Vallardo corre torpemente hacia el costado del tanque y coge una serie de poleas. Mueve las cuerdas hacia abajo y alrededor de un soporte fijado en el suelo. La parte izquierda de la red que sostiene el huevo se eleva ligeramente en el agua, pero ahora necesita ser equilibrada izándola por la derecha.
– ¡El otro lado! -grita Vallardo a través de la habitación, y creo que se dirige a mí. Yo no he venido aquí para ayudar en un parto, pero supongo que sí practico un poco de obstetricia en medio de la resolución de un crimen no será la peor cosa en el mundo.
– ¿Ahora qué? -pregunto una vez que he cogido las cuerdas. Mi ángulo con respecto al tanque es más estrecho, más agudo, y el agua convierte al huevo en un manchón ovoidal. Pero aún puedo oír cómo se astilla el cascarón, de modo que sé que hay actividad en el interior de ese huevo.
– ¡ A la de tres -grita Vallardo- tire de la cuerda hasta alcanzar la marca amarilla!
Levanto la vista -el color de la banda vira a un tono tostado a un metro y medio de distancia- y grito que estoy preparado. Vallardo cuenta hasta tres, y ambos tiramos de las cuerdas para levantar la red.
El huevo sube con más facilidad de la que esperaba. Mis músculos se habían preparado para un ejercicio más duro, El exceso de fuerza por mi parte hace que el lado derecho de la red se eleve más que el izquierdo, y el huevo comienza a deslizarse…
– ¡No! -grita Jaycee, lanzándose hacia las cuerdas que sostiene Vallardo.
El peso añadido de Jaycee hace que esa parte de la red se eleve más que la otra, lo que me obliga a compensar la fuerza y, por un instante, somos los Tres Chiflados frente al Científico Loco, tirando desesperadamente de ambos extremos de las cuerdas, en un esfuerzo por estabilizar la criatura nonata que rueda por la red.
– ¡Cuidado! -advierte Vallardo, como si no lo supiésemos-. ¡No dejéis que se deslice!
Jaycee sujeta su cuerda en el suelo, y corre furiosa hacia mí, abofeteándome con fuerza.
– Lo has hecho expresamente-dice-. Quieres que muera. -No es verdad -digo-. Lo único que quiero es llevar a la señora McBríde ante el Consejo Nacional y dejar que ellos decidan cómo resolver este asunto. Me asombra que aún no la hayas matado.
– Estuvo a punto de hacerlo -dice Judith-. Pero en cambio llegamos a un pequeño acuerdo.
Nos volvemos para mirar a nuestra entrometida humana y descubrimos que Judith tiene un arma. Sabía que lo haría; los malos siempre lo hacen. Pero no esperaba un arma tan… grande. El monstruoso revólver se inclina en su mano; su frágil muñeca humana tiembla por el esfuerzo que supone mantener el arma recta. Judith mueve el cañón para indicarme que me aparte del tanque, y Jaycee y Vallardo me siguen a regañadientes.
– El huevo… -dice Vallardo-. Tenemos que vigilarlo. -Yo vigilaré el huevo -escupe Judith-. Es mi hijo; puedo cuidar de él.
Jaycee salta. Un súbito ataque de odio la impulsa a través del laboratorio. La cola azota el aire, y lleva los dientes al descubierto; mientras esa mancha pasa a la velocidad del rayo, sólo alcanzo a ver una línea marrón de furia que cruza ante mis ojos. Todo se desarrolla a cámara lenta, aunque sin los coloridos comentarios; los reflejos de Judith entran en acción y alzan el pesado revólver. El cañón es del tamaño de un hula-hoop, redondo, claramente cargado y preparado para quemar la carne… Mis pulmones están paralizados y se niegan a dejar que escape un miligramo de aire para así gritar el rutinario «¡No!». Vallardo se coloca delante del tanque, dispuesto a recibir una bala, una flecha, una cabeza nuclear, cualquier cosa para proteger la integridad de la estructura… El dedo de Judith se tensa en el gatillo, y sus labios dibujan una expresión satisfecha…
Y aparece otra mancha, ésta absolutamente inesperada. Una criatura vagamente parecida a un hadrosaurío irrumpe a través de la puerta del laboratorio y cae sobre la fácil diana de Judiíh McBride. El arma se dispara, la explosión retumba en mis ya dañados oídos.
La bala desprende astillas de hormigón de la pared que hay a mi espalda, y lanza al aire una lluvia de metralla blanca. Un trozo se clava en mi cola. Es muy doloroso. No le doy importancia.
Glenda se levanta, lanza el arma de Judith al otro extremo de la habitación y le asesta una patada en las costillas. La humana expulsa todo el aire de sus pulmones y cae al suelo en posición fetal.
– ¿Para qué mierda tenía un arma? -pregunta una Glenda cubierta de sangre, volviéndose hacia mí. Me encojo de hombros. Glenda se vuelve hacia Judith, se inclina y la coge de las mejillas, acercando su rostro al de la viuda-. ¿Para qué mierda tenía un arma?
La mejor respuesta que puede improvisar Judith es un gemido de dolor.
– Glenda, estás…, estás bien.
– Estoy herida, pero estoy viva, sí. Menudos cabrones tiene en esas jaulas, doctor.
La expresión de Vallardo es inmutable; resulta difícil saber qué está pensando.
– ¿Cómo está el huevo, doctor? -pregunto.
– Se mantiene estable -dice-. Aún queda un poco de tiempo.
– Entonces continuaré por donde lo habíamos dejado. Si alguien no entiende algo, puede interrumpirme.
Asegurándome de que mi gabardina/bata de laboratorio está bien sujeta alrededor de la cintura, me acerco a Jaycee y pongo un brazo sobre su hombro.
– Debe de resultar agotador estar inventando historias todo el tiempo -digo-. Mentir te deja hecho polvo.
Ella intenta interrumpirme con un «Vincent, yo…», pero como he prometido, no le presto atención.
– No te molestes -digo-. Explicaré las cosas tal como son, y aunque ya lo hayas oído antes, no me interrumpas.
»La mayoría de las cosas que me contaste eran verdad -comienzo a decir, manteniendo mis comentarios dirigidos hacia mi antigua (¡cinco sesiones!) amante-. Sólo olvidaste mencionar unos pocos elementos clave. Sí, Judith McBride tuvo una aventura con Donovan, y sí, tú te ofreciste para interpretar el papel de un ser humano para tenderle una trampa a Raymond a instancias del Consejo, incluso es probable que te enamoraras de él, tal como dijiste, y todo eso está muy bien.
»Pero te diré una cosa: me metí en este caso por accidente, ¿sabes? Me contrató la compañía de seguros que debía reembolsar a Donovan Burke por las pérdidas provocadas por el incendio en el club Evolución. No tenía idea de que me llevaría a esto; sinceramente, no lo sabía. Y ya desde el principio había gato encerrado, como el que alguien llamase a los bomberos antes incluso de que nadie viese las llamas, casi como si estuviese previsto que se tratara de un incendio controlado: arrasar una parte del edificio sin que ardiese todo el local.
Aquí hago una pausa y espero la intervención de los cómplices.
– No queríamos que nadie saliera herido -dice Jaycee finalmente-; en especial Donovan.
– Pero necesitaban que esos papeles desaparecieran, ¿verdad? Y también ese embrión congelado; teniendo ya este bebé, era imprescindible deshacerse de esa prueba extra. ¿Por qué no le pidieron simplemente a Donovan que se los devolviera?
– Sí, sí, bien… Él no quiso hacerlo -dice Vallardo, apartándose del ordenador y participando en la conversación. En el fondo alcanzo a ver el frágil cascarón que continúa desapareciendo bajo el ataque constante de la criatura que está alojada en su interior. Ya falta poco-. Tan simple como eso, ¿sí? Él pensaba que me tenían controlado -continúa Vallardo- y quería protegerme. Donovan era… muy leal.
– ¡Ja! -exclama Jaycee, y no dice nada más sobre ese punto.
Me vuelvo hacia Vallardo.
– Leal, claro. Especialmente después de que usted le pusiera ese club nocturno en Los Ángeles. Usted necesitaba un lugar para guardar una copia de su trabajo, un refugio seguro, y Donovan necesitaba un nuevo trabajo. ¿A quién se 3e iba a ocurrir buscar ese trabajo tan controvertido en un club nocturno de Los Ángeles? Lo peor que podía suceder allí era un poco de trapicheo con drogas en los lavabos.
»Pero la pregunta del millón es por qué estaba usted haciendo ese trabajo en primer lugar. Y para encontrar una repuesta debemos retroceder un poco más.
Estirando los dedos como si fuese a hacer crujir los nudillos -de hecho no puedo hacer crujir los nudillos, ya que mis compactas articulaciones de velocirraptor no me lo permiten- me acerco a Judith, que aún está en el suelo, y la levanto sin mayor esfuerzo. Ella se inclina hacia adelante, pero sé que puede oírme y creo que puede hablar.
– ¿Cuánto tiempo hace que usted y su esposo comenzaron a fingir que eran dinosaurios? -le pregunto a Judith, y Glenda está a punto de desmayarse.
– ¿Fingir? -pregunta Glenda-. Me he perdido. -Tal como suena. Nosotros nos disfrazamos de seres humanos cada día; ella se disfrazaba de dinosaurio cuando surgía la necesidad. Se salió con la suya durante quince años; todo el mundo pensaba que era una carnosaurio disfrazada de viuda venerable cuando en realidad es un pedazo de mierda disfrazada de carnosaurio.
Cojo con dos dedos un trozo de piel que cuelga debajo del brazo de Judith y tiro con fuerza; la piel no cede, y la mujer lanza un gemido de dolor. Glenda, que comienza a hacerse un cuadro de todo esto, también da un fuerte pellizco, maltratando la piel expuesta ante ella.
– A ver si lo entiendo… ¿Estoque tenemos aquí es un humano fingiendo ser un dinosaurio que finge ser humano?
– Lo has entendido -digo, y Glenda abandona toda simulación de civilidad y carga contra la garganta de Judith, desgarrando la máscara de su disfraz con una facilidad que nunca había visto. Seguramente se trata de un récord Guinness en desnudismo. Pero consigo apartar a Judith, alejándola del elongado pico de hadrosaurio súbitamente expuesto, y pongo a salvo al humano en la pared opuesta.
– ¡Apártate de mi camino, Vincent! -exclama Glenda-. Tenemos que mataría; son las reglas. Ella es humana, ella sabe, ella debe desaparecer.
– Conozco las reglas, Glenda; confía en mí. Ésta es una si-luación especial. La llevaremos ante el Consejo -digo-. Ellos decidirán qué hacer con ella. -Miro fijamente a Glenda, rogándole una clemencia temporal, En mi informe aún hay algunas lagunas que debo completar. Glenda se aleja de mala gana, enjugándose el pico baboso con un corto brazo marrón. Tengo que mantenerla vigilada…, aún está ansiosa por probar la sangre de Judith-. Lo que no sé es cómo hizo para averiguar nuestra existencia al principio. ¿Quién se fue de la boca? -Hago girar nuevamente a la señora McBride y la miro fijamente a los ojos vacíos-. ¿Quiere aclararme eso?
– Fue su Ba-Ba -dice Jaycee, haciéndose cargo del retato por un momento-. La Ba-Ba de Raymond.
– ¿Qué demonios es una Ba-Ba?
– Así es como Raymond llamaba a su madre adoptiva. Barbara en su jerga infantil. Los padres de Raymond murieron cuando él era muy pequeño y le enviaron a vivir con la mejor amiga de su madre, que resultó ser una carnosaurio. Él no hablaba mucho de ella, pero sé que le crió como si fuese un dinosaurio; le enseñó a fabricar bolsas de olor, a actuar, a disfrazarse, a introducirse en el mundo de los dinosaurios.
»Raymond conoció a Judith cuando ella trabajaba como camarera en Kansas, y la introdujo en la única vida que él realmente conocía: la de un dinosaurio. Le permitió que eligiera cómo quería que viviesen sus vidas: como seres humanos o como seudohumanos. Ambos decidieron actuar como dinosaurios, y se marcharon a Nueva York para encontrar una población más numerosa de su, de nuestra, especie. El resto está perfectamente documentado si uno se molesta en buscarlo: el ascenso de Raymond en la escala de los negocios, el ascenso de Judith en la escala social, y todo gracias a sus contactos en el mundo de los dinosaurios. Saltar de una especie a otra puede resultar un ejercicio muy lucrativo.
Le agradezco a Jaycee su aportación al simposio de esta noche y vuelvo a hacerme cargo de la narración, ansioso por desplegar mis habilidades para resolver crímenes.
– Desde el momento en que entré en su oficina supe que algo no estaba bien -le digo a Judith-, pero no conseguía saber qué era. Su olor era extraño, sin duda, pero no lo bastante como para atraer inmediatamente mi atención.
»Le di el nombre de Donovan a su secretaria simplemente como una forma de acceder a su santuario privado, y esperaba que mi truco se desvaneciera en cuanto me oliese. Pero pasamos casi un minuto muy juntos, ¡incluso nos abrazamos!, y usted siguió creyendo qué yo era Donovan, sólo que disfrazado de otro modo. Justo ahí estaba el problema, mi primera sospecha, aunque no me di cuenta basta más tarde… ¡No podía olerme! Más tarde, durante la misma conversación, le pregunté por el olor de Jaycee, una pista que me ayudase a seguir su rastro, y una vez más usted titubeó. No podía decirme a qué olía Jaycee porque no lo sabía. Las narices humanas, para decirlo en pocas palabras, apestan.
»Y tuve otra pista cuando encontré una bolsa de olor en la casa de Dan Patterson. Recuerda a Dan Patterson, ¿verdad? ¿El sargento del Departamento de Policía de Los Ángeles que usted ordenó matar? Un buen intento decirle a sus matones que utilizaran un cuchillo para simular las heridas causadas por un dinosaurio, pero incluso un forense aficionado como yo es capaz de distinguir a dos metros de distancia la herida de un cuchillo del corte producido por una garra.
– Se suponía que ella no debía hacerle daño -interviene Jaycee-, sólo debía recuperar los papeles.
– ¿Y qué me dices de Nadel?
– Nadel iba a entregarte las fotografías. Las auténticas.
– ¿Y Ernie? -pregunto-. ¿Se suponía que ella debía hacerle daño a Erníe?
Jaycee vuelve la cabeza.
– No me enteré de eso hasta después.
– ¿Después de que ella lo matara?
– Sí.
– ¿Cómo lo hizo? -pregunto, y ahora me estoy preparando para arrancarle un pedazo de un mordisco a Juditb McBride. Mi mano aprieta con fuerza su cuello, y si presionara un poco más hacia la izquierda, podría rompérselo en un segundo-. ¿Cómo-lo-hizo?
Jaycee vuelve a intervenir.
– Ella me dijo que…
– Estaré contigo en un momento- le digo simplemente, manteniendo mi creciente ira justo por debajo de la línea de la marea alta-. Ahora estoy tratando con la humana. -Vuelvo a concentrarme en Judith-. Dígamelo o la malo aquí mismo, y que se joda el Consejo.
– Fue sencillo -suspira Judith-. Unos cuantos golpes en la cabeza, la declaración de un testigo falso…
– ¿ Por qué?
– Porque se estaba acercando demasiado. Usted tuvo suerte con esos dos retrasados mentales en el coche, o ahora estaría en el mismo lugar que su amigo,
Arrojo a Judith al suelo, y comienzo a caminar alrededor de su cuerpo boca arriba. Necesito volver al relato original. -De modo que encontré la bolsa en el estudio de Dan, los rastros de cloro, y lo relacioné con el suministro de cloro que recibió hoy en su apartamento. -Me acerco a mis pantalones, que están tirados en el suelo, y busco en los bolsillos, sacando una nota amarilla de uno de ellos. Se la doy a Judith, que la coge con indiferencia y lee su contenido-. Dos paquetes, abajo en la recepción -le digo-. Abierto hasta las nueve.
»¿Y qué significa todo esto? -pregunto retóricamente, dirigiéndome a mi absorta audiencia-. Significa que Judith es humana, que Raymond era humano, y que ambos estuvieron tonteando durante años con la otra especie, pero esa otra especie éramos nosotros los dinosaurios. -Entonces, volviéndome, añado-: Aquí Judith tuvo su aventura amorosa con Donovan, y es ella la que ha financiado sus experimentos, ¿verdad, doctor? Era Judith, no su esposo, quien padecía el síndrome de Dressler. Era ella quien deseaba tener ese hijo mezcla de humano y dinosaurio.
Vallardo, derrotado por una vez, asiente.
– Ella estaba buscando alguna forma de tener un hijo con el velocirraptor, ¿sí?, pero no teníamos éxito.
– ¿Por qué no?
– Simiente de dinosaurio y óvulo humano. El proceso fetal era incorrecto. Es necesario que las mezclas se den en la situación opuesta si queremos que se desarrollen correctamente durante el período de gestación de diez meses de los dinosaurios, ¿sí? Esperma humano y huevo de dinosaurio, un cascarón exterior duro. De otro modo…
– De otro modo nacen deformes, como esas cosas que conserva en las jaulas. Y la cosa que me atacó fuera de esta clínica.
Vallardo vuelve a asentir.
– Fueron mis primeros experimentos. No tuve corazón para eliminarlos.
– ¡Oh, sí! -dice Glenda-. Usted es todo corazón, doctor. -Así pues, cuando Judith comprendió que no podría tener nunca un hijo humano-dinosaurio propio, decidió que nuestro buen doctor Vallardo utilizara los huevos de Jaycee (que él ya había recogido y congelado durante sus primeros experimentos con Donovan y ella) con el esperma fértil de su esposo. No sería su hijo genético, pero estaría jodidamente cerca. Vallardo hubiese conseguido crear ese niño, Judith lo habría criado como si fuese suyo, y nadie se habría enterado de nada. Y luego… bueno, puedo especular todo el día y eso no nos acercará a la verdad. ¿Por qué no la dices tú, Jaycee? -Si tú sabes tanto… -dice ella amargamente. -Preferiría que tú lo explicaras. Los relatos de primera mano siempre son más amenos.
Todos clavamos nuestras miradas en Jaycee, y supongo que la presión del silencio supera su deseo de permanecer callada. Comienza a hablar.
– Fui a ver a Raymond para desearle unas felices vacaciones; eso es todo. La oficina estaba desierta, todo el edificio estaba vacío, porque era víspera de Navidad, pero Raymond estaba trabajando como siempre, acabando unas tareas de último momento. Yo llevaba varios días fastidiando a Raymond para que aceptara unos planes que yo había hecho para Año Nuevo. Él ya había tenido problemas para escaparse de su fiesta con la señora… -las intensas miradas de odio entre Judith y Jaycee chocan en mitad de la habitación, y estalla sin herir a nadie-, y yo le estaba ayudando para encontrar una excusa.
»No sé qué fue lo que me impulsó a hacerlo, pero mientras estábamos sentados a su escritorio, yo sobre su regazo, riendo y hablando de las vacaciones, y de nuestro hijo, y de la maravillosa vida que tendríamos juntos, sentí tanto… no quiero decir amor, pero sí proximidad… Sea lo que fuese, tenía que decírselo. La verdad.
«Tengo que enseñarte algo», le dije, y él se echó a reír y me preguntó si pensaba desnudarme. «En cierto modo», le dije. Así que me coloqué en el centro de la habitación, me quité toda la ropa, y luego me despojé del disfraz. Y me quedé allí; una Coelophysis totalmente desnuda, y esperé su reacción.
»Raymond estaba callado, muy callado. Yo pensé que estaba furioso conmigo por haberle engañado, y pensaba que quería echarme a patadas de su oficina, llamar a los tíos de seguridad… Pero ahora sé que estaba sopesando sus opciones. Luego me dijo que volviese al escritorio, me hizo sentar y me contó su historia. Cómo fue criado, de dónde venía, de quién venía y quién era en realidad.
»Él quería conseguir un acuerdo entre los humanos y los dinosaurios, presentar su especie a nuestra especie de la manera más pacífica posible. Estaba tan excitado, me dijo, de poder ser quien revelase al mundo la existencia de la comunidad de dinosaurios. «Sacarnos del armario», como él decía, era su sueño más íntimo, y quería que yo fuese la figura bajo la cual todo aquello tuviera lugar.
»No sé si él esperaba que yo me mostrase feliz, conmocionada, consternada y, para ser sincera, no sabía cómo me -sentía en aquel momento. No (uve tiempo para pensar; tú sabes cómo son estas cosas. Sé que tú lo sabes. Todos nosotros hemos sido presas del instinto antes, es la cruz que debe llevar nuestra especie. Víncent, tú intentaste matarme cuando pensaste que era humana y te había descubierto con tu disfraz. Todos hemos sido testigos de la reacción de tu socia con Judith hace un momento. Es algo innato, y más aún, es lo que nos enseñan desde el primer día: si un humano lo sabe, ese humano debe morir.
»No recuerdo muchos detalles acerca del ataque. Sinceramente, no lo recuerdo. Sí recuerdo haberme encontrado en un charco de sangre que no era mía y ver a Raymond, por quien había llegado a sentir un gran cariño, muerto en mitad de él. Pero el impulso seguía vivo dentro de mí, de modo que me limpié la sangre, me senté en el sillón de Raymond y me dispuse a esperar a Judith, pues sabía que llegaría pronto.
»Mi plan consistía en matarla, abandonar la oficina y largarme a otro país: Jamaica, Barbados, las Filipinas. He oído que Costa Rica es un lugar perfecto para los dinosaurios. El plan era vivir en cualquier lugar donde no estuviese rodeada de humanos; ya han causado demasiados problemas en mi vida.
En este momento parece que Judith vuelve a la vida. Se levanta con dificultad del suelo y nos lanza una mirada cautelosa a Glcnda y a mí.
– Ella me atacó cuando entré en el despacho de Raymond. Se lanzó hacia mi garganta.
– Tuviste suerte de que no acabara contigo en ese momento -dice Jaycee, y luego se vuelve hacia mí-. Pero ella me dijo que esperase un segundo, y me habló del bebé. -Se vuelve nuevamente hacia Judith-. Mi bebé. Me dijo que ella seguiría financiando el experimento, que después del nacimiento yo podría criar sola a mi hijo.
»Si yo la mataba, el experimento también moriría. Si se lo contaba ai Consejo, ellos no dudarían un segundo en destruir el huevo y todos los papeles dei doctor Vallardo; de modo que hicimos un trato.
Jaycee hace una pausa, respira profundamente y mira alrededor de la habitación a esa audiencia a la que tiene tan competentemente en la palma de su carnosa y bronceada mano.
– Y eso es todo. La primera noche, cuando apareciste por el club y recibí aquella carta del doctor Vallardo… Se trataba de una falsa alarma.
– El huevo comenzaba a mostrar tensiones en su ecuador lateral -dice Vallardo defensivamente-. Pensé que era mejor si le informaba de lo que estaba pasando.
– En cualquier caso -dice Jaycee-, se trataba de una falsa alarma. Pero me mantuve en contacto con el doctor Vallardo, y anoche…, bueno, anoche fue maravilloso, Vincent. No la hubiese cambiado por nada del mundo. Pero cuando llamé al doctor y me dijo que debía regresar a Nueva York, eso fue el comienzo… ¿Puedes culparme por no querer perderme este momento?
– Por supuesto que no -digo sinceramente-, pero no tenías por qué drogarme.
– Precauciones necesarias -me explica. Comienzo a pasearme nuevamente por ei laboratorio. -Doctor, Jaycee, esperen a ser llamados para presentarse ante el Consejo Nacional en las próximas semanas. Creo que les interesará mucho conocer esta historia. Y les aconsejo que a ninguno se le ocurra tomarse unas vacaciones imprevistas.»Señora McBride. La llevaré de regreso a Los Ángeles conmigo y veremos lo que el departamento quiere hacer con una asesina de policías. Glenda, ¿me echas una mano? -Glenda se coloca junto a Judith McBride, y ambos la cogemos con fuerza de cada brazo. No se resiste.
– ¡Está sucediendo! -exclama súbitamente el doctor Vallardo, y su grito reverbera a través de la amplia sala del laboratorio, acompañado de un agudo gorjeo que sale de los altavoces. Los crujidos de la cáscara también se han amplificado y llenan el aire de ruidos, ahogando la exclamación de Jaycee. ¿Placer de madre? ¿Dolores de parto imaginarios?
– ¡Debemos elevarlo! -grita Vallardo mientras acciona la polea unida a la red que sostiene el huevo-. ¡Debe romper la superficie del agua!
Un fuerte tirón. Corro hacia la otra cuerda y tiro con todas mis fuerzas. Algo va mal, algo se está… ¿rompiendo?
La cuerda se corta. Las poleas se hunden en el agua. La red se desploma.
Jaycee grita, esta vez no de felicidad, y corre hacia el otro extremo del tanque mientras Vallardo recupera su equilibrio. Ambos se lanzan hacia una escalerilla unida al cristal del tanque e intentan subir a la vez; Jaycee, con sus patas de Coel-physis, tiene más éxito que Vallardo, con su cuerpo bajo y rechoncho, y se zambulle en el miniocéano. Vallardo lucha para llegar a la cima unos segundos después, y también se lanza al agua. Un poco de agua caliente rebalsa el tanque y salpica mis pies, y esa sedosa sensación me recuerda cuánto me gusta nadar.
Glenda. Judith y yo observamos atónitos a Vallardo y Jaycee a través de las paredes de cristal; presenciamos sus fantásticas proezas de ballet acuático. Vallardo se sumerge profundamente para desenganchar la red y consigue sostener el huevo por encima de su cabeza, moviendo las piernas a toda velocidad para mantenerse a flote y utilizando su cola corta y gruesa para formar un remolino.
Los gruñidos y los gemidos se mezclan con los sonidos del cascarón resquebrajado cuando los micrófonos subacuáticos recogen los esfuerzos de los dinosaurios. Jaycee ayuda a Vallardo; coge el huevo con sus dedos iargos y marrones, y hace todo lo que puede para mantener al bebé a flote. Los gemidos continúan creciendo; es un gorjeo entre un grito humano de dolor y la llamada al apareamiento de un canario común.
Y mientras contemplamos la escena a través del cristal, mientras escuchamos los sonidos que escapan por los altavoces, Glenda Wetzel, Judith McBride y yo nos encontramos como tres testigos mudos que presencian el primer nacimien-lo exitoso entre especies que haya visto alguna vez este planeta.
Finalmente, el huevo se rompe. Sus proteínas se derraman en el tanque, nublan el agua con sus jugos, y el cascarón se fragmenta en mil trozos diminutos, repartiéndose por el agua como si fuesen las cenizas de una hoguera de campamento.
– ¿Puedes verlo? -le pregunto a Glenda sin apartar la vista de la creciente oscuridad que invade el interior del tanque.
– No -contesta ella, y sólo puedo suponer que ella tampoco puede apartar la vista de lo que está sucediendo-. ¿Y tú?
– No. ¿Judith? -No hay respuesta-. Judith, ¿puede ver al bebé? -Nada. Me vuelvo para mirar a nuestra prisionera, cuyo brazo descubro que he soltado en algún momento de los últimos minutos. Ha desaparecido.
– Glen, hemos perdido…
Pero me interrumpe un rugido penetrante, un chillido fantasmagórico, de esos que envían arañas invisibles arrastrándose por todo mí cuerpo. Procede de los altavoces, amplificados por diez, lo que significa que viene del tanque, lo que significa que…
Viene del bebé. El agua, salpicando por todas partes, oscurecida por nubes de placenta arenosa, me dificulta la visión, pero a través de las pequeñas olas distingo la elástica figura de Jaycee, aún moviendo las piernas con fuerza, y cuando sale a la superficie alcanzo a ver fugazmente a su bebé recién nacido. Un momento es todo lo que necesito.
Garras de un gris desvaído se proyectan desde un par de brazos delgados, las membranas que las unen están moteadas con manchas marrones de carne que manotean el aire extraño. Son dedos, cortos y gruesos dedos, que se han formado sólo hasta donde las garras les han permitido salir por los costados. Zonas ásperas y escamosas se unen a otras rosadas y lampiñas, y conforman una cubierta exterior que no es del todo piel y tampoco pellejo. Su espina dorsal sobresale ligeramente y presiona contra esta delgada capa -un modelo Braille de deformidad-, y puedo distinguir las vértebras individuales subiendo y bajando como si fuesen una fila de teclas de piano moviéndose al compás de una pieza de Dixieland. Al final de la espina dorsal aparece una cola, apenas una fina hebra de huesos que dobla la longitud del bebé.
El torso es curvo, un largo tracto negro de goma quemada, y la barriga abultada, elevándose, rompiendo, tirando, talla una estela de carne a lo largo del costado del bebé. Otro juego de garras, más largas, más oscuras, se proyectan toscamente desde muñones que podrían ser pies de cinco dedos, y se extienden y retraen rápidamente una y otra vez.
Y la cabeza, esa cabeza: una lotería delirante de todos los rasgos posibles. Fosas nasales dentadas. Ojos grandes, pero amarillos. Orejas prácticamente inexistentes salvo por un único lóbulo que cuelga de la mejilla izquierda. El morro inclinado hacia abajo en un ángulo ortopédicamente indeseable. Unos cuantos dientes ya formados y amenazando con atravesar la mandíbula.
Es una amalgama de todo lo que visto hasta hoy, pero de alguna manera resulta absolutamente diferente de los engendros que Glenda y yo hemos visto en aquellas jaulas. Es hermoso. Estoy horrorizado. No puedo apartar la vista.
Y Jaycee Holden es más feliz de lo que nunca ha sido en su vida; esa mirada perturbada en los ojos, una mirada que dice «no quiero estar más aquí», ha desaparecido, reemplazada por una expresión de satisfacción, de determinación. Con aire triunfante, aunque continúa pedaleando para mantenerse a note, Jaycee sostiene a su bebé por encima de su cabeza en lo que sólo puedo definir como un gesto de conquista.
En ese momento se escucha un disparo, ahogando con su estrépito los sonidos amplificados de la exuberancia posparto, y aparece una grieta, proyectándose en forma de telaraña desde un orificio en la parte superior del tanque, justo por encima del nivel del agua. Glenda y yo nos volvemos hacia el extremo más alejado del laboratorio, hacia el sonido del balazo.
Es Judith, y ha recuperado su arma. Está apuntando al bebé, o a Jaycee. No importa, porque se prepara para disparar de nuevo.
Ahora Glenda tiene todas las razones que necesita para atacar a la humana de la que fue separada antes, y esta vez no seré yo quien se lo impida. Salta a través del laboratorio con el pico afilado preparado para clavarse en la carne. Pero Judith está alzando el revólver otra vez… Jaycee, aterrorizada por dos vidas, sin otra opción a mano, se sumerge en el agua, aferrando al bebé contra su pecho… Vallardo también acciona su mecanismo de inmersión… ¿Y yo?, ¡oh, mierda!, estoy paralizado.
Consigo convencer a mi garganta para que grite: «¡Cuidado con el revól…!» Y el segundo disparo estremece el laboratorio. Un milisegundo más tarde, Glenda cae sobre Judith como una tía sometida a una dieta de choque a quien han concedido una hora de descanso en un banquete de Las Vegas. Hunde los dientes en el carnoso cuello, buscando las preciosas arterías que harán surgir la sangre y acabarán con la vida.
Correría a ayudar, realmente lo haría, pero cuando me vuelvo para asegurarme de que Jaycee y Vallardo no han sido alcanzados por el disparo, me encuentro mirando las largas grietas que avanzan por el enorme tanque de agua, cogiendo velocidad, creciendo, creciendo, astillándose como ramas fractales. El agua comienza a filtrarse, el agua está presionando las paredes, el cristal se está combando bajo la presión, y antes de que pueda convencer a mis pies de «¡corred, capullos, salvaos!», las paredes se hacen añicos y abren las esclusas.
Quería nadar; ahora tengo la oportunidad de hacerlo. Glenda, Judith, Vallardo, Jaycee, el recién nacido, el laboratorio… todo desaparece bajo la impresionante cascada, mientras las mesas volcadas del laboratorio se convierten en arrecifes artificiales en este flamante océano. Soy lanzado contra la rompiente, lanzado bajo el agua; el aire me quema los pulmones y grito para salir. Nado hacia arriba…, y me golpeo la cabeza contra el suelo. Dirección equivocada. Nado en sentido contrario y pronto salgo al aire libre; jadeo en busca de oxígeno.
Una segunda ola cae sobre mi boca abierta. Me ahogo, y vuelvo a quedar cubierto por el agua. Lucho por encontrar un punto de apoyo en medio del agua sedosa que me rodea. ¿Qué es lo que suelen decir: tres veces y ya no vuelves a salir? Entonces será mejor que no vuelva a hundirme. Con un esfuerzo sobredinosaurio, flexiono la cola y me proyecto nuevamente fuera del agua para evitar a duras penas la embestida de otra ola. Trozos de cascarón flotan a mi alrededor como restos arrojados a la playa después de una tormenta y lucho por mantener la cabeza fuera del agua mientras cada nueva oleada amenaza con acabar conmigo.
La puerta del laboratorio está abierta, y el agua que escapa por esa abertura lo está haciendo a gran velocidad, formando un remolino de energía en la habitación. La marejada me lleva hacia esa zona de peligro, la corriente de fondo amenaza con superar mis pobres habilidades natatorias, pero me debato como un salmón y desovo corriente arriba, aferrándo-me a cualquier cosa que pueda ayudarme en mi desesperada lucha. Creo ver un miembro flotando en el otro extremo del laboratorio, con movimientos similares a los míos para mantenerse a flote, pero el aguijón de agua en los ojos me impide distinguir un color o una forma precisos.
– ¡Glenda! -grito, y el agua convierte mis palabras en algo así como «¡Blenbla!», pero no recibo ninguna respuesta. Tampoco funciona con Blaybee, Blabarbo o Bludibth. Localizando un punto de sujeción debajo de un quemador Bunsen, consigo permanecer en una zona del laboratorio y espero a que la tormenta haya pasado. Empleo mi energía para conservar la cabeza sobre el agua.
Poco después, la mayor parte del agua se ha filtrado fuera del laboratorio. Estoy solo en medio de cristales rotos, restos de cascarón y con el agua a mitad del muslo.
– ¿Hay alguien aquí? -intento gritar, y me sorprende comprobar que no puedo articular ningún sonido. Tengo agua en la garganta. Parece ser que llevo más de un minuto sin respirar.
Enfadado por el hecho de que debería haberme dado cuenta de elio antes, me inclino sobre un sillón destrozado y practico una auto-Heimlich. Las maniobras Heimlich para dinosaurios se practican mucho más arriba que en los humanos, pero es algo que aprendí hace mucho tiempo y de la peor manera… No pregunten, no pregunten. Lanzo un chorro de agua que aterriza a un metro de distancia, lo que añade unos cuantos milímetros a los charcos y puedo volver a respirar aire bueno y rancio.
– ¿Hay alguien aquí? -vuelvo a intentarlo con la voz más débil de lo que me gustaría, pero al menos funciona. No hay respuesta, excepto por el chirrido de los altavoces. Es un alivio que estén colocados en la parte superior de las paredes. Sus chispas no alcanzan a entrar en contacto con este centro acuático de reciente formación; de otro modo, en este momento yo estaría iluminado como el árboi de Navidad del Rockefeller Center.
Asegurándome de permanecer alejado de otras zonas peligrosas, consigo salir del laboratorio y regresar a los húmedos corredores de la clínica, que han sido limpiados a fondo vía inundación. La violenta corriente ha eliminado la suciedad de las paredes. Mientras avanzo voy gritando nombres, y cuando ya he examinado algunas habitaciones vacías y comienzo a preocuparme de ser el único que haya podido salir con vida del laboratorio, escucho un «¿Vincent?» de alguien que me llama desde un corredor paralelo. Acelero el paso…
Encuentro a Glenda en el suelo, en medio de su propio charco. Sonríe, resollando. Su pico de hadrosaurio está cubierto por una mezcla de agua y gotas de sangre.
Judith McBride también está allí, flácida y sin vida, encima de un gastado escritorio de roble. Los brazos cuelgan a ambos lados, las piernas están dobladas en un ángulo imposible, la cabeza está vuelta en la otra dirección.
– ¿La alcanzó la inundación? -le pregunto a Glenda. -La alcancé yo -dice Glenda, acercándose a Judith y haciendo girar la cabeza de la viuda hacia mí. Tres grandes mordiscos desfiguran la carne del cuello. Los largos cortes resultan perfectamente visibles y la mayor parte de la sangre ha sido arrastrada durante los últimos minutos. Estoy seguro de que no sufrió, de que todo terminó para ella en un instante-. Ella lo sabía, Vincent. La muy zorra tenía que morir.
– Hiciste bien -digo. No quiero que Glenda sienta ningún remordimiento por lo que ha hecho. Matar a alguien, aunque sea humano, puede resultar duro para el corazón y la mente. A pesar de la actitud indolente que muestra ahora, a Glenda no le resultará fácil conciliar el sueño en los próximos meses-. Venga -le digo, palmeándole la espalda-. Ayúdame a buscar a los demás.
Registramos el edificio hasta bien entrada la noche, sin dejar una habitación, una mesa o una cubeta sin examinar. La clínica es un lugar increíble, un hormiguero de pasadizos y habitaciones enclaustradas. El agua lleva los cadáveres de centenares de engendros flotantes, incluso aquellos que Glenda dejó con vida han sido arrastrados por el oleaje.
A la una de la mañana encontramos al doctor Vallardo; tiene el pellejo de color rojo, y el cuerpo grueso e hinchado por el peso del agua. De alguna manera se quedó encerrado dentro de un trastero y no pudo escapar a la furia del agua. Tal vez su peso le impidió salir a la superficie o quizá su torpe cola. En cualquier caso, está muerto y no tiene mucho sentido discutir las causas.
La boca está llena de porquerías arrastradas por el agua -vitelo, trozos de cascarón, placenta-, y las quitamos para simplificarles el trabajo a los extraños. No hay necesidad de confundirles haciendo que investiguen lo que pasaba en la clínica. El cupo ha sido cubierto por un tiempo y la investigación que seguramente realizará el Consejo dragará suficiente fango para Henar diez de esos tanques. Arrastramos el cuerpo de Vallardo hasta la habitación donde se encuentra Judith McBride y lo colocamos junto a ella. Es un acto purameníe altruista; para los equipos de limpieza resulta todo más fácil si todos los cadáveres se encuentran en el mismo lugar.
Dan las dos de la mañana; luego las tres; luego las cuatro. Glenda y yo hemos registrado todo el edificio, de arriba abajo, de derecha a izquierda.
– Separémonos y volvamos a intentarlo -sugiero, y Glenda sabe que no merece la pena discutir conmigo.
Jaycee y su bebé no aparecen por ninguna parte. No estoy furioso. No estoy preocupado. Soy sólo un tío normal, haciendo su trabajo. Me duele la garganta.
Cuando comienza a amanecer ya hemos revisado el edificio tres veces, y no hay nada más que hacer. Así es como quiero que sea. Es la única manera que no me hace daño.
Después dejo caer una bolsa desintegrad ora sobre el cadáver de Vallardo, y repito la maniobra con el cuerpo de Judith McBride, a pesar de que ella jamás fue realmente un dinosaurio. Glenda me convence de que si aún no hemos encontrado a Jaycee en el interior de la clínica, nunca la encontraremos. Estoy seguro de que ella espera que yo discuta, que presione para que sigamos la búsqueda, que la envíe a inspeccionar nuevamente los interminables pasillos y habitaciones, pero no lo hago. Acepto su decisión, aunque sólo sea porque es la misma a la que han llegado sin ayuda de nadie las partes más racionales de mi cerebro. Si Jaycee no está aquí, Jaycee no está aquí. En este momento no puedo pensar en lo que eso significa; no quiero pensar en lo que podría significar.
– Ella seguramente consiguió salir de aquí de alguna manera -sugiere Glenda con voz suave, con un tono racional y protector. Milagrosamente, no está maldiciendo a nadie (la súbita inundación debe de haber lavado su boca), pero apenas si soy capaz de registrar esta victoria de la etiqueta y las buenas costumbres.
– Sí -contesto, y espero que tenga razón.
– Jaycee probablemente escapó y regresó a su apartamento. Tal vez puedas encontrarla allí.
– Si -contesto. Sé que se equivoca. Que yo sepa, Jaycee se ha largado de la ciudad, del país, del mundo. Jamás volveré a ver a Jaycee Holden.
– Vamos -dice Glenda, y la dejo que me ponga el disfraz, que luego me coja del brazo y que me saque de esa habitación, de la clínica, hacia las brillantes calles del Bronx que comienzan a despertarse a una bulliciosa mañana de otoño. El sol arranca destellos de los coches abandonados y de los semáforos rotos, y hace que todo brille con su resplandor.
__Lo ves, Vincent -dice Glenda mientras nos alejamos calle abajo, tratando de añadir un brinco a cada paso, un alegre tropezón en cada tramo-. En una mañana como ésta, incluso el Bronx está lleno de esperanza.