18

El apartamento de Glenda Wetzel en la Cocina del Infierno [3] se parece mucho a mi viejo coche de alquiler, en el sentido de que es pequeño, ruinoso, y probablemente está infestado de pulgas. Pero ella ha sido lo bastante amable como para que me desplome en el sofá de la sala de estar -un trasto rescatado de un contenedor, ¡con sólo seis muelles reventados!-, aunque yo me las arreglé para que la despidieran de J &T y, de alguna manera, la impliqué en un caso ya-no-oficial que incluye a cuatro dinosaurios asesinados y varios otros, yo incluido, aterrorizados o acosados. Mi plan, cuidadosamente trazado durante el vuelo de esta mañana, consiste en lo siguiente: resolveré el caso, encontraré a Jaycee, la alzaré en mis brazos como hizo Richard Gere con Debra Winger al acabar Oficialy caballero, y Sa llevaré de regreso a Los Ángeles. No nos instalaremos en el asiento trasero de mi coche debido al problema con las pulgas que he mencionado anteriormente.

Me desperté con una jaqueca que hubiese dejado fuera de combate a Godzilla; lo que había en esa jeringuilla era terriblemente potente y no me extrañaría descubrir que se trataba de alguna clase de hierba concentrada. Esto me recuerda las resacas que solía tener en mis días de parranda… ¡Por Dios! ¿Fue hace sólo una semana?

Pedro convirtió los muebles y artefactos que aún me quedaban en mil novecientos dólares en metálico, y yo le agradecí profundamente que me hubiese estafado de ese modo para quedarse con mis últimas posesiones terrenales. Veinte pavos para un taxi hasta el aeropuerto, mil quinientos dólares para el billete de avión, cuarenta pavos para llegar hasta el centro de Manhattan. Y ahora me encuentro tan cerca de la miseria como nunca antes en mi vida, y es la preocupación más lejana que tengo en la mente.

– No puedo creer que estés tratando de acostarte con humanos -dice Glenda mientras nos preparamos para salir. La han despedido de su trabajo en la agencia J &T, pero afirma que disfruta de la libertad que le proporciona trabajar por libre. Yo creo que es una jodida mentira para que yo no me sienta bajo de moral en un momento en que sólo estoy a escasos milímetros del suelo; pero ésa es su historia e insiste en ella-. Quiero decir… un ser humano, ¡por el amor de Dios! -Ella no es humana -le explico por décima vez-. Sólo se parece a un humano y huele como un humano.

– Si huele como un humano… -murmura Glenda, y el secular axioma de los dinosaurios escapa de sus labios-. De acuerdo, tai vez ella no sea humana; pero es una jodida zorra. -No es una zorra. Lo estaba haciendo para el Consejo. -Yo vi las fotografías, Rubio. Kodachrome, y todo lo demás. Esa zorra se lo estaba pasando de puta madre.

– Por supuesto que sí-digo-. Los dos eran dinosaurios. ¿Ahora no me dirás que dos dinosaurios no pueden disfrutar estando juntos…?

– Sí, pero… -Se interrumpe, y su labio inferior se frunce en un gesto pensativo-. De acuerdo, me has convencido. -¿Dejarás de llamarla zorra?

– ¡Oh, míratel-se burla-. Realmente has perdido la cabeza por esa tía, ¿verdad?

Una vez que hemos aclarado esa cuestión, me dedico a concebir un plan de ataque a la ciudad. Hay mucho que hacer y si mis púas, que se elevan lenta pero firmemente desde que bajé del avión, son un indicio de algo, dispongo de poco tiempo para hacerlo.

– Primera parada, el apartamento de McBríde en el Upper East Side -le digo a Glenda-. ¿Puedes quedarte aquí y hacer algunas llamadas?

– Sólo dime lo que debo hacer -dice ella.

– Es un trabajo fácil. Ponte en contacto con la Pacific Bell y averigua qué llamadas se hicieron desde mi apartamento entre las seis de la tarde de ayer y las ocho de esta mañana. Pueden haber sido hechas a cobro revertido o con tarjeta, pero en la compañía deberían tener la hoja de registro de llamadas. Jáycee llamó a alguien desde mi casa, estoy seguro.

– Y crees que cuando encuentres a esa persona, también encontrarás a tu pequeña zor… Jaycee.

Esbozo una sonrisa ante el intento de Glenda, aunque tardío, de mostrarse respetuosa con mis deseos.

– Ella tiene que estar en alguna parte -digo-. Nadie desaparece de la noche a la mañana.

– Recuerda de quién estás hablando.

Cojo mis llaves, la billetera y un par de pequeñas bolsas desintegradoras por si surgen problemas.

– ¿Te pondrás a ello?

– Inmediatamente, jefe.

– Gracias -le doy un beso en la mejilla, y ella sonríe. Es el primer signo de feminidad que he visto en mi nueva socia temporal, pero creo que me gusta más cuando maldice. Esto es demasiado desconcertante.

– Ahora saca tu culo de aquí -me ordena, y el mundo vuelve a estar en orden.

– Cierra la puerta con llave -le sugiero al marcharme-. Asegúrate de que queda bien cerrada.

Oigo el sonido de cerrojos y pestillos a mi espalda.

No existe comparación posible entre, digamos, el Plaza y el ediñcio de apartamentos de Judith McBride junto a Central Park; coiocar el hotel, aunque pueda parecer muy elegante, junto a este edificio sería como colocar a Carmen Miranda junto a la reina Isabel de Inglaterra para tomar una foto en grupo. Aquello que parece tan lujoso en el Plaza se vuelve directamente ostentoso comparado con la discreta elegancia de esta estructura anónima.

Y hablando de exclusividad: el conserje, que no es el mismo caballero que el otro día me ofreció amablemente información sobre Judith, ni siquiera quiere decirme su nombre, no ya el nombre del edificio. Y no hay ninguna posibilidad deque me permita franquear la puerta. Le explico que tengo negocios en el edificio; luego le digo que tengo una cita con la señora McBride. Pero no muerde el anzuelo. Intento las tácticas de intimidación que funcionan a las mil maravillas con la mayoría de los tíos con quienes me encuentro. Es inútil.

– ¿Hay alguna cosa que pueda hacer por usted para que me permita entrar en este edificio?

Me he quedado sin opciones.

– No lo creo, señor.

El conserje ha mantenido una actitud eminentemente educada y cortés, pero considerando que no me permite hacer nada de lo que yo quiero hacer, contribuye a que la situación sea realmente frustrante para mí.

– ¿Qué ocurriría si paso simplemente junto a usted? ¿Si le ignoro y entro en el edificio?

Su sonrisa resulta escalofriante. Debajo de su ridículo uniforme de conserje advierto la forma de una considerable musculatura que se mueve con un poderoso ritmo.

– Usted no desea hacer eso, señor.

Dinero. El dinero siempre funciona. Saco un billete de veinte pavos de la billetera y se lo ofrezco.

– ¿Qué es esto? -pregunta, mirando el billete con auténtica confusión.

– ¿A qué se parece?

– Se parece a un billete de veinte dólares -contesta el tío.

– Ha ganado una muñeca Barbie -digo, consciente de que no hay necesidad de mostrarse discreto en una situación que ha perdido toda discreción hace unos cuantos minutos-. Ya no lo necesito. Obstruía mi billetera.

– Pero veinte dólares…

Alzo ambas manos hacia el húmedo cielo de la noche de Nueva York. ¿Qué es toda esta humedad? ¿Acaso alguien ha derramado todo un océano en el aire?

– ¡Muy bien, muy bien, muy bien! ¡No quiere el dinero, no quiere el dinero! -Cojo nuevamente los veinte pavos, pero el conserje sostiene el billete con fuerza-. ¿Qué quiere de mí? -pregunto-. No quiere mi dinero…

– No he dicho eso, señor.

– ¿Qué?

– No he dicho que no quiera su dinero.

Me sorprende.

– Usted… ¡Oh, por favor!…, quiere más dinero, ¿verdad? -La risa surge espontáneamente, elevándose desde el diafragma y brotando por la boca, y cubre de alegría al pobre conserje-. ¡Todo este tiempo pensando que debía tener alguna palabra mágica para entrar y lo único que tenía que hacer desde el principio era sobornarlo!

Rectifico todas las críticas que pude haber hecho a Nueva York; ¡adoro esta ciudad!

El conserje no se inmuta; haciendo honor a su reputación, permanece con cara de palo como un cascanueces de madera mientras da un paso hacia un costado y saluda amablemente a un hombre mayor que sale del edificio. Después vuelve a su puesto y se queda mirando fijamente al espacio con la mano casualmente extendida hacia mi billetera.

Saco un billete de cien pavos para que lo inspeccione, y lo deslizo en uno de sus bolsillos. Hay más en la billetera si tengo que insistir; si este tío quiere una ducha de pasta, abriré el grifo. Los ciento veinte pavos, sin embargo, son suficientes; el conserje asiente una vez, coge con fuerza el tirador de bronce y abre la puerta, lo que me permite el acceso al vestíbulo abovedado.

– Bien venido al 58 de Park Avenue, señor. Me inclino levemente en señal de gratitud. -Muchas gracias… ¿Cómo dijo que era su nombre? -Eso serán otros veinte -dice con cara de póquer. Judith McBride no está en casa. Sospecho que esa información hubiese sido más fácil de obtener, y probablemente más barata, pero el conserje, corno todos los demás, está en ese oficio por la pasta. No puedo culparlo. Yo también lo hubiese hecho. Llamo al timbre varias veces, golpeo la puerta, silbo con fuerza, grito el nombre de Judith, pero no obtengo ninguna respuesta.

Podría entrar por la fuerza, supongo -una tarjeta de crédito no serviría en una puerta tan sólida, pero tengo otros ases en la manga-. Sin embargo, me queda poco tiempo y no creo que Judith haya dejado ninguna prueba incriminatoria a la vista de todo el mundo en su apartamento. Estoy a punto de marcharme, de regresar al apartamento de Glenda para reanudar la búsqueda de Jaycee donde la dejamos; pero entonces descubro la esquina de un trozo de papel amarillo que asoma por debajo de la puerta del apartamento de Judith McBride. De hecho, sólo soy capaz de descubrirlo después de haberme arrodillado en el suelo, cerrado un ojo, aplastado una mejilla contra la moqueta y atisbado a través de la fina abertura. Pero el resultado final es el mismo, de modo que ¿qué importan los medios utilizados?

No hay discusión posible acerca de si es ético o no que trate de coger esa nota. Es mi deber como ciudadano prevenir la acumulación de papeles en el suelo, incluso en domicilios ajenos; especialmente en domicilios ajenos. Mis dedos enguantados, sin embargo, son demasiado gruesos para pasar por debajo de la puerta, de modo que me veo obligado a desnudar una de mis garras para completar el trabajo.

Es una notificación de recepción de un paquete. Eso significa que el personal de recepción o el administrador del edificio han aceptado un paquete enviado al inquilino de este apartamento, y ahora ese envío se encuentra en el lugar donde habitualmente se almacenan esos paquetes. Había oído hablar de esta clase de servicios, pero nunca había tenido la oportunidad de ser testigo directo de ellos. Cuando yo era inquilino, lo más cerca que el casero de mi edificio estuvo de aceptar envíos dirigidos a mi nombre fueron airadas notas dejadas en mi buzón que decían: «Si vuelvo a oír otra vez a ese tío de la UPS quejándose de que usted no está en casa, voy a hacer pedazos la puerta y dejar que se cague en su alfombra.» Desde entonces tomé la decisión de comprar alfombras resistentes alas manchas.

Supongo que podría localizar la recepción, montar una pequeña bronca, e intentar el reclamo de ese paquete como de mi propiedad; pero cabe la posibilidad de que cualquier escándalo tenga como consecuencia una noche en la comisaría y ninguna prueba útil.

Pero aquí está toda la basura que necesito, justo en este trozo de papel. Dos paquetes están esperando en la planta baja, ambos dirigidos a Judilh McBride. El paquete número uno fue enviado por Martin & Company Copper Wiring Service y Supply [4], en Kansas City, y llegó a primera hora de la mañana según la hora que consta en el sello de la nota.

Veamos: ¿para qué demonios podría necesitar Judilh McBride alambre de cobre? ¿Un proyecto de ciencias? Demasiado mayor. ¿Una bomba? Demasiado racional. ¿Mejoras artesanales en casa? Demasiado remilgada. Tengo una teoría, pero apenas surge en mi mente, la descarto por absurda.

El paquete número dos es igualmente curioso, ya que procede de una compañía de suministros para piscinas de Connecticut. En la nota no hay nada que aclare cuál es el contenido de la caja, pero no puedo imaginar que Judith McBride se haya presentado como voluntaria para dedicar su tiempo a limpiar las instalaciones de la sede local de la Asociación de Jóvenes Cristianas.

Decido comprobarlo. Después de que otro billete de veinte pavos haya saltado desde mi billetera hasta el bolsillo del conserje, el tío me dice dónde se encuentra la recepción y me dirijo hacia la parte trasera del edificio. Allí, otro esnob presuntuoso espera para rechazarme, pero esta vez no tengo que preocuparme por tratar con él. Sólo necesito acercarme lo suficiente al almacén donde guardan los envíos.

– ¿Puedo… ayudarlo? -pregunta el empleado.

– No, no; sólo estoy echando un vistazo. -Me inclino hacia adelante sobre el mostrador, y el tío se echa hacia atrás, sorprendido ante mi proximidad-. ¿Es allí donde guardan los paquetes? -pregunto, señalando hacia el espacio abierto que hay tras él, un montón de cajas perfectamente ordenadas en filas.

– Sí… ¿Es usted un huésped del edificio? -pregunta, aunque sabe perfectamente que no lo soy.

No contesto. Tengo que husmear un poco. Exhalo rápidamente, expulsando todo mi aire usado e inútil a la cara irritada del empleado, y luego inicio una lenta y prolongada inhalación. Mis fosas nasales comienzan a aletear y mis senos rugen debido al esfuerzo. Los olores llegan desde toda la ciudad; mi cerebro trabaja a toda potencia en un intento de aislarlos y clasificarlos. Oriento la nariz hacia la puerta cerrada del almacén e incremento la succión de aire. Mi pecho se expande, y los pulmones se llenan de aire; no me sorprendería en absoluto si aspirase todo el oxígeno disponible y provocase la muerte súbita del empleado. Eso facilitaría las cosas.

Y justo cuando comienzo a pensar que no puedo inhalar más aire, justo cuando el empleado, que se ha recuperado de su confusión, está a punto de llamar a seguridad, capto la levísima huella del olor que estoy buscando.

Cloro. No hay ninguna duda; la nariz lo sabe. Unos cuantos paquetes de tabletas de cloro envueltas en papel de seda, protegidas con Styrofoam, encerradas en cartón, en un envoltorio de papel de estraza. Sí; soy así de bueno.

– Glenda, tenemos que marcharnos. -Acabo de pagarle el triple a un taxista que me ha llevado de regreso a toda pastilla al apartamento de Glenda, y me espera abajo mientras busco las cosas que necesito. El tío se mostró encantado de coger la pasta, pero tengo serias dudas acerca de si realmente ha entendido mis instrucciones y me está esperando-. Tengo a un taxista matando el tiempo junto al bordillo; eso espero a! menos.

– Tal vez quieras echarle un vistazo a esto -dice Glenda, y me entrega una ligera hoja de papel de fax de noventa centímetros de largo y con números y letras diminutos que ocupan todo el espacio disponible.

– ¿Qué es esto?

– Todas las llamadas telefónicas realizadas desde tu casa en el último mes. -Mira por encima de mí hombro y señala un número de la línea 1-900-. Mierda, Vincent, ¿has consultado a una médium?

– Sólo una vez -digo con aire ausente, demasiado preocupado con esta nueva prueba como para defenderme.

Ahí está la llamada que estaba buscando: esta madrugada, a las cuatro. A cobro revertido, pero está registrada en esta hoja, y fue hecha al código telefónico 718.

– Es ésta -le digo a Glenda, señalando el número-. Aquí.

– Eso es lo que imaginé -dice ella-, de modo que decidí comprobarla. Tienes tres oportunidades para adivinarlo.

– ¿Una clínica infantil en el Bronx?

– ¡Eh…! -Glenda se muestra sorprendida-. Se supone que no debes acertarlo a la primera.

– Tengo información desde dentro -le digo-. ¿Tienes una dirección?

– Claro. Una zona jodida de la ciudad, y todo lo demás.

– Genial. Vamos; tal vez podamos llegar allí antes de que comience el espectáculo.

El taxista me ha esperado y, afortunadamente para nosotros, esta noche no está interesado en practicar su inglés con sus pasajeros. Le pido que encienda la radio y pone una encantadora canción india, que, según todos los indicios, está interpretada por un grupo de gatos en celo. Perfecto, puedo contarle a Glenda mi historia sin tener que preocuparme por susurrar durante todo el viaje hasta la clínica.

– Allá vamos -digo, y comienzo el relato.

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