13

He tenido suerte de que Sarah haya decidido vomitar dentro del taxi en lugar de hacerlo en la habitación del hotel, ya que ha sido el taxista y no yo quien se ha visto obligado a limpiar toda esa porquería. También ha sido una suerte que la regurgitación de Sarah -una abundante mezcla de berenjenas, tahini y grandes cantidades de vino blanco- haya servido para que a mi pequeña modelo humana se le pasase un poco la borrachera. Ahora ha cambiado su estado de caída-hacia-la-desintegración por otro de estupor vacilante.

Tolal que Sarah es capaz de mantenerse en pie mientras la conduzco a través del vestíbulo del Plaza y en dirección a los ascensores. Un pequeño descanso en la habitación, eso es todo, y luego de regreso a su apartamento. Está aturdida y su paso es tambaleante, pero camina, y eso es más de lo que se podía esperar. Aguardamos mientras los dos ascensores supuestamente supersónicos se precipitan hacia la planta baja desde los pisos más altos. Debajo de nuestros pies se extiende una alfombra oriental, una valiosa pieza con un complejo diseño, que, si resultase dañada o destruida, dejaría en números rojos mi cuenta de ahorros y algo más, de modo que imploro en silencio a los dioses de la náusea para que excluyan a Sarah de cualquier otro percance. Si quieren una ofrenda, la próxima vez que entre en una tienda de licores haré pedazos con gusto una botella de Maalox.

Una pareja mayor entra en el ascensor cogida del brazo. ¡Qué encantador! Me resulta familiar de alguna manera, si bien no puedo ubicarlos. Los he visto antes. ¡Hummm! Las miradas penetrantes que me lanzan hacen que recuerde: se trata de la pareja de dinosaurios que esperaban en la cola de la barra en Manimal: El Musical, los que prácticamente habían sufrido sendas hemorragias nasales al ascender a las altas cumbres morales.

Sarah se desliza entre mis brazos, y yo hago lo mejor que puedo para sujetarla por la cintura; pero se desploma contra mi cuerpo como si fuese una muñeca de trapo. Mientras lucho por mantenerla erguida, sonrío a la pareja tratando de mostrar mi buen humor en esa delicada situación. ¡Ja, ja! Esta risita trata de transmitir un mensaje que dice: «Qué absurdo malentendido. Un día les contaré todo esto a mis hijos velocirraptores de pura sangre.» No hay respuesta por parte de la pareja. El silencio resulta realmente doloroso, de modo que decido romperlo. -¿Les gustó la obra?

Resulta francamente difícil discernir sus reacciones con esas narices respingonas.

Por alguna razón, Sarah decide precisamente en ese momento hablar con oraciones completas y coherentes.

– ¿Lo has pasado bien esta noche? -farfulla cada palabra, subiendo y chocando en golpes sincopados-. Porque yo lo he pasado de maravilla.

– Sí, sí, muy bien. ¡Ja, ja! Sí, sí.

Sarah coge mi nariz entre sus dedos pulgar e índice, y la retuerce más fuerte de lo que estoy seguro que es su intención. Ese gesto travieso hace que se me llenen los ojos de lágrimas. -Quiero decir, lo he pasado genial -dice. -Genial -repito yo, frotándome la nariz. Me vuelvo nuevamente hacia la pareja para explicarles, para encogerme de hombros, para indicarles de alguna manera que esta escena, a pesar de lo lasciva que pueda parecer, no es lo que ellos piensan, pero los dinosaurios de la tercera edad han desaparecido.

Sarah vuelve a cogerme la nariz, y yo aparto sus dedos con suavidad.

– Necesitas dormir un poco -le digo.

– A quien necesito -susurra Sarah, pegando su frente a la mía-es a ti.

Finjo no haber oído lo que acaba de decir,

– Tú, tú, tú -repite Sarah, y esta vez resulta difícil acallar su voz-. Te necesito a ti.

Mi mejor respuesta es no responder, de modo que mantengo la lengua pegada al paladar mientras esperamos a que llegue el ascensor, que obviamente ha entrado en alguna clase de curvatura espacio-tiempo.

El ascensor llega por fin, y las puertas de metal bronceado se deslizan en silencio. Retrocedo para permitir que los pasajeros -una pareja joven, muy enamorada, los dos abrazados- salgan al vestíbulo. Pero cuando me muevo hacia la izquierda, ellos se mueven hacia la izquierda. Me muevo a la derecha, y ellos hacen lo propio.

Es un espejo. Decido no pensar en ello. Entramos.

La aceleración del ascensor está a punto de lanzarnos a Sarah y a mí al suelo-¡oh, por supuesto!, ahora es rápido-, y nuevamente volvemos a abrazarnos mientras nos dirigimos hacia el último piso.

– Veloz -dice Sarah con una risita, hundiéndose en mi hombro en busca de un punto de apoyo.

La suite presidencial se encuentra al final de un largo corredor, apartada de las suites más prosaicas que hay en las inmediaciones. Es un trayecto bastante largo en estado sobrio y no puedo siquiera comenzar a imaginar lo que será tratar de arrastrar a Sarah hasta allí. Como sí fuese un marinero cansado que sabe que le queda una última etapa de su viaje antes de regresar a su familia, a sus amigos y a una comida casera, paso un brazo de Sarah alrededor de mí cuello y despliego mis velas al viento.

Ambos nos las arreglamos para desandar el camino con sólo algunos contratiempos, mientras Sarah recupera y pierde el conocimiento como si fuese un televisor averiado. Abro la puerta de la habitación.

Maldigo la suite por ser tan grande. Llevo a Sarah hasta el dormitorio; empleo para ello saltos breves y rápidos a fin de atravesar el vestíbulo de mármol. En este punto, mi cola me vendría de perlas y considero la posibilidad de desplegarla para el pequeño recorrido. Pero exigiría que me quitase los pantalones y lo último que necesito ahora es que un botones entre en la habitación y vea a Sarah desmayada encima de la cama y la mitad inferior de mi cuerpo al natural. Lo conseguiré de todos modos recurriendo a mis piernas.

Sarah vuelve a la vida mientras la tiendo sobre la cama y trato de acomodar su cuerpo en lo que debería ser una postura natural.

¿Dóoooonndeeeestooooy?

Tomo esta prolongada expresión como un intento interrogativo de determinar dónde se encuentra.

– En mi cama -digo, y Sarah sonríe encantada. Sus manos ascienden por mi cuerpo como arañas gigantes, y los dedos se aferran a mi camisa y tiran del cuello. Trata de atmerme hacia abajo, hacia esas sábanas, sobre esas almohadas.

– Sarah, no. -Mi tono es tan firme como la mermelada. Ella tira con más fuerza-. No. -Un poco mejor, pero no lo suficiente como para impedir que frunza los labios de ese modo, formando con ellos dos suaves montículos.

Sería tan sencillo, tan delicioso, decir: «¡Qué demonios!, sólo es sexo. A quién le importan las especies y la naturaleza, y lo que está bien o mal»; no sólo rendirse a la tentación, sino arrojarme de cabeza hacia ella. Pero mientras que la moral parece haberse tomado una licencia, la porción de superyó que pueda haberme quedado ha ocupado su lugar. Así, si bien mi corazón y mi entrepierna siguen arrastrándome hacia el calor de esos brazos, esos labios, ese maravilloso colchón, mi cabeza decide olvidarse de todo, y retrocedo con las manos alzadas.

– No puedo -le digo-. Quiero hacerlo, pero… no puedo.

– ¿Estás… casado? -pregunta.

– No…, no es eso…

– ¿Tienes…, tienes novia?

– No, no tengo novia. Escucha… -Suena el teléfono. Lo ignoro-. Escucha -repito, y el teléfono vuelve a sonar. La luz del indicador de mensajes está encendida y lo ha estado desde que entramos en la habitación. Otro timbrazo-. Espera un segundo -digo, y levanto el auricular.

– ¡Mierda, estás en casa! Rubio, ¿dónde cono te habías metido?

Es Glenda.

– Glen, ¿puedes dejarlo para más tarde? Estoy… ocupado.

– Me pides ayuda y después estás demasiado jodidamente ocupado para oír las respuestas, ¿verdad? Puedo captar una indirecta…

– ¡Espera! Espera… ¿Has descubierto algo?

– No con esa actitud, no.

Ahora está haciendo pucheros.

Sarah se contonea en la cama, me coge de los brazos para acercarme hacia ella.

– Cuelga el teléfono -dice con voz seductora-. Ya llamarás más tarde.

Genial; dos mujeres para apaciguar. Levanto un dedo hacia Sarah-«un segundo, por favor, sólo un segundo»-y me alejo hacia un rincón más oscuro de la habitación.

Glen, lo siento, es que… están-pasando muchas cosas. Pero lo que sea que hayas descubierto, me encantará oírlo.

– Por teléfono seguro que no. Tenemos que vernos, Vincent.

– El último tío que dijo eso acabó muerto.

– ¿Qué?

– Te lo explicaré más tarde. ¿Tenemos que vernos ahora? ¿No puedes adelantarme algo?

Glenda se lo piensa unos segundos, pero su respuesta es firme.

– Prefiero no hacerlo. ¿Puedes ir al Worm Hole?

– ¿Ahora?

– Ahora. Estoy segura de que querrás ver esto.

– Sí, sí, por supuesto. Dame veinte minutos. Y Glen… mantente alerta.

– Siempre.

Me vuelvo hacia Sarah mientras trato de formular alguna excusa en mi mente, una razón para abandonarla en un momento tan crucial de nuestra… relación, supongo. Pero mientras me vuelvo ya puedo oír la respiración acompasada, el ligero ronquido, y sé que puedo dejar las excusas para otro momento. Sarah Archer duerme torrencialmente y una de sus manos sigue aferrada a mi pierna derecha.

– Lo siento -musito-. Lo siento mucho.

Su piel brilla bajo la tenue luz de la lámpara de la sala, y crea una pálida superficie marfileña; es tan pura que merece un beso de buenas noches. Cuando me inclino para besarla en la mejilla, los ojos de Sarah se abren de par en par y me mira con creciente sorpresa. Una mano se alza para acariciarme la cara, y el calor se extiende por cada zona que toca.

– Te… te pareces a alguien a quien conocí una vez __dice-. Hace mucho tiempo.

– ¿Quién era?

Pero Sarah ha vuelto a dormirse.

En esta noche de Halloween, el bar de dinosaurios en la parte trasera del Worm Hole tiene probablemente el mismo aspecto de siempre: hierbas, bullicio y tíos borrachos. Pero el local reservado a los mamíferos en la parle delantera del local bulle con una actividad que nunca había visto antes. Está lleno hasta los topes de esos apestosos monos, cada uno con un disfraz francamente patético. Me abro paso con dificultad a través de abejorros y ninjas, personajes de tiras cómicas y criadas francesas, y enfilo hacia la entrada secreta que hay detrás de los lavabos.

Glenda me está esperando en una mesa apartada, y mientras me acerco a ella, examino olfativamente el lugar, buscando olores que me resulten familiares. El local está limpio… al menos está limpio en lo que respecta a asesinos pasados. Si alguien ha enviado a nuevos dinosaurios en mi busca, es muy poco lo que puedo hacer en esta etapa del juego. Acerco una silla y pido un té helado.

– Sin menta -le digo a la camarera.

Glenda me mira con una expresión de sorpresa.

– ¿Sin menta? -pregunta-. Te encanta la menta.

Señalo la carpeta de tres argollas que lleva debajo del brazo.

– ¿Qué tienes para mí?

– Esta mierda estaba oculta, y bien oculta.

– ¿Borrada?

– Eso creo. Pero quienquiera que haya destruido el material, lo hizo de prisa, o bien no pensó en los archivos temporales. Utilicé un restaurador de archivos para recuperar la información y tuve éxito con la mayor parte.

Glenda es un fenómeno con los ordenadores; al menos lo es más que yo. El polvoriento PC de Ernie está en mi casa; en la actualidad espera a ser redamado por el banco, pero como no ha sido usado desde que Ernie murió excepto como otro lugar donde dejar mis platos sucios, el tío encargado de los embargos puede llevárselo en cualquier momento.

– Muéstrame qué es lo que tenemos.

Las primeras hojas son notas de las entrevistas de Ernie escritas a mano; algunas están impresas en tinta negra.

– Ernie las escaneó -me explica Glenda-. Eso es lo que hacemos en J &T. Tenemos ese jodido programa que convierte nuestra letra manuscrita en texto, pero aún no había aprendido la caligrafía de Ernie, así que quedó de este modo.

Se me hace un pequeño nudo en la garganta cuando miro las vueltas, los giros y los garabatos de la escritura quebrada de Ernie. Su caligrafía era realmente horrorosa y no era infrecuente que tuviese que pedirme ayuda para descifrar algunas partes ilegibles de sus notas. Es casi como si él estuviese sentado ahora a mi lado, pasándome un bloc sobre el que acabara de garabatear alguna cosa.

«Vincent… ¿aquí dice: el testigo afirma haber abrazado a la víctima, o el testigo afirma haber apuñalado a la víctima?»

– De lo que he podido descifrar de su jodida escritura, parece que Ernie hablaba con la misma gente que tú: la señora McBríde, esa mamífera cantante de clubes nocturnos, unos cuantos empleados, incluso ese forense. Puedes comprobar sus notas y ver si encuentras alguna contradicción.

– Lo haré. ¿Qué más tienes?

– La basura habitual: cuentas de gastos, planillas de nóminas, unos cuantos garabatos que no he podido descifrar, una agenda…

– Dame eso…, la agenda.

Glenda busca entre las fotocopias y me da tres hojas que parecen haber sido copiadas de un organizador personal de alguna clase. Las fechas están impresas en la parte superior de las páginas (en este caso, 9, 10 y 1 i de enero); la sección inferior está dividida en incrementos de media hora con un espacio para anotaciones. Las páginas están en blanco en su mayor parte, aunque también se han apuntado algunas citas.

EÍ 9 de enero, por ejemplo, Ernie se reunió con Judith McBride y cuatro de los máximos ejecutivos de la Compa ñía McBride. El 10 se encontró con Vallardo y Sarah, y también con otras personas cuyos nombres no me dicen absolutamente nada. Pero el 11, el día en que fue asesinado por un taxista que se dio a la fuga en algún callejón miserable, a la diez de la mañana, apenas unas pocas horas antes de que su cabeza quedara reventada contra el duro pavimento de una calle de Nueva York, Ernie tenía concertada una cita con el doctor Kevin Nade!. Y sólo tres días después de aquello, cuando volé a Nueva York presa de una furia etílica e irrumpí en el depósito de cadáveres exigiendo ver a mi socio y mejor amigo, y al forense que había practicado la autopsia y había decidido que se trataba de un simple homicidio, Nadel se había marchado de vacaciones a las Bahamas durante dos meses y estaba ilocalizable.

Una pequeña nota aparece escrita en la esquina de la cita de las diez; es demasiado pequeña y borrosa como para ser leída a simple vista.

– ¿Tienes una lupa? -le pregunto a Glenda.

– Tengo bifocales.

– Eso bastará.

Glenda me pasa las gafas y las sostengo encima de la caligrafía de Ernie. Ahora su escritura aparece más grande, pero igualmente borrosa. Si mantengo los ojos en la posición correcta y esfuerzo mis músculos oculares hasta el extremo de que estén a punto de salirse de las órbitas y botar por la habitación, puedo descifrar la nota: «Recogerfotos.»

Recoger fotos.

Miro a Glenda, y ella me muestra una fotocopia en blanco y negro de unos contactos.

– Debía de referirse a estas fotos.

Las fotografías de la escena del crimen de McBride. Las auténticas fotos de la escena del crimen de McBride. Nada de higiénicas heridas de bala y sangre salpicada en el suelo en cantidades manejables; una muerte agradable y limpia, como tantas otras causadas por armas de fuego.

No, esto es algo absolutamente diferente. La sangre llena cada cuadro y cubre las paredes, los muebies, las alfombras, como si fuese un alquitranado de acetato. Debajo de los charcos rojos puedo distinguir la forma vaga de McBride, casi destrozado hasta el punto de ser irreconocible. Yace como un amasijo contra un sofá en un rincón de la habitación. Su porte aristocrático ha sido triturado bajo lo que debió de ser un ataque furioso. Veo marcas de dientes, señales de garras, surcos de colas y más, y me doy cuenta de que lo que me dijo Judith McBride y lo que me enseñó el doctor Nadel fueron una sarta de asquerosas mentiras.

Ahora tengo la prueba. Raymond McBride fue asesinado por un dinosaurio.

– Estas fotografías fueron manipuladas -le digo a Glenda.

– ¿Has visto las otras?

– En la oficina del forense. Nadel me enseñó una de estas fotos, pero la mayor parte de la sangre había desaparecido y las heridas habían sido… limpiadas, supongo. Lo arreglaron de manera que parecieran heridas de bala, que es lo que Judith me dijo que causó la muerte de su esposo. Y el médico afirmó que McBride había recibido impactos de armas de cinco calibres diferentes…

– Lo que explicaría los diferentes tamaños de las heridas recibidas durante el ataque -deduce Glenda.

– Mierda.

– Mierda.

– Alguien se tomó mucho trabajo para hacer que esto pareciera el ataque de un humano -digo-. Y apuesto a que Ernie estaba investigando todo este embrollo antes de que lo matasen.

La camarera llega con mi té helado y lo bebo de un trago. Glenda acerca su silla a la mía y mira nerviosamente a nuestro alrededor.

– Puedo quemar estos papeles. Lo sabes, ¿verdad? Podemos salir al callejón trasero, rociarlos con combustible del mechero y hacer un buen fuego. Si estás de acuerdo, yo estoy de acuerdo; quiero que sepas que podemos largarnos, y aquí se acaba la historia.

Mi respuesta llega lentamente. Quiero ser preciso.

– Vi cómo esos dos dinosaurios se cargaban a Nadel -digo-Y también estuvieron a punto de matarme a mí. Antes de eso me atacó un engendro de la naturaleza en un callejón mugriento y pude salvarme por los pelos, y antes de eso mi compañero resultó muerto en un accidente que podría no haber sido un accidente. He sido engañado, humillado y golpeado; me han quitado mi trabajo, mi vida y mis amigos. Me han expulsado de la ciudad y me han mentido.

»Y, para serte sincero, tienes razón. Debería largarme ahora mismo y olvidarme de esta historia. Deberíamos salir al callejón y preparar una buena hoguera, y luego yo debería coger el próximo vuelo a las Galápagos, encontrar unos cuantos árboles y ponerme ciego de hierba.

»Tengo muy buenas razones para dejar atrás esta jodida ciudad, y sólo los listos son los que atraviesan la puerta si volver la vista atrás. Pero es tal como Ernie solía decir: siempre es el hijoputa más imbécil el que se encuentra sentado en la cumbre de la cadena alimentaria cuando comienza la lluvia de meteoritos. Y esta vez, ese hijoputa imbécil soy yo.

Durante mi breve discurso, una sonrisa se ha dibujado en el rostro de Glenda.

Vincent Rubio -dice-, me alegra volver a verte.

La información de los conserjes resulta barata, especialmente si no sienten demasiada simpatía por los residentes del edificio. Chet, el tío que trabaja en el turno de noche en el edificio del Upper East Side donde vive Judith McBride, me informa sin problemas dónde puedo encontrar a la señora después de que un billete se deslice discretamente en su bolsillo.

– La señora McBride está en el baile de beneficencia de Halloween en el Four Seasons -me informa, enmascarando con una sonrisa cualquier aversión que pueda sentir por McBride. Y luego, todavía con esa irritante sonrisa en los labios, añade-: Esa zorra sería incapaz de reconocer la beneficencia aunque la cogiera del cuello.

Me aparto de Chet, me meto en un taxi y le pido al conductor que nos larguemos de allí a toda pastilla.

El hotel Four Seasons es agradable… si a uno le gustan esa clase de establecimientos. Yo soy hombre del Plaza. Glenda y yo recorremos los opulentos corredores, vestidos tanto para el hotel como para la festividad que se celebra, buscando el salón de baile correcto. Finalmente nos damos por vencidos y le pedimos ayuda al conserje; el hombre no es ni tan amable ni tan educado como Alfonse, aunque nos conduce al lugar que estamos buscando.

En una gran pancarta que cuelga orgullosamente sobre la entrada puede leerse: «Bailes de disfraces para los niños.» Detrás de un imponente juego de puertas dobles, de cinco metros de alto y doradas hasta el pomo, alcanzo a oír la música de una banda: batería, trompetas, trombones, todos en un ritmo regular de 3/4. Una voz apagada resuena a través del corredor; canturrea una letra que habla de noventa y nueve mujeres a quienes amó en su vida.

– Una vez que estemos dentro, quédate detrás de mí -le digo-. Yo buscaré a Judith. Tú… -Yo robaré algo de comida. Cojo una puerta, y Glenda la otra. Empujamos. Y el sonido nos golpea como si fuese una onda expansiva. Una auténtica ráfaga de música nos hace retroceder contra las puertas abiertas. La banda, la multitud, el ruido increíble, impiden por un momento todo pensamiento, y sólo puedo mirar. ¿Trescientas, cuatrocientas, quinientas, un millar de personas? ¿Cuántas criaturas se mezclan en este salón? Cualquiera que sea la cantidad, muchos de ellos son dinosaurios, ya que una vez que la onda de sonido ha remitido, la segunda onda de olores me da de lleno y, más allá del olor a sudor y alcohol, puedo captar el pino y el dondiego de día, y la inconfundible dosis de hierbas.

Glenda se las arregla para sacudirse el aturdimiento y se aleja por el salón en busca de la comida. Yo me muevo en la dirección contraria. Echo un vistazo a los invitados y trato de localizar algún sonido, olor o visión que me resulte familiar. Las vestimentas son mucho más elaboradas que las que lucían en el Worm Hole -estos tíos tienen pasta para gastar en tonterías como éstas-, y me asombran los detalles artesanales de algunos de los atuendos. Una mujer, cuyo aliento está tan cargado de ron que puedo olerlo a diez metros, se acerca tambaleándose hasta mí y eructa finamente en mi cara. Lleva puesto lo que parece ser un gran escritorio, con dos cajones donde debería estar el estómago y una mesa justo debajo de la barbilla sobre la que apoya los brazos. Una Biblia ha sido pegada en el fondo de uno de los cajones, al igual que un par de gafas en la mesa.

– ¡Adivina qué soy! -me grita en la oreja.

– No lo sé.

– ¿Qué? -vuelve a gritar.

Me veo obligado a unirme al griterío.

– ¡He dicho que no lo sé!

– ¡Soy una mesilla de noche!

Si la empujo, caerá al suelo y provocará un alboroto, de modo que simplemente me excuso y me deslizo por una abertura entre dos donuts en la multitud. Me rodean unos rinocerontes, y sus cuernos se me clavan en el costado; me vuelvo buscando una salida. Pero me encuentro con un contingente de alienígenas, con grandes ojos negros y amenazadores. Tratan de cogerme con sus brazos largos y finos, y sus vasos llenos de gin-tonic. Miro en la otra dirección: Abbott y Costeño discuten, brincan, caen de culo al suelo; Nixon afirma una y otra vez ante Abe Lincoln, con voz dolida y aguda, que él no es un estafador; hay una hucha repleta de billetes que salen por la ranura superior…

Y un carnosaurio, un auténtico carnosaurio, no alguien disfrazado como tal. El resto del salón de baile se desvanece, cayendo en alguna suerte de abismo visual, mientras todas las luces giran y proyectan sus haces sobre el dinosaurio que habla animadamente con Marilyn Monroe. Mi primer pensamiento es que, con las prisas propias de la celebración de Halloween, alguien ha olvidado ponerse el disfraz, como suele sucederles a los niños dinosaurios que, una vez que les han colocado la piel humana, se olvidan de que también necesitan ponerse ropa, y salen a la calle prácticamente desnudos.

Sin que se trate de un esfuerzo consciente, mis pies me han llevado al otro extremo del salón, y cuando llego a escaso medio metro del dinosaurio, puedo olerlo: oler las naranjas, oler el cloro, olería a ella, a Judith McBride, sin disfraz y hablando como si se tratase de la cosa más natural del mundo. Puedo entender la compulsión, la increíble necesidad de liberarse de grapas, cinturones y fajas, pero no aquí, no ahora, no delante de todos estos mamíferos. Sin detenerme a pensar en las consecuencias, o en las convenciones sociales, me acerco a Judith y la cojo por un bien musculado brazo de carnosaurio.

– Ella volverá enseguida -le explico a una azorada Marilyn, quien vista más de cerca se parece más a un Marvin, y me llevo a Judith a una de las zonas menos pobladas del salón de baile.

– ¿Qué demonios está haciendo presentándose así? ¿Es que se ha vuelto loca?

Judith está desconcertada.

– Esta vez, señor Rubio, creo que tendré que hacer que le echen de aquí.

Levanta una mano -su pata delantera- hacia un invisible protector en la distancia, pero la cojo antes de que complete el movimiento ascendente, aferrando los dedos en mi toma de kung-fu.

– No puede hacer esto…, estoes…, es la violación número uno, la más importante… Salir sin disfraz…

– Es Halloween.

– A la mierda la celebración, no puede arriesgar la seguridad sólo porque a algunos mamíferos les guste hacer el ridículo.

– Puedo asegurarle que no estoy arriesgando nada.

– Usted sabe muy bien a lo que me refiero…

– Y usted no me está escuchando. Es Halloween. Éste es… un disfraz, un disfraz de dinosaurio. Nada más.

Mis dedos se aflojan; la pata acabada en garra cae a un costado.

– Eso no es posible -digo-. La boca… se mueve cuando habla. Es igual que… los dientes…, la lengua…

Judith se echa a reír y el disfraz de carnosaurio se sacude de arriba abajo.

– He pasado más tiempo con este disfraz del que usted haya dedicado probablemente a su casa, señor Rubio. Debía esperar que fuese realista. En cuanto a su aceptación…, bueno, usted debería saberlo.

– ¿Es… un disfraz?

– Puedo prometerle, le juro, que lo que llevo es un disfraz de dinosaurio.

__De modo que es una dinosaurio vestida como un ser humano vestido como un dinosaurio -digo, manteniendo la voz baja, aunque en esta noche y en este lugar nadie se lo pensaría dos veces si me escuchase.

– Algo así -dice ella y, para demostrarlo, se desprende de un trozo de piel justo por debajo de la cintura, retirando una costura que no había visto antes. Debajo alcanzo a ver una capa de carne humana descolorida, el tono de piel natural del disfraz de la señora McBride.

– Bonito disfraz -digo sin ninguna convicción.

Pero mis palabras hacen que se eche a reír, y el hecho de que se ría es mucho mejor que llamar a sus guardaespaldas para que me arrojen en el recipieníe del ponche.

– ¿Baila? -me pregunta, dirigiéndose hacia la pista.

La banda está tocando un fox-trot, y creo que recuerdo los pasos.

– Si puede perdonarme -digo-, sería un honor para mí. -Una charla informal mientras bailamos puede ser la introducción perfecta para mis próximas preguntas.

Y la cosa comienza efectivamente de ese modo. Judith y yo hablamos del tiempo, de la ciudad, de la locura de Halloween mientras nos deslizamos lentamente por la pista de baile, y mi conducción se vuelve más firme con cada giro y cada vuelta. Ella es una bailarina excelente, sigue mis movimientos con el toque más delicado. Muy pronto soy capaz de hablar sin contar los pasos mentalmente, y ambos nos entregamos a una conversación fácil.

– ¿Ha acabado ya con lo que sea que haya venido a buscar? -pregunta.

– Sí y no.

– Supongo que esta noche ha venido porque descubrió algo que no podía esperar. ¿No es eso lo que ustedes dicen? ¿No podía esperar?

– Sí, a veces decimos esas cosas.

– -Y le gustaría hacerme unas preguntas ahora mismo. -En algún momento de la noche.

– Como aparentemente hemos agotado nuestras reservas de conversación trivial -sugiere-, por qué no nos olvidamos del resto y vamos directamente al grano. Supongo que ya habrá hablado con esa mujer, Archer.

– Así es.

– ¿Y con el resto del harén de Raymond?

– ¿Su harén?

– ¿Escandalizado? No debe estarlo.

Yo sabía que Judith conocía la aventura que su esposo tenía con Sarah -me había enterado esa misma noche durante la cena-, pero ¿cuántas otras aventuras amorosas de su esposo conocía Judith McBride?

– Entonces, ¿estaba usted al corriente de sus amoríos?

Giramos en tomo a una pareja que baila lentamente, y los dejamos en nuestra estela.

– Al principio, no. Me llevó algún tiempo descubrirlo, pero no demasiado. Raymond era un hombre brillante; sin embargo, en cuestiones del corazón hacía mucho tiempo que mí esposo había sobrevivido a su garantía.

«Al principio fue bastante discreto -continúa Judith-; una chica de su olicina, creo, y durante algún tiempo pensé que era muy bonito. Ya sabe, él había tomado a esa muchacha bajo su protección y la guiaba a través del laberinto de la existencia corporativa.

– ¿Y después? Siempre hay un después.

– Y después empezó a follársela.

El número se anima, la banda acelera el ritmo, y nosotros hacemos lo propio para no quedarnos atrás.

– ¿Qué hizo usted? -pregunto.

– Lo único que podía hacer: encargarme del asunto. Sucede todo el tiempo.

– ¿A qué se refiere?

– Infidelidad. No hay una sola de mis amigas cuyo esposo no les haya puesto los cuernos. -O sea que existe un círculo de mujeres del que es mejor mantenerse alejado-. Pero no es propio de nosotras enfadarnos. No abiertamente, quiero decir.

– ¿Golpearles cuando no están mirando? -pregunto.

– Golpearles donde no están mirando. Cuando tu vida se desenvuelve en las altas esferas, la mejor venganza siempre es económica. Así que, como represalia, compramos cosas: pieles, joyas, casas de fin de semana…

»Tenía una amiga cuyo esposo era tan reincidente que se vio obligada a comprar una pequeña compañía de vuelos chárter y llevarla a la ruina para llamar su atención. -¿Y dio resultado?

– Durante un año. Luego él volvió a las andadas, y ella decidió pasarse al negocio de los trenes de pasajeros.

– Pero usted no ha hecho nada por el estilo, ¿verdad?

__pregunto-. Usted era la buena chica del grupo.

– Créalo o no, lo era; durante un tiempo, al menos. Decidí hacer la vista gorda, aceptar a Raymond tal como era. Naturalmente, esas primeras canas al aire resultaban… normales, naturales. Él todavía no había… cambiado de especie. -¿Y cuándo abandonó el barco? -pregunto. -Hace tres años, tal vez cuatro, no lo recuerdo. -¿Fue Sarah Archer la primera?

La risa de Judith no tiene nada de divertida; es más bien una especie de ladrido de escarnio.

– Si se refiere a si ella fue su primera aventura con una especie diferente, no. Cinco, diez, veinte mujeres antes que ella; todas iguales, todas con largas piernas y pelo largo, y bellas, y estúpidas. ¿Me creería si le digo que algunas de ellas llamaban a casa, mi casa, y le dejaban mensajes?

»Pero si lo que quiere preguntar es si Sarah Archer fue la primera en poseer a mi esposo, en reclamarlo como su propiedad, en aferrarse a él como si fuese el muelle, y ella una embarcación en aguas turbulentas, entonces sí, yo diría que ella fue la primera.

– Y fue entonces cuando la situación comenzó a irritarle. -No -dice Judith-, fue mucho antes de eso. Hubo un período en el que Raymond sólo pasaba dos noches por mes en mi cama. Y aunque Raymond y yo no habíamos… no habíamos tenido relaciones durante algún tiempo -la elección de las palabras es definitivamente menos intensa ahora-, todavía existía un vacío por las noches. Cuando estás acostumbrada a vivir junto a alguien toda tu vida, resulta difícil adaptarse a un colchón vacío. Creo que fue entonces cuando la gota colmó el vaso.

»El dinero estaba descartado; a él no le importaba. Y no podía llegar a él en el dormitorio, no directamente; de modo que decidí vengarme de la única manera que se me ocurrió entonces: tuve una aventura.

– Con Donovan Burke -digo.

Mi comentario no consigue alterar a Judith tanto como me habría gustado, pero es un comienzo. Al menos sus pies pierden ligeramente el ritmo y tengo que girar junto a ella, cambiando el movimiento para adaptarme a ese paso en falso.

– Usted lo sabe.

– Tenía mis sospechas desde el principio. -Los comentarios de Sarah durante la cena no habían hecho más que confirmar mi corazonada inicial, pero decido no hablarle de ello a Judith-. Una infidelidad para castigar una infidelidad; demasiado vengativo para tratarse de usted.

– ¿Me está juzgando, señor Rubio?

– Nunca juzgo lo que no entiendo.

Judith lo acepta con una sonrisa irónica.

– No fue como suena -dice.

– Nunca lo es.

– Mi relación con Donovan no comenzó sólo por venganza, debe entenderlo. Tal vez fuese por compañía. Raymond nunca estaba conmigo, y yo me estaba cansando de las compras. Donovan era lo que yo necesitaba.

– ¿En su cama?

– En mi cama, en mi casa, en el parque, en el teatro, dondequiera y cuando quiera que pudiese ir. La compañía es más que el sexo, señor Rubio.

– Y esta relación con Donovan Burke…, esta relación fue después de la desaparición de Jaycee, ¿verdad?

Mi compañera de baile se queda en silencio, y es una pausa reveladora.

– ¿Tenía usted una aventura amorosa con Donovan Burke mientras él seguía comprometido con Jaycee Holden?

La respuesta es tímida, un chirrido de ratón, la primera palabra suave que sale de labios de Judith McBride.

– Sí.

No quiero formar parte de la Gran Unidad Espiritual cuando se le añada el karma de la familia McBride; se necesitará una buena porción de eternidad para separar toda su mierda.

– El otro día, cuando estábamos en su oficina, dijo que le gustaba Jaycee Holden. -Y es verdad. -Si no recuerdo mal, dijo que era una chica encantadora.

– Así es.

– Entonces, ¿por qué decidió apuñalarla por la espalda de esa manera?

Detesto parecer presumido, pero toda esta historia de traiciones matrimoniales me pone enfermo. ¿Acaso esta gente no puede guardársela dentro de sus disfraces? Es verdad, hace dos horas yo estaba dispuesto a jugar al mago aficionado, arrancar el mantel de debajo de nuestros platos con comida griega y arrojar a Sarah sobre la madera desnuda en un arranque de pasión; pero eso fue hace dos horas y, desde entonces, he encontrado el control que estuve a punto de perder.

– Jaycee no era ninguna santa -dice Judith-. Ella también tenía sus defectos.

Aparte de una clara propensión a las desapariciones bien planeadas y a los secuestros pésimamente organizados, a mí me había parecido una muchacha bastante agradable.

– Entonces, ¿tenían problemas antes de que usted comenzara a verse con Donovan? -No que yo sepa -dice Judith..; -¿Quién comenzó la aventura?.;•-"-Fue mutuamente.

– ¿Quién comenzó la aventura? -repito la pregunta. Me siento como un padre que trata de descubrir cuál de sus hijos hizo pedazos el florero de la sala de estar.

– Fui yo -reconoce Judith finalmente.

– ¿Le sedujo?

– Si quiere decirlo de ese modo.

– ¿Por qué Donovan? ¿Por qué no alguien que no estuviese comprometido ya en una relación afectiva?

Ahora Judith no es capaz de sostener mi mirada. Mira hacia e] director de la banda y su largo morro de carnosaurio se apoya en mi hombro.

– Donovan y Raymond… estaban muy unidos.

– ¿Por eso lo eligió?, ¿por la amistad que tenía con su esposo?

– Sí. Mí intención no era herir a Raymond, quiero que eso quede claro. Pero si alguna vez descubría lo que estaba pasando…, un poco de dolor no le vendría mal. Elegí a uno de sus confidentes para que se sintiese traicionado como yo me había sentido traicionada. En muchos sentidos, fue una decisión de negocios.

– Tenía la impresión de que Donovan trabajaba a sus órdenes en el Pangea, que tenía poco contacto con su esposo.

– Profesionalmente no lo tenía. Donovan se encargaba de gestionar los espectáculos del club, nada por lo que Raymond pudiese tener problemas con él. Pero habían sido amigos durante algún tiempo, compañeros de golf. Eso fue cuando nos mudamos a Nueva York.

– ¿Hace unos quince años?

– Así es.

– ¿Y dónde vivían antes?

– En Kansas. O, por favor, era deprimente, no quiero hablar de ello.

Me parece justo. Yo tampoco quiero hablar de Kansas.

– ¿Jaycee lo descubrió?

– Sabe -dice Judith con tono meditativo-, en aquella época yo pensaba que habíamos hecho un buen trabajo ocultándole nuestra relación.

– Pero no fue así.

Ella sacude la cabeza.

– No, no lo hicimos. Ahora lo sé.

– ¿Oh, si? ¿Y cómo es eso?

– Simplemente lo sé. Jaycee desapareció dos semanas después.

– Y pocos meses después de aquello…

– Despedí a Donovan -admite Judith.

– Muy amable de su parte. Donovan debió sentirse muy feliz: sin mujer, sin trabajo, sin ninguna razón para seguir adelante.

– Usted no lo entiende -dice Judith-. Sin Jaycee, Donovan cambió por completo. El club estaba desatendido, los libros eran un desastre. El…, él era…

– ¿Un inútil?

No obtengo respuesta. El fox-trot termina, pero la banda no nos da respiro. Comienza a interpretar un tango, y mi cuerpo parece recibir una sacudida eléctrica: ia espalda recta, las rodillas ligeramente flexionadas, el brazo rodeando la cintura de carnosaurio de Judith.

– ¿Baila el tango? -pregunto, y ella responde girando entre mis brazos para un comienzo perfectamente sincronizado. Algunas otras parejas salen a la pista y, aunque hay bastante gente, la señora McBride y yo somos Ginger y Fred; giramos y nos detenemos en los lugares precisos en el momento adecuado.

– Se mueve bien -dice Judith.

– ¿Por qué me dijo que a su esposo lo habían matado a balazos?

– Porque así fue. -Se lo preguntaré otra vez…

Sus manos se sueltan de las mías, presionando contra mi pecho mientras lucha para apartarse de mí. Pero la tengo bien cogida de la cintura y no irá a ninguna parte. La obligo a seguir bailando.

– Usted cree que lo entiende todo -dice despectivamente-, pero no es así; no tiene ni idea.

– Tal vez pueda ayudarme. Puede empezar por decirme por qué me mintió.

– No le mentí. Le mostraré las fotos que tomaron en el lugar del crimen, señor Rubio, y verá los orificios de las balas, verá…

– Ya he visto las fotos tomadas en el lugar del crimen -digo, y esto hace que cierre la boca-. He visto las auténticas fotos.

– No sé a qué se refiere.

– Me refiero a las fotos que no fueron manipuladas, a las originales, -Ahora tengo la boca junto a su oreja, y susurro casi con violencia al disfraz sobre el disfraz-. Las fotos en las que aparece su esposo casi partido por la mitad por las marcas de las garras, los mordiscos que cubren el costado del cuerpo… Ella deja de bailar. Los brazos caen a los lados del cuerpo y comienza a temblar.

– ¿Podemos seguir hablando de esto en otra parte?

– Será un placer.

Llevo a la señora McBride fuera de la pista de baile y recibimos algunos aplausos por nuestros esfuerzos. Me lleva sólo un minuto localizar una puerta para salir del salón, y pasamos a un pequeño patio donde hay una fuente, unos cuantos árboles y un banco. Los acordes del tango desaparecen detrás de otra puerta insonorizada. Judíth, resoplando, comienza a quitarse el disfraz de carnosaurio, y expone su cabeza y su torso al fresco aire otoñal. Ahora es una mujer con piernas verdes y gordas, y una cola; tiene el aspecto de un dinosaurio borracho que ha comenzado a quitarse el disfraz por el lado equivocado.

– ¿Tiene un cigarrillo? -me pregunta. Le doy todo el paquete, y enciende uno. El humo forma volutas encima de su cabeza, y ella da profundas caladas.

– ¿Por qué manipuló las fotos? ¿Por qué le dijo a Nadel que mintiese?

– No lo hice -dice Judith-. Le pedí a alguien que lo hiciera.

– ¿A quién?

Judith masculla un nombre.

– ¿Quién? -pregunto, parado junto a ella-. Hable más alto.

– Vallardo. Le pedí a Vallardo que se hiciera cargo de los detalles.

Ahora comienzan a llenarse todos los espacios en blanco; el dinero era para eso, los depósitos en la cuenta de Nadel. No puedo creer que las piezas hayan encajado tan rápidamente.

– Verá, no puedo arrestarla -digo-, no oficialmente. Pero puedo escuchar su confesión y puedo asegurarme de que los polis la traten bien.

Judith se levanta y camina por el pequeño patio.

– ¿Confesión? ¿Qué diablos tendría que confesar?

– Asesinar a su esposo continúa siendo un delito, señora McBride.

– ¡Yo no hice semejante cosa!

La indignación brota de Judith como súbitos rayos de sol entre las nubes, y la descarga está a punto de chamuscarme.

– Muy bien, entonces… ¿tiene una coartada?

– ¿Qué clase de investigador es usted? ¿No ha hablado con la policía? Fui la primera persona a la que interrogaron; naturalmente que tengo una coartada. Aquella noche estaba presidiendo un acto de beneficencia delante de doscientas personas. La mayoría de ellas también se encuentran aquí esta noche. ¿Le gustaría que alguien fuese a buscarlas para que usted pueda acusarlas a ellas también de asesinato?

Estoy confundido. No es así como se suponía que debían salir las cosas.

– Pero ¿por qué encubrirlo…? Judith suspira y vuelve a sentarse en el banco. -Dinero. Siempre es el dinero. -Tendrá que esforzarse un poco más. -Volví a casa después de la fiesta de beneficencia, y allí estaba, en el suelo, muerto, como ya le he explicado antes. Y vi las heridas, vi los mordiscos, los terribles corles. Y supe al instante que si corría la noticia, el Consejo caería sobre nosotros. Creo que ahora comienzo a entenderlo. -Asesinato entre dinosaurios.

– Eso siempre supone una investigación por parte del Consejo. Y ellos habían estado buscando durante años un pretexto para arrancarnos hasta el último céntimo. No necesito explicarle cómo funcionan estas cosas. No sé quién mató a mi esposo, señor Rubio, pero sí sé que hay una posibilidad de que quienquiera que fuese el responsable tenía… negocios ilegales con Rayrnond, negocios a los que tendría que haber respondido con su fortuna. Así pues, a fin de impedir cualquier investigación oficial a cargo del Consejo…

– Usted consiguió que Nadel y Vallardo conspirasen para manipular las fotografías y las autopsias, de manera que coincidiesen con la conclusión de que la muerte había sido causada por un ser humano…Ningún asesino dinosaurio, ninguna investigación, ninguna multa.

– Ahora ya lo sabe. ¿Es tan horrible aspirar a la protección de mi patrimonio? Sacudo la cabeza. -Pero ¿qué hay de Ernie? ¿Por qué mentir sobre él?

– ¿Quién?

– Mi socio. El tío que vino a verla…

Ella hace un gesto con la mano como para desentenderse del tema.

– Otra vez con eso. Realmente no sé de qué me está hablando. ¿Ha encontrado alguna otra prueba imaginaria para condenarme?

Judith extiende ambas manos para que yo le coloque unas esposas irreales, y yo las aparto bruscamente, sobre todo porque tiene razón. No tengo absolutamente ninguna prueba de que ella estuviese implicada en la muerte de Ernie, y la falta de información me irrita profundamente.

– Nadel está muerto -le digo secamente.

– Lo sé.

– ¿Cómo?

– Emil, el doctor Vallardo, se enteró esta mañana y me llamó poco después. Por lo que he podido saber, Nade] fue encontrado en Central Park disfrazado de mujer negra. Un tío excéntrico.

– Yo estaba allí. Fue asesinado.

– ¿Me está acusando otra vez?

– No estoy acusando a nadie…

– Lamento que crea que soy la responsable de todas las muertes que ocurren en Manhattan, pero todo esto me pone tan nerviosa como a usted. Si echa un vistazo al otro lado de esa puerta, podrá comprobar que dos de mis guardaespaldas están listos para irrumpir en este patio a una señal mía. -Miro hacia la puerta cerrada, pero decido no correr ningún riesgo-. Yo estoy preparada, señor Rubio. ¿Y usted?

Con una sincronización teatral, la puerta se abre de par en par, y veo a Glenda estrujada entre los dos corpulentos guardaespaldas que me habían recibido en la oficina de Judith la mañana anterior. Glenda se agita, lanza patadas y grita furiosa: «Jodidos cabrones… Juro que os arrancaré la garganta…» E inflige tanto daño como sus piernas y palabras pueden reunir.

– ¿Es amiga suya? -pregunta Judith, y asiento tímidamente-. Soltadla -les dice a los guardaespaldas, y ellos empujan a Glenda hacia el patio. Tengo que sujetarla para que no los persiga nuevamente hasta el salón de baile y no es fácil sujetar setenta kilos de hadrosaurio que se retuerce como una culebra. Glenda se tranquiliza, y la suelto.

__Te he traído algo de comer -dice Glenda, y deja caer en mis manos unas cuantas salchichas de Viena troceadas-podemos largarnos de aquí? Creo que el tío del catering no me tiene mucha simpatía.

__Creo que ya hemos terminado aquí -digo, y me vuelvo hacia Judith-. A menos que haya alguna otra cosa que quiera contarme.

– No, a no ser que haya alguna otra cosa de la que usted quiera acusarme.

– De momento no, gracias. Pero si yo fuese usted no abandonaría la ciudad.

Judith parece divertida.

– No estoy acostumbrada a recibir órdenes.

– Y yo no hago sugerencias.

Me meto un trozo de salchicha en la boca y lo mastico. La carne caliente me quema la lengua. Había planeado lanzar unas cuantas andanadas más en dirección a Judith McBride, pero si hablo ahora podría escupir la salchicha, y eso no sería bueno para nadie.

Cojo con fuerza la mano de Glenda y la llevo fuera del patio a través del salón de baile, más allá de la multitud de tíos borrachos y hacia la estación de metro más próxima. Le doy al tío de la taquilla los últimos tres dólares que llevo en la billetera y esperamos el tren con rumbo al sur.

Glenda ha regresado a su apartamento, y yo he vuelto a la guarida del león. Permanezco delante de la puerta de la suite presidencial mientras sostengo la tarjeta-llave en la mano justo encima de la cerradura. Sarah está en la habitación, tal vez dormida, tal vez no, y el acopio de fuerza de voluntad que he podido reunir durante el trayecto en tren se está filtrando a través de alguna grieta desconocida. Por todos lados hay gente dispuesta a matarme, estoy sin blanca y no tengo ningún futuro razonable a la vista, pero los próximos cinco minutos son los que podrían representar mi verdadera salvación o mi ruina. Introduzco la tarjeta en la ranura de la cerradura.

Cuando entro en la suite no oigo ronquidos, y la luz de la habitación está encendida. Sarah no duerme. Llego a un rápído acuerdo conmigo mismo: si Sarah está leyendo, mirando la tele o simplemente matando el tiempo, pediré al servicio de habitaciones que me suban una taza de café para ella, rogaré a los tíos de recepción que me presten unos cuantos pavos y la enviaré a su casa en un taxi; nada de tonterías. Si, por el contrario, entro en la habitación y encuentro su cuerpo largo y flexible debajo de las sábanas, encima de las sábanas, alrededor de las sábanas, desnudo y esperando mi regreso, cerraré las persianas de cualquier vestigio de rectitud que pueda quedar en mí y dejaré que mis instintos más primitivos guíen mi cuerpo mientras me zambullo en esa lujuriosa guarida del pecado.

Hay una nota sobre la almohada, y Sarah no está.

La nota dice: «Queridísimo Vincent: lamento haberte hecho decir que lo lamentabas. Por favor, piensa en mí con cariño. Sarah.»

Me dejo caer en la cama con la nota apretada contra el pecho y cuento los azulejos del techo. Esta noche no podré dormir.

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