínica. La noche se ha vuelto más oscura, los grafitos más obscenos, y puedo sentir una intensa picazón metálica en el fondo de la garganta. Siempre utilizo mis instintos, la base primordial de mi conocimiento, para guiar mis acciones sea cual sea la situación. Esa base primordial me está diciendo que eche a correr, que me largue ahora mismo de este lugar.
Avanzo de prisa.
En cualquier ciudad hay ruidos: los siseos de los sin hogar, los gritos lastimeros de los animales perdidos, los gemidos de la brisa que sopla a través de los cañones de hormigón. Pero ahora escucho sonidos ligeros y apagados, el zumbido producido por unos labios, el chasquido de la lengua contra los dientes. Estoy escuchando susurros y voces, y no sé cuánto de todo esto es real y cuánto es producto de mi imaginación, y no sé por qué me he vuelto tan aprensivo en cuestión de minutos, tanto que hasta me sobresalta el más leve soplo de brisa en la nuca.
Entonces llega hasta mí…
En algún lugar próximo, alguien está haciendo una barbacoa. Resulta un extraño vecindario para una comida familiar en el patio trasero, y un extraño momento de la noche también. Pero puedo oler… el carbón, el combustible del mechero, los jugos grasosos alimentando el fuego, arrancándole llamas, elevándolas hacia nuevas alturas. Y también hay algo más, algo… que no corresponde; algo en los márgenes de mi percepción que entra en juego, acelera el proceso, maniobra para colocarse en la primera fila de la parrilla de salida.
Plástico, que desprende un olor dulce y nauseabundo al quemarse.
Me agacho.
Una cola llena de púas choca contra la pared encima de mi cabeza. Pequeños trozos de hormigón salen disparados como metralla y retrocedo a trompicones en la oscuridad. ¡Qué diablos…!
El brazo izquierdo…, fuego…, un relámpago de dolor que se extiende por el hombro…, una respiración intermitente; no es la mía, pero está muy cerca… Me vuelvo y me aparto de un salto. Tengo el hombro hecho polvo, y los instintos a flor de piel.
Olor a agua azucarada mezclado con ese plástico ardiente, azúcar en el aire, y es sangre lo que huelo -mía, mía, toda mía-, corriendo por mi brazo mientras me apoyo en el muro. Hay algo aquí conmigo, algo que está al acecho. Mi disfraz se ha desgarrado, y el látex se ha convertido en jirones.
Un bufido…, un rugido… Me preparo para el ataque… En la boca de lobo de este callejón puedo distinguir la cola cubierta de púas brillantes…, las garras como cuchillas de afeitar…, los dientes, cientos de ellos llenando una boca increíblemente grande, increíblemente profunda. Dos metros, tres metros de altura, más alto que cualquier dinosaurio que haya aparecido en el último millón de años. No es un estegosaurio, no es un velocirraptor, no es un Tyrannosaurus rex y no es un Dtplodocus. No pertenece a ninguna de las dieciséis especies de dinosaurios cuyos ancestros sobrevivieron al Diluvio Universal y evolucionaron hasta convertirse en nuestra especie en algún momento durante los últimos sesenta y cinco millones de años.
Pero me está pateando el culo.
Con el chirrido de un tren que clava los frenos, la criatura embiste; la carne firme y las afiladas púas se lanzan contra mi cuerpo. Sombras, contornos, se desplazan en la oscuridad, y me arriesgo. Salto hacia mi derecha. Perfecto. La cosa con la que lucho, de la que huyo, choca contra el muro de la clínica, y me llega un agradable sonido de huesos contra la superficie de hormigón.
Tengo que repeler el ataque, defenderme; poner al descubierto mis armas, liberarlas. Tengo que desplegarlo todo.
Con un dolor lacerante en el hombro, me despojo del disfraz tirando de él; mantengo las fajas ceñidas para evitar percances como el sufrido en el club Evolución. Lucho con la serie de grapas G; arranco los botones y destruyo las cremalleras. No hay tiempo para proteger el papel de embalar. Mi cola se descubre súbitamente; es una amplia rebanada de músculo cubierta por una gruesa capa de pellejo verde. Aunque carece de púas, es excelente para brincar, correr, defenderse y contestar a los ataques.
Ese olor -a plástico quemado, a desechos industriales, a creación abandonada- se vuelve más intenso. Ira y frustración manan de los poros de mí oponente mientras él/ella/eso se alza en toda su estatura y me desafía con un espantoso rugido.
Luchar o escapar; luchar o escapar. La adrenalina es la droga de la elección.
La serie G desaparece. Cola fuera, piernas descubiertas.
Serie E fuera. Mis garras retráctiles, antes doloridas en su encierro, salen disparadas de sus aberturas, y se curvan hacia abajo y a través de mis manos como cuchillos de obsidiana que brillan a la luz de la luna.
Series P-l y P-2 descartadas. Con un aullido que sumiría a los pequeños pueblos en paroxismos de pánico, me arranco la máscara, desgarrando la goma que cubre mi cabeza. Los huesos, ablandados, se acomodan en su lugar, mientras el morro, constreñido durante tanto tiempo debajo de sus límites de poliestireno, se coloca en posición.
La serie de grapas M continúa fija. Con un violento salivazo vomito el caballete de la nariz, mis fundas, mi boca, que caen sobre el suelo sucio. Hacía tres meses que no descubría mi verdadera dentadura, esas cincuenta y ocho jeringuillas afiladas, y es muy agradable lanzar dentelladas al aire, partirlo por la mitad con un vicioso mordisco.
La cosa vacila. Lanzo un rugido de satisfacción. ¡Venga, grandullón! ¡Venga!
El pensamiento está embotado y sólo me guían instintos primitivos.
El plástico aún está ardiente, y crecen y crecen oleadas de furia y confusión…
Una mirada, una husmeada…
Rugiendo. Esperando. Retumbando. Esperando.
Moverse es perder. Moverse es morir.
Una finta…, hacia la izquierda… Grito, rujo… Mis garras se proyectan hacia adelante. Buscan la carne, apuntan hacia los músculos, los tendones, los huesos… Las piernas golpean el asfalto tratando de encontrar un punto de apoyo… Corrientes rojas fluyen a borbotones. No siento nada. La boca trabaja, las mandíbulas se cierran, muerden el aire, avanzan lentamente hacia una garganta…
El olor a sangre y el olor a azúcar impregnan el aire, pero no siento dolor, no siento miedo; sólo está la cosa, ese revoltijo, con una cola, y garras, y dientes que no coinciden, que no pueden coincidir.
Ataco con la cola, agitándola como un látigo de arriba abajo. La elevo en el aire mientras espero dar con esa bestia en el suelo, y es tan bueno, tan genuino estar inmerso en un combate mortal. A través de esa parte de mí que se encuentra en todos los demás dinosaurios, nuestra memoria compartida, arquetípica, me siento transportado momentáneamente a las orillas de un antiguo río, el aire lleno de humedad y de alas de pterodáctilos, invadido de insectos fosilizados hace millones de años; la tierra está cubierta por los huesos de un millar de conquistas. Y sé que esta criatura con la que estoy luchando, cualquiera que sea su estructura genética, también puede sentirlo. Clínicas, y taxis, y depósitos se encuentran a cientos de millones de años en el futuro, mientras gruñimos y forzamos los músculos.
Una pausa; me retiro. Retrocedo con fuerza, controlando la hemorragia. Oleadas de niebla oscura brillan débilmente a través de mi campo visual, y el mundo se agita como si estuviese en la estela de una lancha motora. Hombro herido, pierna herida, cola herida, cuello herido… Algunas heridas son profundas, y otras superficiales; todas resultan dolorosas.
La cosa se escabulle entre las sombras, tal vez para reponerse, o para reorganizar su ataque. No pasará mucho tiempo antes de que recupere el gusto por mi sangre. Sólo me cabe esperar que su fuerza, como la mía, se esté debilitando; que se aproxime la marca E en su indicador interno.
– Suficiente -jadeo, y el aliento llega en oleadas irregulares-. Cansado.
Desde la oscuridad me llega una especie de ladrido de perro rabioso y la baba convierte el gruñido en un siseo agudo. ¿Estará tratando de responderme?
– ¿Inglés?
No tengo la menor idea de qué idioma habla esta cosa y no quiero suponer nada.
No hay respuesta. Al menos, no una que resulte comprensible. Respiración agitada, gruñidos, movimientos laterales en las sombras.
Con mucho cuidado, como si luchara contra la urgencia, levanto los brazos, las garras semirretraídas y expongo mi pecho desnudo, lo que equivale a una pregunta no verbal: ¿podemos hacer una tregua? Son restos de mi educación en este mundo humano.
Soy vulnerable.
Estoy totalmente expuesto a un ataque.
Soy un imbécil.
La criatura da un poderoso salto en el aire… Se ríe detrás de ese rugido, se carcajea mientras chilla…, y yo retrocedo, cruzando los brazos en un gesto protector y con las garras extendidas… La bestia cae; los dientes brillan en la oscuridad, la cola me apunta, chorreando saliva y quemando el asfalto. Mis ojos se cierran. Luego miro de soslayo. El fin está cerca… Nuestras miradas se encuentran…
Y mis garras se hunden en su vientre.
La sangre empapa mi brazo y el aullido de un millar de lobos moribundos rasga la noche. Mis dedos se cierran en las vísceras, mis garras se abren paso entre las cavidades, y la cosa con la que estoy luchando retuerce el cuerpo como si fuese una anguila empalada en una brocheta.
La criatura retrocede hacia el callejón y mi brazo, aún unido a su cuerpo -las garras cavando profundamente arriba y abajo, aferradas a su objetivo-, me arrastra en ese viaje. Ambos recorremos el callejón dando tumbos, la sangre forma pequeños arroyos sobre el asfalto y busca los desagües que la lleven al mar. Nuestros rostros están apenas separados por centímetros, y aunque mi cuerpo está luchando, desgarrando, sigo mirando esos ojos amarillos y opacos, ojos surcados de pequeñas vetas rojas, buscando una esencia, una pista en cuanto a su origen. Pero sólo puedo ver dolor, ira, frustración y confusión. Se suponía que no debía perder; se suponía que no debía acabar de este modo.
La sangre brota a borbotones de su garganta y ahoga todos los sonidos. La criatura apoya las patas y la cola contra el bordillo, y empuja, saltando, cayendo, lanzando su devastado cuerpo hacia arriba y apartándolo de mi brazo. Puedo oír cómo se desgarran los tejidos cuando mis garras aparecen unidas a un órgano que no alcanzo a distinguir.
Yo también estoy sangrando; no hay duda de ello. Pero la criatura que ahora se encuentra a pocos metros de mí ha monopolizado el mercado de la hemorragia. Mis garras y dientes han abierto grandes orificios en su pellejo, y puedo ver sus entrañas que salen a través de la terrible herida del vientre y caen como si fuesen un plato de pasta sobre el pavimento. Retrocede tambaleándose, no por miedo o precaución, sino por simple debilidad. Las patas, temblando, apenas son capaces de mantener erguido su impresionante cuerpo.
Entonces, como un relámpago en sus ojos, aparece aquello que no pude ver antes, aquello que estaba oculto detrás de esos rasgos contorsionados y desfigurados…, más allá del dolor, la ira y la confusión. Ahí hay tristeza; un grito desesperado para alcanzar la libertad, para acabar con todo, para no existir nunca más. «Gracias -me dice su mirada-. Gracias por mi billete de salida.»
Con un resuello final, la bestia cae hacia adelante y aterriza en el suelo en medio de un horrible chapoteo. El plástico ha dejado de arder.
Pasan diez minutos de la medianoche y no puedo evitar un grito en mi lengua de velocirraptor, una canción de conquista. Los aullidos crecen en mi interior y me llenan como un exceso de carbonatación; estallan, se espuman, brotan al exterior. Hay un fragmento racional que vuelve a mi mente y le dice a mi cuerpo que se mueva y se largue de aquí, que recoja mis pertenencias y huya en la oscuridad lo antes posible, antes de que aparezca alguien a echar un vistazo al escenario de una batalla prehistórica en este callejón oscuro de la ciudad de Nueva York. Pero esa parte racional es un canijo de cuarenta y cinco kilos, y está abrumada por la urgente necesidad de cantar mi victoria y deleitarse en la carne del vencido.
Con la boca que se abre con un crujido y la lengua acompañando a los dientes, bajo instintivamente el morro, apuntando hacia la garganta, hacia los carnosos músculos del cuello desprotegido. El acceso es sencillo; la superioridad del vencedor…
Sirenas de policía. Están distantes pero se acercan. No hay tiempo para dudas. Mis mandíbulas, aún en funcionamiento bajo las últimas órdenes vigentes, se cierran a escasos centímetros del cuerpo inerte de la criatura, y tengo que hacer un gran esfuerzo para dominar mi fuerza de voluntad y retirarme. Ese olor a agua azucarada, la fragancia de la sangre, están sometiendo mi deseo a una dura prueba, castigando con dureza mis necesidades más primitivas. Pero esta noche mis incontenibles instintos de dinosaurio no probarán la carne. Sé que por la mañana me sentiré feliz de haber tomado esta decisión. Raramente pruebo la carne, incluso cuando no he matado a mi cena, y no puedo imaginar io que podría hacerle a mi estómago la carne cruda de esta criatura. Algunos episodios de mi vida como pacifista relativo vuelven a mi mente, y me avergüenzo ante la carnicería y la sangre coagulada que cubre las calles.
Las sirenas se vuelven más estridentes. Nadie nos ha visto; estoy seguro de ello. Pero me asombra que alguien en esta degradada parte de la ciudad pueda preocuparse por su prójimo -o a! menos eso creen- hasta el punto de llamar a la policía e informar de los sonidos de un episodio de «Reino salvaje» que se escuchan en un callejón cercano.
Tanto por hacer y tan poco tiempo para hacerlo. La historia de mí vida. No hay manera de eliminar todas las huellas de la escena del combate; eso me llevaría al menos veinte minutos y, según los cálculos más conservadores, tengo aproximadamente cuatro. Tendré que coger el carril rápido entonces, una medida preventiva en el mejor de los casos. Espero que dé resultado.
Me acerco cojeando a mi bolsa de viaje mientras el estallido inicial de adrenalina comienza a disiparse, el tren del dolor de las 12.12 finalmente llega a la estación. Dentro de uno de los compartimentos de la bolsa, oculto debajo de una solapa, escondido dentro de un bolsillo disimulado por una tira de tela, encuentro el pequeño saco que estoy buscando. Cogiéndolo entre mis dientes con la mayor suavidad posible, regreso al lugar donde está el dinosaurio muerto y rodeo su torso con los brazos- Intento moverlo.
Y a punto estoy de provocarme una hernia. Esta cosa es pesada, más pesada aún de lo que sugiere su impresionante tamaño. Las sirenas están cada vez más cerca, y las acompaña el ulular de una ambulancia. Vuelvo a concentrarme en la criatura que yace a mis pies; esta vez apoyo todo mi peso, y el cadáver se mueve un par de centímetros. Tirando con todas mis fuerzas de ese peso muerto, consigo avanzar hacia un contenedor de basura cercano, y cada paso supone un esfuerzo verdaderamente hercúleo.
Es imposible que pueda meter esta cosa en el contenedor, aunque sea la acción correcta. Aun cuando fuese capaz de alzarlo por encima de mi cabeza -algo absolutamente imposible para mi estructura corporal, incluso no estando disfrazado de humano-, las probabilidades indican que la criatura caería sobre mí, me aplastaría y me convertiría en una especie de tortilla de Coyote, con el Correcaminos ya muy lejos. Tal vez si dispusiera de una hora, o de un montacargas, pero no dispongo de tiempo ni de equipo. Oigo el chirriar de los frenos y el golpe de las puertas de los coches patrulla al cerrarse con violencia.
Mi obligación cívica como miembro de nuestra oculta sociedad exige que lleve a cualquier dinosaurio muerto y despojado de su disfraz a una zona segura donde pueda ser recogido por las autoridades competentes; no exige, no obstante, que yo deba morir en el intento. Dentro del contenedor no cabe, pero detrás del contenedor… ¡Aja! Arrastro el cuerpo.
En el mejor de los casos se trata de una medida provisional, ya que la luz del sol iluminará los restos del dinosaurio para cualquiera que se tome la molestia de echar un vistazo al callejón, pero para entonces el equipo de limpieza ya habrá llegado, borrando cualquier prueba de su existencia. Cojo el pequeño saco que llevo entre los dientes y rasgo la capa exterior.
Una fetidez increíble -cadáveres putrefactos, cítricos agusanados- me golpea a quemarropa como con una sartén, y sacudo mi cabeza en el cálido aire de la noche. No me extraña que los equipos de limpieza sean famosos por su capacidad de percibir este hedor desde cuarenta kilómetros de distancia; sin entrenamiento alguno, yo mismo podría olerlo desde unos veinte kilómetros. Contengo el aliento lo mejor que puedo, protejo mis sensibles fosas nasales y dejo caer los gránulos que llevo en el pequeño saco sobre el cadáver de mi adversario inerte.
La carne comienza a disolverse.
Me gustaría quedarme para contemplar cómo mi adversario se disuelve en una hora aproximadamente. Los músculos y los tejidos se evaporarán, perdiéndose en el aire en una nube de vapor; finalmente sólo quedará su esqueleto, apto para ser exhibido en alguno de los museos humanos más importantes. Tal vez podría llegar a descubrir qué diablos es eso que me ha atacado y por qué una cantante de un club nocturno llamada Sarah Archer tiene negocios en una clínica ruinosa, que es cualquier cosa menos una clínica. Pero puedo oír las radios de la policía y la conversación de los agentes, y es hora de que me largue de la escena del crimen. Cubro el cuerpo del dinosaurio con una pila de basura y me aseguro de extenderla a su alrededor para que tenga el mismo aspecto que el resto de los desperdicios que se acumulan naturalmente en el extrarradio de la ciudad.
Recojo las grapas, las fajas y las cremalleras, por no mencionar la bolsa de viaje; pobre equipaje, golpeado y desgarrado, usado y maltratado. Flexiono mis poderosas patas y salto a la parte superior del contenedor; me tambaleo en el borde mientras recupero el equilibrio. Doy otro salto. Esta vez recojo mi cola herida en el movimiento, y alcanzo el terrado de un edificio bajo. Sin tener la más remota idea de dónde me encuentro, e ignorando las señales de la ciudad de Nueva York, me alejo a través de los terrados, sin preocuparme dónde pueda acabar, siempre que sea lejos del campo de batalla.
Dentro de dos minutos la policía irrumpirá en el callejón. Tal vez no descubran los restos de la lucha, aunque son considerables. Tal vez las sombras alcancen a disimular las señales que hemos dejado atrás. Pero las probabilidades indican que descubrirán la sangre y los trozos de órganos, y las probabilidades indican que continuarán investigando.
Pero no encontrarán nada ni a nadie que coincida con esa sangre o esos trozos de órganos. Hablarán del asunto, elaborarán teorías -los polis y sus teorías, ¡oh, Dios mío!-y luego, una vez que hayan agotado sus energías verbales, realizarán una rápida investigación. Y no encontrarán absolutamente nada. Aun cuando uno de los agentes fuese lo bastante listo como para echar un vistazo detrás del contenedor de basura, sólo encontraría una pila de desperdicios, un montón de desechos que no darían en el blanco. El intenso olor de esos desperdicios, tan poderoso que sigo percibiéndolo a dieciocho terrados de distancia, no afectará su morro gastado; los humanos son incapaces de detectar esos diminutos microorganismos que tanto aman nuestra carne en descomposición.
Y tal vez haya un dinosaurio entre esos agentes de policía. Si fuese el caso, no podrá ignorar el olor de ese pequeño saco. Comprenderá de inmediato lo que esa peste significa, e intentará que la investigación en esa zona acabe lo antes posible. Su trabajo como agente de la ley es importante, sí, pero todo queda en un segundo lugar cuando se trata de las obligaciones propias de la especie. Más tarde, una vez que se encuentre solo, se pondrá en contacto con las autoridades pertinentes, y ellos se encargarán del trabajo.
¿Y si no hay ningún poli dinosaurio de turno esta noche? Entonces tendremos que esperar que uno de los equipos de limpieza ambulantes, una de las cuadrillas compuestas por tres dinosaurios que vagan por las calles de la ciudad -veinticuatro horas por día, tres turnos de ocho horas cada una, sin descansos, sin vacaciones, un trabajo de mierda pero alguien tiene que hacerlo- se encuentre con los restos del esqueleto de la bestia antes de que un ser humano tropiece accidentalmente con ellos y acuda corriendo al departamento de paleontología de la Universidad de Nueva York. No podemos permitirnos el lujo de más descubrimientos fósiles modernos.
Salto y salto, y vuelvo a saltar. Pongo a prueba cualquier vestigio de ADN de rana que pudiera haberse colado en mi código genético hace millones de años en el fango primordial. Muy pronto, la calidad de los terrados cambia de madera podrida a madera simplemente repugnante, aunque estructuralmente firme, y sé que mi rumbo es seguro. Finalmente me encuentro brincando sin tener que preocuparme de si mi superficie de aterrizaje cederá bajo mi peso, y supongo que ya estoy lo bastante lejos de aquel callejón como para tomarme un respiro. Aproximadamente a unas diez manzanas se divisa una calle grande y extensa; es posible que se trate de una autopista. Es hora de cambiarse.
Mi último salto me lleva a un terrado que está rodeado de un pequeño muro de apoyo. Perfecto. En primer lugar debo curar las heridas. Dejo caer la bolsa de viaje al suelo, revuelvo entre la ropa y escojo aquellas prendas que menos me importan. Tengo un montón de prendas Claiborne for Men, muy pocas de Armani -sólo dos camisas, suspiro-, de modo que será Claiborne. Me quito las manchas de sangre de las garras, raspándolas contra el cemento, y desgarro un par de camisas para convertirlas en vendas largas y finas, con las que cubro cuidadosamente mis heridas. Dejo a un lado mi Henley de lino porque es mi camisa favorita y no puedo soportar separarme de ella, a pesar de que necesito un torniquete extra para la cola. Es la única prenda de lino que tengo y me niego a destruirla. El lino respira, me han dicho, y encuentro que le da un aspecto fascinante a cualquier tejido.
Envuelto como una momia en un sarcófago -la hemorragia se ha convertido en un ligero hilo de sangre-, abro la cremallera del forro interior de la bolsa de viaje y saco mi disfraz de repuesto; extiendo el traje de látex en el suelo antes de meterme dentro. Tal como ha sido la norma desde que nuestra especie decidió adoptar un camuflaje permanente hace millones de años, a ningún dinosaurio le está permitido cambiar su apariencia humana masculina o femenina sin el consentimiento expreso de los consejos local y nacional. Todos podemos llevar uno o dos disfraces de repuesto, vestimentas de emergencia para cuando se produce una ruptura en la primera línea de defensa visual; pero deben ser solicitados a través de una de las corporaciones de disfraces más importantes, utilizando un número de identificación específico para cada dinosaurio, que se conserva archivado en libros de registro perfectamente clasificados. Mi número es el 41392268561, y lo llevo tatuado en el cerebro desde el primer día.
No obstante, se permiten pequeños cambios, argucias individuales que el usuario final puede añadir o quitar del disfraz en función de su estado de ánimo. El disfraz que me estoy poniendo en este momento sobre mi cuerpo herido y magullado, por ejemplo, es una reproducción exacta de mi vestimenta habitual, salvo por un detalle: este disfraz lleva bigote.
Es un agradable y pequeño trozo de vello facial, un fino mechón de pelo que proclama mi machismo sin exagerarlo. Lo compré en la Corporación Nanjutsu -Accesorio para Disfraz 408, Bigote David Niven n." 3, 26,95 dólares- y lo incorporé de inmediato a mi disfraz de repuesto tan pronto como el camión de reparto de la UPS se hubo marchado. Me sentía como un niño con zapatos nuevos y quería probar mi nuevo juguete lo antes posible. Ponérmelo y comprobar cómo caían las nenas una a una; al menos, eso era lo que decía la publicidad.
Lamentablemente, como Ernie tenía la desagradable costumbre de echarse a reír como si se hubiese pasado todo el santo día aspirando éter cada vez que miraba el disfraz con el bigote, dejé de usarlo después de dos días de vergüenza permanente. Pero lo he conservado como disfraz de repuesto (nunca-se-sabe-lo-que-puede-pasar), y me alegra tenerlo conmigo en este momento. Me pongo una de las camisas que aún me quedan y unos pantalones, y lamento la pérdida del sombrero y la gabardina, prendas que dejé abandonadas estúpidamente durante mi frenética fuga.
Bajo del terrado por una escalera de incendios y, como no tengo ninguna intención de perder otra hora tratando de conseguir un taxi, me ¡leva apenas unos minutos encontrar la cabina telefónica más próxima. Está hecha polvo. Camino una manzana y encuentro otra, que también está fuera de servicio. ¿Así que éste es el juego, Nueva York? Finalmente doy con una cabina telefónica con el aparato en buen estado, le facilito las señas -el nombre de la calle, por fin, y aparentemente he acabado en el Bronx- a la primera compañía de taxis que puedo encontrar en el ejemplar de Páginas Amarillas diezmado que hay en la cabina, y espero a que llegue el coche para que me saque de aquí. Es aproximadamente la una de la mañana y ha pasado casi una hora desde que cola claveteada ha estado a punto de decapitarme. Sólo me cabe la esperanza de que el taxi llegue pronto. Estoy agotado.
Treinta minutos más tarde entro tambaleándome en el hotel Plaza con la bolsa de viaje de víctima de guerra plegada sobre mi cuerpo y me dirijo haciendo eses hasta el mostrador de recepción. Todos los pensamientos acerca del caso -Sa-rah Archer, la señora McBride, Donovan Burke, el club Evolución e incluso Ernie- se han comprimido en el subsótano de mi conciencia. No queda nada de mí; soy una cáscara, una concha, todas mis facultades han cogido hace rato el tren A.
– Mi nombre es Vincent Rubio -susurro ante el empleado de recepción, un chico tan joven que podría estar haciendo prácticas para un programa de una escuela primaria- y quiero una habitación.
El chico, sorprendido quizá ante la visión de mi equipaje, mis ojos cansados y mis modales un tanto bruscos, comienza a tartamudear una respuesta.
– ¿Tiene… tiene… tiene usted…?
Sé \o que viene después y le atajo antes de que continúe.
– Si dice que no tiene una habitación para mí -le digo y siento que mi cerebro ya está profundamente dormido, soñando, dejando que sea el cuerpo quien haga todo el trabajo-, si dice que necesito una reserva, si incluso siquiera se atreve a pensar en pronunciar las palabras «lo siento, señor», saltaré detrás de este mostrador y le arrancaré las orejas a mordiscos. Le arrancaré ios ojos y se los haré tragar. También le arrancaré la nariz y se la meteré por el ano, y más aún, me aseguraré de que nunca, nunca jamás pueda ser padre, y lo haré de la manera más horrible, perversa, aterradora que su pequeña mente pueda imaginar. Así pues, a menos que usted disfrute escuchándose a sí mismo, chillando en medio de un charco de su propia sangre, arrodillado y doblado en dos por el dolor, le sugiero que acepte mi tarjeta de crédito, me dé una llave y me diga qué ascensor me lleva a mi habitación.
Mi alojamiento en la suite presidencial es realmente encantador.