15

Harold Johnson es el actual representante brontosaurio del Consejo, y sé por el calendario oficial, que olvidaron quitarme cuando me expulsaron de la junta directiva, que cualquier reunión de urgencia mantenida durante los meses de otoño se supone que debe celebrarse en su espacioso sótano forrado con paneles de madera. Me estremezco al pensar en otra reunión en compañía de esos bufones engreídos, pero es la única oportunidad que tengo si quiero echarle un vistazo a los documentos. Eso suponiendo que logre meterme en esa reunión. Tengo un pían en mente y podría dar resultado siempre que Harold no haya cambiado su habitual tendencia anal en los últimos nueve meses.

Ei tráfico es fluido y recorro la 450 a una velocidad considerable. En Los Ángeles hay dos velocidades: Atasco Hora Punta y A Toda Pastilla. Debido a los constantes problemas de tráfico de nuestras autopistas entre las siete y las diez de la mañana, y las tres y las siete de la tarde, cualquier posibilidad de que reproduzcamos los experimentos de Chuck Yeager con la barrera del sonido durante las horas menos concurridas es aprovechada debidamente. Noventa kilómetros por hora es un chiste, cien es coser y cantar, ciento diez es la velocidad mínima real, a ciento veinte ya se adquiere una razonable respetabilidad, y ciento treinta y cinco es la realidad. En estos momentos viajo a más de ciento cincuenta kilómetros por hora. Durante toda mi vida automotriz he recorrido estas autopistas a más de ciento treinta kilómetros por hora -al menos cuando mi coche era capaz de soportarlo-, y jamás me han multado.

Hasta hoy. Esas luces que parpadean en mi espejo retrovisor no son decoraciones navideñas, y esa sirena no es un ejercicio antiaéreo. Me aparto hacia el arcén y me detengo lo antes posible.

¿Cuál es el procedimiento apropiado en estos casos? No quiero meter la mano en la guantera en busca de los documentos del coche; revolver los papeles y sacar cosas que no vienen a cuento es algo que pondrá nervioso a ese poli, y un tío nervioso con un arma en la mano es alguien a quien no tengo ningún interés en conocer. Abrir la puerta del coche resulta probablemente una mala idea también, de modo que alzo los brazos por encima de la cabeza y abro bien los dedos de ambas manos. Es probable que me parezca a un alce.

Observo a través del espejo retrovisor lateral que el oficial, un tío corpulento de unos cuarenta y pico de años, con un bigote en forma de manillar, se acerca cautelosamente hacia mi vehículo. Utiliza el mango de su porra para golpear el cristal de la ventanilla y lo bajo rápidamente; vuelvo a alzar la mano un momento después.

– Puede bajar las manos -dice, arrastrando las palabras. Obedezco sus órdenes. La saliva se extiende entre los labios del oficial, una delgada línea plateada que brilla bajo el sol. Tengo que hacer un considerable esfuerzo para apartar la mirada.

– Exceso de velocidad, ¿verdad? No tiene sentido negarlo.

– Sí.

– Y usted me multará por eso, ¿verdad?

– Sí.

Naturalmente, debería discutir con él. Defenderme por mí, por mis temerarios hábitos al volante. Casi demasiado tarde me doy cuenta de que ni siquiera es mi coche -me he tomado la libertad de robar el Ford Explorer de Dan, ya que él no volverá a utilizarlo nunca más, y yo ya no tengo ningún transporte personal- y tendré serios problemas para tratar de explicarle a este poli por qué estoy conduciendo un coche que pertenece a un oficial de policía recientemente asesinado.

Las cosas serían mucho más sencillas si este poli fuese un dinosaurio, pero su absoluta falta de olor me confirma que se trata de un ser humano. En caso contrario podría explicarle lo de la urgente reunión del Consejo y liquidar este asunto.

Pero el tío me mira de un modo extraño, con la cabeza inclinada hacia un lado, con un movimiento que me recuerda a Suárez y al conductor de la grúa.

– Es un velocirraptor, ¿verdad? No suelo encontrarme con muchos de ustedes en mi trabajo.

Sin dedicar un segundo a pensarlo, sin preguntarme cómo diablos ha podido descubrir este ser humano nuestra existencia en el planeta, mis instintos se ponen en estado de alerta total; la saliva fluye generosamente dentro de la boca mientras me preparo para cortarle el cuello. Una de las primeras cosas que aprende un dinosaurio cuando es pequeño es que los fallos de seguridad deben ser solucionados de inmediato. Cualquier ser humano que, de cualquier manera, pueda sospechar nuestra presencia debe ser tratado en consecuencia, lo que habitualmente significa una sentencia de muerte rápida y segura.

Echo un vistazo hacia ambos lados de la autopista. Los coches pasan continuamente, y no hay ninguna barrera visual a lo largo del arcén. Incluso aunque pudiese acabar con este poli, me verían al instante. Necesito encontrar un lugar seguro, un sitio protegido donde me pueda hacer cargo de esta situación y…

– Un velocirraptor me salvó la vida en Vietnam -dice el poli con verdadero orgullo-. El mejor cabrón e hijoputa que he conocido en mi vida. -Extiende la mano a través de la ventanilla abierta-. Don Tuttle, Triceratops. Encantado de conocerle. -Atónito, estrecho su mano.

– ¿Usted…, usted es un dinosaurio? -pregunto. La boca se seca cuando mis glándulas salivares hacen un descanso para tomarse un café.

– Así es -dice el poli. Entonces, advirtiendo mi expresión de sorpresa, se da un golpe en la frente y dice-: Hombre, pensó que… el olor, ¿verdad? -Asiento-. Me sucede todo el tiempo. Sé que tendría que acostumbrarme a decirlo, pero…

El oficial Tuttle me da la espalda, se agacha hasta el nivel de la ventanilla y aparta los mechones de pelo que adornan su disfraz. Accionando los botones camuflados con destreza, retira la piel de los hombros y me muestra el pellejo verde oscuro que cubre la parte posterior de la cabeza. Una larga y profunda cicatriz recorre toda la extensión de su cuello, de oreja a oreja, como si fuese una gargantilla de carne con dos triángulos dentados en cada extremo.

__Una bala -dice-. La única vez que me hirieron, pero supongo que con una vez es suficiente. La bala entró por un lado y salió limpiamente por el otro.

– Hostia.

– No; en realidad no sentí nada. Sólo me arrancó un puñado de nervios. -Cubre su pellejo natura! con el traje de látex y vuelve a abrocharlo en su lugar-. También me hizo polvo las glándulas odoríferas. Un par de médicos dinosaurios del hospital del condado pensaron que era mejor quitarlas que intentar colocarlas nuevamente en su sitio.

«Durante un tiempo llevé esas cápsulas aromáticas unidas a una batería. Funcionan como esos cazos para cocinar a fuego lento, ¿las conoces? Mi esposa las tiene por toda la casa. Los médicos conocían a un Diplodocus farmacéutico, y éste las preparaba para mí. El tío decía que las hacía regularmente, pero según mí esposa olían a monedas viejas de cinco centavos. Yo no sabía de qué cono estaba hablando… ¿Monedas viejas? Sin embargo comprendí el significado; simplemente no olían… bien, ¿sabe? Es mejor continuar sin ellas y aceptar las cosas como vienen.

– Lo siento -le digo, ignorando cuáles son las condolencias apropiadas por la pérdida de la producción de feromonas. Me pregunto si existe alguna tarjeta de marca de pureza.

– No tiene importancia -dice con indiferencia-. Lo único es que debo cuidarme de los dinosaurios que piensan que no soy lo que realmente soy, ¿sabe?

– Sí, claro. -Y ahora que ya estamos en un terreno más familiar…-. Oficial -Don-, oficial Don, en cuanto a mi exceso de velocidad, realmente siento mucho que…

– Olvídelo -dice, rompiendo la multa. El confeti cae al suelo en una pequeña lluvia, pero dudo que se multe a sí mismo por arrojar basura en la autopista.

– Gracias -digo, cogiendo su garra y sacudiéndola con auténtica gratitud-. Tenía tanta prisa por llegar a la reunión del Consejo que…

– ¿Ha dicho una reunión del Consejo?

– En Valle de San Fernando. Voy con retraso.

– ¿Cuánto retraso?

– Un día aproximadamente, minuto más o menos. -¡Bien, qué diablos! -exclama-. Tendremos que conseguirle una escolta.

Quince minutos más tarde llego a la gran casa irregular de Harold Johnson, en Burbank, acompañado de tres coches-patrulla y dos unidades motorizadas. Es realmente una sensación poderosa recorrer las calles a toda velocidad, con las sirenas ululando y las luces parpadeando en los techos de los coches. Puedo entender cómo ese torrente de adrenalina podría llevar a circunstancias muy desagradables. En este momento estoy dispuesto a romper unas cuantas cabezas y no hay ningún verdadero criminal a la vista.

Les agradezco a los oficiales de policía su cooperación, todos ellos dinosaurios, y les deseo buena suerte mientras me dirijo con el coche por el camino de guijarros que lleva hasta la puerta principal de la casa de Johnson. El felpudo de bienvenida debe de tener debajo una placa sensible a la presión, ya que mucho antes de que mi mano llegue al timbre me encuentro delante de la inquieta señora Johnson, su metro sesenta y sus ciento veinte kilos contenidos en un disfraz apto para un máximo de ochenta kilos. Necesita un disfraz nuevo, j y pronto… Un banana split más, y el disfraz actual estallará bajo semejante presión. Sus manos tiemblan de miedo y lanza rápidas miradas al jardín, a la calle, al vestíbulo.

– Vayase -implora-. A Harold no le gustará nada todo esto.

– No tiene por qué gustarle -digo-. Sólo dígale que estoy aquí.

Ella mira a su espalda, hacia la puerta que comunica con el sótano. Incluso desde donde estoy puedo imaginarme los gritos y los incesantes rugidos.

– Por favor -implora-. Se pone furioso conmigo.

Apoyo una mano sobre el hombro de la señora Johnson siento que la carne apretada debajo del frágil traje de látex clama por salir de su encierro.

__No hay ninguna razón para que se enfurezca con usted…

– Pero es así, es así. Usted ya conoce su carácter…

– ¡Oh, lo conozco! Pero ahora quiero que baje al sótano y le diga que suba a verme.

Otra rápida mirada hacia la puerta, como si tuviese miedo de la madera.

__¿Por qué no baja usted? Estoy segura de que a todos les encantará verlo de nuevo.

– SÍ me presento sin ser anunciado, me atacarán antes de que usted pueda decir unidad de cuidados intensivos, y entonces tendrá a un velocirraptor muerto en las manos. ¿Es eso lo que quiere, señora Johnson?

Lentamente, cautelosamente, la señora Johnson se vuelve y echa a andar hacia la puerta que comunica con el sótano como si fuese un recluso que recorre su último kilómetro. Un momento después desaparece en el sótano. Yo espero en la puerta abierta.

Un estruendo, un grito, una multitud de gruñidos que hielan los huesos. Las praderas del Serengeti han sido trasladadas al sótano de Johnson. Mientras paseo la mirada por el vestíbulo, empapándome de la absoluta falta de encanto suburbano, la puerta de madera se abre de par en par, golpea contra la pared y se rompe en dos partes; desencajados los goznes, cae pesadamente sobre el linóleo.

– Harold, sé lo que estás pensando… -comienzo a decir, antes incluso de que aparezca su corpulenta figura por el hueco de la puerta-, y tienes que darme una oportunidad.

No lleva disfraz. La cola está en posición de ataque, y su enorme cuerpo tiembla de ira, de odio.

Ninguna palabra humana que yo haya oído alguna vez sale de este brontosaurio mientras se prepara para lanzarse sobre mí, con la cabeza metida entre los hombros y los brazos apretados con fuerza contra los costados del cuerpo. De sus fosas nasales deberían estar saliendo sendas columnas de vapor. Detrás de él alcanzo a ver a la señora Johnson, que se escabulle rápidamente del sótano en dirección a la cocina, como una cucaracha cuando se encienden las luces.

– Espera…, espera…, tengo todo el derecho de estar aquí -anuncio.

– Tú… no… tienes… ningún… derecho.

– Soy miembro del Consejo.

– Tú… fuiste… rectificado.

No me gusta la forma en que pronuncia cada palabra Aunque Harold nunca ha sido precisamente un orador que te dejara asombrado en los debates, la amenaza en su voz es inconfundible.

– Sí, sí, fui rectificado, vi los papeles, todos lo sabemos. Me expulsaron del Consejo, perfecto.

– Entonces lárgate… antes de que te corte la cola…, la… garganta.

Y es entonces cuando saco mi as de la manga. -Pero nunca firmé esos papeles.

– ¿Y qué si no los firmaste? -pregunta, y ahora he const guido que hable sin hacer pausas entre las palabras.

– Echa un vistazo a las reglas -digo-. Si no he firmado los papeles en presencia de al menos otro de los miembros del Consejo, entonces no es oficial.

– Y una mierda que no es oficial. Echamos a Gingrich hace tres años -tú estabas presente-, y él no firmó nada.

– O sea que, técnicamente, sigue formando parte del Consejo. Nadie hace cumplir ya esa regla, pero está ahí desde tiempos inmemoriales. Adelante, esperaré.

Y eso es exactamente lo que hago mientras Harold, un escrupuloso guardián de las normas, regresa al sótano para examinar alguna regla antigua que espero no haberme sacado del agujero del culo. Diez minutos más tarde oigo sus sólidas pisadas subiendo la escalera. Son pesadas, lentas… derrotadas.

– Puedes bajar -masculla, asomando apenas la cabezi desde el final de la escalera.

Un momento más tarde me recibe y me saluda un coro de silbidos y gruñidos cuando los catorce representantes del sur de California de las especies de dinosaurios que aún quedan me dan la bienvenida con los brazos cerrados. Ninguno de ellos lleva disfraz y caminan por el sótano en un estado de autonomía desnuda. Las colas chocan entre sí mientras serpentean libremente por el suelo, y me alegra comprobar que no hay manchas de sangre en las paredes… todavía. Harold ha tenido una idea muy astuta al colocar grandes trozos de plástico sobre los sofás, las sillas, las mesillas de café, para proteger sus muebles de las manchas cuando comiencen a volar cosas a través del sótano. Y en las reuniones del Consejo, tarde o temprano vuelan cosas.

Está Parsons, el estegosaurio, un contable de una pequeña empresa del centro de la ciudad, y Seligman, el representante de los alosaurios, un abogado importante de Century Citv. Oberst, el Iguanodon dentista, me lanza una mirada de reojo, y el tiranosaurio Kurzban, una especie de profesor de psicología evolutiva en UCLA, prefiere ignorar mi presencia por completo. Pero no todos son profesionales: la señora Nissenberg, nuestra representante Coelophysis, cuyo nombre de pila nunca puedo recordar, es un ama de casa y una extraordinaria tejedora de colchas artesanales, y Rafael Colón, un hadrosaurio, es un perdedor incurable, que se cree actor porque intervino fugazmente en algunos capítulos de «Corrupción en Miami» cuando la serie necesitaba criminales despreciables. Y, naturalmente, está Handleman, el representante de la población Compsognathus, y una reunión del Consejo no estaría completa sin uno de sus representantes para que todo sea mucho más penoso.

– ¿Por qué estás aquí? -chilla-. ¡Nosotros te expulsamos!

– Realmente no ha sido muy inteligente -murmura Seligman.

El nuevo representante velocirraptor, Glasser, según se lee en la identificación que lleva torpemente sujeta a su pecho escamado -un tío alto, con un bonito bronceado-, se acerca y me extiende la mano.

– Gracias por cagarla, compañero -dice con un leve acento australiano-. Sin rencor, ¿eh?

– No te preocupes -contesto.

Pero el resto de ellos están muy preocupados. Gritan que abusé de sus fondos, que abusé de su confianza, que abusé del poder del Consejo en mi beneficio por motivos egoístas, y no puedo discrepar de ninguno de ellos.

– Tenéis razón -digo- todos vosotros. Ciento por ciento correcto.

Pero ninguno de ellos siquiera tiene la intención de escuchar lo que estoy diciendo hasta que Harold hace sentir todo el peso de su cuerpo y su poder. Su cola se mueve pesadamente mientras camina por fa habitación y alcanza a la señora Nissenberg en la mejilla. Ella lanza un grito de dolor, pero nadie parece advertirlo y tampoco importarle.

– Son las reglas, damas y caballeros. Las reglas. Vivimos según esas reglas, y aunque algunos de nosotros como individuos elijamos ignorarlas -una dura mirada en mi dirección-, este grupo no puede hacerlo. Si las reglas dicen que el velocirraptor puede quedarse, entonces el velocirraptor puede quedarse.

Se reanudan las discusiones, el debate se acalora por momentos, y yo levanto la mano para imponer silencio. Nadie me hace caso, de modo que decido gritar.

– ¡Un momento! ¡Un momento! No quiero quedarme.

Esto hace que se tranquilicen lo suficiente como para que yo pueda lanzar mi ultimátum.

– Haré un trato con vosotros. Hay cierta información que en este momento tenéis en vuestro poder y me gustaría estar aquí cuando sea presentada.

Una penetrante mirada de Harold. Él sabe de qué esto hablando.

– ¿Cuándo pensabais tratar ese… tema? -pregunto.

– Consta en el orden del día como un tema nuevo, de modo que… mañana en algún momento.

Y esto es lo que ellos consideran una reunión de urgencia.

– ¿Qué os parece esto?: tratad ese tema ahora, ya mismo. Dejad que me quede aquí hasta que hayáis acabado, y luego firmaré esos papeles y no volveréis a verme nunca más.

– ¿Nunca más? -preguntan al unísono.

– Desapareceré como si hubiese sido un mal sueño.

Un murmullo eléctrico se eleva desde el grupo.

– ¿Podemos pensarlo durante un minuto? -pregunta Harold.

– Treinta segundos -contesto-. Tengo un poco de prisa.

Este grupo sería incapaz de resolver si respirar o no en sólo treinta segundos y menos aún procesar mi propuesta, pero después de una breve serie de mociones y llamadas al orden, mi ultimátum tiene respuesta. Harold se dirige al pie de la escalera que lleva a la planta baja de la casa y llama a su querida compañera.

,__¡María! -Y después de que pasen unos momentos sin que nadie responda-: ¡María!

– ¿Sí, Harold? -llega la atemorizada respuesta.

__Dile al doctor Solomon que baje.

Harold se vuelve hacia el grupo, y se dirige a nosotros como si fuésemos una sola persona.

– Ayer por la mañana recibí cierta información que pensé que el Consejo podría encontrar interesante. Sugiere nuevas preguntas acerca de una vieja cuestión, añade un giro que no estoy muy seguro de creer. Aún no dispongo de todos los detalles, pero pronto los conoceremos.

– ¿De qué se trata? -grazna Handleman, y todos le decimos que cierre el pico.

– Antes de compartir esta información con todos vosotros, permitidme que os diga que, a pesar de las potenciales implicaciones que esto pueda llegar a tener, todo el mundo deberá guardar la calma, y quizá podamos alcanzar una solución en un tiempo razonable.

¡Ja! Ya estaré muy lejos de aquí antes de que hayan decidido siquiera el orden en que intentarán matarse los unos a los otros.

Harold Johnson se dirige hacia Oberst y Seligman, avanzando como si fuese un pato gigantesco. Los dos dinosaurios retroceden mientras Harold se acerca a ellos; se colocan espalda contra espalda y sitúan sus carretones en círculo para defender su territorio. Lanzando a los representantes de alo-saurios e Iguanodon una mirada de desprecio, Harold pasa junto a ellos en dirección a un archivador colocado debajo de un viejo escritorio. No alcanzo a ver lo que está haciendo, pero puedo oír los ruidos de varias cerraduras que se abren y le permiten el acceso a los tesoros que hay en el interior.

Regresa al centro de la habitación llevando bajo el brazo un grueso fajo de papeles sujeto con numerosas gomas elásticas de colores. Los bordes de las hojas están chamuscados; algunas se han convertido casi en cenizas. Unos copos negros caen al suelo.

– Esto es sólo aproximadamente el uno por ciento del material original -dice Johnson, sosteniendo el envoltorio en el aire para que todos lo veamos-. El otro noventa y nueve por ciento se ha perdido. Se quemó durante el incendio declarado en un club nocturno en algún momento de la semana pasada. El dueño del club murió en el incendio.

– ¿Murió? -pregunto, incapaz de mantener la boca cerrada.

– Esta mañana -dice Johnson-. Recibí una llamada hace unas horas.

Experimento una extraña sensación de pérdida; aunque nunca conocí personalmente a Donovan Burke, en los últimos días había llegado a comprender a ese velocirraptor. Había tenido acceso a sus gustos, sus aversiones, sus relaciones, tanto morales como de otra naturaleza. Sólo puedo esperar que Jaycee Molden tenga cerca un hombro fuerte cuando se entere de la noticia.

– Pero estos documentos -Johnson agita pretenciosamente el paquete como si fuese McCarthy blandiendo su famosa lista negra, y íos bordes arrugados crujen en el aire son mucho más importantes que la vida de cualquier dinosaurio. Fueron encontrados en el fondo de una caja de cartór que había sido escondida en el almacén del club nocturno.

»Aparentemente pertenecen al doctor Emil Vallardo, el dinosaurio genetista que trabaja en Nueva York. Contienen información acerca de sus… experimentos de mezcla de especies.

«¡Eureka!», quiero gritar. Por esa razón Judith McBridt negó que había invertido dinero en el club nocturno de Donovan. ¡Era Vallardo quien corría con todos los gastos! Aun así, poner la pasta para un club nocturno en el otro extremo del país sólo para ocultar allí algunos documentos parece una distancia demasiado grande para proteger un experiment que ya ha sido profusamente documentado por los Consejos.

– Y esto -dice Johnson, que sostiene ahora en el aire un pequeño frasco de cristal y extiende sus dedos regordetes sobre la superficie transparente- es lo que encontraron en una caja de seguridad oculta debajo de las tablas del piso.

La señora Nissenberg levanta la cabeza.

– ¿Qué es?

La voz de Johnson se convierte casi en un susurro. __Es uno de sus experimentos: un embrión mixto.

Caos.

– ¡Debemos expulsarlo del foro! -grita Oberst.

– No se puede expulsar delforo a los médicos -dice Se-lignian-. Eso se hace con los abogados.

__Podríamos hacer que le retiren la licencia…

– ¿Los niños?, ¿qué pasa con los niños?

Mientras me reclino en mi silla, utilizando la cola como mecanismo para mantener el equilibrio, me desconecto de la conmoción que me rodea: las arengas contra Vallardo y su corrupción de la naturaleza, los gritos de «qué será de nosotros, nos convertiremos todos en mestizos», los jadeos, los resuellos y los gimoteos acerca de la destrucción de nuestra especie. Y a pesar de mi aversión congénita a cualquier tipo de gimoteo, no puedo decir que los culpe. Los miembros del Consejo, como todos los demás dinosaurios, están preocupados: están preocupados por la unidad; están preocupados por el conflicto entre ciencia y naturaleza, y están preocupados por lo que está bien y lo que está mal en un mundo en el que debemos escondernos, en el que los principios morales están completamente trastornados y las posiciones pueden variar de un día para otro.

Pero sobre todo están preocupados por la posibilidad de perder su identidad. Aunque es inútil inquietarse de este modo; perdimos nuestra identidad hace mucho tiempo.

Entonces, desde la escalera, llega un golpe. Dos ruidos sordos. Pausa. Un golpe. Dos ruidos sordos. Los sonidos de un caballo de tres patas cansado, de un cuerpo arrastrado por un tramo de escalera por unos asesinos cabreados. Un golpe. Dos ruidos sordos.

El ruido se ve acompañado pronto de una voz insistente, extravagante.

– ¿Y bien? ¿Pensáis echarme una mano o no?

Harold se acerca a la escalera -los brontosaurios pueden arrastrar algo cuando necesitan hacerlo-, y un minuto después vuelve a aparecer sosteniendo a un hombre mayor con una mano y un andador con la otra.

– Bájame -protesta el anciano-. Puedo caminar, puedo caminar. Escaleras, no. Piso, sí.

– Éste es el doctor Otto Solomon -dice Johnson-, socio del doctor Vallardo hace muchos, muchos años, y creo que él podrá arrojar un poco de luz sobre esta delicada cuestión.

El médico -un hadrosaurio, si el olor me llega correctamente- aún lleva su disfraz humano, y es un tío realmente curioso. Tiene un acento como el de un comandante de las SS, metro sesenta de altura, la cara como una piña, los folículos puosos aferrados al cráneo, y se arrastra para ganar la carrera pero libra una batalla perdida. Es una notable aproximación al deterioro humano y soy incapaz de no maravillarme ante la elección de su disfraz; sólo espero que cuando llegue a su edad tenga las agallas necesarias para describir con tanta precisión mi propia decrepitud física.

– ¿Qué estás mirando? -pregunta, y yo sonrío, y lo siento por aquel a quien haya sorprendido mirándolo subrepticiamente-. He preguntado ¿qué estás mirando, velocirraptor?

– ¿Yo?

– ¿Ya has terminado de mirar?

– Sí

– Sí, ¿qué?

– Sí…, doctor.

– Eso está mejor.

El doctor Solomon recupera su andador de manos de Harold y se acerca rápidamente al centro de nuestro círculo: clop, tump, tump; clop, tump, tump. Se mueve con sorprendente velocidad para tratarse de un dinosaurio de su edad y sus achaques.

– Antes de que os haga conocer mi análisis de la situación -dice, y cada palabra es una orden de control teutónico acortada-, ¿hay alguien aquí que tenga algo importante que decir? ¿Algo que no pueda esperar?

Nadie levanta la mano.

– Bien -dice el doctor Solomon-. Entonces todos recordaréis amablemente que debéis mantener la boca cerrada mientras yo hable. No responderé preguntas hasta que no haya acabado; además, jamás favorezco las especulaciones.

Nuevamente, todos aceptamos sus exigencias. El doctor Solomon se pone recto, apoyado en el andador, nos mira uno a uno y examina la habitación. Comienza con una breve disertación sobre la creación, acerca del barro original y los organismos unicelulares que no tenían nada mejor que hacer con su tiempo que nadar, mular y dividirse. Pasamos luego a las primeras formas de vida multicelular, antes de que el médico comience a balbucear acerca del ADN, los códigos genéticos y las proteínas de cadena larga.

Después de casi treinta minutos -la señora Nissenberg ha tenido que pincharme con su aguja de tejer para impedir que me duerma-, alzo la mano.

– ¿Existe alguna explicación sencilla para esto? -pregunto.

El doctor Solomon ni siquiera aparta la vista para mirarme; me ignora y continúa con su discurso.

– Y así, con los ribosomas absorbiendo el materia! disponible…

Pero estoy dispuesto a llegar al fondo de la cuestión antes de la hora de cenar.

– Perdón, doctor Solomon, pero ¿qué tiene que ver todo esto con los papeles del doctor Vallardo?

El doctor Solomon se vuelve hacia mí con los ojos encendidos.

– Lo queréis fácil – dice-. Todos los de vuestra generación lo queréis ahora, lo queréis servido en una bandeja. No queréis tener que pensar en la respuesta; queréis que sean otros los que hagan el trabajo por vosotros. ¿Es eso? ¿Es eso lo que buscáis?

– Ésa es la situación en pocas palabras, doctor. -Miro a mi alrededor y el sentimiento aparentemente es mutuo-. ¿Ahora puede abreviar, por favor?

Solomon suspira y sacude la cabeza en un gesto de lástima por nosotros, pobres masas ignorantes.

– Los papeles del doctor Vallardo, junto con el embrión congelado que hay en ese frasco, indican un experimento de procreación cruzada de especies -dice simplemente.

– ¡Eso ya lo sabíamos! -exclama Johnson-. Hace seis meses que lo sabemos.

– ¡Seis meses! -repite Handleman, ansioso por ejercitar sus cuerdas vocales-. ¡Seis meses!

Los otros se unen a la arenga y maldicen a Solomon por habernos hecho perder media hora de nuestro valioso tiempo con tonterías científicas. Pero el doctor aplaude tres veces -clap, clap, clap- y vuelve a ordenar silencio en el sótano.

– Si tenéis la amabilidad de dejar de chillar -dice, y cada palabra es un pequeño bloque de hielo-, tal vez seríais capaces de escuchar lo que estoy diciendo aparte de oírme. Escuchar. Hace mucho tiempo que el doctor Valiardo se dedica a estos experimentos de procreación cruzada de razas. Pero no es esto lo que acabo de deciros.

– ¡Seis meses! -Handleman otra vez.

– Lo que he dicho -continúa Solomon- es que toda esta evidencia, si mi lectura es la correcta, muestra que ha comenzado a experimentar con la procreación cruzada de especies.

– ¿Cruce de especies? -repite Colón, no muy seguro de la definición exacta del término.

– ¿Como qué? -pregunta Oberst.

Colón se levanta.

– ¿Como un… como un perro y un gato?

– ¿O un ratón y una gallina? -pregunta la señora Nissen-berg.

– ¡Un burro y un pez! -exclama Kurzban.

Ahora lo entiendo todo, el cuadro completo, y además los motivos. Bueno, la mayor parte. Me levanto de mi silla.

– ¿Qué me dice de la procreación entre un dinosaurio y un ser humano? -pregunto, sabiendo ya que he dado en el clavo-. ¿Es eso en lo que ha estado trabaiando el doctor Va-lardo?

Solomon sonríe. Es una lenta e irónica sonrisa que casualmente dirige hacia mí.

– Bien -dice-, algunos de vosotros sí sabéis escuchar.

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