No puedo negarlo: esta noche le he dado duro a la albahaca y me he pasado de rosca. Medio ramillete en el club Tar Pit, otro cuarto en los lavabos, medio más mientras conducía por la Ciento Uno, dos en tanto esperaba en el coche, y ahora es cuando el colocón comienza a invadir el cráneo, un pelotazo que me tiene saltando sobre mi propia cola. He conseguido la hierba fresca esta misma noche; media libra en Trader's Joe, en la zona de La Brea. Gene, el encargado del garito, siempre tiene una reserva oculta para sus clientes especiales, y aunque ocasionalmente se necesitan cinco o diez pavos para mantener a Gene de buen humor, no hay otra hierba como la albahaca de Gene. Te pone a cien, y deseas alcanzar un estado alucinógeno total cuando, de pronto, ya lo has conseguido, y entonces te preguntas cómo cono es posible que nunca antes hayas estado en ese lugar.
La cámara cuelga de mi cuello sin la cubierta del objetivo; tira con fuerza de mí, implorando entrar en acción. Se trata de una mierda de Minolta que compré por cuarenta pavos; es de pésima calidad por donde se la mire, pero no puedo husmear en la vida de los demás sin una cámara y el mes pasado no conseguí ganar la pasta suficiente como para sacar la buena de la casa de empeños. Por eso, necesito este trabajo; por eso, y para pagar la hipoteca, y el coche, y las tarjetas de crédito.
Un par de faros atraviesan la oscuridad, arrastrándose lentamente por las calles. También hay luces intermitentes, anaranjadas: polis. Me hundo en el asiento. Soy bajo. No me ven. El coche pasa de largo. Las luces traseras inundan los tranquilos suburbios con un baño de pálido carmesí.
En el interior de esa casa, al otro lado de la calle -esa casa, allí, con el jardín perfectamente cuidado, las falsas luces de gas de seguridad, el camino particular de hormigón-, se encuentra la potencial salvación de este mes para mí. En otro tiempo, un caso así habría significado una renta de entre veinte y cincuenta mil dólares una vez que Ernie y yo hubiésemos terminado de incluir honorarios, gastos y cualquier cosa que se nos hubiese pasado por la cabeza en el momento de hacer la factura; hoy, sin embargo, tendré suerte si consigo sacar novecientos pavos. Me duele la cabeza. Me meto otro poco de albahaca en la boca, y mastico, mastico, mastico.
Es el tercer día de una operación de vigilancia de tres días. He dormido en el coche, he comido en tugurios infestados de ratas y tengo los ojos hechos polvo por el esfuerzo de discernir los detalles a distancia. Llevo una hora y media sentado en el coche, esperando a que se enciendan las luces del dormitorio. Es inútil tomar fotografías de una ventana oscura, y un informe de primera mano no sirve de nada. A las esposas furiosas les importa un huevo lo que un detective privado pueda ver u oír. Somos personas no gratas. Ellas quieren fotos, muchas fotos. Algunas quieren vídeos. Otras quieren sonido. Todas quieren pruebas. Así pues, si bien yo he sido testigo presencial de cómo el señor Ohmsmeyer tontea, acaricia, abraza y, en general, pone cara de imbécil ante una mujer que no es su esposa y tampoco un miembro cercano de su familia, y aunque mi instinto me dice que él y esa muñeca desconocida han representado un huracán sexual a través de las habitaciones de esa casa durante los últimos noventa minutos, eso no significa nada para la señora Ohmsmeyer, mi dienta, hasta que yo no sea capaz de plasmar la juerga en un negativo; de modo que estaría encantado si se limitasen a encender las jodidas luces.
Una luz ilumina de pronto la sala de estar, y las siluetas se recortan detrás de las cortinas. Busco a tientas la manija de la puerta, y doy un ligero empujón. Ya estoy fuera del coche y me tambaleo en dirección a la casa; el disfraz humano de mis piernas me traiciona a cada paso. Es curioso que el suelo forme esos nudos. Me detengo, recupero el equilibrio, vuelvo a perderlo. Un árbol cercano detiene mi caída.
No me preocupa que alguien pueda verme u oírme, pero desmayarse en el jardín de una casa en un estado de estupor causado por el exceso de albahaca puede acarrear complicaciones cuando amanezca. Haciendo un esfuerzo, con los músculos flexionados y las piernas ligeramente dobladas, atravieso el jardín, salvo un pequeño seto y me doy de bruces contra la tierra. El barro salpica mis pantalones; ahí se quedará. No tengo dinero para una limpieza en seco.
La ventana es baja; la parte inferior del marco queda justo por encima de mi línea de visión. Las cortinas son finas, probablemente de algodón; un asco para las fotografías. Ahora las siluetas están bailando. Resultan figuras brumosas que se mueven hacia atrás, dos-tres, y a la izquierda, dos-tres. Por los gemidos y gruñidos amortiguados que me llegan, yo diría que están preparados para una noche de acción.
El objetivo está dispuesto. Enfoco, enmarcando la escena para obtener una limpia y nítida instantánea; aunque, bien mirado, no debe ser demasiado limpia. Ningún tribunal dictaría una sentencia firme de divorcio, con un arreglo sustancioso, sobre la base de una fotografía que probara el flagrante adulterio desde la perspectiva de una composición de Ansel Adams. Lo que es ilícito debe parecer ilícito. Tal vez sea suficiente una pequeña mancha en la copia, un borrón accidental; eso sí: la toma ha de hacerse siempre, siempre, en blanco y negro.
Se enciende otra luz, esta vez en el pasillo. Ahora puedo distinguir algunos rasgos, y está muy claro que los dos amantes han mudado sus pieles. Las colas extendidas se agitan en el aire; las garras expuestas dejan surcos en el papel de la pared. La pasión lleva a la pareja a cometer imprudencias; incluso puedo ver el disfraz de mamífero de la mujer detrás del sofá, el pelo rubio tejido entre los cojines que yacen en el suelo y brazos humanos que cuelgan flácidos sobre el borde del sofá como una cinta de caja registradora. Dos formas demasiado concentradas en su libido como para ocultar sus posturas naturales se mueven pesadamente a través del pasillo, en dirección al dormitorio. Tengo que llegar a la ventana de esa estancia.
Consigo ponerme de pie antes de volverme a caer hacia atrás; entonces decido que lo mejor es que me arrastre hacia el costado de la casa. Hay tierra, lodo y suciedad, pero resulta preferible a tratar de levantar la cabeza por encima de las rodillas. En mi recorrido paso junto a un bello jardín y vomito sobre un parterre cubierto de begonias. Empiezo a sentirme mucho mejor.
La ventana del dormitorio es un amplio mirador, que afortunadamente queda oculto detrás de las frondosas ramas de un roble cercano. Las cortinas, aunque corridas, se han separado ligeramente, y es a través de esa abertura por donde conseguiré las mejores fotos. Un rápido vistazo…
El señor Ohmsmeyer, respetado contable y padre de tres hermosos Iguanodon, se ha quitado completamente su disfraz humano. La cola está extendida en posición de apareamiento, tiene las garras contraídas por razones de seguridad, y un juego completo de dientes afilados como cuchillas de afeitar prueba el aire saturado de feromonas. El señor Ohmsmeyer está colocado encima de su amante, un ejemplar de Ornithomimus de proporciones normales: un buen saco de huevos, finas patas delanteras, pico redondeado y cola apropiada. No veo nada extraordinario en ese dormitorio; no alcanzo a entender qué clase de urgencia es la que incita al señor Ohmsmeyer a romper sus sagrados votos matrimoniales, pero quizá resulta difícil para un solterón veterano llegar a comprender las pasiones que consumen a los hombres casados. Sin embargo, no tengo que entender nada; simplemente debo tomar fotografías.
El obturador no es tan silencioso como a mí me gustaría, pero con todo el ruido que comenzarán a hacer esos dos dentro de un minuto, pasará desapercibido. Empiezo a disparar, ansioso por sacar la mayor cantidad de fotografías posible. La señora Ohmsmeyer ha accedido a pagar el coste de las películas y los revelados que sean necesarios para el buen fin de mi investigación, y si tengo suerte, no se dará cuenta de que también costeará la factura de algunas fotos que tomé el año pasado durante la excursión de pesca a Beaver Creek.
Se establece un ritmo regular: uno, dos, empujar; pausa, pausa, pausa; cuatro, cinco, retroceder; pausa, pausa; repetir.
El señor Ohmsmeyer tiene una forma intensa y brusca de copular (estilo meter-el-gol-desde-cualquier-posición), que estoy acostumbrado a ver en los adúlteros. En el proceso hay una clara urgencia y tal vez incluso un poco de ira en el movimiento de las caderas. Su flanco marrón y escamado se frota sin ninguna delicadeza contra la verde Ornithomimus, y la frágil cama con dosel cruje y se mece con cada embestida de] señor Ohmsmeyer.
Ellos continúan. Yo continúo. Clic, clic, clic. Este juego de fotografías representará lo que espero que sea el final de una investigación de dos semanas que no ha sido especialmente sencilla ni interesante. Cuando la señora Ohmsmeyer acudió a mi despacho hace quince días y me explicó la situación, yo pensé que se trataría del típico caso de cuernos, jodidamente aburrido pero que en tres días estaría resuelto; de ese modo, tal ve/, podría mantener a raya a mis acreedores durante una semana. Y considerando que era la primera mujer que atravesaba la puerta de mi despacho desde la rectificación del Consejo, acepté el trabajo antes de que dijera la última palabra. Lo que la señora Ohmsmeyer no me dijo, y lo que descubrí muy pronto, fue que el señor Ohmsmeyer presentaba una seria complicación, ya que, de alguna manera, había logrado tener acceso a una notable cantidad de disfraces humanos y no mostraba ningún pudor en cambiárselos con frecuencia. En determinadas situaciones, naturalmente, los disfraces de repuesto están permitidos, pero sólo cuando la orden procede de la fuente adecuada y se dispone de un número de identificación personal correcto. Pero teniendo en cuenta la cantidad de dinosaurios que cambian su identidad cuando les sale de las narices, en estos días resulta extremadamente fácil falsificarla. Es una clara violación de las normas del Consejo -de eso no hay duda alguna-, pero soy la última persona que presentaría cargos contra el señor Ohmsmeyer ante esa jodida organización.
Así pues, podía limitarme a vigilar la casa, instalar mi trasero en el coche y observar como un halcón; sin embargo, ¿quién podía saber dónde desarrollaría luego sus actos amorosos ese lío lujurioso? En una ocasión le seguí la pista a uno a quien le gustaba follar en las vigas maestras que hay debajo de los puentes, y a otro que sólo lo hacía en los lavabos del Hogar Internacional de las Tortillas. De este modo, si bien la vigilancia era una opción a tener en cuenta -y finalmente he acabado en el hogar familiar-, aún quedaba el problema de no perder de vista al señor Ohmsmeyer. Pero una vez que decidí meter mi nariz -mi principal fuente instintiva-, todo encajó perfectamente en su lugar.
El señor Ohmsmeyer exudaba un olor antiséptico, casi granulado, con un toque de lavanda en)os bordes; muy propio de un contable. También era intenso; podía olerlo a ciento cincuenta metros. Así, la siguiente vez que trató de practicar el cambio de imagen, las cosas sucedieron de este modo: entró en un restaurante vestido como el señor Ohmsmeyer y salió dos horas más tarde disfrazado de una anciana dama asiática con un andador. Pero daba igual, ya que dejó detrás de él grandes nubes de feromonas que flotaban como un rastro de migajas, y yo seguí ese sendero olfativo mientras el señor Ohmsmeyer llevaba a su muñeca a esta calle, esta casa y esta ventana del dormitorio. Se trataba de un movimiento realmente arriesgado, puesto que había convenido una cita clandestina en el mismísimo hogar familiar. No obstante, la señora Ohmsmeyer y los niños pasan el fin de semana en casa de una hermana en Bakersfield, de modo que el señor Ohmsmeyer está a salvo de un inoportuno descubrimiento por parte de su esposa legítima.
Ya he tirado tres rollos de película y casi es la hora de cerrar la tienda. Justo a tiempo también, puesto que el señor Ohmsmeyer está a punto de dar por terminados sus juegos y la diversión. Puedo deducirlo por los gruñidos que salen del dormitorio, cada vez más intensos, profundos y estridentes. El sonido reverbera por toda la casa y hace vibrar los cristales de la ventana. Los dos dinosaurios entrelazados se flexionan ante mis ojos, y el ritmo se intensifica mientras la Ornithomimus comienza a aullar, con los labios tensos, impulsando el cuerpo hacia arriba. Ciñe las patas con fuerza alrededor de la cola de su amante, ese pellejo de papel de lija teñido de sangre, que cambia de verde a púrpura y alcanza un caoba intenso barnizado con una capa de sudor. El señor Ohmsmeyer jadea con fuerza; la lengua lame el aire, el vapor que escapa de su lomo arrugado, mientras gira la cabeza hacia un lado, con la boca por completo abierta y comienza la última ascensión, preparándose para consumar totalmente su lujuria… Oigo un ruido a mis espaldas; metálico, chirriante. Conozco ese ruido. Conozco ese sonido metálico. Conozco ese tañido de metal contra metal, y no me gusta nada. Olvidando mi anterior falta de coordinación, me pongo de pie y me precipito contra el grupo de setos más cercano -a la mierda Ohmsmeyer, a la mierda el trabajo-, y las ramas se quiebran mientras caigo sobre ellas, como un aventurero enloquecido que avanza a machetazos a través de la maleza. Giro como una peonza y estoy a punto de perder el equilibrio mientras me dirijo hacia el frente de la casa. Me paro en seco a medio camino entre un gnomo de jardín y el espectáculo más aterrador que estos ojos han contemplado jamás. Alguien está remolcando mi coche con una grúa. -¡Eh! -grito-. ¡Eh, usted! ¡Sí, usted! El pequeño y regordete conductor de la grúa alza la vista; tiene la cabeza aparentemente separada del cuello, y enarca una ceja gruesa y velluda. Puedo oler su aroma desde veinte metros de distancia: verduras fermentadas y alcohol etílico, una mezcla potente que casi hace que se me salten las lágrimas. Demasiado pequeño para ser un Triceratops, de modo que debe tratarse de un Compsognathus, un detalle que convertirá la conversación en una situación realmente frustrante.
– ¿Yo? ¿Yo? -pregunta con voz chillona, y sus palabras tienen el mismo efecto de dos cristales frotados en mis oídos. -Sí, usted. Ése es mi coche. Esto…, esto que hay aquí… es mío.
– ¿Este coche?
– Sí -repito-, este coche. No he aparcado en zona prohibida. No puede llevárselo.
– ¿Aparcado en zona prohibida? No, no está aparcado en zona prohibida.
Sacudo la cabeza furiosamente, esperando que las pistas no verbales puedan ayudar en este caso.
– Sí, sí, exacto. El bordillo no está pintado de rojo, no hay ninguna señal… Por favor, desenganche mi coche de la grúa…
– ¿Se refiere a este coche?
– Sí, eso es. Sí. Ese coche. El Lincoln. Haga el favor de desengancharlo de su grúa, y así podré marcharme. -No es suyo.
El tío resume la situación asegurando el montacargas en el eje frontal.
Me acerco al coche por la portezuela del acompañante, busco en la guantera -goma de mascar, mapas, un molinillo de orégano seco- y saco los arrugados papeles del coche. -¿Lo ve? Aquí pone mi nombre.
Coloco la documentación bajo sus narices, y el tío la estudia durante un momento. La mayoría de Compsognathus presenta serios problemas de alfabetización. -No es suyo -repite.
No tengo ni tiempo ni disposición anímica para comprometer a este dinosaurio con claro retraso mental en un debate filosófico con respecto a la naturaleza de la propiedad, de modo que creo que lo que se impone es un poco de intimidación.
– Usted no debe hacer esto -le digo, optando por un susurro cómplice-. Tengo algunos amigos muy poderosos.
No es más que un pésimo farol, pero, en cualquier caso, ¿qué diablos puede saber un Compsognathus?
El tío se echa a reír, el pequeño y jodido cabrón. Emite una carcajada que parece elcloqueo de una gallina, y sacude la cabeza hacia adelante y hacia atrás. Considero la posibilidad de lanzar un ataque controlado, pero ya he tenido bastantes problemas con la ley en los últimos meses y no veo la necesidad de añadir otro delito a la lista.
– Sé muchas cosas de usted -dice el Compsognathus-. Al menos sé todo lo que necesito saber.
– ¿Qué? Escuche un momento… Verá…, necesito el coche para mi trabajo…
De pronto, la puerta principal de la casa se abre, y el señor Ohmsmeyer, que se ha vuelto a disfrazar batiendo todos los records, echa a andar decididamente por el camino particular. Se trata de una demostración de velocidad realmente impresionante, teniendo en cuenta que a la mayoría de nosotros nos lleva entre diez y quince minutos aplicarnos el maquillaje y el traje de látex humano más básico. Como dato aleatorio diré que la abrazadera D-9, colocada debajo del disfraz, en el costado izquierdo del pecho, está desprendida -puedo verla incluso a través del disfraz-, pero es algo que un mamífero jamás sería capaz de reconocer. Sus ojos miran a ambos lados, nerviosos, paranoicos, escudriñando la calle a oscuras en busca de cualquier señal que pueda delatar la presencia de su amada esposa. Tal vez oyó mi precipitada retirada de los matorrales; tal vez interrumpí su climax.
– ¿Qué demonios está pasando aquí? -pregunta con un gruñido.
Estoy a punto de contestarle cuando el conductor de la grúa me entrega una hoja de papel. Dice: «Byron. Cobranzas y Recuperaciones», en negrita y en cuerpo veinte, e incluye el número de teléfono y algunos ejemplos de sus tarifas. Alzo la vista, y varias respuestas indignadas se convierten en espuma en mis labios…
Descubro que el Compsognathus ya se encuentra sentado detrás del volante de la grúa; acciona el mecanismo que levanta el Lincoln y lo deja colgando sobre las ruedas traseras. Entonces salto hacia la puerta abierta con las garras extendidas, y la puerta se cierra violentamente delante de mis narices. El muy hijo de perra se ríe desde detrás del cristal. Sus rasgos angulosos casi me desafían para que me ponga ante el camión, para que entregue mi vida por la vida de mi automóvil, algo que en Los Ángeles no resulta tan extraño.
– Cuando pague al banco -grazna a través de la ventanilla cerrada- podrá recuperar el coche.
Y con un gesto de los brazos huesudos del Compsognathus, la grúa encaja la primera y se aleja arrastrando mi amado Lincoln Continental Mark V.
Me quedo mirando la calle desierta durante un momento, aun después de que las luces traseras de la grúa han desaparecido tragadas por las sombras de la noche.
Ohmsmeyer se encarga de devolverme a la realidad. Me está mirando las piernas, las manchas de barro que llevo en los pantalones. Una lenta oleada de furia traza una profunda arruga en su frente. Sonrío, tratando de disipar cualquier muestra de violencia.
– ¿Supongo que no podría utilizar su teléfono?
– Usted estaba entre mis matorrales… -En realidad, yo… -Usted estaba en la ventana… -Aquí hay una cuestión técnica que me gustaría… -¿Para qué cono es esa cámara? -No, verá… Creo que usted se confunde… No puedo continuar porque un rápido golpe en el estómago me dobla en dos. Es un golpe de peso pluma, nada más, pero la combinación del golpe del jodido mamón con cinco ramilletes de albahaca me ha aturdido y a punto estoy de largarla segunda mitad del almuerzo. Retrocedo y alzo las manos por encima de la cabeza en un gesto de semirrendición. Eso ayuda a que se disipe la sensación de náusea. ¡Diablos!, podría repeler el ataque -incluso completamente disfrazado podría hacerle morder el polvo a este contable, y sin las correas y las fajas y las hebillas que llevo puestas, podría arrancarles la piel a tiras a dos Iguanodon y medio-, pero los acontecimientos de la noche han perdido todo su encanto y prefiero dar por terminados los festejos. -¿Quién cono se cree que es? -pregunta, mirándome con gesto amenazador y preparado para volver a golpear-. Puedo olerle desde aquí. Velocirraptor, ¿verdad? Tengo ganas de denunciarle ante el Consejo.
– No sería el primero -digo, irguiéndome otra vez y mirando al tío a los ojos. ¡Qué diablos!, las fotos estarán listas por la mañana y hasta podría darle a este pobre tío un poco de ventaja en cuestiones legales.
Extiendo la mano y, ante mi sorpresa, el Iguanodon la estrecha.
– Mi nombre es Vincent Rubio -digo-. Soy investigador privado y trabajo para su esposa, Y si yo fuese usted, señor Ohmsmeyer, comenzaría a buscarme un buen abogado especializado en divorcios.
Silencio. El dinosaurio comprende que lo han cogido, y que lo ha hecho el mejor. Me encojo de hombros y esbozo una débil sonrisa. Pero mientras su ceño se arruga, me doy cuenta de que no es la expresión facial adecuada para expresar miedo, ira, traición o cualesquiera otras emociones que yo pudiese esperar. Este tío sólo está… confuso.
– ¿Ohmsmeyer? -dice, y empieza a comprender lo que está pasando-. ¡Oh!, ¿usted quiere a Ohmsmeyer? Vive en la casa de al lado.
Es una hermosa noche. Decido regresar a casa andando. Con un poco de suerte, tal vez conseguiré que me atraquen.
En la ventana aún se lee «Watson y Rubio. Investigaciones Privadas», aunque Ernie lleva muerto nueve meses. No me importa. No pienso cambiarlo. Un cabrón del edificio vino con la intención de quitar el Watson de la ventana pocas semanas después de que Ernie se hubiese despedido de este mundo, pero le obligué a largarse por piernas con una escoba y una botella de ron rota. Afortunadamente el alcohol no me afecta, porque si no hubiese estado mucho más cabreado… Era un ron bastante caro.
La oficina tiene ese olor a alfombra mohosa, a vieja dama, a olvidé-meter-la-ropa-en-la-secadora. Estoy acostumbrado a aspirarlo cada vez que regreso de una sesión maratoniana de vigilancia, lo que resulta sorprendente cuando se tiene en cuenta que se llevaron la alfombra hace dos meses. Aun así, no importa con cuánto esmero desinfecte la oficina antes de emprender un viaje, porque esas jodidas bacterias encuentran siempre la manera de reunirse, reproducirse y contaminar cada centímetro cuadrado de este lugar; algún día cogeré a esas pequeñas mamonas. Todavía no he llegado al estadio de venganza personal, ya que resulta francamente difícil guardarle rencor a un organismo unicelular, pero estoy haciendo un esfuerzo por alcanzar el siguiente nivel.
Además, olvidé sacar la basura antes de marcharme, y encima la oficina está más fría que un glaciar del mesozoico. Parece ser que dejé el aire acondicionado en funcionamiento todo el jodido tiempo y ni siquiera me atrevo a pensar en las consecuencias que eso tendrá en la factura de la electricidad. He tenido suerte de que no me la hayan cortado directamente; la última vez que lo hicieron la nevera dejó de funcionar y la albahaca se echó a perder, aunque yo ya estaba bastante colocado cuando empecé a masticarla y no me di cuenta hasta que ya era demasiado tarde. Aún siento escalofríos cuando pienso en el espantoso viaje que tuve.
Hablando de facturas: al parecer me he convertido en el feliz ganador de al menos dos docenas de ellas, que añado de inmediato a la floreciente pila que hay en el suelo de la oficina. Está también el ocasional correo de propaganda y el cupón para una limpieza al vapor de una alfombra para cuatro habitaciones, pero la pila contiene principalmente airadas misivas impresas en hojas de papel de un rosa brillante, documentos legales llenos de palabras altisonantes que amenazan seriamente mi bienestar económico. Ya he superado con creces la fase de «por favor, responda con la mayor brevedad» y exacciones por el estilo. Ahora han llegado la indignación y los abogados, y se requiere un elevado grado de concentración para no prestarles atención. Lo único bueno que tienen los jodidos débitos es que hace tiempo que he dejado de recibir incontables ofertas de tarjetas platino, de tarjetas oro o de cualquier clase de tarjetas.
Una luz intermitente. El contestador telefónico de la oficina, en otro tiempo una máquina sumamente útil, incluso un aparato muy apreciado, se burla de mí desde el otro extremo de la habitación. Tengo ocho…, no, nueve…, no, diez… mensajes, y cada destello rojo me dice que estoy jodido: destello… jodido…, destello… jodido. Supongo que podría desenchufar el aparato y practicar una limpia y aséptica eutanasia digital; pero como me dijo Ernie una vez, huir de tus demonios no hace que desaparezcan, y sólo consigues que les resulte más fácil morderte por la espalda.
Desabrocho los botones ocultos debajo de la base de la muñeca, me quito los guantes del disfraz y permito que mis garras vuelvan a su lugar. Mi larga garra inferior ha comenzado a doblarse hacia adentro en un ángulo preocupante y supongo que debería visitar a una manicura para solucionar el problema; sin embargo, últimamente las tarifas se han vuelto francamente inmoderadas y se niegan a hacer un trueque por mis servicios de investigación privada. Extiendo la mano y pulso el botón play.
Bip: «Señor Rubio, soy Simón Dunstan, del Departamento de Hipotecas del First National. Le he enviado una copia de los documentos de nuestro departamento jurídico correspondientes a la ejecución de su hipoteca…» Pulso borrar.
Una punzada de dolor me atraviesa la cabeza. Instintivamente me dirijo hacia la pequeña cocina empotrada en la esquina frontal de la oficina. La nevera parece abrirse sola y un guapo montón de albahaca me está esperando en el estante superior. Mastico.
Bip: «Eh, Vinnie.Charlie.» ¿Charlie? No conozco a ningún Charlie. «¿Te acuerdas de mí?» En realidad, no. «Nos conocimos en el club Combustible Fósil de Santa Mónica durante la pasada fiesta de Año Nuevo.» Un vago recuerdo de luces y música y las agujas de pino más puras que mis yemas gustativas hayan tenido el placer de probar flota en mi cabeza. Este Charlie… ¿otro velocirraptor quizá? Y su trabajo… Era un…, un… «Trabajo para el Semine!, ¿recuerdas?» ¡Oh, sí! El periodista. Lo que recuerdo es que se largó de la fiesta con mi chica.
«En cualquier caso -continúa, consumiendo un valioso espacio digital en la memoria de mi contestador-, pensé que ya que somos viejos colegas y todo eso, podrías adelantarme alguna noticia sobre tu expulsión del Consejo. Quiero decir, ahora que ha habido una rectificación, por los viejos tiempos, ¿eh, colega?» Ya es bastante malo ser un gilipollas, pero resulta mucho peor cuando se es un gilipollas peligroso. Mencionar el Consejo o cualquier otro lema relacionado con los dinosaurios en un contexto en el que un ser humano puede escuchar accidentalmente la conversación es un terminante no, no. Pulso la tecla borrar y me doy un masaje en las sienes. Esta jaqueca se está tomando su tiempo para aparecer en mi felpudo de bienvenida, pero las migrañas de desarrollo lento son las que realmente te machacan una vez que comienzan a llamar a la puerta.
Bip: Clic. Alguien que ha colgado. Eso me encanta… El mejor mensaje es ningún mensaje; son innegablemente no retornables.
Bip: «Hola. Por favor, líame a American Express a…» De acuerdo, una cinta grabada; no está mal. No vienen realmente a por ti hasta mucho después de haber agotado la opción personal. Pulso borrar.
Bip: «Mi nombre es Julie. Llamo de American Express y busco al señor Vincent Rubio. Por favor, llámemelo antes posible…» Mierda. Borrar.
La sesión continúa más o menos de la misma manera durante tres o cuatro mensajes más, discursos tersos y breves, rebosantes de intimidación subliminal. Estoy a punto de dejarme caer en el sofá sin muelles que hay en un rincón y cubrirme la cabeza con un cojín andrajoso como si fuese un par de orejeras gigantes cuando una voz familiar se abre paso a través de la letanía de vitriolo.
Bip; «Vincent, soy Sally. De TruTel.» ¡Sally! Uno de los escasos seres humanos a quien he llegado a apreciar de mala gana, y aunque está afectada negativamente por su lastimosa estructura genética es bastante agradable. No es que sepa nada de nosotros -ninguno de ellos tiene ni la más remota idea de nuestra existencia-, pero es uno de los neanderthales menos ofensivos con quien he tenido que relacionarme. «Ha pasado mucho tiempo, ¿eh? Tengo un mensaje para ti…, un pedido, supongo, del señor Teitelbaum, y a él…, a él le gustaría verte en su oficina. Mañana.» El tono de su voz baja varios decibelios y susurra claramente en el auricular: «Creo que se trata de un trabajo, Vincent. Creo que tiene un caso para ti.» En este mensaje hay algo en lo que conviene pensar, algo inherentemente bueno; pero la mayor parte de mi cabeza está dedicada a combatir el dolor que parece haber decidido tomarse unas largas vacaciones en mis sinapsis. Guardo el resto de los mensajes para un momento en el que no sufra una jaqueca tan intensa, o bien para cuando disponga de un mayor contenido de albahaca en sangre, y vuelvo a tumbarme en el sofá. El dolor ha comenzado a irradiarse desde el centro de la cabeza y avanza a grandes y poderosas zancadas hacia mis lóbulos frontales. En mi cerebro se está celebrando en este momento una fiesta por todo lo alto: seis bandas de rock y tres pistas de baile, y soy el único que no ha sido invitado. Sólo entrada general, chicos, y dejad de golpear las paredes. Es hora de acostarse. Es hora de irse a dormir.
Sueño con una época en la que solía estar en el Consejo, una época en la que Raymond McBride era sólo el nombre de otro industrial muerto, una época en la que Ernie aún no había sido espachurrado por un taxista que se dio a la fuga, una época anterior a que me enganchara a la albahaca y anterior a que mi nombre figurase en la lista negra para cualquier trabajo de investigador privado que hubiese en la ciudad. Sueño con una época de productividad, de significado, de tener una razón para levantarse y saludar el sol de cada mañana. Sueño con el Vincent Rubio de los buenos tiempos pasados.
Y entonces la escena cambia. Los días de ambrosía y cielos llenos de mariposas dejan paso a una batalla sangrienta que se libra entre toda la población moderna de dinosaurios: estegosaurios y brontosaurios se machacan a golpes; cuernos de Triceratops se clavan en los flancos de Iguanodon; Procom-psognathus se apiñan en callejones oscuros, gimoteando, petrificados. Y en medio de todo ese caos veo una mujer -un ser humano- con la cabellera al viento y los ojos encendidos de excitación y pasión, con los puños cerrados y disfrutando del aura de gloriosa y ardiente violencia que rodea su frágil cuerpo.
Sueño que me acerco a la mujer y le pregunto si le gustaría que la alejara de esa guerra civil, que la alejara de ese escenario; pero la mujer se echa a reír a carcajadas y me besa en la nariz, como si fuese un osito de peluche o su mascota favorita.
Sueño que la mujer se afila las uñas con una lima, retrocede y se une a la lucha, lanzándose hacia el informe montón de carne de dinosaurio.