No hay descanso para los malvados. Apenas hace un rato que he llegado a la habitación del hotel. Me he quitado el disfraz, he tomado una ansiada ducha, he reparado unos cuantos agujeros en la carne falsa y he comenzado a vestirme para meterme en la cama. Alguien llama a la puerta. Me acerco caminando como un pingüino, poniéndome unos pantalones alrededor de las caderas, y echo un vistazo a través de la mirilla. Cualquier precaución es poca con todos esos tíos tratando de acabar conmigo.
Es el conserje, un tío agradable que se llama Alfonse y a quien tuve el placer de conocer esta mañana cuando salí del hotel. Abro la puerta.
– Buenas noches, señor Rubio -dice, inclinándose ligeramente-. Lamento molestarlo.
– No hay problema. -Hago una pausa-, A menos que haya venido para decirme que hay algún problema.
– ¡Oh, no, señor! Tiene un mensaje, señor.
Echo una mirada al teléfono; el indicador de mensajes no está encendido. Parece que Alfonse entiende mi actitud.
– Decidí que era mejor entregárselo personalmente, señor Rubio, siguiendo las instrucciones de la mujer que me lo entregó a mí -añade.
Una mujer, ¿eh? Alfonse me da un pequeño sobre de color rosa, y yo le recompenso con un billete de cinco pavos. El conserje me lo agradece, me desea que pase una buena noche v se marcha. Yo cierro la puerta y me siento en la cama.
El sobre desprende una intensa fragancia a perfume, un detalle que me revela de inmediato que ha sido enviado por un humano. Sarah.
«Querido señor Rubio -dice la carta-: me sentiría muy agradecida si tuviese la amabilidad de acompañarme al teatro y a cenar esta noche. Siempre libro durante Halloween y, en lugar de vestirme de etiqueta, preferiría pasar una velada agradable con alguien tan interesante como usted. Si puede reunirse conmigo, por favor, acuda al teatro Prince Edward antes de las 19.30 horas. Espero verle allí. Afectuosamente, Sarah Archer.»
En mi manual de buenas costumbres es ilegal rechazar una cena si te invita una dama, en especial cuando también es una sospechosa. Pero Sarah Archer… es una mujer interesante -fascinante incluso-, y de alguna manera me siento atraído hacia elía, aunque el resto de su género me provoca escalofríos. Pero la lógica ha salido volando por la ventana desde que llegué a Nueva York, y aunque me estoy moviendo en aguas peligrosas, decido seguir mi instinto.
En recepción, Alfonse me indica cómo llegar al Prince Edward, que -¡oh, sorpresa!- consiste en llamar a un taxi para que me lleve hasta el teatro. Me he puesto el único traje que tenía en la maleta, un excelente conjunto a rayas finas, negras y grises, y aunque no procede de las tiendas de Rodeo Drive, creo que luce muy bien sobre mi disfraz. Le doy a Alfonse otro billete de cinco pavos, cierra la puerta del coche, y el taxi se dirige hacia el corazón del distrito teatral. No he tenido tiempo de proveerme de albahaca y descubro que, si bien estoy limpio, la falta de hierbas no me provoca el estado de pánico que suele atacarme. Estoy seguro de que encontraré una dosis en alguna parte, en algún momento.
– ¿Prince Edward? -me pregunta el taxista. Su acento es puro Nueva York, sin rastros de influencia extranjera.
– He quedado con alguien allí -le explico.
– ¿Ha visto la obra?
– ¿La obra? La obra en el Prince Edward, sí.
– Una obra jodidamente extraña -dice el taxista, moviendo la cabeza adelante y atrás-. Eso me han dicho, una obra jodidamente extraña.
Llego al Prince Edward sano y salvo diez minutos antes de la hora prevista, lo que me concede un tiempo más que razonable para estudiar la multitud. Hay un sorprendente número de dinosaurios; al menos la mitad del público pertenece a nuestra especie, según mis cálculos, y es una proporción mucho más elevada que la media nacional. No es normal, pero imagino que se trata de un fallo en las estadísticas, o bien la obra ha sido producida por uno de los nuestros.
Espero en el bordillo como un adolescente nervioso que aguarda su cita para asistir al baile de graduación; temo a cada minuto que pasa que Sarah no vendrá. ¿Me habrá dado plantón? La gente ya ha entrado en la sala y estoy seguro de que la obra está a punto de comenzar. Echo un vistazo a mi alrededor, busco algún coche en la oscuridad, una limusina, cualquier señal de Sarah. Nada.
– ¿Señor Rubio? -No es la voz de Sarah, pero me llama por mi nombre, y eso ya es un comienzo. Me vuelvo para encontrarme con la taquillera, una muchacha tan hipoglucémica que resulta casi transparente-. ¿Es usted Vincent Rubio? -Le respondo que sí, y ella dice-: Ha llamado su amiga para avisar que se le ha hecho un poco tarde. Su entrada estaba reservada, de modo que… aquí tiene.
La muchacha me da una entrada y me acompañan hasta mi asiento. Está en la tercera fila, en el centro, entre un grupo de hombres de negocios asiáticos y una pareja mayor, que ya tiene aspecto de aburrida.
El teatro ha sido adornado con una parafernalia selvática, con árboles frondosos y cuevas de cartón piedra fijados a las paredes. Telas con rayas de tigre y manchas de leopardo cuelgan del escenario, rugidos de ambiente y berridos de elefante llenan el aire, y aunque estos motivos podrían funcionar en los teatros rurales de Santa Bárbara, aquí en Broadway resultan francamente patéticos. Las cortinas están corridas, el público cuchichea sin cesar, y un cartel luminoso, de nueve metros de largo por cinco de alto, cuelga orgulloso de las vigas del techo.
Dice: «¡Manimal: El Musical!» Y sé que me espera una larga, larga noche.
Debo reconocerlo, en 1983 yo era un rabioso seguidor de «Manimal», el programa de televisión. Me encantaba ver cómo el doctor Jonathan Chase combatía el crimen; resolvía casos difíciles y se convertía en diferentes animales salvajes en un abrir y cerrar de ojos. Pero debía de ser el único, ya que el programa sólo estuvo tres meses en antena antes de que fuese suspendido y abandonado en los basureros de la televisión de bajo presupuesto y alto concepto. Hasta el más intransigente de los seguidores de «Manimal» era incapaz de permanecer sentado durante dos horas y media ante el televisor para ver cómo un tío -mitad humano, mitad leopardo- bailaba y cantaba mientras investigaba un caso de tráfico de drogas.
La primera canción lleva por título Increíble Hombre Leopardo, te amo, y la letra dice cosas como: «Sí, sabía que eras en parte felino / y por eso me he convertido en un minino. En este momento de la noche decido apagar mi cerebro, ya que sus servicios no serán necesarios.
Pasan veinte minutos. En este tiempo soy obsequiado con dos números musicales más y un zapateo a cuatro pies. Siento que alguien me da unos golpecitos en el hombro.
– ¿Está ocupado este asiento? -me llega un susurro, y me vuelvo, preparado para defender el asiento vacío con todo el valor de que soy capaz encajado entre estas butacas.
– En realidad. Está… -Entonces descubro los mechones de pelo rojo que caen en cascada sobre los hombros desnudos, un vestido de fiesta amarillo brillante que anuncia su presencia desde el otro extremo de la ciudad, y una figura familiar embutida en él. Mi corazón golpea con fuerza contra los músculos del pecho como King Kong machacándose las costillas-. Está reservado para una amiga -digo.
Sarah se sienta con naturalidad en la mullida butaca vacía y se inclina para susurrarme al oído. Su voz me produce un intenso cosquilleo.
– ¿Le importaría mucho a su amiga si ocupo su asiento?
– No lo creo -contesto, tratando de no alterar el tono de voz mientras intento que el corazón recupere su velocidad norma!-. De hecho, la conocí ayer.
– ¿Y ya es una amiga?
Me encojo de hombros.
– Debe de serlo. Me ha invitado al teatro.
– Ella siempre tiene asientos reservados. -Cruza las piernas y se arregla la falda-. ¿Qué me he perdido?
Obligándome a hablar en un susurro de biblioteca, trato de ilustrar a Sarah acerca de los principales puntos del argumento de Manimal: El Musical. El problema es que no hay muchos.
– Veamos… Tenemos a este tío que vaga por la ciudad; es humano, pero también es un felino. Y también hay algunos traficantes.
Los dos resistimos en silencio una serie de canciones que hablan de leopardos, leones, tejones y tráfico de drogas («Compra un gramo o compra un kilo, / la cocaína hace girar el mundo»). Y más leopardos, hasta que, finalmente, todo adquiere sentido poco antes del entreacto con un doctor Chase particularmente malhumorado, que lamenta su miserable condición de criatura de dos mundos. El público aplaude -Sarah y yo nos sumamos con indiferencia- y se encienden las luces de la sala. Quince minutos para estirar las piernas antes del segundo acto.
– ¿Quieres tomar algo? -pregunto-. Puedo tmerte algo del bar.
Sarah sacude la cabeza.
– No te permitirán beber en la sala. Iré contigo.
Cuando finalmente conseguimos abandonar el patio de butacas -los hombres miran lascivamente a Sarah, empapándose de ella durante todo el trayecto, y aunque ella no es de mi especie, me siento orgulloso de ser su acompañante-, las pocas barras del Prince Edward ya están llenas de gente, ansiosa por tener una perspectiva diferente de la segunda mitad de la obra. Sarah y yo nos colocamos al final de la cola, detrás de una pareja de dinosaurios disfrazados de matrimonio mayor. Sus olores -un hogar con leños de secoya ardiendo lentamente- casi no se distinguen el uno del otro, y aunque sé que sólo se trata de una antigua fábula de dinosaurios la que dice que el olor de un matrimonio se vuelve cada vez más parecido a lo largo de los años, todos los días obtengo pruebas empíricas que me inclinan a creerlo.
La pareja mayor se vuelve -seguramente han captado mi olor- y me saludan con un breve gesto de cabeza. Se trata de un amistoso cómo-está-usted que los dinosaurios ocasionalmente obsequiamos a los de nuestra especie como el dueño de un coche clásico que hace sonar la bocina ante un compañero coleccionista que también conduce un Mustang Fast-back de 1973. Pero entonces ven a Sarah -y luego huelen a Sarah o, mejor dicho, no huelen a Sarah- y las sonrisas se desvanecen, reemplazadas al instante por muecas de repulsión.
«¡Ella es una testigo! -siento deseos de gritar-. ¡Tal vez una amiga, pero nada más!» Sin embargo, no quiero protestar demasiado.
– La cola es larga -digo, buscando algo, cualquier cosa que sirva para romper el silencio.
– Así es -dice Sarah-. Si esperamos para conseguir unas bebidas, es probable que no consigamos regresar a la sala a tiempo para el comienzo del segundo acto.
– Sí. Sí. No me gustaría perdérmelo.
– ¿O sea que te gusta la obra? -pregunta ella, arrugando seductoramente la falda con su pequeño puño.
– ¿La obra? Por supuesto. Es un hombre, es un animal… es Manimal. ¿Cómo puedes perdértela?
– ¡Ah!
Parece decepcionada.
– ¿Y a tí?
– ¡Oh, sí! Por supuesto. Quiero decir, cómo puede no gustarte. Tienes leopardos y…
– Y tigres -añado.
– Exacto. Y tigres.
Estamos mintiendo. Los dos. Y ambos lo sabemos.
Atravesamos el vestíbulo riendo y cogidos de!as manos, bajamos las escaleras y abandonamos el Prínce Edward como dos colegiales que hacen novillos por primera vez.
Una hora más tarde seguimos riendo, aunque la parte más contagiosa de nuestra risa ha desaparecido hace unos quince minutos. Durante un momento tenemos problemas, y una pulla enciende la mecha de otra. Ninguno de los dos es capaz de controlarse el tiempo suficiente como para pedir algún plato de la carta en el pequeño restaurante griego que encontramos a pocas manzanas del teatro. Finalmente me veo obligado a morderme la lengua, reprimiendo la risa pero casi reemplazándola con lágrimas y un viaje al hospital. Una de mis fundas se ha aflojado y mi colmillo naturalmente afilado se ha clavado en la lengua con una fuerza inesperada. Afortunada-mente puedo fingir una urgencia para dirigirme al lavabo, ajustarme el colmillo, asegurarme de que mi lengua no va a salir disparada de la boca y caer en el regazo de Sarah durante el transcurso de la cena, y regresar a la mesa a tiempo para el segundo plato. Ahora esperamos, hablamos y bebemos.
__No, no… -Sarán bebe un pequeño sorbo de vino, y sus labios dejan una preciosa marca roja en el borde del cristal-; no se trata de eso. Puedo entender que a alguien le guste…
– Pero no a ti.
– No a mí. El antropomorfismo es interesante y demás…
– Una palabra importante, señora…
– Pero a mí me resulta difícil aceptar la idea de toda una sociedad habitada por felinos humanoides, operando según reglas oscuras y autoimpuestas, vagando por todas partes sin que el resto de nosotros sea capaz de detectar su presencia.
– ¿No te parece realista?
– No, no me parece divertido.
Llegan nuestros platos y nos deleitamos con el hummus, el tzatziki y el tarama; rebañamos la salsa con gruesas rebanadas de pita. Nuestro camarero es auténticamente griego -para esta víspera de Halloween se ha vestido de Zorba con una chaqueta abierta en la espalda- y nos lee con verdadero deleite los platos especiales deldía. Cada palabra es una comida en sí misma. Sarah pide consejo para elegir el siguiente plato, y yo sugiero el surtido griego, pensando que siempre puedo hacerme cargo de lo que ella no pueda comer.
Incluso liego al extremo de separar cuidadosamente la albahaca y el eneldo de mis porciones -una acción casi automática- con el tenedor antes de que pueda regular mis movimientos. Cualquier cosa que estemos haciendo ahora -Sarah y yo-, de alguna manera está bien, y es la primera vez en mucho tiempo que no siento la necesidad de masticar una buena cantidad de hierba. Sarah, por su parte, me pide mi guarnición de albahaca para añadirla a su plato y, puesto que no le afectará como a mí, me siento encantado de complacerla, Entrecerrando los ojos en la tenue luz del restaurante, Sarah estudia detenidamente mi rostro y su frente se arruga de pronto con preciosas y pequeñas colinas. Sus ojos recorren mis facciones, deslizándose por la nariz, los labios y la barbilla.
– ¿Tengo comida en la cara? -digo, súbitamente cohibido. Me limpio con celeridad los labios y la barbilla con la servilleta, pasando la tela una y otra vez con la intención de absorber cualquier delicadeza griega que se las haya ingeniado para hacerse pasar por un rasgo facial.
– No es eso -dice ella, echándose a reír-. Es…, quiero decir…, el bigote.
– ¿No te gusta?
Sarah ha advertido sin duda mi expresión de dolor, ya que se retracta de inmediato.
– ¡No, no, me gusta! ¡De verdad! Es sólo que cuando te vi… la otra noche… estabas bien afeitado.
No tengo respuesta para eso. Se supone que los accesorios de los disfraces deben ser añadidos paso a paso a fin de dar la impresión de que se trata de un proceso natural -la serie Pectoral Nanjutsu, que estuve a punto de comprar durante mis años de vanagloria, por ejemplo, debe ser colocada lentamente durante varios meses-, pero los bigotes, por lo que yo sé, siempre han sido un proceso de un único día hacia el machismo.
– Es falso, ¿verdad?
– ¡Por supuesto que no! -contesto con indignación-. Es tan auténtico como el resto de mi cuerpo.
Sarah, sin dejar de reír, se inclina hacia mí y tira con fuerza de mi vello facial. Es una acción que habitualmente no provoca dolor, pero la ligera capa de pegamento debajo de mi máscara transfiere su tirón a la piel y mi exclamación de dolor es auténtica.
Sarah, avergonzada, confundida, retira la mano, y su rostro se tiñe de rojo.
– Lo siento -dice-. Realmente pensé que…,
– En mi familia, el pelo nos crece muy rápidamente -digo, tratando de recuperar para nuestra conversación el ligero tono soufflé que ha presidido la velada-. Mi madre era un terrier.
Sarah se echa a reír ante mi comentario, y me alegra comprobar que su incomodidad se levanta y abandona la mesa. -Si no te gusta -continúo-, puedo afeitármelo. -De verdad, me gusta. Te lo prometo. Se hace la señal de la cruz sobre el corazón con un dedo largo y fino.
Comemos un poco más. Bebemos un poco más. Hablamos.
– ¿Cómo va el caso? -pregunta Sarah, volviendo a llenar
la copa de vino mientras habla.
– ¿Es una comida de negocios?
– No, si no quieres que lo sea.
¿Se trata de un señuelo? Decido mostrarme prudente.
– No, no, está bien. El caso sigue abierto. Pistas, pistas, pistas; ésa es la vida de un investigador privado. Las reúnes, añades hielo y esperas a ver qué pasa.
Sarah acaba la botella de vino -no hay duda de que resiste bien el alcohol- y pide otra.
– Aún no me has interrogado -señala-. En realidad, no
lo has hecho.
– No es educado interrogar a tu cita.
– ¿Es esto una cita? -pregunta.
– No, si no quieres que lo sea.
Ambos sonreímos, y Sarah se inclina sobre la mesa y me besa ligeramente en la frente. Luego vuelve a apoyarse en el respaldo de la silla, y el vestido se ciñe a su pecho. Suaves prominencias de carne se elevan desde el escote, los pezones en posición de firmes, y siento un extraño deseo de… ¿tocarlos? Imposible. Pienso en la pila de facturas impagadas que me esperan en Los Ángeles, y esos pensamientos ilícitos y pecaminosos se desvanecen.
– Me gustaría que hablásemos de ello ahora -continúa-. Pregúntame lo que tengas que preguntarme. No quiero que pienses cosas de mí que no son ciertas, o que no pienses cosas de mí que son ciertas.
– Sabes que mi caso se refiere a McBride. Raymond. No es exactamente así, pero se le acerca bastante.
– Lo sé.
– ¿Y te sientes cómoda hablando de él?
Habitualmente me importa una mierda lo que pueda sentir un testigo -pienso en aquel desagradable Compsognathus, Suárez, y se me forma un nudo en el estómago-, pero de vez en cuando me permito algunas excepciones especiales.
– Pregunta -dice Sarah.
El camarero trae una segunda botella de vino, y Sarah no se molesta en examinar la etiqueta, oler el corcho o probarlo antes de llenarse la copa.
Al no tener a mano mi cuaderno de notas, deberé confiar en mi memoria.
– ¿Cuánto tiempo hacía que conocías al señor McBride? Antes deque…
Sarah parece pensarlo un momento.
– Pocos años. Dos, tal vez tres.
– ¿Y cómo le conociste?
Una mirada nostálgica se instala en sus ojos y sus dedos recorren sin rumbo el borde del escote llamando mi atención, abajo, abajo, abajo…
– En aquel acto benéfico-dice-. En el campo.
– ¿Dónde?
– En el campo. En Long Island, creo, o tal vez fuese en Connecticut.
No tiene importancia.
– ¿Y Raymond era el anfitrión?
– Él y su… esposa. -Otra vez aparece una grave animosidad; las palabras chamuscan el aire a nuestro alrededor-. Lo habían organizado en su residencia de fin de semana.
Las preguntas fluyen con facilidad y rapidez de mi lengua ligeramente herida.
– ¿Por qué estabas allí?
– Mi agente me llevó. Era un acto de beneficencia. Estaba siendo caritativa.
– Pero no recuerdas para qué organización se estaban recaudando fondos.
– Correcto.
Sarah coloca torpemente un dedo en la nariz con una mano y me señala con la otra. Es un gesto de borracho, pero encantador.
– Muy bien; de modo que allí estás tú codeándote con los ricos y famosos…
– Ricos en su mayoría. No creo haber visto a nadie que fuera famoso.
– Sólo era una forma de hablar. Así pues, conociste a Raymond aquella noche…
– Era de día -me corrige-. Fue un acontecimiento social muy largo, si mal no recuerdo. Yo llegué a primera hora de la tarde y no me marché hasta el día siguiente. Todo el mundo se quedó a pasar la noche en la casa.
– ¿McBride y tú intimasteis en seguida?
– Yo no diría que fue en seguida, pero era obvio que había algo entre nosotros. En realidad, su esposa y yo nos llevamos bien aquel día. A ia mañana siguiente nos odiábamos.
Apunta eso.
– ¿Te acostaste con McBride aquella noche?
Casi puedo oír el ¡plaf! y ver cómo se forman los cardenales cuando mi intempestiva pregunta golpea el rostro azorado de Sarah. No era mi intención hacerlo de esa manera. No he pensado en lo que hacía. Ha sido algo estúpido e innecesario, pero estoy demasiado espantado ante mis propias palabras como para articular una disculpa. No es la primera vez que mi bocaza ha hecho añicos una circunstancia delicada. Cuando la parte de investigador privado que hay en mí enfila una dirección determinada, el pedal del acelerador se pega al piso y la servodirección no sirve para nada, lo cual es genial si me encuentro en un tramo recto del camino, pero si delante de mí hay un risco, adiós Vincent.
La respuesta de Sarah es queda y dolorida; es la voz de una muchacha que se acurruca en un rincón y no entiende por qué la están castigando.
– ¿Es así como me ves? -pregunta.
– No, no, yo…
– ¿Como una mujer que habla con un hombre una vez y después se va a la cama con él?
– Eso no es lo que yo…
– Porque si es así como tú me ves, no quiero decepcionarte. Quieres marcharte del restaurante, ir a casa y acostarte conmigo; muy bien, vamos. -La ira se desborda ahora por sus ojos, cae sobre la mesa e inunda el restaurante. Se levanta con dificultad y me coge del brazo-. Levántate, muchacho, vamos a casa y veamos cómo puedes metérmela.
Algunos clientes se vuelven, con los oídos abiertos, ansiosos por escuchar algún fragmento del discurso y enriquecer de ese modo sus patéticas vidas. Casi puedo oler el rencor en las palabras de Sarah. Cubro sus manos con la mía, tratando de recuperar la tranquilidad en nuestra antaño idílica mesa para dos.
– Por favor -digo-, no quise decir eso. -Ahora la ira parece remitir en suaves y lentas olas que se alejan hacia el mar, atentas a la resaca-. Por favor. A veces me adelanto a mí mismo. Es una deformación profesional.
Dos vasos de vino y varios tragos de tzatzíki más tarde, Sarah acepta mis disculpas.
– No -dice con cierto sarcasmo, retomando la conversación-no me acosté con él aquella noche. -Ya lo había entendido.
– No diré, sin embargo, que no le encontraba atractivo. Ese rostro fuerte, curtido, surcado de profundas líneas, arrugas que te hacían saber que ese hombre había estado en alguna parte. Músculos largos, prietos, hombros anchos… Por fuera, Raymond era un hombre muy duradero; no física, sino mental y emocionalmente. -¿Y por dentro?
– No podías ver el interior a menos que le conocieras bien, y entonces descubrías qué hacía que Raymond fuese… Raymond. Tenía algunas peculiaridades realmente interesantes, y algunas eran más atractivas que otras. Dudo de que, aparte de mí misma y tal vez su esposa, alguien conociera a Raymond tal como era en realidad.
¿Debía decirle que su amado Raymond era ampliamente conocido como un ligón de mucho cuidado? ¿Que había visitado más colchones que el Inspector n." 7? ¿Que aunque ella pudiera haber sido su última amante, seguramente no había sido!a única? Pero qué sentido tendría, aparte de herirla; por hoy ya había cubierto con creces mi cupo de comentarios ofensivos. Tal vez sienta celos de McBride, de su decisión de ignorar las restricciones sociales, de sus deseos por lo prohibido, que eran obviamente mucho más intensos que los míos. Pero esta clase de pensamiento es a la vez destructivo y absolutamente estúpido, de modo que lo corto de raíz.
– Además, aunque él se hubiese interesado por mí en aquel momento -está diciendo Sarah-, yo tenía pareja.
– ¿Quién?
– Mi agente.
– ¿Tu agente? ¿Crees que es prudente mezclar los negocios y el placer?
– A veces es lo mejor -dice Sarah, y me siento feliz y preocupado a la vez porque haya olvidado su ira para volver a la seducción. La ira no era nada divertida, aunque resultaba más fácil de controlar-. En este caso, no, no era prudente. De hecho, rompimos poco después de aquella fiesta. Lo que me dejó fuera de una relación y a Raymond aún en una.
– Judith.
Sarah aparta el nombre con un aburrido ademán, como si espantase a una mosca molesta.
– No la llamábamos de ese modo. La llamábamos señora, simplemente. Señora. Era mejor para mí, era mejor para Raymond.
– ¿McBride aún estaba enamorado de ella?
En el tiempo que a Sarah le lleva comenzar a responder, el camarero llega con nuestros platos. Mi pollo al limón está muy bien preparado, pero el surtido griego de Sarah tiene un aspecto absolutamente delicioso. Afortunadamente, estoy seguro de que no será capaz de acabárselo, y entonces podré picotear de su plato.
El camarero se marcha y ambos nos inclinamos sobre nuestras raciones, cayendo sobre la comida como un Compsognathus sobre su presa aún caliente. No me sorprende que esté tan hambriento, ya que hace más de doce horas que no me llevo nada al estómago, y aunque esta mañana mi desayuno fue un festín digno de un rey, estoy famélico.
Lo que sí me sorprende es la capacidad que muestra Sarah para hacer que la comida desaparezca de su plato en un tiempo que debe ser de récord Guinness. Moussaka, pollo a la Olimpia, pastisio, un plato de berenjenas del que jamás había oído hablar… Contemplo con creciente asombro mientras cada tenedor colmado entra en esa bella boca y vuelve a salir vacío un momento después y regresa al plato en busca de más comida. ¡Por Dios!, ¿adonde va todo eso? ¿Debajo de la mesa? ¿A un perro ambulante? Pero veo perfectamente el movimiento de su garganta al tragar, de modo que sé que está engullendo cada bocado. ¿Cómo es posible que esa bandeja llena de comida, que probablemente pesa más que la modelo, desaparezca en ese cuerpo? En esta taberna griega existe alguna retorcida perversión de las leyes de la naturaleza, un choque de la comida con la anticomida, pero que me maten si soy capaz de imaginar cómo funciona. Si hoy no hubiese resuelto la cuestión de la misteriosa desaparición de Jaycee Rolden, podría pensar que quizá Sarah se la había comido.
No puedo hablar. Sólo puedo mirar. Guau. Guau.
Diez minutos después, Sarah ha terminado la cena, y yo estoy boquiabierto.
– ¿Tienes hambre?-pregunto.
– Ya no.
Debo suponer que no. Sarah aparta el plato y, a pesar de la prodigiosa cantidad de comida que acaba de ingerir, soy incapaz de advertir ninguna protuberancia en esa barriguita. Las personas como Sarah despiertan en todo el mundo el odio de la gente preocupada por su peso, pero estoy demasiado asombrado para sentir celos de los índices metabólicos.
– ¿Dónde estábamos? -pregunto, ya que sinceramente lo he olvidado. Esa exhibición de consumo concentrado me ha llevado por los cerros de Úbeda.
– Me preguntaste si Raymond aún estaba enamorado de la señora -dice Sarah, empleando el título para referirse a Judith McBríde-, y yo todavía no te había contestado.
– Pues bien, ¿lo estaba?
Nuevamente hace una pausa, aunque yo diría que ha tenido tiempo más que suficiente para pensar la respuesta mientras digería toda Grecia. Naturalmente, es probable que se requiera una parte importante de energía cerebral para tragar de ese modo.
– ¿Alguna vez has tenido una aventura amorosa, Vincent?
– ¿Con una mujer casada?
– Sí, con una mujer casada.
– No, nunca.
Estuve cerca, sin embargo. Había estado siguiendo a la esposa de un brontosaurio, tratando de conseguir las fotografías incriminatorias habituales en estos casos, para descubrir que aunque ella no estaba viviendo ninguna aventura extra-matrimonial, se mostraba más que dispuesta a iniciar una. Me sorprendió tomando fotografías fuera de la ventana de su dormitorio y lo siguiente que supe fue que estaba bebiendo champán en el jacuzzi y escuchando una selección de éxitos de Tom Jones. Tuve que esperar a que se fuese a otra habitación para quitarse el disfraz y ponerse «una piel más cómoda» antes de abandonar la casa.
– La gente casada es simplemente eso -me dice Sarah-, casada. No puedes preguntar si un hombre casado que tiene una aventura amorosa aún sigue enamorado de su esposa, porque es una pregunta que no tiene ningún sentido. Es irrelevante si la ama, porque ella es su esposa, sencillamente.
Picoteo mi comida mientras reflexiono sobre su punto de vista y mi siguiente pregunta.
– ¿Con qué frecuencia le veías?
– A menudo.
– ¿Dos, tres veces por semana?
– ¿En el último tiempo? Cinco o seis veces. Raymond trataba de pasar los domingos con la señora, pero para entonces ella no estaba muy interesada.
– ¿O sea que lo sabía?
Sarah se echa a reír irónicamente mientras se inclina y coge una patata de mi plato.
– ¡Oh, ella lo sabía! No es ninguna tonta, lo reconozco. Tienes que ser un pedazo de granito para no darte cuenta de algo así. ¿Trabajar hasta tarde todas las noches? Sí, de acuerdo, Raymond era un hombre muy activo, pero nadie se pasa dieciocho horas en la oficina durante nueve meses.
»Creo que la señora descubrió lo que estaba ocurriendo después del primer mes, porque Raymond empezó a relajarse cuando hablaba por teléfono. Me llamaba por mi nombre y se dejó de todas esas chorradas de palabras en código. Antes de eso, parecíamos dos espías intercambiando información, y yo sabía cuándo ella entraba en la habitación porque Raymond comenzaba a llamarme Bernie y a hablar de la fantástica partida de golf que habíamos jugado el día anterior. Y yo odio el golf. Toda mi vida he estado rodeada de golfistas. Por favor, dime que tú nunca has jugado al golf.
– Dos veces.
– Pobrecito. A Raymond le encantaba ese jodido deporte. Podíamos estar en París, aspirando el aire de la primavera, paseando por el Barrio Latino, mirando escaparates y hablando con la gente, y él practicaba su swing, preguntándose qué clase de palo usaría si tuviese que golpear la bola por encima de esa tienda y a través de la ventana de aquella iglesia. Por cierto, el piso catorce de la torre Eiffel era un hierro 9.
– Entonces, ¿te llevó a París?
– París, Milán, Tokio, todos los lugares interesantes del globo. ¡Oh, éramos una verdadera pareja de la jet-set. Me sorprende que no nos hayas visto en alguna columna de sociedad.
– No leo mucho. El TP a veces.
– Fotografías en todas las revistas internacionales, Raymond McBride y su compañera de viaje. Jamás mencionaron a su esposa y jamás montaron un escándalo por eso. Es una de las cosas buenas que tienen los europeos; para ellos, el adulterio es como el queso. Las opciones son generosas y variadas, y sólo ocasionalmente apestan.
Los rumores, por tanto, eran ciertos. McBride había perdido la cabeza. No había duda de que este conocido carnosaurio había lanzado la discreción por la borda. Había exhibido a su amante humana ante los ojos del mundo, llegando incluso al extremo de permitir que las revistas los relacionasen en términos románticos. Y mientras que los Consejos Internacionales no son tan estrictos como los Consejos Norteamericanos en cuanto a las costumbres sexuales, el cruce de especies diferentes sigue prohibido en todo el mundo. Sólo se necesita un descuido de cualquiera de nosotros, del Compsognathus más pequeño en eí barrio más pequeño de Liechtenstein, y los últimos ciento treinta millones de años de un mundo libre de persecuciones podrían saltar en pedazos. Sin incluir la Edad Media, naturalmente. Los dragones, ¡por Dios…!
– ¿Te pidió que te casaras con él?
– Como ya te he dicho, él estaba casado con la señora, y eso era todo. Imagino que tenían alguna clase de acuerdo.
– ¿Acuerdo?
– Él se acostaba conmigo; ella se acostaba con quienquiera que lo hiciera.
Sarah echa un vistazo hacia las otras mesas buscando más alcohol.
– ¿De modo que crees que Jud…, la señora McBride, también tenía un lío con alguien?
– ¿Que si lo creo? -Sarah sacude la cabeza, aclara sus pensamientos y tengo que detenerla antes de que llame al camarero convertido en sumiller-. Por supuesto que tenía un lío con alguien. Estaba liada con alguien antes de que yo apareciera en escena, de eso no hay duda.
Debería estar perplejo, lo sé, pero no puedo mostrar las emociones adecuadas.
– ¿Conocías al tío con el que se acostaba?
Sacude la cabeza con un gesto afirmativo, y no alcanzo a saber si Sarah me está contestando o está a punto de quedarse dormida.
– Sí…-musita-. Ese jodido… gerente del club nocturno.
Uno a cero para Vincent Rubio. Mis preguntas iniciales acerca de la naturaleza de la relación que mantenían Dono-van y Judith, preguntas que habían puesto muy nerviosa a Judith McBride, tendrán que volver a plantearse la próxima vez que me reúna con la señora McBride. De forma indirecta, por supuesto, y con suma delicadeza, y si eso no funciona, de forma directa y cruda.
– Sarah -pregunto-, ¿conocías a Donovan Burke?
– ¿Hummm…?
– Donovan Burke, ¿lo conocías? ¿Conocías a Jaycee Hol-den, su novia?
Pero en este momento la cabeza de Sarah se está cayendo; se bambolea hacia todos los puntos cardinales, balanceándose precariamente encima de ese largo cuello, y no recibo ninguna respuesta inteligible. Finalmente, el vino está ejerciendo su poder, cobrando su peaje a pesar de las seis toneladas de comida griega que descansan en su estómago.
– Él deseaba tanto ver a sus hijos -gimotea Sarah al borde de las lágrimas.
– ¿Quién quería ver a sus hijos?
– Raymond. Él quería tener hijos más que cualquier hombre que yo haya conocido nunca.
Ahora Sarah está divagando, murmurando palabras que no alcanzo a comprender, pero es necesario que continúe con esto un poco más. Levanto la cabeza de Sarah y la obligo a que mire mis labios.
– ¿Por qué no tuvo hijos? -pregunto, asegurándome de pronunciar claramente cada palabra-. ¿Fue a causa de la señora McBride? ¿Ella no deseaba tener hijos?
Sarah agita los brazos, apartando mi mano de su cara.
– ¡No se trataba de ella! -grita, atrayendo la atención del público en genera! por tercera vez esta noche-. Él quería tener hijos conmigo. Conmigo… -Se interrumpe, y los sollozos sacuden todo su cuerpo.
No me extraña que esté hecha polvo. Esta pobre chica ha pasado los últimos años con la ilusión de que analmente tendría un hijo con Raymond McBride sin saber que tal cosa era físicamente imposible. ¿Qué otras mentiras le dijo McBride? Y el hecho de que McBride estuviese tan comprometido también en ese proyecto me lleva a creer que quizá él sufriese realmente el síndrome de Dressler, como muchos han supuesto, que él realmente había comenzado a creerse humano, incapaz de distinguir su engaño diario de la realidad que implicaba.
La combinación de vino y recuerdos dolorosos ha convertido a Sarah Archer en una inválida emocional, y me siento obligado a asegurarme de que regresa a casa sin problemas.
– Vamos -digo, dejando cien dólares sobre la mesa para cubrir el precio de la cena, el vino y una propina considerable. Con excepción de dos billetes de veinte pavos metidos en uno de mis calcetines, es el último billete que me queda en el mundo. Debería pagar con la tarjeta de crédito de TruTel, pero llegados a este punto lo mejor es que nos marchemos lo antes posible.
Levantar a Sarah y arrastrarla fuera de la mesa no resulta tan fácil como había imaginado; no es tan pesada como el híbrido de dinosaurio que dejé detrás de aquel contenedor de basura, pero las maquinaciones de su cuerpo ebrio le añaden mucho más peso de lo que su pequeña forma debería permitir. Ambos retrocedemos tambaleándonos, y Sarah se desploma sobre mi regazo como si fuese el muñeco de tamaño natural de un ventrílocuo. Yo jadeo a causa del inesperado ejercicio.
– ¿Ya ha comenzado la diversión? -pregunta Sarah mientras enlaza mi cuello con los brazos y me aprieta contra su cuerpo.
Esto al menos resulta más fácil, si bien su proximidad me provoca algunas reacciones involuntarias que son inadecuadas tanto por el lugar como por la especie. El resto de los clientes del restaurante siguen con interés nuestra lucha, ya que disponen de asientos en primera fila para el acontecimiento principal. Veo que sus rostros se contorsionan en una mueca junto con el mío, mientras sostengo y arrastro a Sarah en nuestro camino hacia la puerta. Sólo faltan un par de metros, pero bien podría ser un kilómetro.
Los camareros se acercan, ofrecen su ayuda, mantienen las puertas abiertas para nosotros, ansiosos, supongo, de dar por finalizada esta diversión nocturna, y yo me siento más que agradecido de aceptar su ayuda. Abandonamos el restaurante y nos damos de bruces con el pesado y cálido aire de la noche. La humedad causa estragos en mi maquillaje, y echo un vistazo a mi alrededor en busca del banco más próximo. Nos tambaleamos hacia una parada de autobús cubierta de anuncios, que a su vez están cubiertos por innumerables grafitos. Dejo que Sarah se desplome sobre la dura superficie de madera. La falda del vestido se le levanta incluso más que antes, y revela un minúsculo trozo de sus bragas amarillas.
– Quédate aquí -le digo, bajándole la falda-. No te muevas.
Sarah me coge con fuerza de la muñeca.
– No te vayas -dice-. Todo el mundo se va.
– Necesito encontrar un taxi -le digo.
– No te vayas -repite.
En la parada de autobús, con un pie en el banco de madera y el otro en el suelo, con la muñeca aún retenida por las manos de Sarah, agito mi brazo libre como una bandera de SOS, esperando que un taxi surja de la oscuridad y acuda en nuestro rescate. Sarab ha empezado a cantar; es una confusa aglomeración de palabras, fragmentos de palabras. También tararea, y su canción se pierde en la noche a través de las bulliciosas calles de la ciudad. Ese rico contralto, exhibido con evidente entrenamiento, suena potente debido al ofuscamiento provocado por el alcohol, y me sorprende la claridad de la melodía a pesar de la letra fragmentada.
Cinco minutos después seguimos esperando un taxi, y la canción de Sarah se desvanece. Me suelta la muñeca y se queda en silencio. El rumor del tráfico también se aleja. El resto del mundo se retira, se evapora, y sólo queda una única farola que ilumina un banco de una parada de autobús, una bella mujer y el velocirraptor que la protege.
– Tu voz… -susurro- es increíble.
Su única respuesta consiste en alzar la vista -una verdadera proeza teniendo en cuenta la velocidad a la que debe estar girando esa cabeza- y esbozar una breve sonrisa. La luz de la farola convierte en gotas doradas las lágrimas que se derraman de sus ojos, y lo único que se me ocurre es enjugarlas con un beso. Me arrodillo y mis labios se acercan a sus ojos, se acercan a sus mejillas y, de pronto, puedo saborear el agua salada, puedo saborear el dolor, y no puedo detenerme, ya no consigo controlarme mientras mi boca resbala por su piel, deslizándose entre las lágrimas, lentamente, cobrando velocidad, buscando sus labios, la piel suave siseando entre ambos, moviéndose, las lenguas entrelazadas, apagados gemidos de deseo retumbando en nuestros pechos, un profundo beso que me arrastra y me marea…
Aparece un taxi y hace sonar la bocina.
– ¿Les llevo a alguna parte? ¡Pareja de tortolitos! Antes estaba agitando la mano, ¿les llevo a alguna parte?
Podría matar a este hombre. Sarah y yo nos separamos, y las pequeñas estrellas desaparecen lentamente de mi campo visual. Los ojos de Sarah permanecen cerrados, aunque sospecho que se debe más a la somnolencia que al placer.
– No tengo toda la noche -dice el taxista,
– ¡Un segundo! -grito.
– ¡No tiene que gritarme!
Sarah está demasiado borracha para caminar, así que la levanto del banco y la coloco sobre mi hombro como un hombre de neanderthal que lleva a su devota esposa a través de las llanuras. Me siento asqueado por mi conducta. Mi boca y una boca humana… Las posibilidades de contraer una enfermedad son tremendas.
– Tenía las manos muy ocupadas hace un momento -dice el laxista cuando acuesto a Sarah en el asiento trasero-. Un numerito muy caliente.
Decido no dignificar su desagradable comentario con una respuesta y me siento junto a Sarah, que ha elegido precisamente este momento para perder el conocimiento. No es una buena noticia, ya que no sé dónde vive. Una ligera bofetada en la mejilla no da resultado, y tampoco una violenta sacudida por los hombros.
Cuando cierro la puerta del taxi, y ambos quedamos confinados en el estrecho espacio del asiento trasero, el olor me golpea. Cuero blando y comida enlatada para perros; es el olor de un dinosaurio, sin duda. El taxista se vuelve en su asiento, ya que mi aroma ha llegado al mismo tiempo a sus sensibles fosas nasales.
– ¡Eh! -dice-, siempre es bueno ver a un compañero dinosaurio en mi taxi. Bien venido a bordo.
Extiende una pata carnosa.
– ¡Chis! -digo, señalando a Sarah con la cabeza. No es necesario que me preocupe, ya que se encuentra a cientos de kilómetros del estado consciente, pero nunca se puede estar seguro cuando se trata de seres humanos.
– Quiere decir que ella… No me extraña que no haya olido.,.
– Sí. Sí.
El taxista me mira con el ceño fruncido, una expresión lasciva que significa: «Sé lo que estás tramando, jodido cabrón.» Un momento después confirma mis sospechas.
– Bien, bien. Si vas a hacerlo, llega hasta el final del camino; es lo que siempre digo.
– No se trata de eso. Somos amigos.
– No es eso lo que parecía cuando estaban en el banco de la parada de autobús.
– De verdad, nosotros…
– No se preocupe por mí, amigo; no abriré la boca. Ese jodido Consejo piensa que puede dirigir nuestras vidas, mierda; sólo puedo votar por uno de ellos, y a mis amigos siempre les están jodiendo a base de bien.
Este imbécil piensa que el Consejo realmente hace algo durante sus interminables sesiones semanales. Debe de ser un Compsognathus.
– No -digo, posiblemente más por mi bien que por el suyo-, no hay ninguna historia entre nosotros.
El taxista se inclina por encima del respaldo del asiento, y casi se instala en mi regazo.
– Conozco a un puñado de tíos como usted -dice con un susurro apenas audible-, y le diré algo: ojalá tuviese sus cojones para hacerlo. Veo a estas tías por la calle, y yo también tengo mis necesidades, ¿verdad? ¡ Eh!, paso la mayor parte de mi vida disfrazado como esta gente y me pone caliente sentir lo mismo que ellos, ¿sabe? Pero supongo que mi educación fue muy dura en ese sentido. Mi cabeza no lo acepta.
Este tío está sugiriendo que mi fibra moral no está a la altura de las circunstancias. Considero la posibilidad de golpearle, sacar a Sarah del taxi y llamar al Consejo para que le castigue por alguna infracción menor que ya me inventaré si tengo que hacerlo; pero la verdad es que tiene razón. Ese beso -haya sido o no en un momento de debilidad- lo demuestra.
– Pero si sólo pudiese poner mis manos sobre uno de esos culos humanos verdaderos… La jugada arriesgada de todo dinosaurio, ¿verdad? -Mira a Sarah, y prácticamente se la come con los ojos-. Y, ¡oh, amigo!, ha conseguido el premio gordo.
– Mire -digo, reuniendo toda la indignación posible de mi depósito casi vacío-, no hay nada entre nosotros. Nada. Lamento echar a perder sus sueños húmedos. ¿Podemos irnos ahora?
El taxista entrecierra los ojos, aprieta los dientes, veo los latidos en sus sienes -¿acaso piensa golpearme?-, luego se encoge de hombros, se vuelve hacia el volante y pone la primera con un gesto de karateca.
– Lo que usted diga, amigo. Me importa un huevo lo que haga con su vida. ¿Adonde?
No tiene sentido insistir en el tema; si él no lo convierte en un problema, yo tampoco lo haré.
– Al Plaza -digo.
Cuando lleguemos al hotel, Sarah ya estará lo bastante sobria como para darme su dirección, y entonces le pagaré al taxista para que la lleve a su casa.
El taxista lanza un gruñido de burla cuando el coche se aleja del bordillo para mezclarse en el tráfico. De camino al Plaza pasamos por la entrada trasera del Prince Edward. La función de esta noche ya debe de haber terminado, puesto que cuando los espectadores abandonan el teatro se congregan junto a la entrada de artistas, donde los actores, aún maquillados y con el vestuario que han llevado en la obra, firman autógrafos para personas de las que jamás han oído hablar. Pero cuando pasamos junto a la multitud, veo a niños y adultos, hombres y mujeres, cantando, bailando, riendo, representando los números musicales, y me complace comprobar que alguien ha salido obviamente enriquecido por la experiencia de Manimal.
Bajo el cristal de la ventanilla y arrojo mi programa a la multitud.