Una inesperada y súbita carencia de albahaca ha dejado mi cuerpo libre de hierbas durante más de tres horas y, a pesar de las ocasionales punzadas de dolor que se irradian desde las profundidades de mi pecho, me siento satisfecho al comprobar que comienzan a desvanecerse las telarañas que se habían formado en los rincones de mi mente. No tengo un interés especial en permanecer más de lo estrictamente necesario en este estado de sensatez, pero mientras dure puedo aprovecharlo para hacer algunos razonamientos juiciosos:
No hay duda de que no debo olvidar a Judíth, Raymond y Sarah Archer, y a esa cosa que me atacó en el callejón -todo ello merece más que un pensamiento fugaz-, pero si realmente quiero llegar al meollo del asunto, debo comenzar por el principio, aunque sólo sea para justificar la cuenta de gastos. Debo empezar otra vez por el club Evolución.
Donovan Burke, el propietario del club nocturno, salía con la representante del Consejo Metropolitano y bella muchacha estadounidense Jaycee Rolden, quien posteriormente desapareció sin dejar rastro en el atestado andén de una estación de ferrocarril, lo que hizo que su destrozado amante la buscase infructuosamente a través de todo el noreste de Estados Unidos. Hecho. Donovan Burke abandonó luego Nueva York y cambió su fracasado romance por los sencillos, tranquilos y pueblerinos valores de Los Ángeles, ciudad donde abrió un club nocturno, que ardió hasta los cimientos a pesar de la intervención de un equipo de bomberos entrenados y la utilización de cuarenta mil litros de agua. Hecho. Durante este incendio, Donovan Burke arriesgó su vida hasta el punto de permanecer en el interior del local a pesar de que las llamas estaban lamiendo su cuerpo. Hecho. Y ahora una suposición: DonovanBurke, atormentado por problemas afectivos, no era un tío que se sintiera especialmente unido a este mundo.
Un flash-back de la conversación mantenida con Judith McBride, y su afirmación respecto a la relación que mantenían Donovan y Jaycee: «Donovan y Jaycee estaban profundamente enamorados -me dijo ayer-, pero la infertilidad puede cambiar a una pareja de un modo que usted no puede imaginarse.» Tal vez Donovan Burke había decidido tirar la toalla en relación con ese asunto. Quizá provocó el incendio del club nocturno como una especie de grandioso gesto suicida. Puede ser que estuviera harto de los disfraces y las mentiras, y del dolor provocado por el hecho de saber que nunca sería quien realmente deseaba ser. Dos mundos diferentes, y todo ese rollo.
Y aquí es donde la anteriormente mencionada sensatez entra en juego. Judith McBride me dijo que el médico que estaba tratando a Donovan y Jaycee, quien permitió que Donovan albergase la esperanza de derrotar al sistema que nos ha sido tan útil durante trescientos millones de años, el genetista cuyos experimentos podrían hacer posible algún día la mezcla entre un velocirraptor y una Coelophysis, no era otro que el doctor Emil Vallardo.
Dr. E. Vallardo.
Dr. E. V.
DREV.
Y así es como una hora más tarde, después de un horrendo atasco de tráfico en Park Avenue -en comparación con éste, la hora punta de Los Ángeles se parece a las extensas praderas de Montana-, me encuentro en el despacho privado del doctor Emil Vallardo, a la espera de que llegue el famoso médico. Aunque mi criptografía de aficionado en cuanto a las letras DREV en las notas de Nadei estuviese equivocada, éste es un lugar tan bueno como cualquier otro para comenzar mi investigación. Es posible que el doctor Vallardo -el Doctor Tiovivo, como le llamaban en las reuniones del Consejo debido al rumor extendido de que utilizaba centrifugadoras en sus experimentos de cruce de razas- no posea ninguna información pertinente que aportar a este caso, pero Ernie siempre me enseñó que las coincidencias no existen. Si un nombre aparece más de una vez es un nombre que está rogando que lo comprueben.
El doctor Vallardo no se encuentra en este momento en la clínica, o eso es al menos lo que me ha dicho la recepcionista, pero regresará en cualquier momento. Después de un elegante lavado y secado de encanto por parte de su seguro servidor, la secretaria es lo bastante amable como para dejarme ocupar un sülón en el despacho privado del médico, y aunque tengo la sensación de que el doctor Vallardo no aprobará esta decisión, me siento mucho más feliz apoyando mis nalgas en este mullido sillón de cuero en vez de en esos duros bancos de plástico que hay en la sala de espera. Al menos puedo aprovechar el tiempo para echar un vistazo a la multitud de diplomas y certificados que cubren las paredes de madera. Es lamentable que toda esa exhibición haga que me sienta intelectualmente inferior.
Trabajos universitarios en Corneil. Genial. Conocí a un estegosaurio que cursó estudios en Corneli, y ahora trabaja en el ramo de los coches para poder vivir; de acuerdo, se dedica a diseñarlos, pero aun así… Licenciatura en Medicina, especializado en Obstetricia por la Johns Hopkíns. Sobrevalora-do. ¡Oh!, y un doctorado en Genética por la LTniversidad de Columbia. El problema con este tío es que lleva demasiadas letras detrás de su nombre: Emil Vallardo, M. D., Ph. D., OB-GYN. No suena ni la mitad de bonito que Vincent Rubio, IP. El mío suena infinitamente mejor y, sin duda, sería mucho más atractivo en un programa de televisión.
– Raramente tengo la ocasión de recibir visitas -se oye una voz a mis espaldas teñida de un ligero acento, aunque no puedo precisarlo con exactitud. Es una mezcla europea-. La vida científica es muy solitaria, ¿sí?
– Lo sé todo acerca de ella -contesto.
El doctor Vallardo, una bestia grande y rolliza, con una sonrisa grande y rolliza, envuelve mi mano con la suya y la agita como si fuese un brazo hidráulico. Su mano izquierda no es tan fuerte; tiembla sin cesar, víctima tal vez de parálisis.
– Encantado de conocerle -dice, ¿y quizá hay algo de holandés en el acento? Su olor, una mescolanza de licor de anís, pesticidas y cremas limpiadoras, no me da ninguna pista en cuanto a su origen-. ¿Quiere un café? ¿Un refresco? ¿Agua mineral? ¿Sí, sí?
Rechazo amablemente el ofrecimiento, aunque tengo la garganta algo reseca.
– Soy investigador privado en Los Ángeles -le digo, y él asiente rápidamente; sus hombros se convierten en pequeñas colinas-. Sólo quiero hacerle unas preguntas; no le robaré mucho tiempo.
– Sí, sí. Bárbara me lo ha dicho. Me siento muy feliz de tener la ocasión de ayudarle en… asuntos oficiales, como siempre. -La sonrisa se hace aún más amplia, y que el Señor se apiade de mí, porque creo que es auténtica-. ¿Por dónde quiere que empecemos?
– Su trabajo aquí es… fascinante. Tal vez deberíamos comenzar por sus experimentos.
– Mis experimentos.
Su tono significa: «¿Cuál de los millones de experimentos?»
– Sí, sus experimentos -y acentúo bien la última palabra.
– ¡Ah, sí! Mis experimentos. Sí, sí.
Me encanta hablar de generalidades. Para el cerebro es un ejercicio mucho menor que una conversación simple y directa. El doctor Vallardo frunce la nariz -tal vez captando una ligera vaharada de mi aroma a cigarro cubano- y se acomoda en el sillón que hay detrás del escritorio.
– No es necesario que ocultemos nuestras expresiones. Aquí puede hablar con absoluta libertad, señor…
– Rubio. Vincent Rubio.
– Como le estaba diciendo, señor Rubio, podemos hablar abiertamente en este despacho. Está insonorizado, por diversas razones. Sí, sí. Y aunque estuviésemos en el pasillo, también podríamos hablar libremente. Todo mi personal de apoyo es… de nuestra especie, y aunque ocasionalmente trato a pacientes humanos, la mayoría de mis pacientes también son dinosaurios.
– La recepcionista…
– Bárbara.
– ¿Una Ornithomimus?
Aplaude y sus mejillas se agitan de placer.
– ¡Sí! ¡Sí! ¡Muy bien! ¿Cómo lo supo?
– En parte olor, en parte corazonada. Me pasa todo el tiempo.
– ¡Aja! Muy agradable, muy agradable. Permítame adivinar… -Me mira de arriba abajo con los ojos brillantes. Si dice que soy un Compsognathus, al diablo con el caso, tendré que matarlo-. No es un saurópodo, eso es evidente. ¿Tal vez un… quilantosaurio?
Me está adulando al mismo tiempo que reconoce que no soy la criatura más impresionante que ha visto en su vida. Los quílantosaurios fueron los más grandes entre los grandes, enormes montañas conscientes con una materia cerebral decididamente pequeña. Fue una de las pocas especies de dinosaurios que consiguieron sobrevivir al Diluvio Universal, pero desapareció antes de la Era del Hombre; el último quilantosaurio se extinguió hace casi dos millones de años. Su nombre era Walter; al menos Walter es la pronunciación más próxima en inglés para representar la serie de rugidos y chillidos por la que seguramente era conocido en aquellos lejanos días. Los restos de Walter, conservados durante todos estos millones de años por sesudos dinosaurios archiveros, pueden verse expuestos en la antesala del cuartel general del Consejo Mundial, en Groenlandia. Yo estuve allí hace dos años, y me llevé la impresión de que Walter fue un quilantosaurio muy afortunado por haberse muerto cuando lo hizo. Lo habría pasado fatal de tenerse que disfrazar en la era moderna, por no hablar de encontrar algo que pudiese reducir esas caderas.
El doctor Vallardo corrige su intento y supone correctamente que soy un velocirraptor. Luego vuelve al punto que nos interesa.
– De modo que quiere conocer mis experimentos. No será miembro del Consejo, ¿verdad?
– Lo fui.
– ¿Si?
Ahora hay desconfianza y un soplo de desagrado.
– Subrayo el tiempo pasado del verbo -digo-. Esto no tiene nada que ver, se lo aseguro. Nada de lo que podamos hablar llegará hasta ellos.
– Lo entiendo -dice el doctor Vallardo, y por primera vez advierto una grieta en esa fachada jovial. Luego recompone la figura y vuelve a ser todo sonrisas y alegría-. No hay problema. Estoy encantado de tener la ocasión de hacerle un favor. Sí, sí.
Me levanto y me coloco detrás de mi sillón. Es hora de echar un vistazo al laboratorio.
– ¿Podemos?
El doctor Vallardo no esperaba esto tan pronto en nuestra entrevista. Confundido, se pone de pie. El Triceratops, como norma general, no es una de las criaturas más rápidas de nuestra especie, pero el doctor Valiardo se mueve de un modo aún más letárgico de lo que su grupo podría sugerir.
– ¿Hay algún problema? -pregunto.
– Ningún problema -dice Vallardo mientras su cuerpo se mueve alternativamente hacia la puerta y hacia el aparato que comunica con su secretaria-. No estoy preparado para abandonar la oficina, eso es todo.
– ¿Preparado?
– Tengo… hombres. Dinosaurios. Ellos me siguen.
¡Oh.no!
– ¿Me está diciendo que alguien lo está siguiendo?
Lo último que necesito en este momento es otro caso con un esquizofrénico paranoide como testigo… No pregunten, no pregunten.
Vallardo sonríe y sacude la cabeza.
– Yo quiero que ellos me sigan, señor Rubio. En ausencia de un término mejor, ellos son mis guardaespaldas.
¿Desde cuándo necesita un médico guardaespaldas?
– ¿Desde cuándo necesita un médico guardaespaldas?
– Desde que el Consejo filtró el primer informe de mi trabajo genético -dice con algo más que una insinuación de condena serpenteando entre cada palabra-. A algunos miembros de la población de dinosaurios no les gustaron nada mis resultados.
Entonces, con un gesto rápido, casi como si ni siquiera tuviese intención de hacerlo, el doctor Vallardo aparta el cuello de su camisa y deja al descubierto una larga y ancha herida, aún en proceso de cicatrización, una evidente marca de una garra para aquellos que saben cómo detectar este tipo de cosas.
– Éste es el ataque más reciente -dice-. Una hembra velocirraptor gritó que yo era un pecador y me lanzó su golpe mortal. «Un pecador», me llamó. En estos tiempos. Sí…
Hacer pública cualquier información reunida por el Consejo antes de que se haya tomado una decisión oficial, y antes de que el sujeto de la información pueda ser notificado, es un terminante no-no, y aunque había oído decir que alguien del Consejo Metropolitano de Nueva York (MYMC) era culpable de haberse ido de la lengua, no tenía ni idea de que se llegase a estos extremos. Una vez más le aseguro a! genetista que no hay forma alguna de que el Consejo pueda enterarse de la información que él tenga a bien proporcionarme hoy. No le digo que ello se debe a que preferiría pasar el resto de mi vida como un paria antes que volver a unirme a ese grupo de hipócritas.
Un momento después de que Vallardo llame a la recepcionista, aparecen dos brontosaurios con semblante humano y me son presentados como Frank y Peter. Sus atuendos les señalan como mellizos y hasta donde puedo asegurarlo por su comparable enormidad también podrían haber pertenecido a la misma carnada. El proceso evolutivo que nos encogió al resto de los dinosaurios hasta alturas relativamente manejables -para algunos de nosotros, demasiado manejables- no tuvo un efecto similar sobre los brontosaurios, de manera que resulta evidente que son los mayores dinosaurios que habitan la tierra. No es extraño, por tanto, que tantos de ellos jueguen en la Liga Nacional de Fútbol Americano.
Una vez que el cuarteto está preparado, nos dirigimos al laboratorio.
El área asignada al doctor Vallardo dentro del Centro Médico Cook es engañosa en cuanto a su tamaño; se trata de una delicada ilusión óptica. A primera vista no es más que una suite común, compuesta principalmente por la sala de espera, unos cuantos consultorios y su despacho. Pero a través de una puerta corredera situada detrás del escritorio de Bárbara, a lo largo de un corredor claustrofóbico y más allá de una serie de puertas metálicas provistas de cerraduras codificadas, se encuentra un impresionante centro de investigación, que convierte en obsoleta cualquier cosa que se pueda haber visto alguna vez en Star Trek.
Me siento obviamente admirado, y el doctor Vallardo no parece sorprendido.
– Sí, sí; veo que le gusta -dice.
El doctor Vallardo me coge del brazo. Su excitación alimenta la mía en una sinergia de anticipación, y me conduce hacia el núcleo de toda aquella operación. Frank y Peter, impasibles, nos siguen a menos de un metro.
Aparte de los zumbidos, y los pitidos, y los silbidos, y aparte de las cubetas, y los tubos de ensayo, y los frascos, lo que más me desconcierta son los científicos. Hay docenas de ellos, más de un centenar, alineados en filas, doblados por la cintura como pajitas de plástico. Tienen los ojos pegados a los microscopios, a las cajas de Petri, a las muestras de semen. Es evidente que se trata de un ambiente de trabajo intensivo; como el de Manny, sólo que de tecnología superior y con mejor aire acondicionado.
– Éste es mi laboratorio -dice el doctor Vallardo efusivamente, disfrutando de la oportunidad de exhibir su lugar de trabajo. Yo por lo menos me siento dispuesto a dejar que me impresione cualquier oficina que sea dieciséis mil veces más grande que la mía. ¿De dónde saca este tío la pasta para financiar semejante operación?
– Es impresionante -digo.
El doctor Vallardo me conduce a través de una fila de científicos con batas blancas que se mueven como ratas de laboratorio entre sus artefactos, haciendo pruebas, tomándose apenas un segundo para saludar a su jefe y luego de vuelta ai trabajo, mientras restalla el látigo autoimpuesto. Nos aproximamos a un joven que lleva gafas y un peinado tipo culo de pato en su disfraz, que es un intento humorístico de rememorar los días de James Dean y Marión Brando. Debe de tratarse de un modelo Nanjutsu, similar al de Jayne Mansfield que sacaron hace unos años. En esta época se lleva el estilo retro en los disfraces; he estado considerando seriamente la posibilidad de añadir al mío un poco de vello en el pecho -Accesorio 513, Estilo Connery n.° 2- y una cadena de oro. Podría complementar mi bigote, del cual debería añadir que no ha merecido ningún comentario negativo en todo el día.
Me presentan a un montón de gente y me lleva dos minutos convencer al doctor Gordon -el joven científico- de que no tengo intención de filtrar información al Consejo. Obviamente, todos han estado sometidos a una fuerte presión últimamente.
– li doctor Gordon está trabajando en la transferencia de proteína para el segundo receptor -explica el doctor Vallardo, y toda esa jerga científica me estruja la cabeza como si fuese un viejo paño para secar los platos-. Ha descubierto una forma de utilizar la citosina de un ramal, y…
– ¡Eh, doctor, espere un momento!
Me duele la cabeza, y sólo llevo aquí abajo un par de minutos.
– ¿Voy demasiado de prisa? -pregunta el médico.
– Ya lo creo. -El simple hecho de que vaya es demasiado para mí-. ¿Puede explicármelo en un idioma que yo pueda entender?
– ¿Acaso no ha leído antes mi trabajo? -pregunta.
– Lamento decirle que no. Sólo tengo algunas nociones básicas, y eso es todo.
El doctor Vallardo reflexiona un momento sobre lo que acabo de decir y sus frondosas cejas trabajan como si fuesen larvas sobre su ceño fruncido.
– Venga, venga -dice, y todo parece indicar que ha tomado una decisión. Dejamos al joven científico, que se muestra más que feliz de tener la ocasión de regresar a su trabajo.
Vallardo me conduce a través del laboratorio y bajamos un tramo de escalera.
– Antes solía…, cómo podría decirlo…, convencer a la gente. -Abre otra puerta corredera accionando un código-. Todos estos años de enseñanza y aislamiento entre otros científicos supongo que producen esta situación. Sí, sí.
– No se trata de eso -digo, aunque parcialmente lo es-. Estaba buscando, sobre todo, una perspectiva general de su trabajo. Trazos gruesos.
– Sí, sí. Entonces esto tal vez resulte más apropiado.
Nos encontramos en un corredor cubierto de pared a pared y del techo al suelo por filas de tubos fluorescentes, que despiden una pálida luz roja. El doctor Vallardo se coloca en medio del corredor, levanta los brazos y gira como si fuese una bailarína de ballet. Frank y Peter se unen a é¡ y la visión de estos dos gigantes interpretando Cascanueces está a punto de provocarme un ataque de histeria.
– Rayos ultravioleta de baja intensidad -explica el doctor Vallardo, instándome a que siga al líder-. Eliminan las bacterias superficiales. Hemos intentado con dosis más potentes, pero todo el mundo se ponía enfermo. Sí, sí.
¡Qué tranquilizador! Levanto los brazos con cierta reticencia y sincronizo mis movimientos con los de Vallardo, Frank y Peter para seguir su danza surrealista.
Una vez que ha caído el telón salimos por el otro extremo del corredor, desinfectados y preparados para la acción.
– En un momento cerraré la puerta detrás de nosotros -dice el doctor Vallardo, y tengo la sensación de que Frank y Peter ya han pasado por esto cientos de veces-, y las luces se apagarán. No podrá ver absolutamente nada, pero no debe preocuparse, es algo normal, sí. Se abrirá otra puerta, y yo lo conduciré al otro lado. Esa puerta también se cerrará y, durante unos minutos, todo permanecerá oscuro, ¿sí? Así pues, permanezca absolutamente inmóvil y no chocará con nada. Los niveles de luz son muy bajos, y eso tiene una explicación.
Asiento.
– Estoy listo cuando usted lo esté.
Con un chasquido eléctrico, las luces se apagan. Alcanzo a oír eí sonido sibilante de otra puerta que se desliza y siento una mano fuerte que se apoya en mi hombro. Me ayudan a avanzar unos cuantos pasos y puedo sentir una brisa cuando la puerta se cierra detrás de nosotros. Esperamos.
– Tiene razón, doctor. No veo absolutamente nada.
Hemos salido del Centro Médico Cook para meternos en el Agujero Negro de Calcuta.
– Debe tener paciencia -dice el doctor Vallardo-. Podrá volver a ver muy pronto. Si, sí.
Todavía nada. Nada. Nada. ¡Oh! Tal vez… un tenue brillo anaranjado, oscilando entre el amarillo y el rosa, a la altura de la cintura, pero lejos… y hay otro, más parecido a una radiación color zumo de naranja casero…, y otro, y otro rnás… Lentamente, cientos de pequeñas cajas brillantes cobran vida. Finalmente consiguen una impresión lo suficientemente intensa sobre mis nervios ópticos como para darme cuenta de dónde me encuentro en este momento: una cámara incubadora.
– Las diferentes luces que puede ver en este lugar (los distintos colores, matices, tonos) derivan de los factores químicos y caloríferos de cada incubadora, -El doctor Vallardo me conduce por toda la sala para enseñarme sus creaciones-. Las azules, por ejemplo, son los huevos de fertilización más reciente. No los trasladaremos a las luces amarillas y anaranjadas hasta que no hayan pasado tres semanas. Después, naturalmente, una vez que hayamos comprobado que se ha producido la fertilización, los pasaremos a un ambiente más cálido, sí…
Mientras el doctor Vallardo continúa hablando, me encuentro buscando aSguna prueba del fraude, buscando los hilos en la espalda del mago volador. A pesar de todo lo que he leído acerca deldoctor Vallardo y su trabajo, mi primera reacción tiende hacia el escepticismo. Todo resultaba muy fácil de aceptar mientras participaba en una reunión del Consejo en una sala subterránea en el otro extremo del país. De acuerdo, hay un médico en Nueva York que dice que es capaz de combinar los diferentes genes de las razas de dinosaurios y producir descendientes mixtos. ¿Y qué vamos a hacer si esto llega a Los Ángeles? Pero entonces se trataba sólo de una decisión política, basada exclusivamente en cuál sería el mejor curso de acción para proteger el interés público en esa hipotética situación; pero ahora, dentro de esta cámara incubadora, siento una reacción mucho más visceral, y sus consecuencias repercuten profundamente en mis propios órganos reproductores. Cada incubadora contiene un huevo, y no hay dos iguales. Su forma y tamaño varían del béisbol a! fútbol, pasando por el baloncesto, pero no hay ninguna duda de que todos son huevos de dinosaurio. Una compleja serie de grapas y relleno de goma hace girar esporádicamente cada huevo en su lecho y lo mantiene erguido, volteándolo y colocándolo suavemente en su lugar otra vez. Un pequeño monitor, unido a la parte superior de cada incubadora, muestra lo que supongo que son sus signos vitales, aunque no puedo imaginar que un espécimen recién fertilizado pueda tener tantos signos vitales de los que hacer una lectura.
Toda la escena me recuerda una película especialmente ridícula que estuvo en pantalla hace algunos años y produjo enormes beneficios en taquilla; los humanos acudían a los cines para confirmar sus peores temores acerca de nuestra especie, y los dinosaurios llenábamos las salas para confirmar nuestros peores temores de que somos efectivamente los peores temores de los seres humanos y que seríamos barridos de la superficie de este planeta en el mismo momento en que se nos ocurriese anunciar nuestra presencia. De este modo, no debe sorprender a nadie que esa película batiese todos los récords de recaudación en ¡os países donde fue exhibida. La idea básica de la película, hasta donde puedo recordar, incluye a un científico humano que utiliza ADN fosilizado -¡ja!- para crear toda una mescolanza de dinosaurios, y nos mantiene cautivos en una isla del Pacífico sur con el propósito más que obvio de crear un parque de atracciones, sólo que nos las ingeniamos para escapar y matar a todos los seres humanos que se nos ponen por delante sin detenernos a pensar por qué o cuál será su sabor.
Basura toda la película, especialmente la forma en que nos retratan a los pobres velocirraptores. Podemos ser peligrosos, sí, pero no matamos de forma indiscriminada, y jamás se ha sabido de ninguno de nosotros que matase a un ser humano sin tener una buena razón para ello. Aunque arrastrarnos desde las profundidades de un tubo de ensayo y encerrarnos enjaulas como si fuésemos bestias salvajes podría ser una buena razón para hacerlo.
Comprendo que se trata sólo de una diversión, de fantasías de celuloide para una población humana completamente estúpida, que no podría ni en sus sueños más delirantes aceptar que ve a un dinosaurio vivo, y mucho menos creer que uno de ellos pueda hacerse cargo de una investigación criminal, procesar rollos de fotografías, servir copas en el
Dine-O-Mat o dirigir la más importante corporación de medicamentos genéricos. Pero esto no contribuye a hacer que todo este asunto resulte menos ofensivo.
Ya estoy otra vez excitándome cuando lo que quiero decir es que lo único que la película tenía de real era el increíble peso económico bajo el que uno tendría que trabajar a fin de unir el ADN y meterse con todo el código genético, y todo ello para conseguir aunque sólo fuese un único huevo de dinosaurio a través del proceso de incubación. Puesto que el tío de la película tenía contactos de negocios en las altas esferas, y teniendo en cuenta que el montaje que tiene el doctor Vallardo aquí abajo es jodidamente más increíble en cuanto a alcance y profundidad, me descubro cuestionándome una vez más de dónde diablos saca la pasta para sus investigaciones. Esta vez decido preguntárselo directamente.
– Donantes privados, sobre todo -dice-. No puedo utilizar fondos del hospital, ya que muchos de los miembros de la junta son humanos, sí, pero he sido capaz de asegurar el espacio de trabajo gracias a unos cuantos amigos en esa misma junta.
– ¿Donantes privados como…?
El doctor Vallardo agita un dedo delante de mí.
– Entonces no serían tan privados, ¿verdad?
– ¿Puedo adivinar?
– ¿Otra corazonada?
– Una suposición educada.
Se encoge de hombros y se vuelve para examinar uno de los huevos.
– No puedo impedir que haga suposiciones, ¿verdad?
No.
– ¿Era Donovan Burke uno de sus contribuyentes?
– ¿Quién?
– Donovan… Burke.
Me aseguro de pronunciar bien su nombre.
Vuelve a encogerse de hombros.
– Ese nombre no me resulta familiar. Tengo muchos contribuyentes, y la mayoría de ellos hacen pequeñas donaciones. Son demasiados como para recordarlos a todos por el nombre.
– También fue paciente suyo hace unos, dos años -digo-. Un veiocirraptor.
El doctor Vallardo hace una buena representación tratando de recordar un nombre del pasado. Los ojos miran hacia arriba y los dedos se rascan la barbilla; pero no me lo creo ni por un segundo.
– No -dice, sacudiendo la cabeza-. No recuerdo a ningún paciente con ese nombre.
– Su novia era una Coelophysis; se llamaba Jaycee Holden.
Otra vez sacude la cabeza, y otra vez no le creo.
– ¿Dice que venían por tratamiento?
– No lo dije; pero sí, venían por tratamiento.
– Sí, sí… No los recuerdo. Son tantos.
– Probablemente no eran grandes contribuyentes entonces.
– Probablemente no.
– ¿Qué puede decirme del doctor Nadel?
– ¿Kevin Nadel?
Bueno, finalmente el buen doctor admite algo.
– Sí, el forense dei condado. ¿Es uno de sus contribuyentes?
– No lo creo.
– Pero le conoce.
– Fuimos juntos a la facultad, ¿sí? Un viejo amigo. Pero trabaja para el gobierno… No gana mucho dinero.
– Por eso tal vez usted le prestó un poco de pasta. -No acostumbro a prestar dinero a mis amigos.
– Quizá no se trataba de un préstamo.
– ¿Está intentando decirme algo? -pregunta, y yo decido deslizar la cuestión antes de que Vallardo les diga a los dos brontosaurios que me metan dentro de una caja de cristal y me saquen a patadas del edificio.
– Continuemos -digo. Ha llegado el momento del gran espectáculo, que todo el mundo ocupe sus asientos-. ¿Era Raymond McBride uno de sus contribuyentes?
Afortunadamente, el doctor Vallardo ha quitado las manos del huevo tamaño bola de boliche que había estado manipulando, o ese experimento en particular podría haber acabado con la cáscara hecha añicos y la yema desparramada por el suelo. Llama a los guardaespaldas, que están muy ocupados inspeccionando los huevos más pequeños. -Frank, Peter, ¿podríais esperar fuera? Los brontosaurios gemelos obedecen y se marchan a través de las puertas con doble cerradura. El doctor Vallardo espera a que se hayan marchado, y luego se vuelve. Su rostro hace un esfuerzo para conservar el buen humor.
– ¿Ha hablado con él? -pregunta, y desde donde me encuentro puedo oír eí rechinar de sus dientes-. Antes de que muriese, quiero decir.
Esperaba una reacción de su parte, pero no una tan jugosa. Tendré que exprimirle, alcanzar la pulpa.
– He hablado con su esposa -digo, transmitiendo toda la insinuación de que soy capaz-. Tuvimos una larga conversación. Me contó muchas cosas. Pero no cae en la trampa.
– El señor McBride, ¡que el Señor se apiade de su alma!, era un contribuyente, sí. Un contribuyente bastante público, de hecho. Él apoyaba generosamente mi trabajo. Sí, sí.
– Generosamente… ¿Estamos hablando entonces de miles? ¿Cientos de miles? ¿Millones?
– Me temo que no puedo darle esa información. -¿Aunque se]o pregunte amablemente? -Aunque me lo niegue.
Las cartas sobre la mesa. Nada de titubeos. Voluntades en pugna. Así es como me gusta librar mis batallas. Las miradas compiten, y el primero que parpadea pierde.
Maldita sea. No es justo; padezco de sequedad ocular congénita. Muy bien, al menos he confirmado que McBride era un contribuyente, aunque ignore las cantidades exactas.
– ¿Por qué Raymond McBride habría de financiar los esfuerzos de un científico cuyo trabajo no le reportaría ningún beneficio? -pregunto-. Él y la señora McBride son carnosaurios. No tenían necesidad de seguir su tratamiento.
– ¿Cómo puedo juzgar los pensamientos de un hombre muerto? -dice-. Tal vez quería ayudar a toda la sociedad de los dinosaurios. Sí, sí.
– ¿Cree usted que Raymond McBride fue asesinado por alguien que no aprobaba que aportara fondos a sus proyectos de investigación?
– No tengo la más remota idea de por qué fue asesinado el señor McBride. Si la tuviera, habría ido a la policía, sí.
– ¿Pero es posible -digo (demasiadas noches recientes de programas de televisión hasta altas horas de la madrugada debido a la falta de trabajo durante el día me obligan a decir este disparate propio de «Juicio público») que el señor McBride fuese asesinado debido a su relación con el trabajo que usted realiza?
Efectúa un profundo suspiro y descubro que últimamente es una de las reacciones más frecuentes entre mis testigos.
– Cualquier cosa es posible, señor Rubio. Cualquier cosa -dice el doctor Vallardo.
En todo este tiempo la sonrisa del doctor Vallardo se ha mantenido en su lugar. Es una sonrisa de fantasía que comienza a afectarme, y no me sorprendería descubrir que se trata de un nuevo accesorio de disfraz de la Corporación Nanjutsu: Accesorio 418, Alegría Permanente. En alguna parte del cerebro de este médico hay un muro, fuerte y grueso, y no resultará fácil derribarlo. Pero tal vez, sólo tal vez, pueda rodearlo.
Camino por la habitación, obligando a mis pasos a describir un rumbo despreocupado, y examino casualmente las incubadoras durante mi trayecto. «Aquí no hay problemas -se supone que debe anunciar este paseo-; todo está bien.» Cuando examino más detenidamente la habitación encuentro una sección de huevos claramente más desarrollados que el resto. Son la clase sénior de la cámara incubadora del doctor Vallardo, los que conducen los coches más caros y consiguen a todas las tías; en sus cajas hay una serie de luces que los bañan con un intenso brillo rojo oscuro, casi marrón. Crayola lo llamaría Ocre Oscuro, y acertaría.
– ¿Qué es éste? -pregunto, señalando un huevo oblongo-. Es más grande que los demás.
Con una luminosa expresión de orgullo paternal, el doctor Vallardo se pone unos guantes de goma y golpea con suavidad la delicada cubierta del huevo.
– Este es Philip -dice con un tono de voz que es casi una caricia-. Philip ha recorrido un camino mucho más largo que sus compañeros.
– Pero aún no ha salido del cascarón.
__-Por supuesto que no -dice el doctor Vallardo sin dejar de masajear la cáscara de Philip-. No estamos siquiera cerca de ese estadio.
– Pero he oído…
__… Un informe incorrecto -acaba la frase por mí-.
Debe de referirse a ese rumor que dice que conseguí llevar un huevo a término, ¿sí? Hasta ahora no he sido tan afortunado. Los rumores recorren un largo camino.
De eso no hay duda. En la reunión del Consejo lo habían presentado como un hecho consumado: el doctor Emil Vallardo había conseguido crear un ser mixto, aunque se ignoraba la composición de sus partes. Habitualmente tengo pocas razones para dudar de los informes del Consejo, pero si el doctor Vallardo había conseguido crear un ser mixto, ¿por qué no habría de adjudicarse el mérito de algo que había estado tratando de conseguir durante décadas?
– ¿Cuánto tiempo falta aún para que Philip rompa el cascarón? -pregunto.
– Si consigue salir del cascarón -dice Vallardo-, la lucha no comenzará hasta dentro de tres semanas aproximadamente. Ya casi está formado por completo, pero ahora necesita su fuerza, sí. -Luego, encendiendo una luz auxiliar, una bombilla normal de veinticinco vatios instalada en uno de los laterales de la incubadora, me pregunta-. ¿Le gustaría verlo? Todo sea en nombre de la ciencia. -Por favor.
El doctor Vallardo manipula el huevo con suma delicadeza y lo acerca a la bombilla -esa mano izquierda aún es presa de un notable temblor-; lo trata como un niño al que le han dado permiso para que coja la muñeca de porcelana favorita de su madre. La cáscara es más fina de lo que había imaginado, y cuando queda colocada delante de la luz aparece una silueta oscura que flota confortablemente en el centro del huevo; está rodeada por un plasma parecido a un batido de leche.
– Si mira atentamente esta zona •-señala el área más grande y redondeada del huevo-, podrá apreciar el borde ondulado alrededor de la cabeza de Philip, sí.
– Parece la cabeza de un Triceratops.
– Sí, sí. Philip es el producto de un padre Triceratops y una madre Diplodocus.
Padre Triceratops… ¿Podría ser éste su hijo? ¿Un médico que se ayuda a sí mismo a concebir?
– ¿Está usted casado, doctor Valiardo? -pregunto.
– Sé lo que está pensando, señor Rubio, y no, el huevo no es mío. Pero es de mi hermano. Philip será mi sobrino, sí, sí.
Cualquiera que sea su raza, no hay duda de que Philip será un niño muy grande; si es que alguna vez consigue salir de ese cascarón. Un Triceratops es de por sí lo bastante grande como para no tener necesidad de que los genes de un Diplodocus aumenten las cosas. Tal vez no funciona de ese modo. No tengo la menor idea y, para ser sincero, no quiero verme envuelto tampoco en una disertación de dos días acerca de este asunto.
Pero puedo ver esas líneas de Diplodocus en el joven (muy joven) Philip -las suaves curvas de la espalda, la cabeza redondeada- fusionándose con las láminas óseas características de un Triceratops, que ya han comenzado a formarse en el pellejo de Philip. La cola es demasiado corta para un Diplodocus y demasiado larga para un Triceratops; está enroscada debajo del cuerpo fetal, preparada para desplegarse en algún momento dentro de las próximas tres semanas. Las patas, largas y robustas, también son una mezcla perfecta de ambas criaturas, y me pregunto qué clase de existencia tendrá Philip si efectivamente consigue llegar con vida a este mundo: ¿será anunciado como un milagro, o como un monstruo?
Lo que me recuerda…
– Doctor Valiardo -digo, acercándole hacia mí y procurando que el tono de mi voz resulte lo más coloquial posible-, ¿es usted el único que se dedica a esta clase de investigación?
Ahora se muestra realmente confundido; no está fingiendo.
– Que yo sepa sí. Yo diría que soy el único que se dedica a esta clase de experimentos.
– ¿Hay algún rumor, algún informe, acerca de científicos renegados que estén trabajando fuera de los límites de la ciencia aceptada?
Sé que lo que estoy diciendo suena descabellado, pero, no obstante, hay un objetivo en el futuro próximo.
El doctor Valiardo sacude la cabeza con vehemencia, y granadas de saliva se esparcen por todo el laboratorio.
– Puedo asegurarle que yo estaría enterado si alguien estuviese realizando esa clase de investigaciones.
– ¿Qué me dice de las mutaciones fortuitas? ¿Podrían producir…, bueno, algo parecido a Philip?
Una risita.
– Imposible. Las mutaciones son las que han impulsado la evolución, señor Rubio, pero no pueden engañar a la naturaleza.
– Ése es su trabajo, ¿verdad? -El doctor Vallardo no dice nada y ha llegado el momento de salir de pesca-. Y si yo le dijese -comienzo, avanzando hacia la zona de hielo fino, preparado para probar las aguas- que algunos amigos del Consejo de Nueva York me hablaron de ciertos informes de criaturas… mixtas… que vagan por las calles neoyorquinas. Avistamientos.,.
– ¿Qué clase de avistamientos? -pregunta, y la rapidez de su reacción traiciona su aparente falta de interés.
– Ha habido diferentes informes -miento-. Una mujer dijo que había visto a un alosaurio con el morro de un hadrosaurio.
El médico no contesta. Continúo.
– A otro miembro del Consejo le hablaron, escuche bien esto, de un brontosaurío adulto con púas de anquilosaurio. Absurdo, ¿verdad?
– Sí, sí, mucho.
– Y el último… En realidad no debería hacerle perder su valioso tiempo con estas…
– No, no -dice el doctor Valiardo, y estoy maravillado de haber conseguido que diga algo más que sí, sí-. Continúe.
– De hecho, es un tanto confuso. Hablé personalmente con el pobre diablo y permítame que le diga algo, doctor: jamás en mi vida había visto a un velocirraptor tan pálido. Estaba literalmente muerto de miedo. Aparentemente había estado metido en una pelea; había sido atacado nada menos que por un dinosaurio…, y permítame señalar que éstas fueron sus palabras, no las mías, un dinosaurio salido de!as profundidades del infierno.
– ¡Oh, Dios mío! -dice el doctor Vallardo. -Ya lo creo. Es posible que el tío estuviese más loco que una cabra,-pero déjeme que le cuente toda la historia. Me dijo que esa cosa tenía la cola de un estegosaurio, con púas enormes y todo eso; las garras de un velocirraptor (me quitaría los guantes para hacerle una demostración visual, pero seguro que se hace una idea); los dientes de un tiranosaurio, muchos y muy grandes, y el tamaño de un Diplodocus. Y eso sería algo muy grande, por supuesto. ¿Ha oído alguna vez una cosa tan demencia]? Mi conclusión es que el tío había estado pasando un buen rato en algunos de los bares de la zona donde se consume una amplia variedad de hierbas.
Me echo a reír, pero el doctor Vallardo no. -¿Dónde ocurrió eso? -pregunta. -¿El ataque? -El ataque, la criatura. -¿Supone alguna diferencia?
– No…, no…, naturalmente que no -tartamudea, y puedo sentir que he comenzado a rodear ese muro mental-. Sólo es curiosidad.
– Me dijo que había un callejón; las paredes estaban cubiertas de grafitos. Supuse que se trataba de una de las zonas más pobres de la ciudad.
– ¿El Bronx? -dice el doctor Vallardo; una mezcla de esperanza y negación forma arrugas alrededor de sus ojos. ¡Aja! Tal vez ahora tenga un barrio donde comenzar a buscar esa clínica.
– El Bronx -digo-, Brooklyn, Queens; no creo siquiera que el tío supiera dónde diablos estaba. Usted ha visto cómo son esos callejones oscuros…
– Sí, sí. Probablemente tenga razón. Ese hombre debía de estar bebido.
– Como una regadera; eso es lo que creo. Aunque su relato sonaba bastante convincente mientras describía a esa horrible cosa, la Criatura de la Laguna Negra. -Incluiré aquí una nota interesante: cuanto más me burlo de esa cosa que apareció en aquel oscuro callejón, más enfadado parece el doctor Vallardo. Existe una evidente relación causal entre mis pullas y su presión arteria!. Intento un nuevo chiste-. Le apuesto a que si alguna vez encontramos esa cosa podremos sacar una buena pasta por ella del circo ambulante de donde se haya escapado.
Tal vez se me ha ido un poco la mano. La falsa piel del doctor Vallardo se está volviendo azul, lo que significa que el genetista está prácticamente rojo debajo de su disfraz. Ha sido una buena jugada, pero lo mejor será que lo tranquilice antes de que sufra un colapso que lo envíe fuera de este mundo y de mi caso.
– ¡Eh, qué diablos! Si usted dice que es imposible, pues es imposible. Si usted dice que no existen dinosaurios mutantes vagando por las calles de Nueva York, entonces no hay dinosaurios mutantes vagando por las calles de Nueva York. Usted es el científico, ¿verdad? ES hombre que tiene un plan genético.
El doctor Vallardo parpadea varias veces y consigue tranquilizarse lentamente. El matiz azulado desaparece de su disfraz, que finalmente recupera un tono beige médicamente aceptable.
– ¡Hummm! Sí, sí.
El esfuerzo le ha dejado agotado.
Ahora recuerdo por qué me solía encantar este trabajo.
El doctor Vallardo sugiere que abandonemos la cámara incubadora -«los huevos necesitan descansar, sí…»-, y yo me siento más que dispuesto a seguirlo escaleras arriba. Mi expedición de pesca ha sido todo un éxito; en mi bote tengo algunas carpas más de las que tenía al comenzar la excursión, y aunque ignoro cómo encaja el doctor Vallardo en la fuente del pescador, al menos ahora estoy seguro de que es una de las guarniciones más importantes.
Mientras me preparo para marcharme, hago algunas preguntas más acerca del trabajo del doctor Vallardo, puntos científicos que él puede aclarar con un montón de datos técnicos que lo dejarán satisfecho y de buen humor una vez que haya abandonado el centro. Tal vez deba regresar al laboratorio del genetista en un futuro próximo y, si deseo que me faciliten el acceso nuevamente, no puedo dejarle haciendo una llamada al cuartel general del Consejo para quejarse por mi visita tan pronto como me haya marchado de aquí.
– Ha sido realmente un gran honor -le hago la pelota-, un gran honor.
– Por favor, no ha sido nada, sí.
– No, de verdad, una gran experiencia. Ahora comprendo muchas más cosas.
Doy unos golpecitos en mi cuaderno de notas y lo agito ostensiblemente en el aire. El doctor Vallardo no sabe que sólo contiene unas pocas notas sobre el incendio en el club Evolución, las palabras Judith, J. C. y Mamá, y un par de bocetos eróticos, parcialmente borrados, que hice de una de las azafatas durante e¡ vuelo a Nueva York.
Nos despedimos y me alejo. Pero apenas he recorrido unos cuantos pasos cuando oigo que llega corriendo hasta mí -con sonidos tan desagradables como debe de serlo la visión de su breve carrera-, y siento una mano áspera que se apoya en mi hombro.
– ¿Qué le sucedió a su amigo? -pregunta y, por un momento, no tengo ni idea de qué me está hablando.
– ¿El que sufrió el ataque? -digo.
– Sí, ¿qué le pasó?
– Que yo sepa, está visitando a un psiquiatra.
– ¡Ah! Sí, sí…
Ambos permanecemos en silencio en el corredor. Es evidente que está pensando algo, pero me niego a hablar hasta que lo haga él. Entonces, después de aclararse la garganta, llega la pregunta que el doctor Vallardo realmente quería hacerme.
– ¿Y la… criatura? ¿La mezcla de dinosaurio?
– ¿Sí…?
Sé perfectamente lo que quiere saber.
– ¿Qué…, qué le sucedió?
Podría mentir y decirle que se esfumó en la noche, sangrando pero sin que su vida corriese peligro, o afirmar que no lo sé, pero siento tanta curiosidad por ver finalmente una emoción auténtica en el rostro del doctor Vallardo que me es inevitable decirle la verdad.
– Esa pregunta debería hacérsela a los equipos de limpieza -digo-. Ellos son los que habitualmente se ocupan de los esqueletos.
Lo prometo, fue un momento Kodak.