14

Tal como esperaba, no he alcanzado la tierra de los sueños ni una sola vez. He pasado la noche en la bañera, rociando alternativamente mi cuerpo natural con agua fría y caliente. Después de cada media hora de este tratamiento, regresaba al dormitorio, me ponía el disfraz ante la posibilidad de que las mucamas entrasen en la habitación y trataba de conciliar el sueño, pero sin éxito. El señor Sandman [1] es un tío perezoso. Le odio.

A las ocho de esta mañana suena el teléfono. Es Sally, de TruTel, desde Los Ángeles, y dice que Teiteibaum quiere hablar conmigo.

– Que se ponga -le digo a Sally, y un segundo después está en el otro extremo de la línea. Tengo la sensación de que ha estado allí todo el tiempo.

– ¡Estás fuera del caso! -Es lo primero que chilla en mí oído, y tengo la inquietante sensación de que no será lo último.

– Yo… ¿de qué diablos está hablando?

– ¿Acaso no tuvimos una discusión acerca de Watson? ¿Tuvimos o no una jodida discusión sobre él?

– ¡Qué discusión! Usted dijo que no volviese a meter las narices en la muerte de Ernie; eso es todo.

– ¡Y eso es precisamente lo que has estado haciendo! -El grito hace vibrar el auricular en mi mano, como ondas que se extienden sobre la quieta superficie del agua-. ¡Me has jodido, Rubio, y ahora voy a joderte a ti!

– Cálmese -digo, bajando el tono de voz como para demostrarle cómo debe hacerlo-. Sólo hice algunas preguntas sólo para tener una perspectiva del caso McBride…

– Yo no soy uno de tus sospechosos, Rubio. A mí no puedes engañarme. Lo sé todo sobre tu amíguita en j &T; sabemos lo que ha estado haciendo.

– ¿Glenda?

¡Oh, mierda! Sabe lo de los archivos informáticos.

– Y sabemos que tú la incitaste a hacerlo. Eso se llama espionaje industrial; eso significa allanamiento; eso significa robo; eso…, eso es pasarse de la raya. Y se acabó. -Puedo oír a Teitelbaum paseándose por su despacho. Las chucherías se caen al suelo y se hacen añicos, y aunque resulta realmente asombroso que por fin se haya levantado del sillón, está sin aliento, jadeando por el esfuerzo realizado-. Estás fuera del caso. He anulado tu tarjeta de crédito, estás acabado. Muerto.

– Entonces ¿qué? -pregunto con ira contenida-. ¿Quiere que regrese a Los Ángeles?

– Me importa una mierda lo que puedas hacer, Rubio. He cancelado tu vuelo de regreso, de modo que puedes quedarte en Nueva York si quieres; ahí hay una bonita comunidad de tíos sin hogar en los túneles del metro. Porque he llamado a todas las empresas que hay en la ciudad y el único trabajo como investigador privado que podrás conseguir cuando vuelvas será para buscar el lugar donde dejaste el último cheque de la Seguridad Social.

– Señor Teitelbaum, estoy trabajando en algo -intento explicarle-. Esta vez se trata de algo serio, algo grande, y no pienso dejarlo sólo porque…

Pero ha colgado. Vuelvo a llamar y le pido a Sally que me ponga con el jefe.

Una breve pausa, y Sally está nuevamente en la línea.

– No se pondrá al teléfono -me explica-. Lo siento, Víncent. ¿Hay alguna otra cosa que pueda hacer por ti?

Considero la posibilidad de utilizar a Sally como mí agente provocador. Podría pedirle que husmee en los archivos, que vuelva a hacer efectiva mi tarjeta de crédito, que me envíe un nuevo billete de avión para regresar a Los Ángeles; pero ya he metido a Glenda en problemas y no necesito añadir otra criatura a mi lista de sufrientes amigos.

__Nada -le digo-. La he jodido, eso es todo.

– Todo se arreglará -dice.

Es seguro. Claro está que sí.

Sin tarjeta de crédito y sin una perra en el bolsillo, no puedo permitirme el lujo de pasar otra noche en la ciudad. La habitación se oscurece perceptiblemente.

– ¿Quieres que envíe tus mensajes a casa?

– ¿Qué mensajes? -pregunto.

– Tienes una pila de mensajes aquí en la oficina. ¿No te lo dijo el señor Teitelbaum?

– No exactamente. Joder, me traen sin cuidado. ¿Son importantes?

– No lo sé -dice Sally-. Son todos de un sargento de policía, un tal Dan Patterson. Sólo quiere que le llames. Dice que es urgente, y hay cuatro o cinco mensajes.

Un segundo más tarde he acabado con Sally y me pongo en contacto con la división Rampart del Departamento de Policía de Los Ángeles. Un rápido «Vincent Rubio para Dan Patterson, por favor», y pronto la voz de Dan se oye al otro lado de la línea.

– Dan Patterson.

– Dan, soy yo. ¿Qué ocurre?

– ¿Estás en casa? -pregunta.

– Estoy en Nueva York.

Una pausa, ligeramente sorprendido.

– No estarás… otra vez…

– Lo estoy, en cierta manera. No preguntes.

– De acuerdo -dice, deseando dejar de lado ese tema. Eso es un amigo-. Encontramos algo en el cuarto trasero de ese club nocturno…

– ¿El club Evolución?

– Sí. ¿Recuerdas que te dije que algunos de mis chicos habían estado examinando el lugar? ¿Y que había una caja que no se había quemado? Bien, encontraron algo muy extraño y pensé que debías saberlo. No se trataba de revistas ilegales.

– Supongo que se trata de algo que no puedes contarme por teléfono -digo. En mi vida ha comenzado a formarse una especie de patrón y resulta agotador perseguirlo alrededor del mundo.

– Es más complicado que eso, puedes creerme. No lo creerás ni lo entenderás a menos que veas personalmente lo que hemos encontrado. Tuve que llevarlo todo al Consejo, y ahora mismo están celebrando una reunión de urgencia; pero he hecho una fotocopia para ti.

– ¿Qué pasaría si te dijese que me han dejado fuera del caso del club Evolución? -pregunto.

– Tranquilo… Aun así, tendrás una fotocopia.

– ¿Y qué pasaría si te dijese que no tengo dinero para coger un vuelo de regreso a Los Ángeles, que mi nombre acaba de ser eliminado oficialmente de todas las agencias de detectives de la ciudad, que me importan una mierda Teitelbaum o sus casos, que falta el canto de un duro para que acaben conmigo en esta ciudad y que probablemente necesitaré una buena cantidad de pasta para regresar a Nueva York después de que nos hayamos visto?

Dan se toma un poco más de tiempo para responder la pregunta, pero no tanto como yo había imaginado.

– Entonces cruzaría la calle y te enviaría un poco de pasta con la Western Union.

– ¿Tan importante es? -pregunto.

– Lo es -dice.

Dos horas más tarde estoy en la cola del aeropuerto con mi bolsa de viaje colgada del hombro.

Fecha y lugar: Los Ángeles, cinco horas más tarde. No me ascendieron a primera clase en mi vuelo de regreso. El tío del mostrador me dijo que hablase con el tío del escritorio, el tío del escritorio me dijo que hablase con el personal de vuelo, el personal de vuelo me dijo que regresara a la terminal y hablase con el tío del mostrador, y para cuando finalmente me dijeron que sí, que les encantaría colocarme en primera clase, ya no quedaban plazas disponibles en primera clase, porque el resto del pasaje había subido al avión una hora antes. Así pues, pasé la mayor parte del vuelo apretujado entre un diseñador de software dispéptico, cuyo ordenador portátil y accesorios correspondientes ocupaban todo el espacio disponible en mi bandeja y en la suya, y un crío de seis años, cuyos padres, ¡maldita sea mi suerte!, habían conseguido asientos en primera clase. Cada dos horas, su madre se acercaba a los intocables de la clase económica y le decía al niño que no molestase a ese señor tan agradable -yo- que estaba junto a él, y Timmy (o Tommy, o Jimmy, no recuerdo) juraba solemnemente por todos los sagrados personajes de cómic que así lo haría. No obstante, diez segundos después de que su madre hubiese desaparecido a través de la cortina divisoria reanudaba sus golpes contra cualquier superficie posible, incluidas mis partes corporales. Era una especie de Buddy Rich, sin duda, pero a pesar de su talento, yo estaba absolutamente preparado para arriesgar la vida y la pérdida de un futuro grande del jazz lanzándole de cabeza por la salida de emergencia más próxima.

Cuando finalmente pude dormirme, soñé con Sarah.

Lleva algún tiempo conseguir un taxi en Los Ángeles, incluso en el aeropuerto, pero finalmente doy con uno que no tiene problemas en llevarme hasta Pasadena. El dinero que Dan me envió a Nueva York se está yendo rápidamente, ya que el billete de avión me costó más de doscientos dólares porque lo compré en el último momento. Decido devolverle hasta el último céntimo tan pronto como me recupere de esta mala racha, cuando quiera que eso suceda. En este momento, estoy hasta el cuello de deudas y las sigo amontonando rápidamente.

Un breve recorrido por la Ciento Diez nos lleva a la avenida Arroyo Vista y a la casa de Dan en los suburbios, donde pasa la mayor parte de sus días libres. Pocos minutos más tarde, el taxi se detiene frente a la casa grande, de dos plantas, pintada de azul y blanco, y casi choca contra la camioneta Ford que está aparcada de lado en ef camino de entrada. Pago al taxista y salgo del coche.

Delante de la casa hay un ejemplar de Los Ángeles Times de hoy; las páginas abiertas vuelan bajo la cálida brisa que sopla del sur. Piso con cuidado los titulares de esta mañana, tratando de no estropearla tira cómica dominical, y golpeo la puerta. Necesita con urgencia una capa de pintura; la madera ha sido atacada durante mucho tiempo por los omnipresentes contaminantes del aire, pero sigue siendo un buen pedazo de roble que me devuelve el eco de mis golpes.

Espero. Las posibilidades son que Dan esté en la sala, instalado en su sillón reclinabie imitación La-Z-Boy, con una bolsa de cáscaras de cerdo o patatas fritas en la mano, y mirando con evidente esfuerzo su tele de veinte pulgadas porque es demasiado obstinado para usar lentillas. «Ya es bastante triste tener que usar maquillaje todos los días -me dijo un día-. No pienso ponerme lentillas.» Mejor no sacar siquiera el tema de las lentillas.

Pasa un minuto sin que nadie responda. Vuelvo a intentarlo, y esta vez golpeo con más fuerza.

– ¡Danny, muchacho! -grito, acercando los labios a la puerta lo máximo posible sin entrar en contacto con la madera-. ¡Abre la puerta!

Dan conoce el significado de mis palabras. Puede decir «¡Abre la puerta! [2]» en más de dieciséis lenguas diferentes y cuatro dialectos asiáticos. Ésos son los vicios que se adquieren siendo un detective de la policía de Los Ángeles.

Tampoco hay respuesta. Veo que Dan sigue conservando en la puerta esa aldaba que le regalé en las últimas Navidades siguiendo un impulso absurdo; se trata de una enorme, cara y demasiado recargada gárgola, que estaría completamente fuera de lugar en cualquier sitio que no fuese la mansión de la familia Monster. Cojo ¡a nariz de bronce de la bestia y golpeo sus patas contra la sólida placa metálica que hay debajo. Esto sí que es un toe, toe, toe, y los pesados golpes casi me lanzan fuera del porche. La pesada pieza de bronce vibra en mi mano como un timbre eléctrico y suelto rápidamente la gárgola antes de que tenga la oportunidad de cobrar vida.

Un minuto. Dos. Silencio. Me quedo escuchando junto a la puerta y hago un esfuerzo, pegando mi oreja falsa contra el grano de la madera. Música, tal vez un ritmo regular repitiéndose monótonamente. Es posible que Dan esté dormido -tan profundamente, imagino, que no puede oír los pesados golpes de la bestia de bronce-, pero lo más probable es que se encuentre en su pequeño jardín de hierbas trasero y ha elevado el volumen de la música para oírla desde el exterior de la casa. Me dirijo hacia la parte trasera.

Los arbustos y las zarzas tratan de detenerme, extendiendo sus largas y espinosas garras para desgarrarme el disfraz. Evito con mucho cuidado las púas más peligrosas y me abro paso a través de la maleza. Finalmente llego a la alta valla de madera que limita el modesto jardín de Dan. No hay espacio entre las tablillas, pero un nudo en la madera me proporciona una excelente mirilla y, como si fuese un perverso entrenado, echo un vistazo.

Orégano, aíbahaca, salvia y sus secuaces culinarios se elevan desde la tierra, abriéndose paso hacia el sol, buscando su energía. He pasado muchas tardes probando las delicias de este bien cuidado pedazo de tierra. Veo flores a mi izquierda, y lo que parece ser un huerto de zanahorias a mi derecha; pero no hay ningún sargento del Departamento de Policía de Los Ángeles a la vista. Cierro la mano hasta formar un puño tenso, y golpeo la madera llamando a Dan otra vez.

Si no hubiese visto su coche en el camino particular, sí él no estuviese avisado de que yo vendría a verle hoy, en este vuelo, a esta hora exactamente, podría pensar que Dan no estaba en la casa o en la ciudad, que se había decidido por una rápida excursión para-alejarse-de-todo-por-un-rato.

La brisa me trae una mezcla fugaz de aromas…

Las fragancias vuelan por el aire, llenan mis fosas nasales, y puedo reconocer todo lo que hay en esa zona: las hierbas, las flores, el coche que hay en el extremo de la calle, los productos químicos de una casa de revelado de fotos en una hora, los pañales sucios de un bebé cuatro casas más abajo, y el ácido olor a vinagre de esa amarga, amarga viuda de estegosaurio que vive en la casa de al lado y que siempre visita a Dan después de haber bebido unas cuantas copas.

Pero no percibo el olor a Dan. Ahora estoy preocupado. Ha llegado el momento de entrar en la casa por la fuerza.

Mientras regreso a la puerta principal, me doy cuenta de que no hay manera de que pueda pasar a través de esa rodaja de roble sin tener un hacha. Aparte de la relativa imposibilidad de derribarla con mi escaso peso, si hay algo que el trabajo le ha enseñado a Dan es a asegurar una casa con numerosas cerraduras. Regreso al jardín.

Al alejarme del porche estoy a punto de resbalar cuando mis ojos descubren una pequeña mancha oscura en el suelo, y mi cuerpo realiza una pirueta instintiva para verla mejor. Es sangre. Tres, cuatro gotas como máximo, pero definitivamente sangre. Está seca, pero es reciente. Podría sacar mi equipo de disolución y realizar un rápido examen químico para determinar si se trata del fluido de un dinosaurio, pero me temo que ya conozco la respuesta. Me dirijo hacia la valla.

El flujo de adrenalina borra todo rastro de fatiga y escalo las tablillas de madera con toda la gracia y habilidad que me permiten mis agotados músculos; los días de mi primera escalada de vallas han quedado muy lejos. Cuando llego a la parte superior e intento balancearme para pasar al otro lado, mi pierna izquierda se engancha con un reborde y caigo pesadamente de cabeza en el huerto de albahaca de Dan. La fragancia es embriagadora. Me levanto, tambaleándome, y retrocedo lo más rápidamente que puedo, aunque mi boca comienza a trabajar de forma autónoma. Lanza mordiscos al aire donde debería estar la albahaca.

La puerta trasera también está cerrada con llave. Golpeo varias veces y sacudo la puerta con todo mi peso, pero los únicos sonidos que alcanzo a escuchar son las guitarras rítmicas y el compás vibrante de los Creedence Clearwater Revíval, la voz torturada de John Fogerty llamando a su Susie Q. Foger-ty; me enteré hace poco tiempo, es un Ornithomimus, al igual que Joe Cocker y Tom Waits; de modo que uno ya se puede hacer una idea de dónde sale esa cualidad vocal. Paul Simón, por otra parte, es un fiel velocirraptor, y creo que nunca en mi vida he escuchado una mejor canción narcótica que Scarborough Fair, si bien el tomillo y el romero nunca han hecho demasiado por mí personalmente.

– ¡Dan! -grito, y mi voz se quiebra, mientras su registro asciende hacía la estratosfera-. ¡Abre la jodida puerta!

John Fogerty contesta: «… Dime que serás fiel.»

La entrada por una ventana, entonces, es mi única opción. A pesar de mi creciente paranoia, sigo conservando unos gramos de optimismo: Dan se cortó mientras preparaba la cena, corrió a buscar su botiquín de primeros auxilios, no tenía vendas, tal vez fue al hospital a que le diesen unos puntos y dejó un pequeño reguero de sangre. Mejor aún: regresaba de la tienda de comestibles, se le cayó una caja con costillas de cordero, la sangre salpicó un poco y ahora está en la casa de algún amigo asando ese manjar a la brasa. Si hago un esfuerzo por fingir, casi puedo oler el carbón-La alambrera de la ventana cede rápidamente con la ayuda de mi cortaplumas del ejército suizo, y pronto me encuentro ante un sólido, aunque fino cristal, fácilmente rompible. En general estoy muy por encima de técnicas tan rudimentarias para entrar en una casa, pero dispongo de poco tiempo, de modo que hago pedazos el cristal con el codo. No me preocupa el sistema de seguridad de Dan; sé que el código es 092474 desde que estuve unos días cuidándole la casa el pasado octubre, y si lo recuerdo correctamente, dispongo de unos generosos cuarenta y cinco segundos para desconectar la alarma.

Pero la alarma no está conectada. No oigo ese chivato (bip bip bip) que habitualmente me vuelve loco. Me gustaría oírlo. Dan nunca ha sido el más ordenado de los brontosaurios, así que no me sorprende ver sus ropas esparcidas por la sala de estar de un modo postapocalíptico: una grapa aquí, una hebilla allá, un par de calzoncillos de disfraz sobre la otomana. Aunque mi anterior olfateo en el porche delantero no alcanzó a percibirlo, hay sin duda un rastro persistente del aroma de Dan a aceite de oliva y de motor que aparece y se desvanece como un vago recuerdo. Sospecho que emana de las prendas de la sala. A través de la pared abierta de la sala puedo ver la cocina por encima del mostrador bajo, con la mesa del desayuno, más allá del monte Olimpo de platos apilados en el fregadero. Dan no está.

El dormitorio se encuentra en la planta alta y el hábito me impulsa en esa dirección. Pero Creedence me hace señas desde el estudio en la planta baja; Fogerty ha renunciado a Susie, concentrando ahora sus esfuerzos en du, du, du, y vigilando la puerta trasera. Otro círculo irregular de sangre mancha la alfombra, y se extiende en un óvalo largo y tortuoso, pasa por debajo de la puerta del estudio y se arrastra hacia el interior.

Abro la puerta y entro.

Altavoces estereofónicos tirados en el suelo disparan su música contra mí y me obligan a retroceder Fotografías convertidas en jirones de papel, marcos rotos, cristal hecho pedazos. Un tubo de televisión a un metro del aparato; una estantería derribada. Cortinas arrancadas, bombillas rotas, lámparas de lava partidas y su contenido fluyendo lentamente, lentamente sobre la alfombra; su fosforescencia extendiéndose como orugas a través de las fibras gris claro.

Y Dan está desplomado en su sillón favorito, con el disfraz medio desgarrado, el pelo medio desgreñado, restos de un bocadillo de atún y un cuenco de sopa volcado en la bandeja junto a él. El cuerpo aparece cubierto de heridas cortantes que dejan la carne al descubierto. La sangre hace tiempo que se ha filtrado a través de la ropa hasta secarse, formando manchas carmesí en su piel áspera y quebradiza. Sonríe, mirando a través del techo, hacia el cielo…

– Dan, Dan, Dan… Venga…, no…, Dan…

Estoy susurrando, estoy farfullando, estoy hablando conmigo mismo sin saber lo que estoy diciendo mientras paso las manos sobre el cuerpo de Dan y busco algún signo de vida. Apoyo la nariz contra su pellejo inerte; quiero encontrar algún olor, quiero encontrar alguna fragancia, ¡cualquier cosa! Manipulo los broches debajo de mi cuello, los botones se abren, me quito rápidamente la máscara del disfraz para oler mejor. Vuelvo a intentarlo. Esta vez no hay ningún obstáculo que me Impida olfatear; localizo sus glándulas odoríferas y tiro de ellas todo lo que puedo…

Vacías. Ningún olor.

El sargento Dan Patterson está muerto.

Cierro sus ojos, los párpados internos primero, pero odio tener que acomodar el resto del cuerpo. Habrá que llamar a la policía en el momento oportuno y no les gustará nada que haya entrado en la casa por la fuerza, perjudicando ostensiblemente el escenario del crimen. Mejor será que deje su cuerpo… Mejor será que lo deje todo como está.

Dan no se entregó sin luchar; el estado calamitoso del estudio así lo prueba. Pero no sé si se trata de orgullo por el coraje demostrado por Dan, la tristeza que me produce su muerte, o ambas cosas, lo que forma un nudo en el centro del pecho, que me presiona con fuerza la garganta.

__Ahí va la excursión de pesca, ¿eh? -le pregunto al cuerno inerte de Dan-. Jodido cabrón; ahí va nuestra excursión de pesca.

Las heridas son incisiones directas y profundas, puñaladas, algún corte ocasional. No alcanzo a ver las marcas reveladoras del ataque perpetrado por un dinosaurio como las que aparecían en las fotografías del cadáver de McBride: heridas curvas producidas por la acción de las garras, cortes paralelos ocasionados con un objeto afilado, depresiones cónicas como resultado de múltiples mordiscos, o las profundas muescas provocadas por las púas de una cola.

Según el reproductor de CD, hace cuatro horas que está sonando el mismo disco, lo que me permite situar la muerte de Dan en ese tiempo, a menos que el asesino haya puesto el disco de los Creedence después de haber acabado el trabajo como una especie de ritual postmortem de los años sesenta.

La gruesa cola marrón de Dan, advierto ahora, ha sido liberada de las correas de la serie G, pero desde su posición confinada debajo de la faja del torso, dudo de que tuviese alguna oportunidad de utilizarla durante su defensa. Todos los indicios -las heridas defensivas en las palmas de las manos de Dan, el rastro de sangre que cubre el suelo de la habitación distribuido de forma regular, la ausencia de signos de una entrada violenta en la casa aparte de mi reciente intrusión, el orden que hay en el resto de la casa excepto en el estudio- apuntan a un ataque por sorpresa de alguien a quien Dan conocía o creía conocer, alguien a quien invitó a su estudio, tal vez para comer algo o escuchar un par de discos. Y entonces una puñalada, un navajazo, un rápido ataque; Dan retrocede intentando defenderse, tratando de quitarse el disfraz, de liberar sus garras y la cola, pero resulta demasiado lento y es demasiado tarde. Luego todo acaba, simplemente, silenciosamente.

En el aire se percibe la fragancia de un nuevo olor que busca estimular algunos pelos nasales. Por un instante me despisto pensando que Dan ha resucitado como Lázaro y quiere coger un trozo de pizza, pero aunque pronto me doy cuenta de que no se trata del olor de Dan, aun así me resulta familiar. Con la nariz abriendo el camino, el cuerpo siguiéndola sin rechistar, busco en el suelo debajo del sillón de Dan Paso los dedos por la alfombra, y las tachuelas expuestas me hieren las yemas cubiertas de látex.

Allí, al alcance de la mano, un cuadrado de lo que parece ser estopilla u otra tela igualmente basta, de doble capa. Lo saco Es una bolsa pequeña, muy parecida a las bolsas desintegrado-ras que suelo llevar conmigo todo el tiempo. Pero ésta no irradia esa horrible peste a podredumbre, y es imposible que el olor haya mermado con el paso del tiempo; incluso las bolsas desintegradoras vacías deben ser quemadas, enterradas y olvidadas en algún remoto paraje a fin de disimular ese olor fétido.

Cloro; eso es. No puedo encontrar ningún grano olvidado en la bolsa, pero no tengo duda alguna de que ése era el contenido. Otros olores tratan de invadir mis senos nasales, luchando contra su potente adversario, pero es inútil; esa primera vaharada se ha hecho con el control y se resiste a abandonarlo. Dejo la pequeña bolsa debajo del sillón, exactamente donde la encontré; tal vez la policía sea capaz de darle más significado que yo a esa prueba.

El caos y la destrucción son incluso más evidentes desde esta posición a ras del suelo; madera astillada cubierta por grandes trozos de empapelado desgarrado, objetos aplastados como si fuesen latas de refresco vacías. Nada de lo que hay en esta habitación se salvó de la violencia, y sólo puedo esperar que los ojos de Dan se hayan apagado antes de ver ese torbellino destructor que ha arrasado sus fotografías, sus pinturas y sus trofeos de bolos.

El consuelo tardará en llegar, y será muy duro, pero al menos me queda esto: Dan Patterson murió en su sillón favorito, murió en el calor de la batalla, murió mientras comía un nutritivo almuerzo, murió en su casa, rodeado de las fotografías de aquellos seres a los que amaba, y murió mientras escuchaba a los Creedence Clearwater Revival, al Ornithomimus John Fogerty, lo que significa que inició el viaje al más allá acompañado de la voz de un hermano dinosaurio. Todos deberíamos tener esa suerte.

Quiero continuar mi búsqueda, peinar la alfombra intentando encontrar muestras de fibras. Quiero una bolsa de harina vacía de la cocina de Dan y frotar las paredes para conseguir huellas digitales. Quiero aislar esas manchas de sangre que hay en el porche delantero y extraer la prueba del ADN. Quiero una pista, cualquier pista. Pero no hay tiempo; no hay tiempo.

Lo que necesito ahora es encontrar esa importante información que me trajo de regreso a Los Ángeles en primer lugar, pero una exhaustiva búsqueda por toda la casa no revela nada interesante, excepto un cajón lleno de revistas de porno blando como Esíegolibido y Chicas Diplosexy. No sabía que Dan estuviese interesado en otra cosa que no fuesen brontosaurios, pero soy el último dinosaurio en el mundo que puede hacerse el moralista en este momento.

No obstante, no puedo encontrar las fotocopias de las que me habló Dan, y no tengo ninguna duda de que son de importancia capital, tanto para el caso del club Evolución como para todo lo que ha sucedido en los últimos días. Sin embargo, Dan mencionó algo respecto de otro juego -los originales-, y aunque no me gusta pensar en lo que debo hacer para dar con ellos, no tengo muchas opciones.

Regreso a la sala para llamar a la línea de emergencia de dinosaurios, una rama especial del 911 integrada exclusivamente por individuos de nuestra especie para hacerse cargo de este tipo de situaciones. Es un grupo diferente del que compone la línea de ambulancias y también de los equipos de limpieza, pero cumple una función similar: traer a las autoridades apropiadas en el momento adecuado.

– ¿Cuál es la emergencia? -pregunta la apática operadora.

– Hay un oficial muerto -digo. Le doy la dirección de Dan, declino revelar mi nombre y cuelgo rápidamente.

Vuelvo al estudio, donde me despido de mi amigo. Es una despedida breve, sucinta, y un momento después de haber abandonado mi boca, me olvido de lo que he dicho. Es mejor así. Si me quedo en la casa un rato más y espero a que lleguen los polis, me llevarán a la central y me meterán en una celda con un Tyrannosaurus rex pomposo y sobrealimentado, que me acribillará a preguntas hasta que me salga sangre por las orejas. No tengo tiempo para ese numerito, Debo colarme en una reunión del Consejo.

Загрузка...