Los hospitales representan un trabajo muy duro para cualquiera; de eso, no hay duda. El último lugar en el que necesitan estar los enfermos y los moribundos es cerca de otros enfermos y moribundos. Pero para un dinosaurio es peor, mucho peor.
Incluso después de todos estos millones de años -estas decenas de millones de años- de un proceso evolutivo laboriosamente lento, nosotros los dinosaurios seguimos recibiendo la mejor información a través de nuestras narices. Considerando la visión de veinte-veinte y la deficiente audición, nuestro principal sentido es el olfato, y cuando nos privan de él puede llegar a ser una experiencia realmente agotadora. No encontrarás en este mundo nada más patético que un dinosaurio con un resfriado. Gimoteamos, lloriqueamos, nos lamentamos; cuando nuestros pulmones están taponados, parece que nada se mantiene en su sitio, que el mundo ha perdido súbitamente todo color, todo significado. Los más valientes de nosotros vuelven a una infancia llena de mocos, como recién nacidos que acaban de romper el cascarón, y los que ya son de por sí unos quejicas se convierten directamente en seres intratables.
Un hospital no tiene olores. Ninguno que sea de utilidad, al menos, y en esto reside precisamente el problema. Los litros y más litros de desinfectante que derraman cada día sobre suelos y paredes aseguran que ni siquiera una mínima y solitaria molécula consiga salir viva de Dodge City. De acuerdo, lodo se hace en nombre de la buena salud, y puedo llegar a entender que la eliminación de bacterias y malvados microscópicos similares sea útil para combatir las infecciones, pero resulta una verdadera putada para cualquier dinosaurio que pretenda conservar su cordura.
Yo ya la estoy perdiendo y apenas he cruzado la puerta principal.
– He venido a ver a Donovan Burke -le digo a la enfermera de labios finos, que se encuentra muy ocupada meditando sobre una taza de café y el crucigrama de esta mañana, martes.
– Tiene que levantar la voz -dice mientras una goma de mascar se mueve rítmicamente entre sus dientes pequeños y romos. Me inclino de manera instintiva hacia sus mandíbulas trituradoras, con las fosas nasales abiertas y el cerebro implorando un soplo fugaz de Trident de menta, cualquier cosa para combatir esta penetrante sensación de nada que llena el hospital.
– Donovan Burke -repito, retrocediendo antes de que la mujer advierta que le estoy husmeando la boca-. Es Donovan con D.
La enfermera -Jean Fitzsimmons, a menos que esta mañana haya cambiado su placa de identificación con alguna de sus compañeras- suspira como si le hubiese pedido que realizara alguna tarea que estuviese más allá de sus atribuciones, como lamer un par de botas con punteras de metal. Deja el periódico a un lado y sus dedos finos como de pájaro comienzan a moverse sobre un teclado próximo. La pantalla de un ordenador se llena con los nombres de los pacientes, sus respectivas dolencias y los precios, que simplemente no pueden ser correctos. ¿Ciento ochenta y seis dólares por una simple inyección de antibióticos? Por ese dinero va podrían meter en la jeringuilla la vacuna contra el cáncer. La enfermera Fitzsimmons advierte mi estúpida mirada y gira el monitor del ordenador.
– Está en la quinta planta, pabellón F -dice, mientras sus ojos me recorren de arriba abajo-. ¿Es usted un familiar?
– Investigador privado -contesto, sacando mi identificación, en la que figura una bonita foto mía, disfrazado de humano, de una época en la que tenía el dinero y la determinación para mantener mi apariencia: traje hecho a medida, corbata, ojos brillantes y una amplia y amistosa sonrisa, que no revela ninguno de mis dientes más afilados-. Mi nombre es Vincent Rubio. -Tendré que… -Anunciarme. Lo sé.
Es el procedimiento habitual. El pabellón F es un ala especial del hospital, instituida por administradores y médicos dinosaurios, quienes la diseñaron de modo tal que nuestra especie pudiese disponer de un santuario dentro de los límites de un hospital público. Hay clínicas de salud para dinosaurios en todo el país, por supuesto, pero la mayoría de los principales hospitales disponen de pabellones especiales en caso de que uno de nosotros deba ser ingresado para recibir un tratamiento especial, como fue el caso del señor Burke en la madrugada del miércoles pasado.
La historia oficial del pabellón F es que está reservado para pacientes con «necesidades especiales», un espectro de circunstancias que incluye desde preferencias religiosas y atención las veinticuatro horas del día hasta el tratamiento habitual a los VIP. Se trata de una definición lo bastante amplia como para que a los administradores dinosaurios les resulte fácil clasificar a todos sus no humanos como pacientes con «necesidades especiales» y, de este modo, trasladarlos a ellos y sólo a ellos a ese pabellón. Todos los visitantes -médicos incluidos- deben anunciarse a las enfermeras (dinosaurios disfrazados todas ellas), aparentemente por razones de seguridad e intimidad, pero de hecho es para impedir un avistamiento accidental. Parece un sistema peligroso y, de vez en cuando, te enteras de que algún dinosaurio trepa por las paredes a causa de los riesgos que corremos, pero los quejicas nunca presentan una solución mejor que el sistema de que disponemos. Tal como están las cosas, los dinosaurios representan una importante proporción en el seno de la industria sanitaria; el respeto por la medicina y la cirugía es algo que todos los padres dinosaurios tratan de inculcar a sus hijos, aunque sólo sea porque nuestros antepasados se pasaron un montón de millones de años muriéndose a causa de insignificantes enfermedades bacterianas e infecciones menores. Y con todos estos dinosaurios licenciándose en medicina, les resulta sencillo llenar los pabellones de los hospitales -en ocasiones, hospitales enteros- con un personal compuesto básicamente por dinosaurios.
– Ya puede subir -dice la enfermera, y aunque me alegro de alejarme de su expresión ceñuda, esa goma de mascar triturada un millón de veces huele como la más fragante de las ambrosías.
Mientras subo en el ascensor hasta la quinta planta sólo puedo suponer la conmoción que debe de reinar en esa sala en este momento. Las enfermeras trasladan a los pacientes a áreas más seguras, las puertas se cierran y se coloca el pestillo. Es como una operación de seguridad en la prisión del condado, aunque sin los convictos y con guardias mucho más guapos. Como una entidad desconocida, yo represento una amenaza potencial, y todos los signos que impliquen la existencia de dinosaurios deben ser ocultados de la mejor manera posible. Las cámaras y las fotos fijas de mi aproximación no sirven de nada; con la vestimenta tan realista que puede conseguirse hoy, existe una sola manera infalible de distinguir a un ser humano de un dinosaurio con ropas humanas: nuestro olor.
Los dinosaurios vomitamos feromonas como un pozo de petróleo fuera de control que expulsara gases 24-7-365. El olor básico de un dinosaurio es, cuando menos, dulce; una fresca pincelada de pino en una tonificante mañana otoñal, con apenas una pizca de acre niebla de los pantanos para completar la fórmula. Asimismo, cada uno de nosotros tiene su propio aroma, que se mezcla con el olor a dinosaurio, una marca que nos identifica, vagamente equivalente a las huellas dactilares humanas. Me han dicho que yo huelo a fino habano, medio mordido, medio fumado. El olor de Ernie era como una resma de papel carbón recién salida de la copiadora; a veces tengo la sensación de que aún puedo olerle pasando junto a mí.
Pero gracias a las capas de maquillaje, goma y poliestireno con las que mi especie se ve obligada a cubrir nuestra belleza natural todos los días, ahora con frecuencia se necesita una estrecha proximidad -noventa centímetros, un metro- para que un dinosaurio pueda estar completamente seguro de con qué miembro sensible del reino animal está tratando. Por tamo, las precauciones en el pabellón F se mantendrán hasta que yo haya sido registrado por completo, olfativamente y de otra manera, por el personal de enfermería.
Las puertas del ascensor se abren. Yo estaba en lo cierto. Las habitaciones se encuentran cerradas con llave y reina un absoluto silencio. El pabellón aparece tan vacío como el último concierto de los Bay City Rollers al que asistí; un buen espectáculo, por cierto. Una solitaria enfermera, de guardia en su puesto, finge leer un libro de bolsillo que ya es un éxito de ventas. Lleva el disfraz, de una rubia curvilínea, y aunque me siento atraído por la forma humana femenina, sea de reloj de arena o cualquier otra, puedo asegurar que, detrás del disfraz, este dinosaurio posee una excelente infmestructura.
No quiero causar ninguna otra demora, de modo que me deslizo hasta el escritorio, hago una pirueta y dejo al descubierto la parte posterior de mis orejas para permitir que la enfermera disfrute de una buena esnifada de mi viril fragancia. En una ocasión, completamente borracho, intenté este mismo numerito con una hembra humana y me llevé una bofetada, aunque hasta el día de hoy aún no he sido capaz de discernir qué parte del gesto puede considerarse obscena.
– ¡Está limpio! -grita la enfermera, y las puertas de la habitación se abren en rápida sucesión, desplegándose como fichas de dominó desde el centro del pabellón… Los pacientes salen a los pasillos mientras se quejan de los incesantes controles de seguridad. Debajo de las finas batas de hospital alcanzo a ver colas que silban en el aire, púas brillantes, garras que rascan el suelo y, por un instante, fantaseo con la idea de convertirme en paciente del pabellón F, aunque sólo sea para vivir durante unos pocos días en este medio de libertad personal.
La enfermera advierte mi mirada anhelante.
– Tiene que estar enfermo para que lo ingresen -dice.
– Casi desearía estarlo.
– Podría romperle un brazo -bromea ella, y yo declino amablemente la oferta.
Sería algo maravilloso -en verdad, positivamente mágico -tener la posibilidad de liberarme de mis grapas y de mis fajas, y holgazanear por ahí como el velocirraptor que soy durante unos días de despreocupada autoaceptación; pero debo trazar la línea en alguna parte, y esa parte es el dolor físico.
– Liega un momento en el que haríamos cualquier cosa para.ser nosotros mismos -continúa diciendo la enfermera como si me leyera el pensamiento.
– ¿Qué haría usted? -pregunto, activando mi interruptor interno de ligue. Tengo un trabajo que hacer, lo sé, pero Burke no irá a ninguna parte y puede esperar uno o dos minutos mientras yo pongo a prueba mi encanto.
La enfermera se encoge de hombros y se inclina sobre el escritorio.
– ¿Qué haría yo? No lo sé -dice, levantando las cejas de un modo muy sugestivo-. La rotura de un brazo puede resultar en extremo dolorosa.
– Eso es exactamente lo que yo pensaba.
Ella medita mientras desplaza su falsa cabellera sobre el hombro.
– Podría coger un resfriado.
– Demasiado sencillo -digo-. Y eso no serviría para ingresarla en un hospital.
– ¿Un constipado realmente grave?
– Creo que comienza a comprenderlo.
– ¡Por Dios, una enfermedad no! -exclama con una expresión de terror simulado.
– Una enfermedad leve, tal vez.
– Tendría que ser curable -dice ella.
Asiento y me acerco aún más.
– Eminentemente curable.
Eslamos separados por unos pocos centímetros.
La enfermera se aclara la garganta de manera seductora y se inclina aún más hacia adelante.
– Ahí afuera hay algunas enfermedades sociales muy benignas -dice.
Después de haber apuntado su número de teléfono particular me dirijo hacia la suite semiprivada que ocupa Burke, la cuarta puerta a mi izquierda. Toda clase de pacientes, impertérritos ante mi presencia, pasan junto a mí sin decir nada mientras recorro el pasillo. Hay heridas cubiertas con vendajes, bolsas de suero intravenoso unidas a los brazos, colas sujetas por tracción, y todo el mundo se encuentra comprensiblemente más preocupado por su estado de salud que por la aparición de un nuevo extraño en un pabellón de hospital ya atestado de gente.
El rótulo en la puerta de la habitación indica el nombre de Burke y el de su compañero de cuarto, un tal Felipe Suárez. Asomo la cabeza a través de la puerta abierta, asegurándome de dibujar una amplia sonrisa en mi rostro. En este mundo hay dos clases de testigos: aquellos que responden a una sonrisa y los que responden a la extorsión. Espero que Burke pertenezca al primer grupo, porque no me gusta ponerme violento si puedo evitarlo, y en los últimos nueve meses no he golpeado a nadie. Sería muy agradable seguir con esta tendencia. Además, violaría algunas importantes reglas de Emily Post al golpear a un velocirraptor hospitalizado.
Pero todavía no hay necesidad de preocuparse por esos detalles. Las camas han sido separadas con cortinas y mi única visión de la habitación está bloqueada por un par de diáfanas sábanas blancas, que ondean como banderas de rendición bajo la brisa que produce un ventilador sujeto en el techo. Un armario abierto revela dos disfraces vacíos, colgados en sus respectivas perchas, y un par de cuerpos humanos deshinchados y combados sobre el suelo desinfectado.
– ¿Señor Burke? -llamo.
No hay respuesta.
– ¿Señor Burke?
– Está durmiendo -me dice una voz narcotizada desde la parte izquierda de la habitación.
Entro de puntillas en la habitación y me acerco a la cama protegida por las cortinas. La pequeña silueta que se adivina detrás de la cortina -el señor Suárez, supongo- emite un gruñido como el de un Chevy V-8 intentando girar mientras él hace un esfuerzo por incorporarse.
– ¿Tiene idea de cuándo despertará? -pregunto. Del lado de la habitación que ocupa Burke no llega ningún sonido, ni un ronquido, nada.
– ¿Cuándo se despertará quién?
– El señor Burke. ¿Tiene idea de cuándo despertará?
– ¿Tiene chocolate?
Por supuesto que no tengo chocolate.
– Por supuesto que tengo chocolate.
La sombra tose un par de veces y se incorpora un poco más en la cama.
– Venga aquí -dice-. Corra la cortina, déme un poco de chocolate y hablemos.
No puedo pensar en ningún dinosaurio conocido al que le guste el sabor del chocolate. Nuestras papilas gustativas no están equipadas para disfrutar de las ricas texturas de esas delicadezas, y aunque a lo largo de los siglos hemos aprendido a ingerir toda clase de sustancias grasientas, el algarrobo y sus primos nunca han ocupado un puesto destacado en nuestra lista de gustos adquiridos. Pero ciertos dinosaurios son capaces de zamparse cualquier cosa. Con una vaga sospecha de lo que me espera (¡Dios, espero equivocarme!), aparto las cortinas…
Suárez es un Compsognathus. Lo sabía. Y ahora tendré que mantener una conversación con la criatura, y esto puede llevarme unas buenas seis o siete horas.
– ¿Y bien? -pregunta, abriendo lentamente sus brazos frágiles y ajados-. ¿Dónde está el chocolate?
Suárez es aún más feo que la mayoría de Compsognathus que he visto, pero probablemente sea el resultado de la enfermedad que ha contraído. Su pellejo es una mezcla de manchas amarillas y verdes, y no alcanzo a decidir si se trata de una mejoría con respecto al color marrón de excremento, normal en su especie. Su pico flexible está lleno de cicatrices de viruela; son pequeñas manchas putrefactas que me recuerdan una antigua vestimenta devorada por las polillas que se consume en mi armario de repuesto. Y su voz -¡esa voz!- apenas se diferencia de la del conductor de la grúa, con un toque de ingestión de helio.
– ¡Eh!, ¿dónde está el chocolate? -chilla, y tengo que hacer un esfuerzo para reprimir el deseo de ahogar al dueño de esas cuerdas vocales con una almohada. Sería demasiado fácil.
– El chocolate vendrá después -digo, alejándome de la cama-. Primero hablaremos de Burke.
– Primero el chocolate.
– Usted habla primero.
El Compsognathus se enfada. Yo me mantengo en mi postura. Él se enfada un poco más. Yo silbo. Él golpea la barandilla de la cama con sus débiles puños, y yo bostezo exageradamente y exhibo mi excelente higiene dental.
– De acuerdo -dice finalmente-. ¿Qué quiere saber?
– ¿A qué hora se despierta Burke? -pregunto.
– Él no está despierto.
– Sé que no está despierto ahora. Quiero decir, ¿cuánto tiempo acostumbra a dormir?
– Él siempre duerme.
Ya tengo suficiente. Meto la mano en el bolsillo y simulo coger algo aproximadamente del tamaño de un Snickers. Mantengo la mano (vacía) en el aire y me encojo de hombros mirando a Suárez.
– Me parece que no conseguirá su chocolate -digo.
Tío, a veces tienes que tratar a estos retrasados como si fuesen niños.
– ¡No, no, no, no, no! -grita; es una nota estridente y aguda que asciende más alto y más fuerte de lo que el mejor de los castran podría soñar con alcanzar. Los vasos de agua deben de estar haciéndose añicos en toda el área metropolitana.
Una vez que mis tímpanos han asimilado sus chillidos, me inclino hacia la cama de Burke y muevo los pabellones de las orejas. Nada; ni un gorjeo. Y después de esa notable muestra cacofónica… Bueno, tal vez sea verdad que Burke no se despierta nunca.
– ¿Está diciendo que Burke se encuentra en estado de coma? -le pregunto a Suárez.
– Sí-dice-. Coma. Coma. ¿Chocolate?
¡Ah, diablos! ¿Por qué Dan no mencionó nada de esto cuando nos encontramos en el club?
– ¿Chocolate?
Sin preocuparme por la posibilidad de despertar a mi testigo, cruzo la habitación y echo un vistazo detrás de la cortina que protege la cama de Burke. Me asalta el olor a una celebración humana del día de Acción de Gracias; los intensos olores a jamón ahumado y pavo asado me golpean los senos nasales. Entonces veo los vendajes cuajados de sangre; la carne, arrugada y desgarrada por las llamas; las llagas, las heridas, el pus supurando como si fuese natilla. Mis ojos se quedan pegados al pellejo carbonizado en el que se ha convertido este pobre velocirraptor, tan parecido a mí en tamaño y forma.
Minutos más tarde recobro el conocimiento. Mis rodillas parecen dos flanes y me cuesta conseguir que las manos me dejen de temblar. De alguna manera me las he ingeniado para mantenerme erguido y, de alguna manera también, me las he arreglado para cerrar la cortina. Ahora, contra la sábana traslúcida sólo se advierte una sombra inmóvil y cansada que puede ser o no el cuerpo comatoso y devastado de Donovan Burke. Y aunque me siento aliviado de tener la posibilidad de mirar nuevamente una tela blanca, descubro en mi interior el perverso deseo de apartar la cortina y empaparme en otra larga mirada, como si el hecho de fundir los efectos de ese terrible accidente en mi cerebro pudiese impedir que me sucediera a mí. Pero los insistentes gemidos de Suárez me arrancan de mis fantasías.
– ¡Chocolate!
– ¿Él…, Burke…, habla alguna vez?-pregunto.
– ¡Oh, sí!, a veces había -dice el Compsognathus-. Y lo hace en voz alta, muy alta.
Entonces no está en coma. Decido no instruir a Suárez acerca de esta diferencia.
– ¿Qué…? ¿Qué dice él? -Lo último que quisiera sacar de esta aventura es contagiarme de la forma de hablar del Compsognathus.
– Llama a algunas personas. Dice nombres -continúa Suárez-. Grita Judith, Judith, y luego gime en voz alta.
– ¿Judith?
– ¡ Y grita J. C!
– ¿J. C? ¿Como las iniciales?
– ¡Judith, Judith! -Suárez se echa a reír, y la saliva cae sobre las sábanas-. ¡J. C! ¡Judith!
Me paso la mano por el pelo falso; es un gesto que adopté cuando era un crío que aún estaba aprendiendo a actuar como un consumado humano. Se trata de una señal no verbal destinada a indicar frustración, o eso al menos me han dicho, y he sido incapaz de eliminarla del léxico de mi lenguaje corporal.
– ¿Qué más dice? Continúe.
– A veces llama a su madre -dice Suárez en voz muy queda, como si estuviese revelando un secreto guardado durante miles de años-, y otras veces sólo llama a Judith. ¡ Judith!
Llego a la conclusión de que éste es un momento tan bueno como cualquier otro para comenzar a apuntar lo que Suárez me está diciendo. «Grita llamando a Judith» encabeza la lista, aunque sólo sea porque el Compsognathus no deja de repetirlo. «J. C.» ocupa el segundo lugar, y «mamá» el tercero. Lo lamento mucho, mamá.
– ¿Ha recibido alguna visita? -pregunto.
– ¡Yo recibo visitas! -chula Suárez, y procede a enseñarme el conjunto de fotografías de tres por cinco que se encuentran sobre la mesilla de noche. Algunas son lotos auténticas de otros Compsognathus, criaturas pequeñas y nervudas, con un obvio parentesco con el señor Felipe Suárez., mientras que otras son ligeramente más sospechosas: instantáneas de bellos estegosaurios y brontosaurios, probablemente modelos que aún no han sido quitados de sus marcos.
– Son muy bonitas-digo-. Mucho. -Cierro los ojos y… ahí está otra vez: la migraña se abre paso a través del cerebro. Respiro profundamente y hablo con lentitud-. Lo que necesito saber es si él, el señor Burke, el velocirraptor que ocupa esa cama, ha recibido alguna visita.
– ¡Oh! -dice Suárez, parpadeando rápidamente-. ¡Oh!
– ¿Entiende lo que le digo?
– ¡Oh, sí, sí!
– ¿Sí ha tenido visitas, o sí lo entiende?
– Sí visitas. Una, una visita.
Finalmente:
– ¿Era un familiar? ¿Un amigo?
Suárez inclina la cabeza hacia un lado, como un perro que se pregunta «cuándo piensas lanzar el jodido Frisbee», y una sonrisa se convierte en un lento forúnculo en su pico.
– ¿Quién era? -pregunto-. ¿Alcanzó a oír algún nombre?
– ¡Judith! -grita, rompiendo a reír a carcajadas -. ¡Judith, Judith, Judith!
Me largo de la habitación y el sonsonete de Suárez retumba en mis oídos. Todo el viaje ha sido una jodida pérdida de tiempo, como suele ocurrir habitualmente cuando hay un Compsognaihus involucrado. Considero la posibilidad de interrogar a mi flamante amiga enfermera -se llama Rita, y es una alosaurio, ¡brrrr!- acerca de las visitas que ha tenido Burke. Sé que ella lo haría por mí, a pesar de la cuestionable legalidad del procedimiento, pero no quiero causarle problemas. Al menos, todavía no, y ciertamente no estando sobrio. Pero le hago una pequeña seña, un gesto de te-veré-des-pués-nena, mientras paso junto al escritorio, y ella me guiña un ojo.
– Creo que será mejor que eliminen el chocolate de la dieta del señor Suárez -sugiero. La ira residual por la inutilidad del Compsognathus se abre paso a través de mi renuencia habitual a causarles problemas a los seres débiles-. Parece bastante hiperactivo -añado mientras me dirijo hacia el ascensor.
Rita se muerde el labio inferior. ¡Ah, Señor!, ella conoce los movimientos y sólo con mirar a esa muñeca me estoy volviendo loco.
– ¿Son órdenes del médico? -dice.
– Mejor aún -contesto-. Son órdenes de Vincent.
Las puertas se cierran y me felicito a mí mismo por ser un reptil tan agradable.
Una vez de regreso en la oficina hago un buen trabajo por teléfono maldiciendo a Dan por no haberme dicho que Burke se encontraba en un estado tan lamentable. He perdido la tarde, pero me doy cuenta de que no me afecta demasiado. A pesar de mis absurdas corazonadas, el incendio en el club Evolución, aunque trágico, presenta todos los indicios de un accidente, y estoy preparado para presentar mi informe, coger los mil pavos de Teitelbaum y recuperar las horas de sueño que necesito.
– Si te hace sentir mejor -dice Dan-, he conseguido más información acerca de ese Lío. Acabo de sacarla de sus antecedentes. Podría enviártela por fax.
– ¿Algún dato interesante? -pregunto.
– Fecha de nacimiento, antecedentes laborales, esa clase de cosas. No, nada interesante.
– Envíamela de todos modos -digo-, para que el cliente se sienta feliz.
Por los dos minutos que me lleva escanear el fax, Teitelbaum puede cargarle diez minutos extras a la compañía de seguros. Las tarifas diarias funcionan sobre una base prorrateada, y los honorarios se elevan hasta el cielo.
Los documentos llegan un momento después. La máquina escupe seis de las dieciocho hojas que he dejado a mi nombre. Prácticamente todos los muebles han sido embargados, al igual que los escritorios, los armarios y las persianas venecianas, pero aún conservo una línea telefónica y una máquina de fax, restos de los días en los que pagaba todo en metálico.
Se trata de la basura habitual, una información descartable de la que no puedo obtener nada que ya no sepa. Donovan Burke, nacido en el este, bla, bla, bla; padres fallecidos, bla, bla, bla; nunca se casó, no tiene hijos, etc.; gerente de un club nocturno, bla, bla, bla; el último empleo conocido antes de hacerse cargo del club Evolución fue en Nueva York y trabaja para…
¡Oh, oh! Esto es interesante.
El último empleo conocido antes de hacerse cargo del club Evolución fue en Nueva York y trabajaba para el difunto Raymond McBride. Parece ser que el señor Burke dirigía un club para McBride en el Upper West Side llamado Pangea; luego, hace dos años, se largó de la ciudad alegando «diferencias creativas» con el propietario donjuán. A las pocas semanas consiguió el respaldo suficiente para establecerse en Studio City, sin perder un solo segundo en probar su suerte con la fama y la fortuna al más puro estilo Los Ángeles.
Interesante, sí. ¿Útil? En realidad, no.
Lo que sí resulta sugestivo es este pequeño párrafo impreso discretamente al final de la página: la esposa de McBride era la que realmente estaba comprometida en los asuntos relacionados con el club nocturno del magnate. La esposa de
McBride era quien trabajaba estrechamente con Donovan Burke en el Pangea. La esposa de McBride era con quien Burke había tenido sus «diferencias creativas», y la esposa de McBride era quien lo había despedido a cinco mil kilómetros de distancia.
El nombre de la dama, naturalmente, es Judith.
Llamo a Dan y le digo que he recibido su fax.
– ¿Te ha servido de algo? -pregunta.
– No-contesto-, de nada en absoluto. Gracias de todos modos.
Mi siguiente llamada es al agente de viajes de TruTel, y tres horas más tarde atravieso el país en un viaje de ida y vuelta por 499 dólares con destino a Wall Street.