Seis hojas de albahaca están esparciendo su marca especial de magia a través de los valles y las colinas de mi metabolismo, y ese escalofrío vegetal es lo único que impide que salga disparado de este autobús urbano, lleno hasta la bandera, con mis manos agitándose por encima de mi cabeza como si fuese un jodido chimpancé. Es la primera vez que me he visto forzado a utilizar un medio de transporte público y, si la miserable asignación de Teitelbaum para alquilar un coche me permite acceder a algo mejor que un Pinto del 74, será la última. Ignoro que es lo que se ha muerto en este autobús, pero, por la oleada de aromas que me llega desde las tres filas de asientos del fondo del vehículo, imagino que era algo grande, muy feo y que había comido una buena cantidad de curry en los últimos momentos de su vida.
La mujer que está sentada a mi lado lleva una lira de papel de aluminio alrededor de la cabeza, como si fuese una de esas cintas que llevan los tenistas para absorber la transpiración, y aunque no le pregunto en ningún momento para qué sirve -una de mis costumbres consiste en no formular jamás ninguna pregunta a alguien que tiene claramente todo el derecho constitucional a la demencia-, la mujer, no obstante, siente la necesidad de explicarme a voz en grito que su tocado especial mantiene a los «insectos terrestres» alejados de sus «bits húmedos». Yo asiento enérgicamente y giro la cabeza hacia la ventanilla en un vano intento de que mi cuerpo pase a través de cualquier abertura que lleve hacia el mundo exterior, racional. Pero la ventanilla está cerrada herméticamente. Un buen pedazo de goma de mascar rosa se ha endurecido sobre el pasador y casi puedo ver las bacterias que bailan en la superficie; me desafían a que pruebe mi suerte y quite ese repugnante revoltijo de ahí.
Pero los efectos de la albahaca se intensifican y endulzan la escena, y me reclino contra el duro asiento de vinilo del autobús con la esperanza de ahogar la cacofonía de toses, de estornudos, de interminables protestas contra la sociedad y contra esos jodidos insectos terrestres. Mis brazos deshacen la cruz protectora que cubría mi pecho y caen laxos a los costados del cuerpo; puedo sentir que una sonrisa se dibuja lentamente y con suavidad en la comisura de los labios.
No sé cómo lo hacía, pero Ernie era un partidario entusiasta del transporte público. Así es; todas las semanas, habitualmente los jueves, al menos una vez por la mañana y una vez por la noche, mí compañero carnosaurio se sentaba en el asiento de la parada hasta que aparecía el autobús 409, que lo llevaba hasta nuestra oficina, en la zona oeste de la ciudad, y después lo devolvía.
– Te mantiene en contacto con el pueblo -solía decirme Ernie-; en contacto con la buena gente.
Y considerando que en este autobús no hay ninguna buena gente a la que yo quiera tocar, creo que él creía. Siempre he creído que él creía. Ernie.
La última vez que vi a Ernest J. Watson, investigador privado, fue la mañana del 8 de enero, hace casi diez meses. Salió por la puerta de la oficina mientras yo traté de ignorar su marcha. Acabábamos de tener una ridícula discusión -típicamente absurda, la clase de altercados que teníamos tres o cuatro veces por semana, como una vieja pareja que se pelea por la tendencia del marido a masticar el hielo o porque la mujer dice chorradas sin parar-, ese tipo de aburrida basura conyugal.
– Te llamaré cuando vuelva de Nueva York- me dijo Ernie justo antes de atravesar el umbral de la puerta de nuestra oficina, y le respondí con un gruñido. Eso fue: un gruñido. La última cosa que Ernie oyó de mí fue un «eh» y es sólo mi dosis diaria de hierba la que consigue mantener ese pensamiento obsesivo a salvo en los bordes de mi cerebro.
Era un caso que, naturalmente, exigía su atención, y aquí diría que se trataba de un caso como cualquier otro, pero no lo era. Era un caso tamaño Tyrannosaurus rex. Corrección: era tamaño carnosaurio.
Raymond McBride -carnosaurio, perito en acompañantes humanas, y eminente magnate de la Compañía McBride, un conglomerado financiero especializado en acciones, bonos, fusiones, adquisiciones y cualquier tipo de empresa que dejara una buena cantidad de pasta- había sido asesinado en sus oficinas de Wall Street en Nochebuena, y la comunidad de dinosaurios estaba más agitada de lo que era habitual en ella.
A causa de una investigación negligente por parte del excelente equipo de forenses enviado a la escena del crimen, aún no se había podido determinar si McBride había sido asesinado por un humano, o bien por un dinosaurio, de modo que el Consejo Nacional -un cuerpo representativo de los ciento dieciocho consejos regionales- decidió enviar un grupo de investigadores desde el otro extremo del país para que se encargara de realizar un trabajo preliminar sobre el caso. La muerte de un dinosaurio a manos de otro dinosaurio siempre da lugar a una investigación por parte del Consejo, no importa cuáles puedan haber sido las circunstancias, y era imperativo que el Consejo supiera, lo antes posible, qué especie había cometido ese asesinato y, lo que era aún más importante, contra quién podían ejercer una acción legal que les reportara un buen montón de billetes. El Consejo siempre está a la caza para conseguir pasta rápidamente.
– Ofrecen diez de los grandes a todos los investigadores privados que acepten el caso -me dijo Ernie la mañana de un viernes, justo el día anterior a Año Nuevo-. El Consejo quiere que el caso quede aclarado lo antes posible por tratarse de un personaje como McBride. Quieren saber si fue un humano quien lo envió al otro barrio.
Me encogí de hombros e hice un gesto como para eliminar esa suposición.
– Se lo cargó un dinosaurio -dije-. Ningún mamífero tiene lo que hay que tener para despachar a un tío rico como McBride.
Erníe sonrió, y apareció esa mueca de labios tensos que aumentaba en varios centímetros el tamaño de su cara.
– No existe eso que llaman asesinar a un hombre rico, Vincent. Todo el mundo es pobre cuando le llega la hora -dijo.
Después Erníe se marchó, yo lancé un gruñido de despedida, y tres días más tarde estaba muerto. «Un accidente de tráfico», me dijeron. «Un taxi que huyó del lugar de los hechos», me dijeron. «Un caso claro de atropello y fuga, y eso es todo», me dijeron. Pero no creí ni una sola palabra.
A la mañana siguiente volé a Nueva York con una maleta marrón llena de ropa y otra repleta de albahaca. Apenas si recuerdo nada del viaje. He aquí las imágenes que han tenido la deferencia de luchar para abrirse camino a través de un recuerdo con numerosos apagones provocados por la albahaca: Un forense del condado, el mismo que se ocupó de los casos de McBride y Ernie, desaparecido súbitamente en acción. Disfrutaba de unas vacaciones en algún lugar del Pacífico sur. Uno de sus ayudantes, un humano, no se mostró ni servicial ni cooperativo. Una pelea a puñetazos. Sangre, tal vez. Guardias de seguridad.
Un bar. Cilantro. Una hembra, tal vez Diplodocus. La habitación de un motel, húmeda y fétida.
Un oficial de policía, uno de los muchos detectives que investigaron el presunto atropello y la fuga que acabaron con la vida de Ernie, negándose a contestar a mis preguntas, negándose a dejar que entrara en su casa a las tres de la mañana. Sus hijos llorando. Una pelea a puñetazos. Sangre, tal vez. El asiento trasero de un coche patrulla.
Otro bar. Orégano. Otra hembra, definitivamente Iguanodon. La habitación de un motel, todavía húmeda, todavía fétida.
Una tarjeta de crédito relacionada con una de las muchas cuentas bancarias del Consejo del Sur de California en mi poder porque en aquella época yo era el representante velocirraptor y miembro importante del más burocrático e hipócrita Consejo de dinosaurios que el mundo haya visto desde que Oliver Cromwell y sus camaradas -brontosaurios, al menos- recorrían rampantes las arcas del Imperio británico. Una extracción disimulada de mil dólares. Y otra de diez mil dólares. Sobornos, con la esperanza de que alguien -cualquiera- pudiese darme alguna pista sobre McBride, sobre Ernie, sobre sus vidas y sus muertes. Más sobornos para cubrir los primeros sobornos. Respuestas vacías que no aportaban nada. Ira. Una pelea a puñetazos. Sangre, tal vez. Un enjambre de oficiales de policía.
Un juez, y un juicio, y un despido. Un billete de avión de regreso a Los Ángeles y una escolta armada para garantizar mi partida desde el área de Tri-State.
De alguna manera, el Consejo se enteró de mi creativa contabilidad respecto de su cuenta bancaria y de las considerables extracciones de dinero -estaba claro que yo no me encontraba en mis cabales para ocultar esos movimientos-, y decidieron expulsarme del seno del Consejo, «para rectificar la situación», y con un único y unánime «por siempre jamás» de los miembros del Consejo del Sur de California. En la misma semana me arrancaron mi posición social, mi sobriedad, mis inmaculados antecedentes criminales y mi mejor amigo. Ése fue el final de mi investigación y el final de mi vida como investigador privado de clase media acomodada que trabajaba en las calles de los suburbios de Los Ángeles.
Si hay una cosa que aprendí de aquella primera semana del pasado enero es sencillamente ésta: el ascenso hacia el punto medio es largo, lento y agotador, pero el descenso se produce a una velocidad vertiginosa.
El autobús continúa su camino.
Tres horas más tarde, el coche que he alquilado en una agencia desconocida se detiene, tras varias explosiones del tubo de escape, delante del club Evolución, en Studio City, y elevo una silenciosa plegaria a los dioses de la automoción porque los últimos tres kilómetros han sido colina abajo. El motor de este cacharro oxidado Toyota Camry de 1983 ha dejado de funcionar cuando conducía por Laurel Canyon y me ha llevado una hora y media encontrar a alguien que abriese la puerta de su coche a un absoluto desconocido que decía necesitar un par de alicates y un trozo de cable. Y ha resultado que yo no he sido el único que alguna vez ha decidido hacer algunas reparaciones improvisadas a este patético automóvil. Un vistazo al motor del Camry es como mirar una realidad alternativa, en la que los niños y los internos de un frenopático son las únicas personas a las que se les permite ejercer como mecánicos. Cintas de regalo quemadas mantienen unidos varios manojos de cables, uno de los cilindros todavía muestra las huellas de una envoltura de sopa Campbell's, y estoy absolutamente seguro de que los clips para sujetar papeles no sirven para mantener unidas las bujías de encendido. Simplemente me resulta muy difícil imaginar que alguno de estos apaños caseros pueda mantenerse durante mucho tiempo más. Con un poco de suerte, pronto podré sacarle un poco más de pasta a Teilelbaum para alquilar un coche más decente, ya que puedo anticipar el día en un futuro próximo en que este pequeño deportivo japonés de importación acabará rompiéndose bajo la acción combinada de piezas de motor de pésima calidad y manguitos de gasolina obturados, y se hará el harakiri, despojándose alegremente de su condensador refrigerante en espiral en favor de una existencia menos provisional.
Y me niego a coger otra vez un autobús.
El club Evolución es, definitivamente, un garito para dinosaurios. Nos encantan esos nombres, pequeñas bromas privadas que nos hacen sentir ¡oh!-tan superiores a los mamíferos bípedos con quienes compartimos a regañadientes el dominio de este planeta. Mi guarida preferida es el club Combustible Fósil, de Santa Mónica, pero también he pasado buenos momentos en el Dinorama, en el Meleor Nighlspot y en el famoso Tar Pit, sólo por nombrar algunos de ellos. Según las últimas estimaciones demográficas hechas por el Consejo, la comunidad de dinosaurios supone un cinco por ciento del total de la población estadounidense, y, a juzgar por estos datos, tengo la sospecha de que en este país disponemos de una cantidad realmente desproporcionada de clubes nocturnos. Pero cuando pasas la mayor parte del tiempo dando vueltas disfrazado de ser humano, inevitablemente necesitas un lugar dinointensivo para relajarte cuando acaba la jornada, aunque sólo sea para recuperar ese genial estado de ánimo que tenemos los saurios.
El coche alquilado complementa la nueva imagen del club Evolución. El chasis destartalado combina a la perfección con la estructura calcinada del edificio barrido por el fuego. -Tal vez debería abandonarle aquí, viejo amigo -digo, golpeando suavemente el maletero. Mi mano atraviesa el metal oxidado y deja un agujero en la chapa. Me meto en el club. El club Evolución, hasta donde puedo asegurarlo desde mi posición privilegiada sobre lo que solía ser la pista de baile principal y ahora es una masa retorcida e informe de objetos laminados y astillados, debe de haber sido un lugar realmente agradable hasta cierto miércoles a la madrugada. Tres niveles, cada uno con su propia barra, se desprenden orgánicamente desde unas escalinatas estilo Tara, grandes contmescalones de mármol que se pierden en las sombras. Bolas centelleantes parpadean como estrellas distantes y moribundas contra la escasa luz natural que se las ingenia para filtrarse a través de las paredes agrietadas, y alcanzo a divisar un moderno sistema de iluminación que, si cambiasen las bombillas, reparasen los cristales y quitaran las omnipresentes cenizas que cubren el cuadro de control por ordenador, podría rivalizar con lo mejor que pueden ofrecer Broadway o Picadilly. Las paredes están cubiertas de artísticos grafitos, un mural fantástico que celebra el encanto y la gloria de un hedonismo auténtico a lo largo de las eras.
Un enorme sistema de refrigeración yace completamente arruinado junto a los restos de lo que parece ser una alacena. Casi puedo oler la albahaca y la mejorana recién cortadas, y lo único que puedo imaginar es la conveniencia de entrar en esa habitación dulce y fría, y coger mi ración de todas y cada una de las sustancias allí almacenadas. Aparentemente, es la clase de lugar por el que me hubiese sentido magnéticamente atraído en mis años adolescentes, y en este momento todos mis órganos se sienten agradecidos porque nunca antes haya tenido noticias de la existencia de este club.
Mientras subo la escalera hacia el segundo nivel siento un pinchazo en mi cola recogida. Sacudo el trasero, pero el dolor persiste, pequeño e intenso, como si una piraña se encontrase en un bufé libre en mi cola y se negara a abandonar la larga mesa donde está la comida. Es mi condenada grapa G-3. De alguna manera se ha desplazado hacia la izquierda, la hebilla de metal se clava en mi costado y no hay manera de rectificar la situación a menos que proceda a hacer un reajuste completo de toda la serie G. Es un procedimiento rápido, bastante sencillo, pero debería dejar mi larga cola expuesta en toda su extensión durante unos pocos y preciosos minutos. Si entrase algún ser humano…
Pero ¿a quién se le puede ocurrir vagar por clubes nocturnos incendiados al mediodía y en un día laborable? Sólo para asegurarme, subo el último tramo de escalera en una especie de galope -la grapa sigue clavándose en mi flanco todo el tiempo- y avanzo a pequeños brincos hasta la relativa seguridad de una zona en sombra.
Un giro aquí, una vuelta allá, y ¡pop! Las grapas G-l y G-2 se abren y las hebillas giran en el aire. Mi cola se libera de su encierro y suspiro aliviado cuando la G-3 queda suelta y cae al suelo. Siento una ligera pulsación procedente de mi región inferior trasera y percibo los primeros estadios de una contusión allí donde la grapa ha atravesado la carne. Ahora debo volver a colocarla antes de que…
– ¿Hay alguien ahí arriba?
Una voz resuena en la puerta del club.
Me quedo paralizado. El sudor brota de mis poros y cubre instantáneamente mi cuerpo con finos arroyos de agua salada. Maldigo el proceso evolutivo que dotó a mi especie de glándulas sudoríparas después de tantos milenios de bendita aridez.
– Propiedad privada, amigo. Escenario policial.
No puedo creer que esto esté sucediendo. Mis manos, gruesas y torpes dentro de los guantes seudohumanos, tratan de colocar las hebillas en su lugar.
– ¡Eh, usted! ¡Sí, usted! -llega nuevamente la voz y se filtra a través del rugido de alarma que se extiende como la marea a través de mi cerebro.
Con la habilidad y destreza a medio camino entre un atleta olímpico y un jugador de béisbol moderadamente en forma de la liga de ejecutivos, salto en el aire y, tras un movimiento veloz, oculto la cola entre las piernas y la enrollo sobre el torso. La grapa G-3 se desliza hasta quedar sujeta en su lugar, seguida de cerca por la G-2. Ahora trabajo a contrarreloj, y me visto a una velocidad que jamás he intentado antes. Hebillas ceñidas, broches enganchados; botones, nudos, cremalleras, velero… La cañera continúa.
– No puede estar aquí. -Ya ha subido medio tramo de escalera-• Está cerrado al público. Tendrá que coger sus cosas y largarse, amigo.
Mi grapa G-l está atascada y se niega a moverse. Es un modelo viejo, de acuerdo, pero se supone que estos chismes tienen que durar, ¡maldita sea! Los últimos vestigios de mi cola salen a través de la bragueta abierta, y aunque la persona que está subiendo la escalera no sea capaz de reconocerla como la punta de la cola enrollada de un dinosaurio, su aspecto es jodidamente obsceno. Ya fui acusado de indecencia pública en otra ocasión, y me costó dos días en una celda en Cincinnati -no pregunten, no pregunten-, y no tengo ningún deseo de repetir el incidente, muchas gracias. Empujo, y tiro, y giro, y aprieto, y…
– ¡Eh, usted! Sí, usted, en el rincón.
Lentamente, de mala gana, me doy la vuelta, preparado para mentir, dispuesto a lanzar una risita nerviosa y decir: «Disculpe mi comadreja, o debe de ser mi camisa. ¿Una cola? ¡Por Dios bendito, no! ¡Es para morirse de risa! ¿Una cola en alguien tan inconfundiblemente humano como yo? ¡Qué absurdo!»
Y entonces las grapas ceden. Con el sonido de un centenar de garras rasgando un centenar de pizarras cubiertas de tiza, mi cola se libera de su encierro, separando limpiamente en dos mis nuevos pantalones Dockers. Varios jirones de esa confortable mezcla de algodón y poliéster flotan en el aire.
Lentamente, casi con lujuria, los años que me restan de vida cruzan como un relámpago delante de mis ojos. Comienzan con el intruso chillando como una adolescente en una casa hechizada, corriendo escaleras abajo, huyendo del edificio, concertando una cita urgente con su psiquiatra y vomitando las tripas mientras habla del medio hombre, medio bestia que «prácticamente le atacó, por Dios», en el interior de los restos humeantes de un club nocturno de Studio City. Al lío lo encierran en un manicomio, pero eso no tiene importancia. La noticia de mi indiscreción se extiende por todas partes y acabo solo y sin blanca, vendiendo mecheros en una esquina, excomulgado formalmente por el Consejo y condenado al ostracismo por la comunidad de dinosaurios por haber revelado el secreto más clasificado de todos los secretos clasificados: nuestra existencia.
– ¡Jesús, Rubio! -se escucha nuevamente la voz-. Con una cola como ésa seguramente te llevarás a todas las nenas de calle.
Mis ojos se apartan de esas exageradas y patológicas fantasías, y regresan al segundo nivel del club Evolución, donde se encuentran con un sonriente sargento Dan Patterson, veterano detective del Deparlamento de Policía de Los Ángeles y uno de los mejores brontosaurios que he conocido nunca.
Nos abrazamos, mientras mi corazón está a punto de salir volando de la cavidad torácica.
– ¿Te doy miedo? -pregunta Dan entretanto una sonrisa taimada le curva las comisuras de sus anchos labios. Su olor, una mezcla de aceite de oliva extra virgen y grasa de cigüeñal, no es muy intenso hoy, lo que probablemente explique el hecho de que no lo haya olido cuando se acercaba.
– ¿Miedo? ¡Diablos, tío!, soy un velocirraptor.
– Por eso volveré a preguntártelo: ¿te doy miedo?
Nos ocupamos de mi recalcitrante cola y nos turnamos para empujar a la rebelde para todos lados. Los músculos tensos de Dan, evidentes debajo de su disfraz de afroamericano de mediana edad, se agitan mientras finalmente nos las ingeniamos para volver a meter a la criatura en su escondite, ajustar las grapas G y cerrar las hebillas sin provocar nuevos daños. En el Camry llevo unos pantalones de repuesto y, siempre que los que aún visto no decidan disolverse espontáneamente más de lo que ya lo están, debería permanecer con un atuendo decente unos cuantos minutos más. Que yo sepa, Dan Patterson no es un especialista en moda y no parece preocupado en absoluto por mi actual estado de semidesnudez.
Me alegro de verte, tío -dice Dan-. Ha pasado mucho tiempo
– Quería llamarte… -comienzo a decir, y luego las palabras se convierten en una tenue sonrisa.
Dan apoya un guante carnoso sobre mi hombro y lo aprieta con fuerza.
– Lo comprendo, tío, créeme. ¿Cómo lo llevas? ¿Tienes trabajo?
– Estoy muy bien -miento-. No puedo quejarme. Si le confieso a Dan mi verdadera situación económica, me ofrecerá dinero -prácticamente me obligará a aceptarlo-, pero no quiero limosna, ni siquiera del más íntimo de los brontosaurios.
– Escucha, recibiste el reloj que te envié, el reloj que… -Sí, sí. Lo recibí. Gracias.
Hace algún tiempo, Dan encontró un reloj que Ernie había dejado accidentalmente en su casa un mes antes de que lo asesinaran. Después de mi innoble regreso de Nueva York, Dan me envió el reloj con un mensajero, un acto que yo interpreté como la forma que tenía de hacer que supiera que podía contar con él sin necesidad de decírmelo abiertamente. Fue el mayor consuelo que recibí durante todo ese lamentable episodio.
– ¿Estás investigando para la compañía de seguros? -pregunta.
Asiento con un leve movimiento de cabeza.
– Me ha enviado Teitelbaum.
– No me tomes el pelo… ¿Estás trabajando otra vez para
TruTel?
– Este trabajo, al menos. Quién sabe, tal vez haya mas en el futuro.
– Los viejos buenos tiempos, ¿eh? Teitelbaum… Tío, he ahí un Tyrannosaurus rex por el que he hecho grandes esfuerzos por olvidar.
Dan pasó un miserable año y medio trabajando como contratista externo para TruTel -así fue como nos conocimos-antes de entrar en el Departamento de Policía de Los Ángeles, y sus peleas con Teitelbaum forman parte de la leyenda en la oficina.
Hablamos un rato más sobre los viejos tiempos: el caso Strum, el juicio de Kuhns, el fiasco de la prostituta de Hollywood Boulevard -no pregunten, no pregunten- y un poco acerca de los planes para el futuro. Dan está interesado en pasar una temporada en Expression, la colonia nudista de dinosaurios de Montana -cientos de nosotros, vagando libres, sin ninguna clase de trabas, con nuestros pellejos naturales desnudos al calor del sol-, y aunque esa especie de masaje del ego suena como una maravillosa manera de pasar unos días sin hacer nada, no quiero decirle que no puedo permitirme ese lujo y ni siquiera lo que cuesta una buena crema bronceadora.
– Suena genial -le digo-. Llámame cuando lo hayas decidido.
Finalmente, después de que la conversación entre dos viejos amigos ha llegado al final del camino, vuelvo al tema que nos ocupa.
– ¿Qué estás haciendo aquí? -pregunto-. ¿No estás un poco lejos de tu jurisdicción?
Dan trabaja habitualmente en la división Ramparl; Valle de San Fernando cae bastante lejos de su territorio.
– Llamaron a la unidad de nuestro departamento que investiga los casos de incendios provocados -me explica Dan-. Nos ayudamos mutuamente; siempre lo hacemos. Estoy aquí para repasar de nuevo la escena de los hechos; parece que no hice un trabajo lo bastante bueno.
– Dime -pregunto-, ¿qué has encontrado para mí en este incendio?
– ¿Cansado de hacer su trabajo, señor investigador privado?
– Si consigo que hagas el trabajo por mí, podré irme a casa a dormir. Ha sido una semana muy larga.
Dan saca una gastada libreta de notas y murmura algo mientras pasa las páginas.
– Veamos… Madrugada del miércoles, alrededor de las tres de la mañana. El Cuartel de Bomberos 18 recibe un aviso de que e] club Evolución, en Ventura, está en llamas y de que el fuego se extiende rápidamente. El comunicante, anónimo, dice que el incendio es impresionante.
– ¿Desde dónde se hizo la llamada? -pregunto.
__Desde una fuente exterior: una cabina telefónica que hay al otro lado de la calle. Se enviaron tres coches de bomberos junto con una flota de vehículos de servicios especiales: ambulancias, paramédicos…, esa clase de cosas.
– ¿El procedimiento habitual? ¿Toda la flota, quiero decir?
Saco mi libreta de notas y un bolígrafo, y comienzo a apuntar todos los detalles -obviamente importantes o no que me da Dan. Nunca sabes lo que puedes encontrar.
– Un incendio en un club nocturno, así es. Habitualmente no es el humo o las llamas los que causan el daño, sino los clientes que intentan escapar del fuego. Todo el mundo se convierte en un rebaño de Compsognathus espantados y no les importa a quién puedan pisotear mientras consigan huir de esa trampa mortal. -Se humedece los dedos y continúa revisando sus notas-. Llegan los coches de bomberos y comienzan a combatir el fuego. Los clientes chillan como locos y salen disparados a derecha e izquierda…
– ¿Cincuenta?, ¿cien?, ¿cuántos?
En otras palabras, ¿a cuántos jodidos testigos tendré que entrevistar?
Dan se echa a reír y sacude la cabeza.
– Hace mucho tiempo que no asistes a una fiesta en Valle de San Fernando, ¿verdad?
– Intento permanecer en la zona oeste de la ciudad -digo-. Mi salud ya es lo bastante mala sin necesidad de destrozarme los pulmones en esta atmósfera contaminada.
– Un lugar como éste podría alojar a cuatrocientas personas en una buena noche. Afortunadamente para ti, y para ellos, supongo, la madrugada del miércoles no era nada especial. Según nuestros cálculos, en el club había entre ochenta y doscientas personas.
– ¿Nombres y números de teléfono?
– Tenemos unos veinte.
– Son suficientes para mí.
– Hubo dos muertos. Creemos que por inhalación de humo -dice Dan-. Hay otro en estado crítico debido a las quemaduras sufridas. El propietario del club.
– Un dinosaurio, ¿verdad?
Dan me mira con una ceja levantada.
– ¿Con un nombre como club Evolución? Venga ya…
– Eso parece echar por tierra la teoría de la compañía de seguros sobre que el incendio pudo haber sido provocado por el dueño del local -señalo-. Lo que quiero decir es que si pienso prender fuego a mi propio negocio, puedes apostar tu cabeza a que me habré largado del lugar una hora antes de que comience el espectáculo.
– Eso es lo que pensarías tú, ¿verdad? Pero mis hombres dijeron que se necesitaron cuatro bomberos para sacar a ese tío del cuarto trasero. Medio muerto y quemado como un pavo, y seguía aferrado al marco de la puerta, luchando para quedarse… Dijeron que nunca habían visto nada parecido.
– ¿Como si estuviese protegiendo algo? -pregunto.
– ¿Quién puede saberlo? No encontramos nada, excepto un bonito sillón de escritorio.
– Déjame adivinar… Es un Compsognaihus, ¿verdad?
– No… uno de tu especie. Sabemos que los velocirraptores no son muy listos.
– Al menos mi cerebro no tiene el tamaño de una pelota de pimpón.
Dan me arroja su libreta de notas y las hojas se agitan en el aire.
– Compruébalo tú mismo -dice, señalando sus notas manuscritas-. Lo apunté textualmente del oficial de guardia. Todos los testigos confirman que se escuchó un ruido muy fuerte y luego empezó a salir humo. El lugar empieza a vaciarse, la gente comienza a pisotearse, y entonces aparece una lengua de fuego desde la parte posterior del local, justo cuando llegan los bomberos.
– Una lengua de fuego, ¿eh? ¿Una bomba?
Dan sacude la cabeza.
– Hemos tenido a varios inspectores peinando el lugar todo un día y no encontraron ningún indicio de explosivos. Pero estás en la buena pista… Ven, acompáñame.
Dan señala hacia la planta inferior y lo sigo sin decir nada. El dolor de mi cola remite lentamente, y me siento agradecido por ello.
Nos abrimos paso a través de mesas chamuscadas y taburetes ennegrecidos; todas las superficies están cubiertas por una fina capa de ceniza gris. Compruebo que los respaldos de las sillas han sido tallados con la forma de seres humanos en diferentes momentos de su sinuoso camino evolutivo, cada uno de ellos alocadamente caricaturizado y ninguno particularmente atractivo. La expresión de absoluta estupidez del Australopithecus afarensis está perfectamente compensada por la expresión presumida (ahora-yo-dirijo-la-cadena-alimenticia) del rostro del Homo erectus. El Homo habilis se acuclilla con satisfacción sobre una pila de sus propios excrementos mientras el supuestamente evolucionado Homo sapiens es descrito como una gran masa gelatinosa, unida de manera permanente a una gran pantalla de televisión. Alguien se lo pasó realmente en grande diseñando este lugar.
– Echa un vistazo a la propagación -dice Dan-. A lo largo de aquella pared.
Entrecierro los ojos y trato de fijar la vista en la oscuridad relativa del club. Ahora nos encontramos lejos de la entrada principal, y la única iluminación disponible se filtra a través de una claraboya rota que hay en el techo. Pero alcanzo a ver las rayas, las marcas terribles de color tostado en las paredes, y he estado en suficientes escenarios de incendios provocados para saber lo que significan.
– El modelo de una explosión -digo, y Dan asiente. Las largas y oscuras huellas chamuscadas que parten como rayos de sol desde un corredor abierto llevan a lo que seguramente debió de ser el punto de ignición-. ¿Ésa es la oficina? -pregunto.
– El almacén, y la caja de fusibles también. -Dan desliza sus manos ásperas por la pared, y la pintura agrietada y chamuscada cae al suelo-. Hay un montón de cajas ahí dentro, y la mayoría no se salvó del fuego. Tengo a los chicos en la central, examinando los restos que hemos podido recoger.
Un olor tenue, un olor familiar flota en el aire y me golpea como sí fuese rosbif rancio, pero llevo bastantes años haciendo esta clase de trabajos como para saber que no es eso.
– Gasolina -digo-. ¿Puedes olería?
– Sí, por supuesto que puedo olería. Los muchachos del departamento químico encontraron algunos indicios, pero no es ninguna sorpresa. Tenían un generador por si se les cortaba la electricidad, y aquí era donde almacenaban el combustible.
Me dedico a apuntarlo todo lo más rápidamente posible, y echo un vistazo a mis notas: letras apretadas, y caracteres bien marcados, altos y finos.
– Seguramente ya habréis hecho una simulación del escenario de los hechos, ¿verdad? -pregunto.
– Puedes apostarlo. El Departamento de Policía de Los Ángeles nunca duerme.
– Eso explica el enorme consumo de azúcar. Muy bien, esta vez déjame adivinarlo. -Me aclaro la garganta y estiro los puños de la camisa, preparado para asombrarlo o, al menos, impresionarlo ligeramente-. El fuego se inicia en el almacén, con lentitud y sin llamas. Probablemente se produce una explosión en la caja de fusibles, y ese es el primer ruido que oyen los testigos. Algunas cajas prenden fuego; tal vez contienen revistas, material porno de Taiwan.
– Porno de… ¿Acaso hay algo que quieres decirme, Rubio?
– No me interrumpas ahora; estoy lanzado. Así, el fuego alcanza las revistas, chas-chas-chas, y media hora más tarde densas nubes de humo comienzan a salir de la habitación cerrada. Tenemos a dinosaurios y seres humanos bailando y pasándoselo en grande, hasta que alguien descubre el humo. Corridas, caídas, gente pisoteada; mientras todo el mundo trata de salir del local, alguien llama a los bomberos. Todavía es sólo humo, pero ahora el ambiente es irrespirable. Llegan los bomberos, luces encendidas, sirenas a toda pastilla, un gran espectáculo, y justo cuando todo el mundo está saliendo del club, ¡buuum!, el fuego alcanza los tanques de gasolina y el lugar es presa de las llamas. Un accidente inesperado; fin de la historia. Todo el mundo se marcha a casa y engaña a sus esposas, excepto los dos tíos muertos y el dueño del local ingresado en el hospital.
Dan aplaude, y yo hago una profunda reverencia, sintiendo que la faja se tensa por el esfuerzo.
– Así es precisamente como creemos que se produjo el incendio -admite Dan-. Por cierto, comprobamos la situación económica de Donovan Burke…
– El dueño del club, ¿verdad?
– Sí, un pájaro que cuenta con cierto éxito entre las mujeres. Decidió venir al oeste hace un par de años y consiguió establecerse en tiempo récord… Ahora está en la UCI del hospital del condado. Buscamos sus antecedentes en el ordenador central porque sabíamos que vosotros estaríais husmeando para aseguraros de que no se trataba de un trabajo desde dentro, pero no encontramos nada. Este club era el lugar más reputado de Valle de San Fernando. El pobre cabrón ganaba un montón de pasta cada noche. Tuvo que contratar a una chica extra sólo para contarla.
Sé que existe una gran mística, una fascinación casi sexual, en relación con el investigador privado solitario que trabaja en un caso, recorriendo las calles llenas de fango, escarbando en los detalles más sucios para encontrar finalmente a su hombre. ¡Joder!, he conseguido un montón de citas sólo con eso, y en algunos aspectos disfruto activamente de ese tipo de trabajo; me mantiene en forma. Pero cuando un trabajo es aparentemente tan rutinario como éste, no hay nada que me guste más que disponer de toda la información disponible suministrada por un buen amigo de la policía local. Lo que quiero decir es que lo tienen que hacer de todos modos; entonces ¿por qué no compartir la riqueza?
Desgraciadamente, a veces omiten algunas cosas.
– ¿Piensas dar por terminado el asunto? -pregunta Dan mientras salimos del club y nos dirigimos hacia mi coche y hacia un nuevo par de Dockers-. ¿Volver a la oficina de Teitelbaum, darle el informe y decirle dónde puede metérselo?
– Necesito conservar este trabajo -le recuerdo-, y mi vida. Insultar a un Tyrannosaurus rex no es la mejor manera de hacerlo. En cualquier caso, comprobaré unas cuantas pistas más.
– Mira, te daré todos los informes que tengo de los testigos. ¿Qué más quieres comprobar?
Necesito un sombrero para darle un pequeño golpe con el índice, una gabardina para alzar las solapas, un cigarrillo para que cuelgue de mis labios. Los investigadores privados no dan la talla sin el atuendo adecuado.
– Dijiste que una llamada anónima a los bomberos informó de un gran incendio en el club Evolución, ¿verdad? ¿Fueron ésas las palabras exactas? ¿Un gran incendio?
– Sí, por lo que yo sé.
Doy unos golpecitos sobre el bolsillo de la camisa de Dan; mi dedo enguantado contra su libreta de notas.
– Pero ninguno de los testigos vio realmente las llamas hasta después de que llegasen los bomberos.
Hago una pausa… Espero…, espero…, y entonces Dan comprende lo que quiero decir.
– Se nos plantea un conflicto con el tiempo, ¿verdad? -dice.
– Yo diría que sí-contesto, componiendo la sonrisa más amplia de mi repertorio, la que dibuja una brillante media luna en mis labios-. Y tú tienes que rellenar un montón de papeles más.
Dan sacude la cabeza con evidente malhumor. Los formularios y el archivo no son la especialidad de los brontosaurios. Pero él es un soldado y en el fondo de mí corazón sé que mañana estará encorvado sobre su máquina de escribir, concentrado en los detalles como un monje ilustrando un precioso códice.
– ¿Quieres venir a casa esta noche? -pregunta-. Asaré un par de chuletas, y tal vez cometa una locura y las condimente con orégano.
Sacudo la cabeza señalando la entrada del club quemado. Esa cena suena muy bien -la chuleta suena incluso mejor-; una mezcla de chuleta y orégano podría hacer que atravesara el techo, pero tengo trabajo pendiente. Eso, y necesito un poco más de albahaca, pronto.
– Suena genial, pero tendremos que dejarlo para otro momento.
– Una cita caliente, ¿eh?
Dan mueve las cejas lascivamente.
Pienso en el velocirraptor quemado en el hospital, en su desconcertante lucha por permanecer dentro de una habitación derretida por el calor de las llamas, llena de humo, con cien formas diferentes de morir. Nadie está tan unido a un sillón de oficina; incluso Teitelbaum se las ingeniaría para levantarse y salir del despacho si cinco mil grados le presionaran la espalda. Parece razonable entonces pensar que Do-novan Burke tenía un motivo para quedarse en aquella habitación -un motivo jodidamente bueno-, y sólo hay un dinosaurio que puede decirme cuál era ese motivo.
– La más caliente -le digo a Dan, y me alejo del club nocturno.