El vuelo se desarrolla sin incidencias dignas de mención, pero, no obstante, cuando el aparato aterriza, los pasajeros humanos optan por aplaudir, como si hubiesen estado esperando un final diferente a las festividades de la tarde. Nunca he entendido este gesto; la única razón que he tenido alguna vez para aplaudir mientras me encontraba a bordo de un avión fue cuando la azafata me dio por error dos pequeñas bolsas de cacahuetes tostados en lugar de la única que me correspondía. Al recordar ese incidente convengo en que hubiese sido mejor quedarse quieto, ya que mis aplausos alertaron de su error a la azafata y procedió a llevarse mi ración extra.
Teitelbaum me hubiese asesinado y se hubiera subido por las paredes de haber sabido cuáles son mis verdaderas intenciones al viajar a Nueva York. Le dije que algunas de las pistas descubiertas señalaban a la Gran Manzana, solicité una tarjeta de crédito de la compañía (¡con un límite de cinco mil dólares, no es moco de pavo!) y procedió a someterme al tercer grado por teléfono.
– ¿Piensas seguir en el caso?
– Por supuesto -le aseguré-. Por eso voy a Nueva York; por la compañía de seguros.
– ¿No comenzarás a husmear otra vez en la muerte de tu socio?
– No -dije-, de eso nada.
Pero si el caso lleva hasta McBride, entonces tal vez deba hacer algunas preguntas en relación con la muerte del magnate, y si debo hacer preguntas acerca de esa muerte, es posible que tropiece con alguna información relacionada con uno de los primeros investigadores privados que se hicieron cargo de este caso, mi socio muerto, Ernie. Naturalmente, no tengo que decirle a Teitelbaum nada de todo esto. Todo lo que él debe saber es que la compañía de seguros está aflojando incluso más pasta por una cuenta de gastos inflada que ahora incluye una estancia en la segunda ciudad más extravagante de Estados Unidos. La próxima vez sólo tendré que esperar que alguien sea asesinado en Las Vegas.
He decidido no alquilar un coche en la ciudad, una decisión que, según mi taxista, ha sido muy sabia. Conducir por las calles de Nueva York es un verdadero arte, me dice el tío con un acento absolutamente imposible de determinar, y supongo que los no iniciados no deberían intentar una excursión solos por la ciudad. Aunque el taxista es un humano, tiene, no obstante, su propio olor especial, y no se trata de una fresca pincelada de pino en una tonificante mañana otoñal, por decir algo.
– ¿Adonde ir quiere? -me pregunta y, de pronto, me siento como si estuviese hablando otra vez con Suárez. ¿Es que acaso soy el único que habla bien nuestro idioma? Pero sólo es un ser humano, un extranjero probablemente, y habla mi lengua nativa mejor de lo que yo hablo la suya (a menos que sea originario de Holanda, ya que mi holandés es muy fluido).
– Al edificio McBride -digo, y el tío se mete entre el denso tráfico, acelerando instantáneamente hasta al menos ciento cuarenta kilómetros por hora antes de clavar los frenos media manzana más adelante. Es una bendición que no haya comido nada desde hace un buen rato. Antes de que vuelva a abrir la boca hemos llegado a Manhattan.
– ¿Usted negocios en McBride? -dice, mirándome con peligrosa frecuencia a través del espejo retrovisor. Sería preferible que le prestase un poco más de atención a la conducción de su automóvil.
– Tengo algunos negocios en el edificio -digo-. Esta tarde.
– El gran hombre, McBride.
– Gran hombre -repito sin ninguna convicción.
Mientras el taxi acelera y frena a lo largo de la calle, las escenas de mi última visita a Nueva York desfilan ante mis ojos; son una mancha difusa de comisarías de policía y testigos, pruebas desaparecidas y violentos desaires, y más de un pasillo lleno de productos en varios supermercados. Nueva York, si la memoria no me falla, tiene una mejorana potente en especial, pero las existencias de fenegreco son francamente escasas.
A cualquier investigación importante acompaña la vestimenta indispensable de la oficina. Y debido a mis recientes problemas financieros, mi atuendo no es precisamente el más adecuado. Considero la posibilidad de decirle al taxista que se detenga ante unos grandes almacenes, los que queden más próximos, donde podría utilizar de inmediato la tarjeta de crédito de TruTel para adquirir los artículos que necesito, pero dudo de que esos artículos fabricados en serie sean auténticos.
En la esquina de la Cincuenta y Uno con Lexington le digo al taxista que pare delante de una elegante sombrerería, y compro un sombrero negro y marrón de ala ancha.
En la Treinta y Mueve compro una gabardina. Elijo una de buena calidad porque hoy en Manhattan la temperatura es de veintiocho grados.
Justo debajo de la calle Canal compro un paquete de cigarrillos sin filtro, aunque no adquiero cerillas y tampoco un encendedor. Estos cigarrillos sólo son para llevarlos colgados de los labios, sólo para eso.
Perfectamente ataviado, le reitero al laxista mi intención de ir al edificio McBride, y nos adentramos en el corazón financiero de la ciudad. Minutos más tarde aparece mi lugar de destino, que sobresale ligeramente del horizonte artificial.
El edificio McBride, símbolo imponente del capitalismo durante los últimos diez años, tiene una altura de ochenta pisos y ocupa toda una manzana; se abre paso a través de la línea del horizonte como si fuese un levantador de pesos excesivamente ansioso. Es una obra maestra de la arquitectura revestida de cristal reflectante; son espejos brillantes y plateados que absorben las calles de la ciudad para volver a escupirlas, aunque dotadas de colores más ricos y vibrantes.
Sí, de acuerdo; esa especie de estilo satinado-recargado es bastante bonito, aunque no puedo dejar de pensar que, en muchos sentidos, guarda un notable parecido con un monstruoso condón platinado. Espero que esta imagen de apóstata no me persiga durante mi entrevista con la señora McBride, es decir, si soy capaz de conseguir que me reciba.
En el interior del edificio, el motivo reflectante continúa, y los espejos me ayudan a seguirme a mí mismo allí adonde voy. Echo unos cuantos vistazos a mi nuevo aspecto: la gabardina me sienta de maravilla, a pesar de las temperaturas tropicales que han cubierto la ciudad; el sombrero, en cambio, se ajusta a duras penas a mi cabeza, como si estuviese a punto de caerse. El lugar está lleno de humanos y de dinosaurios; un manchón de aromas atraviesa el espectro odorífero. Alcanzo a captar fragmentos de conversaciones, retazos acerca de fusiones y bonos, y íos resultados de la liga de béisbol. El enorme mostrador de granito de la recepción ocupa buena parte del vestíbulo principal; a través de la multitud de criaturas del mundo de los negocios alcanzo a distinguir el perfil de una atormentada secretaria.
– Buenos días -digo, acomodando mi bolso color burdeos en mi hombro derecho-. Me preguntaba si la señora McBride podría recibirme.
Con una breve e insolente sonrisa, la recepcionista del vestíbulo principal del edificio McBride demuestra ser a la vez más agradable e infinitamente más peligrosa que la enfermera Fitzsimmons.
– ¿Quiere ver a Judith McBride? -pregunta ella. El sarcasmo que se agazapa detrás de los dientes rasca el esmalte, esperando el momento de saltar y caer sobre la presa.
– Lo antes posible -digo.
– ¿Tiene usted una cita concertada?
Ella sabe perfectamente que no tengo ninguna cita concertada. Llevo un bolso colgado del hombro, ¡por el amor de Dios!
– Sí, sí, naturalmente.
– ¿Su nombre?
¡Oh, qué diablos!
– Mi nombre es Donovan Burke.
¿Se han alzado sus cejas? ¿Se han movido sus orejas? ¿O acaso es mi mente que ha vuelto a entonar sus viejos éxitos de paranoia? Quiero preguntarle si conoció a Ernie, si alguna vez le vio por aquí, pero me muerdo la lengua antes de que pueda causar algún daño.
La recepcionista levanta el auricular reflectante de su teléfono y teclea el número de una extensión.
– ¿Shirley? -dice-. Aquí hay un tío que dice que tiene una cita con la señora McBride. No, no; no lo sé. Lleva una maleta.
– Es una bolsa de viaje. Acabo de llegar de la costa -digo-. La otra costa.
Las cosas empeoran por milisegundos.
– De acuerdo, de acuerdo -dice la recepcionista mientras no me quita ojo de encima en tanto forcejeo con mi equipaje-. Dice que su nombre es Donny Burke.
– Donovan Burke. Donovan.
– ¡Oh! -dice ella-. Lo siento.
– Me pasa todo el tiempo.
– Donovan Burke -le aclara a Shirley, y luego ambos esperamos un momento mientras Shirley comprueba la agenda y busca un nombre que los tres sabemos perfectamente que no encontrará allí. La recepcionista me lanza una sonrisa de tigre con dientes enfundados; si tiene un botón de alarma oculto debajo del mostrador, su mano está cada vez más cerca de él.
– Lo siento, señor -me dice unos segundos más tarde-, pero no tenemos ninguna cita a su nombre.
Luego cuelga el auricular.
Abro mis ojos hasta donde me es posible y compongo mi mejor expresión de sorpresa y conmoción. Luego asiento gravemente, como si esperase ese giro de los acontecimientos.
– Judi, Judi, Judi…Judith y yo, nosotros…, nosotros hemos tenido nuestras desavenencias. Pero si usted pudiese conseguir que Shirley (¿es ése su nombre, Shirley?) le dijese a la señora McBride que estoy en el edificio, puedo asegurarle que la buena señora me recibirá. Volvamos atrás.
Otra sonrisa falsa; otra mirada mortal. A regañadientes vuelve a levantar el auricular.
– Shirley, soy yo otra vez…
Me envían a esperar en un rincón mientras Shirley y la recepcionista intercambian información.
Esta vez, en cuestión de minutos -¡incluso segundos!-, se me acerca la súbitamente respetuosa secretaria y me dice que la señora McBride me recibirá ahora. Lo siente por las molestias; encontraré sus oficinas en la planta setenta y ocho.
En la planta cuarenta y seis, dos dinosaurios disfrazados de robustos guardias del servicio secreto -trajes negros, micrófonos auriculares y demás- entran en el ascensor y se colocan uno a cada lado. Irradian poder físico y no me sorprendería en absoluto si alguno de ellos hubiese traído un poco de arena con el expreso propósito de restregármela por la cara. Reprimo un urgente deseo de concentrarme en ejercicios isométricos.
– Buenos días, amigos -digo, golpeando el ala del sombrero con el dedo índice. Este movimiento me hace profundizar en mi papel arquetípico de detective y resuelvo repetir los pequeños golpes en el sombrero.
Los tíos no responden.
– Un aspecto muy elegante con esos trajes; una buena elección.
Tampoco hay respuesta. Sus feromonas -el olor oscuro e intenso a avena y levadura de cerveza fermentadas- ya han invadido el ascensor y han tomado como rehén mí delicioso aroma.
– Si tuviese que adivinar -continúo, volviéndome hacia el gigante instalado a mi izquierda-, y permítame que le advierta que soy muy bueno en esto…, yo diría que usted es un… alosaurio, y este muchacho a mi derecha es un camptosaurio. ¿Estoy en lo cierto, o no?
– Silencio.
La orden es tranquila. Obedezco al instante.
Una buena palabra para describir la oficina de Judith McBride -que ocupa la totalidad de la planta setenta y ocho del edificio- es elegante; la palabra de moda, sin duda: alfombras elegantes, telas elegantes, una elegante vista del Hudson y la lejana Staten Island desde los ventanales del suelo al techo que ocupan las paredes exteriores de la estructura. Si voy al cuarto de baño, seguro que descubriré que han encontrado una manera de que el agua del grifo sea elegante, probablemente a través de NutraSweet.
– Una choza muy bonita -digo a mis musculosos amigos-. De hecho, es muy parecida a mi oficina…, en el sentido de que la mía también es cuadrada.
No parecen divertidos. No me extraña.
– ¿Señor Burke? -Es Shirley, la infame Shirley, llamándome desde las puertas dobles del despacho principal-. La señora McBride le espera.
Los guardias se mueven para colocarse a ambos lados de las puertas mientras entro en el santuario privado y bajo el ala del sombrero a la altura de mis ojos. Me he propuesto comenzar con un tono modesto para conducir lentamente la entrevista hacia una agradable espuma de capuccino; tal vez lance una o dos preguntas acerca de Ernie para acabar la faena. La iluminación es tenue, y las persianas de tablillas de las ventanas proyectan sombras en forma de barrotes a través de la alfombra. Afortunadamente, el tema de los espejos no ha sido reproducido en esta habitación, de modo que ya puedo despedirme de esos pensamientos fortuitos de «edificio condón, edificio condón». En cambio, toda clase de pinturas, esculturas y objetos artísticos llenan el espacio disponible en las paredes, y si supiese algo acerca de arte, probablemente estaría asombrado ante la amplitud de la colección de la señora McBride. Podría haber algunos picassos, tal vez unos cuantos modiglianis, pero me siento más impresionado por el bar que hay en un rincón de la habitación.
– En mi oficina no tengo un bar -le digo a nadie en particular. Las puertas se cierran suavemente a mis espaldas.
– ¿Donovan? -Una sombra se separa de detrás del escritorio y permanece inmóvil detrás de un sillón-. ¿Eres tú realmente?
La voz posee ese afectado acento aristocrático de alguien que quiere dar la impresión de haber nacido en un hogar rico, de haber adquirido una sólida posición a través del accidente del nacimiento en lugar de haberla conseguido.
– Buenos días, señora McBride.
– ¡Dios mío! Donovan, tú… Tienes buen aspecto.
No se ha movido.
– Pareces sorprendida.
– Por supuesto que estoy sorprendida. Me enteré del incendio, y…
Ahora la señora McBride avanza hacia mí, con los brazos extendidos. Un rayo de sol le cruza la cara mientras se acerca para darme un abrazo. Socorro, socorro.
Nos abrazamos y me invade la sensación de culpa. Me pongo rígido. Ella se aparta y me mira de arriba abajo; examina mi cuerpo, mis facciones.
– Has cambiado de apariencia -dice. -Es una forma de decirlo. -¿Mercado negro?
– Lo que el Consejo no sepa… -musito con calculada indiferencia.
– Me gustabas más antes -dice-. Este disfraz es demasiado…, demasiado Bogart.
Una amplia sonrisa se dibuja en mi rostro. No puedo evitarlo. ¡Bogart! ¡Maravilloso! No es exactamente lo que yo estaba buscando, pero se aproxima mucho. Ahora la señora McBride se aparta de mí y retrocede observándome de soslayo. No tengo más alternativa que revelarle mi secreto.
Con calma, lentamente, lo escupo todo.
– Señora McBride, no pretendía inquietarla… Yo no soy Donovan Burke.
Me preparo para el inminente estallido de ira.
Pero no hay estallido. En cambio, Judith McBride asiente en silencio, y la ansiedad brota de sus grandes ojos marrones.
– ¿Es usted? -pregunta, y sus pies alejan su cuerpo en una especie de vals agitado-. ¿Es usted quien mató a Raymond?
Maravilloso. Ahora piensa que soy el asesino de su esposo. Si empieza a gritar, se acabó todo; no apostaría ni un solo centavo por mí. Esos dos trozos de carne de dinosaurio que me acompañaron en el ascensor están esperando junto a la puerta doble, ansiosos por irrumpir en la habitación, convertirme en carne picada y lanzarme a la bulliciosa calle setenta y ocho pisos más abajo. Sólo espero que mi sangre y mi masa cerebral se extiendan formando un diseño lo suficientemente artístico como para complementar la bella arquitectura del edificio. Aunque si podemos evitar esa situación…
Procedo a abrir mis manos para mostrar que no llevo ninguna arma.
– No soy un asesino, señora McBride. No es por eso por ¡o que estoy aquí.
Una expresión de alivio se asoma a sus facciones.
– Tengo joyas -dice- en una caja fuerte. Puedo abrirla para usted.
– No quiero sus joyas -digo.
– Dinero, entonces…
– Tampoco estoy buscando su dinero.
Meto la mano en el interior de mi chaqueta. Ella se pone rígida, cierra los ojos y se prepara para la bala o el cuchillo que la enviarán a reunirse con su esposo en el Valhala de los dinosaurios. ¿Por qué no ha gritado todavía? No importa. Saco mi identificación y la lanzo a sus pies.
– Me llamo Vincent Rubio. Soy investigador privado en Los Ángeles.
Ira, frustración, desconcierto…, son sólo una muestra de las emociones que cruzan por el rostro de Judith McBride como una serie de máscaras deformadas.
– Le mintió a la recepcionista -dice.
Asiento.
– Exacto.
Ahora recobra la compostura, y el color regresa lentamente a ese rostro de mediana edad. Las arrugas fruncen sus patas de gallo talla siete.
– Conozco gente. Podría hacer que le quitasen la licencia -dice.
– Probablemenle es cierto.
– Podría hacer que lo echasen de aquí en dos segundos.
– Definitivamente cierto.
– ¿Y qué es lo que le hace pensar que no 3o haré?
Me encojo de hombros.
– Dígamelo usted.
– Supongo que piensa que me siento intrigada por todo este asunto; que quiero saber por qué ha entrado en mi despacho haciéndose pasar por un antiguo conocido.
– No necesariamente -contesto, y me inclino para recoger mi identificación de la velluda alfombra-. Tal vez no tiene demasiadas oportunidades para hablar con nadie; tal vez necesita una oreja dispuesta.
Ella sonríe. El agradable movimiento de los labios borra diez años de sus facciones.
– ¿Le agrada el trabajo de detective, señor Rubio?
– Tiene sus momentos -digo.
– ¿Por ejemplo?
– Por ejemplo conseguir que te abracen bellas mujeres que creen que eres otra persona.
Burla, burla, burla. Me encanta esto. Es un juego, una competencia, y jamás pierdo.
– Ha leído mucho a Hammett, ¿verdad? -pregunta.
– Nunca he oído hablar de ese sujeto.
– Rubio… Rubio… -La señora McBride se acomoda en el sillón que hay detrás del escritorio-. Su nombre me resulta familiar.
Sus dedos tamborilean sobre la pulida madera. Mantiene la cabeza inclinada hacia un lado mientras trata de encontrar algún vestigio de mi nombre en la marisma de recuerdos que rodean el asesinato de su esposo.
– Intenté interrogarla acerca de lo que sucedió hace nueve meses.
– ¿Acerca de Raymond?
– Acerca de Raymond y de mi socio.
– ¿Y qué sucedió?
– Creo que no pude conseguir una cita con usted.
– ¿Lo cree?
– Ha sido una semana muy dura -le explico.
Ella asiente y me mira de soslayo.
– ¿Quién era su socio? -pregunta.
– Su nombre era Ernie Watson. Estaba investigando la muerte de su esposo cuando lo mataron. ¿Le dice algo ese nombre?
Ella sacude la cabeza.
– Watson… Watson… No lo creo.
– Carnosaurio, metro ochenta, olía a papel de fotocopiadora…
Estoy empezando con mal pie. El recuerdo de Ernie invade mis labios, mi lengua y las preguntas se formulan a sí mismas. Requeriría un esfuerzo titánico para refrenarme.
– Lo siento, señor Rubio. No puedo decirle nada más.
Nos examinamos en silencio durante un momento, calculando nuestras respectivas posiciones. Su aroma es intenso, complejo. Huelo a pétalos de rosa arrastrados por un campo de maíz, tabletas de cloro en un huerto de naranjos. Y hay algo más que no alcanzo a discernir: una fragancia casi metálica que se desprende de su olor natural y lo empuja en alguna implacable dirección.
El disfraz humano de Judith McBride es muy atractivo; resulta agradable sin llegar a ser exageradamente bello. Como regla general, nosotros los dinosaurios tratamos de no llamar la atención hacia nuestras formas falsas. Utilizamos vestimentas que no puedan revelarse demasiado tentadoras para el ser humano medio; los peligros potenciales son innumerables. En una ocasión salí con una Ornithomimus que insistía en llevar un disfraz que tiraba de espaldas -de un 314 en una escala de diez puntos, de curvas como las de un experimento que le hubiese salido mal a un soplador de vidrio- y, como consecuencia, acabó siendo una de las modelos de biquini más solicitadas del mundo. Pero cuando una cremallera se rompió durante una sesión fotográfica en las islas Fiji, la comunidad de dinosaurios estuvo a punto de enfrentarse a una crisis a escala planetaria. Afortunadamente, el fotógrafo era uno de los nuestros, e hizo desalojar el lugar antes de que alguien que no fuese de nuestra especie pudiese notarlo. La sesión de fotos continuó según el programa, los negativos incriminatorios fueron destruidos antes incluso de que llegaran al cuarto oscuro, y el mundo jamás supo que debajo de ese encantador tobillo izquierdo, tan cuidadosamente oculto por rocas, agua de mar y algas, había una pata verde con tres dedos que rascaban furiosamente la arena.
– Bien -dice Judith-, me imagino que esta vez ha regresado para hablar del asesinato de mi esposo.
– Y de otras cuestiones.
No hay necesidad de mencionar el lamentable estado de Donovan Burke en este momento. Si ella quiere hablar de la muerte del señor McBride, estoy más que feliz de escuchar lo que tiene que decir.
– Ya he hablado con la policía -continúa- cientos de veces, y con todo un escuadrón de detectives privados, como usted, contratados por diferentes compañías. Y también he contratado a mis propios investigadores.
– Y acabaron con las manos vacías. Todos ellos.
– ¿Qué les dijo?
Ella mantiene el juego vivo.
– ¿No lee los periódicos?
– No se puede confiar en todo lo que uno lee. ¿Por qué no me cuenta io que íe dijo a la policía?
La señora McBride respira profundamente y se acomoda en su sillón de amplio respaldo antes de comenzar a hablar.
– Le dije a la policía lo mismo que les dije a todos los demás; que en la mañana del día de Navidad fui al despacho de Raymond a envolver regalos con él; que encontré a mi esposo en el suelo, boca abajo, sobre un charco de sangre que manchaba la alfombra; que salí corriendo y gritando del despacho y del edificio; que desperté una hora más tarde en la comisaría sin saber muy bien cómo había llegado hasta ese lugar, o qué había sucedido; que estuve llorando seis meses sin parar y sólo ahora encuentro la fuerza necesaria para hacerlo cuando estoy sola en mi cama por las noches. -Su nariz se frunce ligeramente; se interrumpe, toma aliento y sostiene mi mirada-. ¿Responde esto a sus preguntas, señor Rubio?
Si hay momentos especiales para expresar nuestras condolencias, éste es uno de ellos. Me quito el sombrero, de manera que encuentro otro uso para mi recién descubierto accesorio.
– Lamento mucho lo que le sucedió a su esposo, señora -digo-. Sé lo difícil que pueden ser estas cosas.
Ella acepta mis palabras con una breve inclinación de cabeza y yo vuelvo a ponerme el sombrero.
– Ellos registraron la oficina palmo a palmo -continúa-, e hicieron lo mismo con nuestra casa. Les entregué una relación completa de nuestros movimientos financieros (bueno, de la mayoría de ellos), y no encontraron nada.
– ¿La investigación está… atascada, por decirlo de alguna manera?
– Muerta -dice ella-, por decirlo de alguna manera.
– ¿Qué hay del informe del forense? -pregunto.
– ¿Qué quiere decir?
– ¿Tiene una copia?
Judith sacude la cabeza y se arruga la blusa con los dedos.
– Supongo que tienen una copia del informe en la comisaría.
– Espero que sí. ¿Recuerda algún detalle del informe?
– ¿Como qué?
– Como si decidieron que su esposo fue asesinado por otro dinosaurio.
Esta información jamás llegó al Consejo. «Estamos trabajando en ello», fue lo último que escuché sobre ese asunto antes de que me expulsaran de sus filas. Me pregunto si los genios del departamento forense fueron capaces de unir las piezas de la información en algún momento durante los últimos nueve meses.
– No sé qué es lo que decidieron -dice ella-, pero no creo que se haya tratado del ataque de un dinosaurio.
– ¿Lo piensa o lo sabe?
– Nadie lo sabe; pero estoy segura.
– ¿Qué es lo que hace que esté tan segura?
– Me dijeron que su muerte se produjo por arma de fuego. ¿Es suficiente para usted?
Me encogí de hombros.
– Es sabido que algunos de nosotros hemos utilizado armas de fuego. Al Capone y Eliot Ness no eran más que dos Diplodocus con una cuenta pendiente, usted lo sabe.
– Entonces, permítame una corazonada. Me imagino que los tíos en su profesión tienen corazonadas con bastante frecuencia, ¿verdad?
– Cuando está justificada -digo-, una corazonada es una herramienta realmente poderosa.
– Puede creer lo que quiera, señor Rubio. -Echa una rápida mirada a un espejo cercano y se toca ligeramente el peinado. A Judith McBride le gustaría mucho que me largase de su despacho-. Tengo una cita para almorzar, ¿se lo he mencionado?
– Ya casi he terminado -le aseguro-. Sólo un par de minutos, por favor. ¿Tenía su esposo algún enemigo? ¿Dinosaurio o de otra clase?
Odio esta pregunta. Cualquiera que tenga ese montón de pasta está condenado a tener algunos enemigos, aunque sólo sea por el hecho de que, en el fondo, a nadie le gusta un tío que disfruta de una fortuna como ésa.
– Por supuesto que tenía enemigos -dice la señora McBride-. Era un hombre con mucho éxito, y en esta ciudad eso puede ser muy peligroso.
Tiempo de pavonearse. Saco un cigarrillo del paquete y lo lanzo hacia mi boca abierta. Mientras vuela, a cámara lenta, girando en el aire en dirección a mis labios como si fuese el bastón fuera de control de un director de banda callejera, descubro que, a pesar de todas mis fantasías, aún no he practicado este movimiento. En el primer intento el cigarrillo choca contra la nariz y cae al suelo. Decididamente, es un gesto poco teatral. Sonrío tímidamente y recojo el cigarrillo.
La señora McBride frunce el ceño.
– No permitimos que se fume en el edificio McBride, señor Rubio. Se trata de una vieja norma de mi esposo que he decidido seguir respetando.
– No voy a fumar -digo. Otro vuelo, y esta vez consigo atrapar el cigarrillo con el borde del labio. Perfecto. Dejo que cuelgue, absolutamente inmóvil.
La señora McBride se echa a reír, y otros diez años de arrugas y pequeñas manchas desaparecen en esa sonrisa. Si soy capaz de mantener feliz a esta mujer, ella regresará a una vida anterior. Pero ése no es mi trabajo.
– Hábleme de Donovan Burke -digo, y su sonrisa se evapora. La observo mientras lucha con ella, tira de ella, lo intenta una y otra vez, pero la sonrisa ha desaparecido.
– No hay nada que contar.
– No le estoy pidiendo su biografía; sólo siento curiosidad por la relación que mantenían.
Saco una libreta de notas nueva de mi recién estrenada gabardina y abro un paquete de bolígrafos que acabo de comprar. El cigarrillo sigue en su sitio. Estoy preparado para entrar en acción.
– ¿Nuestra relación? -dice la señora McBride.
– El señor Burke y usted.
– ¿Acaso está implicando…?
– No estoy implicando nada.
Judith suspira; es un débil soplo de aire que acaba en un breve chiilido de jerbo. Consigo un montón de suspiros de mis testigos.
– Era un empleado de mi esposo. Visitaba nuestra casa, sobre lodo cuando celebrábamos alguna fiesta. En una o dos ocasiones asistimos a alguna función con Donovan y Jaycee; nos sentábamos a la misma mesa en las cenas, cosas por el estilo.
– ¿Jaycee?
Un nuevo nombre.
– La novia de Donovan. Me dijo que era investigador privado, ¿verdad?
– La novia… Sí…
Debe de tratarse de J. C, las iniciales que Burke gritaba desde las profundidades de su coma. J. C, Jaycee… suena parecido. La hoja que me había dado Dan con los antecedentes de Burke no mencionaba nada de esto. Cuanto más contacto tengo con mi amigo en el cuerpo de policía, más descubro la fuente de no información en que se ha convertido.
– Jaycee Holden -dice la señora McBride-, una chica realmente encantadora. Era miembro del Consejo, ya sabe.
– ¿Área rural o metropolitana?
– Metropolitana. -La señora Burke busca una fotografía en su escritorio, encuentra una y me la enseña-. Ésta fue tomada hace tres o cuatro años en una fiesta de recaudación de fondos para un hospital de la ciudad. Raymond y yo habíamos hecho algunas donaciones a un centro de atención infantil.
Por supuesto que las habíais hecho.
Me aproximo a la fotografía y luego la sostengo a prudente distancia para eliminar las zonas borrosas. Mis ojos ya no son lo que eran, y el ramito de albahaca que me he tragado en el camino ha comenzado a surtir efecto, lo que agudiza el problema.
Se puede ver a Judith, enfundada en un vestido azul claro que haría avergonzar al mismísimo cielo y con un collar de perlas que bailan como pequeñas nubes alrededor de su cuello. Raymond McBride, obediente esposo, se encuentra a su derecha, con aspecto animado y elegante: pajarita negra, gemelos de diamante, faja ancha y escorado como el Titanic. Me son instantáneamente familiares; incluso aunque yo no hubiese conocido jamás a Judith en persona, en mis buenos tiempos había ojeado suficientes periódicos sensacionalistas en el supermercado (sólo mientras esperaba en la cola, ¡lo juro!) como para reconocer a la adinerada pareja con sus disfraces humanos.
Nunca antes he visto a la pareja que cena con ellos, ni en fotografías ni de cualquier otro modo, pero es evidente que están profundamente enamorados, o al menos así lo indica su aproximación física. Intensas oleadas de deseo emanan de la foto como ondas radiactivas; la superficie satinada de la imagen empaña el aire circundante. Donovan, el joven y apuesto velocirraptor, tiene un aspecto infinitamente mejor del que presentaba en el hospital, puedo asegurarlo, y mi corazón se lanza obedientemente a un violento zapateo en recuerdo de mi compañero de especie. En cuanto a su acompañante aquella agradable noche que ha quedado en alguna parte del irrecuperable pasado, es sin duda del tipo de muchacha saludable y hermosa, con una espalda poderosa y caderas anchas. Naturalmente, esto podría ser sólo una marca de fábrica del disfraz que lleva -del mismo modo que la mayoría de los disfraces Nakitara llevan una marca de nacimiento en las nalgas-, pero advierto que, debajo de su vestimenta, su verdadero cuerpo se ajusta primorosamente al atuendo de látex. La cabellera castaño rojizo a la altura de los hombros enmarca un rostro que es lo suficientemente bonito como para un disfraz; nada que objetar en ningún sentido.
– Una pareja muy agradable -digo-. El matrimonio es encantador.
La señora McBride vuelve a colocar la fotografía en su sitio.
– Indudablemente. -Luego, como si se tratase de una ocurrencia espontánea, aunque no lo es en absoluto, pregunta-. ¿Está casado, señor Rubio?
– Soltero de toda la vida.
– ¿Significa eso que ha sido un soltero toda la vida o que tiene intención de serlo durante el resto de sus días?
– Espero que lo primero. Me gustaría encontrar una bonita velocirraptor hembra en un futuro próximo; como la señorita Holden, por ejemplo.
– Si lo que busca es una velocirraptor -dice la señora McBride curvando los labios como si acabase de tragar un sorbo de vino agrio-, Jaycee Holden no podría ser su chica. Ella es una Coelophysis.
Esto mejora por momentos.
– Pensé que me había dicho que estaban prometidos.
– Lo estaban.
– Entonces, ¿no deseaban tener hijos?
– Lo deseaban.
Me es inevitable pestañear un par de veces. He olvidado apuntar esta parte de la conversación -seguramente, volverá a perseguirme más tarde-, pero ahora estoy intrigado. Salir con miembros de otras razas de dinosaurios es algo bastante común, como lo es casarse con ellos si la pareja no tiene ningún interés en reproducirse y perpetuar la especie. Sin embargo, el hecho simple es el siguiente: los matrimonios mixtos entre dinosaurios no pueden reproducirse satisfactoriamente, y no hay que darle más vueltas.
Esta limitación de nuestra capacidad reproductora no representa una coacción social, como sucede en el mundo de los humanos, en el que la gente debate interminablemente sobre un asunto nada menos que en la televisión nacional. Nosotros, como especie, no somos tan insufriblemente mojigatos. En nuestro caso se trata simplemente de una cuestión de fisiología: un papá velocirraptor más una mamá velocirraptor producen una carnada de bebés velocirraptores, mientras que un velocirraptor más un Coelophysis hembra, aunque pueden pasar una noche francamente divertida, nunca jamás podrán tener un bebé Velociphysis. Excepto…, excepto…
– ¿El doctor Emil Vallardo? -pregunto.
La señora McBride parece impresionada.
– ¿Conoce su trabajo?
– Formo parte del Consejo del Sur de California -le explico-; es decir… solía formar…
– ¿Solía formar parte?
– Rectificación.
– Comprendo.
– No es lo que piensa -le explico-. Hice mal uso de unos fondos y abusé un poco de mí poder.
En realidad hice un mal uso de cerca de veinte mil pavos pertenecientes a los fondos del Consejo, y mucho más que eso en cuestiones de poder, intimidación y de mancillamiento de la reputación del Consejo como si se tratara de mí mismo. Pero todo lo hice en nombre de Ernie, y volvería a hacerlo sin pestañear.
– Y sí -continúo-, conozco el trabajo de Vallardo.
– Es un buen hombre -dice ella, y yo me encojo de hombros. Lo último que quiero hacer es iniciar una discusión filosófica acerca de la naturaleza de los hijos interraciales. Es la clase de lema que acaba en pocos segundos con una cena y no me atrevo a pensar lo que le haría a una entrevista.
– En cuanto al señor Burke…, supongo que no salió bien. Me refiero a él y a su novia.
Ella contesta después de unos segundos.
– No, no salió bien. Mucho antes de que él se marchase a California, Jaycee y Donovan ya no eran pareja.
– ¿Rompieron su compromiso a causa del doctor Vallardo?
– En realidad, no lo sé, pero no lo creo -dice ella-. Él estaba allí para ayudarlos.
– ¿Lo hizo?
– ¿Ayudarlos? No estoy segura. No lo creo. Donovan y Jaycee estaban muy enamorados, pero la infertilidad puede cambiar a una pareja de una manera que no se puede imaginar.
Cambio de tema.
– ¿Por qué se marchó a California el señor Burke?
– Tampoco lo sé.
– ¿Tenía problemas personales? ¿Estaba metido en asuntos de drogas? ¿Apuestas?
Judith vuelve a suspirar y me pregunto si se está preparando para dar por terminada nuestra conversación.
– Usted me atribuye un conocimiento que no tengo, señor Rubio. Raramente soy capaz de catalogar las entradas y salidas de mi propia vida. ¿Cómo espera que conozca los detalles de la vida de Donovan?
– Usted era su jefa, si no estoy mal informado. Los jefes se dan cuenta de algunas cosas.
– Trato de no inmiscuirme en los asuntos personales de mis empleados.
Debería decirle que haga una llamada a Teitelbaum.
– Tengo entendido que entre ustedes había ciertas… ¿diferencias creativas?
– Si se refiere a mi relación laboral con el señor Burke, sí, tuvimos algunos momentos duros en el Pangea. Yo consideraba que mi deber era velar por los intereses de mi esposo en el club nocturno.
Ahora la señora McBride se está poniendo un tanto altanera, y yo vuelvo a tener los pies bien firmes sobre el suelo. Sé cómo tratar a los santurrones.
– O sea que dejó que se marchase.
– Llegamos a un acuerdo.
– El acuerdo de que usted le dejaría marchar.
Judith McBride frunce los labios, y la edad vuelve como una inundación; las arrugas cubren las mejillas y la frente como telas de araña talladas en la piel. Se trata de un movimiento realmente impresionante; seguramente tiene uno de esos nuevos disfraces Erickson fabricados en Suecia, esos modelos que están provistos de vasos capilares especializados para Acción Súper Rubor.
– Sí -admite finalmente-. Lo despedí.
– No pretendo molestarla.
– No me molesta.
– ¿Fue un despido amistoso?
– Tan amistoso como puede ser un despido -dice ella-. Él lo entendió.
¿Cómo hacer la siguiente pregunta? Muevo los labios adelante y atrás, y de mi boca salen ruidos como si fuese una máquina de hacer palomitas fuera de control. Lo mejor es ser directo.
– ¿Su esposo y usted le ayudaron a establecerse en Los Ángeles?
– ¿De dónde ha sacado esa idea? -pregunta, ligeramente perturbada.
– Bueno, Burke encontró financiación para el club Evolución en un tiempo récord.
– Donovan -dice la señora McBride- ha sido siempre un excelente vendedor. Podría encontrar financiación para crear una empresa de pesca submarina en Kansas. -Agita una mano fina y delicada, y abarca el trabajo que tiene distribuido encima del escritorio-. Me encantaría contestar a más preguntas, señor Rubio, pero se está haciendo tarde y, como puede ver, aún me queda mucho que hacer antes del almuerzo. La muerte de mi esposo me ha dejado a cargo de su pequeño imperio, y las decisiones no se toman solas.
Está claro como el agua. Aparto el sillón, y el movimiento deja profundos surcos en la espesa lanilla de la alfombra. Tenía una alfombra como ésta en mi oficina antes de enfrentarme a la realidad de que el banco puede embargarte un objeto como éste.
– Tal vez necesite hacerle más preguntas -digo.
– Siempre que la próxima vez concierte una cita -dice la señora McBride, y le prometo que lo haré.
Cuando llego a la puerta, me doy la vuelta. He olvidado una última pregunta.
– Me preguntaba si podría decirme dónde puedo encontrar a Jaycee Holden. Me gustaría hablar con ella.
La señora McBride se echa a reír otra vez, pero en esta ocasión no se borran las huellas del envejecimiento. En todo caso, añade media década a su rostro.
– Ése es un callejón sin salida, señor Rubio.
– ¿De verdad?
– Sí, lo es. No pierda su tiempo.
Arrastro los pies en dirección a la puerta. No me gusta que nadie me diga lo que debo hacer.
– Si no quiere decirme dónde está, por mí no hay problema. -He tenido mi cuota de testigos reacios a cooperar, aunque raramente permanecen con la boca cerrada mucho tiempo-. Estoy seguro de que puedo encontrar esa información en otra parte.
– No es que no quiera decirle dónde está Jaycee Holden -dice la señora McBride-; es que no puedo decirle dónde está. No lo sé; nadie lo sabe.
Aquí es donde entra la música dramática.
– ¿Ha desaparecido? -pregunto.
– Hace unos años. Jaycee desapareció aproximadamente un mes después de que Donovan y ella rompieran su compromiso. -Hace una pausa y luego añade con un ligero hipo en la voz-: Una chica encantadora, realmente encantadora.
– Bueno, tal vez pueda seguirle la pista. Se supone que soy bueno para eso. ¿Cuál era su fragancia?
– ¿Su fragancia?
– Su olor, sus feromonas. Le sorprendería saber cuántos dinosaurios desaparecidos he podido encontrar gracias a su olor. Pueden disfrazarse con el modelo que quieran, pero el olor permanece. Un tío esparcía un aroma tan intenso que encontré su pista en un radio de cinco manzanas diez segundos después de haber salido de la autopista.
– Yo… No sé cómo explicarlo-dice la señora McBride-. Me resulta difícil describirlo. Jazmín, trigo, miel; una pizca de cada cosa, en realidad.
No me sirve.
– ¿Último domicilio conocido? -pregunto.
– Estación Grand Central -dice la señora McBride.
– Esa no es una dirección particular, imagino.
– Donovan y ella habían tenido un desafortunado almuerzo de reconciliación, y él la acompañó hasta la estación. Como esto sucedió hace algunos años, tal vez mi recuerdo no sea muy exacto. Pero por lo que puedo recordar, Donovan me explicó que la observó mientras bajaba por la escalera mecánica; se dirigía a un andén de donde partían trenes hacia el este. Se saludaron agitando las manos y, un momento después, Jaycee se perdió entre la multitud. «Como un terroncillo de azúcar disuelto en una taza de café», dijo Donovan. Estaba allí y, un segundo después, ya no estaba.
– ¿Y ésa fue la última vez que hubo noticias de Jaycee Holden? -pregunto.
Ella asiente.
Muy interesante. Le agradezco a Judith McBride el tiempo que me ha concedido y su buena disposición para proporcionarme la información que necesitaba, y ella me acompaña fuera de la oficina. ¿Le estrecho la mano? ¿La toco? Mi rutina habitual permite un apretón de manos, pero me siento fuera de mi ambiente en medio de tanta opulencia. Ella ayuda a que me decida extendiendo la mano; la cojo, la estrecho efusivamente y me meto en el ascensor.
No me sorprendo cuando los dos guardaespaldas se reúnen conmigo en la planta sesenta y tres, pero esta vez estoy demasiado ocupado pensando en mi próximo movimiento como para prestar atención a sus formas voluminosas y su penetrante aroma. Los dos gigantes me siguen de cerca, hasta que recupero mi bolsa de viaje en el mostrador de información y abandono el edificio McBride a través de la puerta giratoria del vestíbulo principal.
Una vez en la calle, intento inútilmente conseguir un taxi. Llamo, agito los brazos, grito, y ellos se limitan a pasar de largo. ¿La luz que llevan significa que están de servicio o fuera de servicio? No importa, me ignoran de cualquiera de las dos maneras, y sigo esperando en el bordillo. Agito un billete por encima de la cabeza; veinte pavos, cincuenta pavos. Las manchas amarillas siguen pasando a toda velocidad. Doy un salto en el aire estilo Bruce Jenner para llamar finalmente la atención de uno de ellos y, después de cruzar de manera arriesgada dos carriles de tráfico para meterme en el taxi, me sorprendo al descubrir que si bien se trata de un conductor diferente, el tío tiene milagrosamente el mismo olor que el anterior. Tal vez ellos también constituyan especies separadas.
Nos dirigimos hacia el ayuntamiento.