19

– Es la mierda más extraña que he oído jamás -dice Glenda después de contarle toda la historia, pieza por pieza, teoría por teoría. Debo reconocerlo; es difícil de creer. El taxi se ha detenido junto a ese callejón familiar en el Bronx. El edificio de la clínica infantil se divisa vagamente entre las sombras, al otro lado de la calle. Nos espera, llamándonos por señas. Vacío la billetera para pagarle al taxista-. No hay ninguna duda, es una extraña ciudad -continúa Glenda-. Eso es todo, ¿verdad? ¿No hay más sorpresas?

– Bueno… -evito darle una respuesta directa-. Hay una pequeña cosa que no te he contado. Pero bueno, un tío tiene que estar seguro antes de hablar con sus amigos. No soy la ciase de detective privado que investiga y lo vomita todo. ¡Eh, tal vez esté equivocado!

– Sí, bueno, espero que en este caso mantengas la cabeza sobre tu culo, porque si estás en lo cierto acerca de lo que pasa ahí dentro, no quiero pensar en lo que puede hacernos a nosotros.

Bajamos del taxi y nos quedamos un momento contemplando la clínica. Las tablas cubren las ventanas como si fuesen parches de madera y las puertas metálicas están cerradas. Esta noche, los chalados han salido de paseo y un vagabundo le pellizca el culo a Gíenda cuando pasamos a su lado. Tengo que contenerla para que no ataque a nadie.

– Manten la nariz alerta ante el peligro -le digo-. La última vez que estuve aquí tuve un pequeño problema. -Sería mejor decir un problema enorme, rugidor y lleno de dientes-. Si captas un leve olor a carne asada, házmelo saber.

Comenzamos a avanzar por la calle con aire indiferente, tratando de parecer ante los ojos del mundo dos humanos inofensivos que han salido de casa para dar un paseo por los sórdidos callejones del Bronx a las diez de la noche sin llevar a la vista ninguna arma u otro medio de defensa.

– Debes moverte de prisa -le advierto-, pero con naturalidad.

Las pocas luces que había en el exterior de la clínica fueron destrozadas hace tiempo por ¡os vándalos, de modo que podemos acabar la primera etapa de nuestro viaje en la oscuridad. Llegamos a la puerta principal. Está cerrada con llave. Y, nuevamente, esas monstruosidades metálicas correderas harían un ruido espantoso en el silencio de la noche.

Glenda echa un vistazo al edificio, midiendo su tamaño.

– Tiene que haber una entrada trasera en alguna parte -dice-. Siempre hay una jodida entrada trasera.

– No lo sé. La última vez que intenté dar con una, me… apartaron de mi camino.

Glenda enfila hacia un costado del edificio y decido seguirla mientras el corazón comienza a golpearme las costillas anticipando un nuevo ataque. Aspiro con fuerza el aire circundante, y mis nervios olfativos no descubren trazas de aquel olor a plástico quemado, pero uno nunca es demasiado precavido. Continúo mi vigilancia, atisbando detrás de cada rincón y bulto antes de dar un paso.

No hay rastros del combate que libré la semana pasada, aunque se han llevado el contenedor de basura, ya sea el equipo de limpieza que llegó para hacerse cargo del esqueleto, o bien los tíos de la basura cuyo camión estaba ligeramente fuera de ruta. Pasamos rápidamente junto al escenario de mi casi desaparición.

Una pequeña valla metálica nos impide llegar a la parte posterior de la clínica, y Glenda se prepara para trepar por ella y saltar al otro lado. Extiende la mano…

– ¡Espera! -digo, bajando la voz hasta convertirla casi en un susurro-. Pruébala primero.

Glenda se vuelve con una expresión de sorpresa.

– ¿Que pruebe qué?

– La valla. Aquí no se andan con chiquitas; una inofensiva valla de alambre como ésta no impediría el paso a nadie que quisiera colarse en la clínica. Y he visto a los perros guardianes que tienen en este lugar.

Con mucho cuidado extiendo un dedo, acercándolo a los rombos metálicos…

Una presión tira de mi dedo hacia abajo, trata de obligarme a que coja el alambre para atraparme el brazo… Tiro del brazo hacia atrás con una mueca de dolor; lucho por mi propio apéndice…

Gano la batalla y vuelo hacia atrás hasta dar contra el pecho de Glenda, y ambos caemos al suelo. Me aparto de la hadrosaurio y la ayudo a levantarse.

– ¡Qué demonios…!

– Está revestida con alambre -digo, frotándome el brazo, que cada vez me duele más-. Es una valla electrificada, y por la forma en que casi me quedo pegado yo diría que nos enfrentamos a una corriente letal.

No hay ninguna caja de fusibles a la vista, ninguna forma de provocar un cortocircuito en la valla; tampoco se ven aberturas u orificios en la estructura.

– ¿Regresamos a la parte de delante? -sugiere Glenda.

– Será inútil. La puerta no se abrirá mágicamente. -A menos que… Alzo la vista para atisbar a través de la oscuridad y descubro un pequeño alféizar de ventana justo encima de la parte superior de la valla-. Glenda, ¿crees que podrías alzarme para que pudiera cogerme de esa tubería de desagüe?

– Puedo alzar a seis como tú hasta esa jodida cañería. Pero ¿cómo entraré yo?

– Me las arreglaré para entrar en la clínica por la parte de atrás, y luego abriré la puerta de delante. Venga, levántame.

Después de los pertinentes y recíprocos consejos relativos a la seguridad de cada uno -tener cuidado, protegernos las espaldas, etc.-, Glenda me levanta sobre sus hombros como si fuese una madre que alza a su hijo para que vea el desfile desde una posición ventajosa y consigo aferrarme a la tubería. Está sujeta al costado del edificio con unos débiles puntales en forma de L, que vibran cuando dejo que todo el peso de mi cuerpo se apoye en la tubería. Es bueno que no haya probado bocado en las últimas horas; una hamburguesa en el estómago podría hacer que todo se viniera abajo. Los puntales crujen y tiemblan, pero resisten mi peso.

Una breve escalada -la tubería amenaza con desprenderse de la pared a cada centímetro que avanzo- me pone a tiro de piedra del alféizar de la ventana, y sólo cuando llego a él descubro que, al igual que el resto de las ventanas de la clínica, ésta también ha sido cubierta con tablas. Gruesos tablones de madera me impiden el paso. Y yo sin mi sierra eléctrica.

Glenda ya ha girado en una esquina del edificio, fuera del alcance del oído, y se dirige hacia la entrada principal a esperar a que yo abra la puerta, de modo que no puede ayudarme. En este punto, mi única alternativa es saltar, pero son unos buenos ocho metros los que me separan del suelo. Si sólo pudiese desplegar la cola, el apoyo muscular añadido podría ser suficiente para amortiguar el golpe, pero…

Bueno, ¿y por qué cono no puedo desplegar mi cola? Las reglas se han hecho para romperlas, y si hay un momento para romperlas es ahora. Cogiéndome con fuerza a una de las tablas de la ventana para no perder el equilibrio, me despojo rápidamente de los pantalones y de la ropa interior, abro la parte posterior de la cubierta de látex y libero la parte superior de la serie G.

Dios, ¡es agradable tener la cola al aire libre!. El fresco aire de la noche acaricia mi pellejo, y me retrotrae nuevamente a la última noche con Jaycee, a la forma en que ella me frotaba por todas partes, utilizando su cuerpo para… Ya está bien, Vincent, tienes un trabajo que hacer. Pero esta libertad es especialmente agradable, debo admitirlo, y sólo puedo esperar disfrutar de la posibilidad de retozar al aire libre de este modo en otro lugar que no sea una clínica infantil de la calle Dieciocho.

La perspectiva de ese largo salto hasta el duro suelo está ayudando sin duda a retrasar mis esfuerzos, pero tengo que ponerme en marcha. Elevando una pequeña plegaria a los dioses por si he estado equivocado durante toda mi vida al negar su existencia, salto hacia el vacío.

Como estaba planeado, la cola ayuda a amortiguar la caída, y ruedo por el suelo, frenando mi cuerpo a escasos centímetros del otro lado de la valla electrificada. Me levanto rápidamente y me quito el polvo.

– Coser y cantar -le digo a nadie en particular, y mi voz rasca la quietud de la noche. Decido permanecer en silencio si no hay nadie a mi alrededor.

Un olor a muerte, a podredumbre, llega desde un rincón próximo. Es una peste que debería ponerme en modalidad de lucha, pero no transporta esa clase de peligro, de modo que me acerco para investigar y llego hasta un pequeño nicho. Echo un vistazo a mi alrededor, y mis ojos tardan unos minutos en adaptarse a una luz aún más escasa que antes. Por los largos arañazos que cubren las paredes redondeadas, yo diría que parece que la pared ha sido arrancada, como si una bestia salvaje hubiese decidido cavar su guarida justo en este lugar, en este jodido hormigón.

Huesos de animales despojados de sus cartílagos, las superficies rajadas y sin médula, yacen formando una pila de casi un metro de alto alrededor de una cama hecha con colchones andrajosos, periódicos y ropa vieja. La sangre cubre las paredes en murales pintados con los dedos, dibujos infantiles de humanos, de perros, de dinosaurios…

Creo que sé quién… qué… vivió en esta madriguera una vez. Antes de que me atacara, antes de que lo matara.

Encuentro una entrada a la clínica, y las cerraduras de la puerta son fáciles de abrir con las herramientas adecuadas. Los trucos de la tarjeta de crédito y la lata de refresco resultan efectivos con una puerta normal, pero un trabajo como éste requiere un juego de cerrajero, algo que he sido lo bastante listo para traer conmigo esta vez. Afortunadamente para mí, Ernie tenía un amigo que tenía un sobrino que tenía un colega cuya madre trabajaba en una fábrica donde se hacían estos artículos y me consiguió uno completo a precio de coste.

Espero que suene alguna clase de alarma y me siento aliviado al comprobar que ninguna salta ante mi llegada. Entro en un corredor oscuro y deprimente, más aún que el exterior, debido a la falta de luz de luna ambiente, y tiene el atractivo añadido de esporas de moho y telas de araña adornando las paredes. Los corredores se unen y convergen siguiendo un modelo casi azaroso. Desde fuera no parecía que la clínica tuviese este tamaño, y me pregunto si no habrá alguna ilusión óptica en todo esto.

Encuentro rápidamente la entrada principal y abro los cinco cerrojos que tiene la puerta por el lado de dentro.

– Ahí fuera hace un frío de cagarse -dice Glenda, y yo me llevo un dedo a los labios para que se calle.

Avanzamos juntos por los distintos corredores, empleando señales manuales para sugerir direcciones y cursos de acción. Un zumbido continuo resuena en todo el edificio, e imagino que tarde o temprano descubriremos la fuente de origen. Y cuando lo hagamos veremos si estoy o no en lo cierto con respecto a todo este embrollo.

– ¡Chis! -Me vuelvo y veo que Glenda se ha detenido delante de una puerta parcialmente abierra-. Oigo algo… aquí.

Entramos en un corredor amplio y oscuro, las paredes están revestidas con una sustancia metálica que atrae cualquier carga eléctrica que haya en este lugar; puedo sentir el cosquilleo si apoyo la palma de la mano contra la pared. Pequeños haces de luz azul recorren las paredes a lo largo a intervalos irregulares, y soy incapaz de no preguntarme si nos estaremos aproximando al núcleo de actividad de este extraño lugar.

Otra puerta, y detrás de ella un suave susurro, como un río que presiona una rueda hidráulica oxidada, el murmullo del público después de una película particularmente mala.

– Creo que es por aquí -dice Glenda, y abre la puerta sin pensárselo dos veces. El interior es una boca de lobo, y ella busca a tientas en la pared el interruptor de la luz.

– Espera un segundo -musito-. Tranquila…

Con un ¡crash!, una larga fila de tubos fluorescentes cobran vida encima de nuestras cabezas, e iluminan una sala grande y rectangular de unos treinta metros de largo por doce metros de ancho. Jaulas y más jaulas se amontonan contra las paredes en pilas de tres. Ese curioso balbuceo se intensifica y, a medida que nos adentramos en la sala, nuestras bocas se abren involuntariamente y tenemos una visión perfecta de lo que produce ese sonido.

Cada jaula contiene una… criatura, a falta de un término mejor; una versión en miniatura de la bestia que me atacó hace tres días en el callejón, pero eso no es totalmente correcto. Hay genes de estegosaurio, y genes de Diplodocus, y genes de velocirraptor, y genes de alosaurio, y puedo ver los rasgos genéticos de las dieciséis especies de dinosaurio en cada una de esas cosas. Cuernos pequeños y deformados se proyectan en ángulos extraños desde grandes cabezas deformadas sobre cuellos torcidos y deformados y cuerpos baldados. Los sonidos que oímos resultan tan extraños porque no hay dos bocas que sean iguales… en esas criaturas que han sido bendecidas con una boca. Algunas de estas cosas sólo tienen orificios a los costados de la cabeza, y los débiles y torturados lamentos que emanan de ellos sé ven amplificados por la horrible y vacía cavidad.

Son pequeños. No más de sesenta centímetros como máximo. No son más que bebés. Pero eso no es todo, ni mucho menos.

Hay dedos. Auténticos dedos. Y piernas, auténticas piernas. Y orejas, y lóbulos, y narices, y torsos; y lo más sorprendente de todas esas partes corporales es que son humanas.

– Lo hizo -dice Glenda en una perfecta mezcla de terror y repulsión-. Vallardo lo hizo.

– Eso… parece… -balbuceo.

– Pero qué… qué pasa con ellos…

– Creo… creo que son los defectuosos -explico.

– Defectuosos.

– No se consigue que algo salga bien sin algunos fallos previos. Los fallos son éstos.

Como si hubiesen estado esperando que les dieran pie, todos comienzan a llorar con pequeños aullidos. Cachorros, gatitos, bebés necesitados de ayuda y cuidados.

– Pero los tiene encerrados como… como animales.

Asiento.

– De alguna manera lo son…

– ¿Cómo puedes decir eso? -casi grita Glenda, volviéndose hacia mí con una expresión de ira en el rostro. Genial. Los instintos maternales de Glenda Wetzel tienen que hacer su debut en un momento como éste-. Son bebés, Vincent.

Aturdida, Glenda camina hasta el centro de la sala y mira boquiabierta la multitud de monstruos que la rodean. Antes de que pueda detenerla mete la mano en una de las jaulas y acaricia detrás de una oreja grotesca lo que parece ser una mezcla de humano y hadrosaurio. La criatura ronronea de placer.

– Mira, Vincent -dice-. Necesita que la quieran, eso es todo. -Su rostro se ensombrece, y el tono de voz vuelve a cargarse de ira-. Y ese hijo de puta de Vallardo los tiene encerrados de este modo.

– Estoy de acuerdo contigo. Vallardo ha cometido un error y debe ser castigado -digo-, pero no tenemos tiempo para eso. Venga, Glen, apártate de esas jaulas.

Pero Glenda no parece estar de acuerdo. Se dirige hacia una consola que hay en la pared del extremo de la sala, desliza los dedos sobre los botones, y su ira aumenta por segundos. Y ocurre algo curioso: a medida que la ira de Glenda aumenta, el ruido en las jaulas también aumenta.

– Ese cabrón de mierda piensa que puede joder la naturaleza, y luego meter a los bebés detrás de unos barrotes. ¿Es esto ciencia? ¿Esto le divierte?

– Glen, realmente creo que deberías dejarlo.

Ahora los barrotes de las jaulas se estremecen. Todas las criaturas se han despertado; están alerta y golpean sus pequeñas celdas. Los gemidos se han convertido en gritos, y el estallido está a la vuelta de la esquina.

Pero Glenda hace oídos sordos a mis protestas y al creciente alboroto. Está accionando los interruptores a derecha e izquierda, y la consola, antes muda, se enciende con un estallido de energía. Corro hacia Glenda para impedir que haga cualquier cosa que se le haya pasado por la cabeza.

– Le enseñaré a ese cabrón hijo de puta lo que significa jugar con la piscina genética -grita-. ¡Se lo enseñaré!

Y ahora la colección de fallos de la naturaleza comienza a volverse realmente loca; saltan en las jaulas como una manada de monos y golpean sus cuerpos deformados contra los barrotes, como si supiesen de alguna manera que la fuga es inminente, que un mesías ha llegado para liberarlos de su esclavitud.

– Glenda, no… -grito, justo cuando golpea la palma contra el botón que abre todas las jaulas a la vez.

Con un chillido colectivo que avergonzaría a Tarzán y a todos sus amigos de la selva, un centenar de horribles criaturas caen desde el cielo, saltando al piso de la habitación, sobre Glenda, sobre mí. El ataque ha comenzado.

Mi primer pensamiento es que he juzgado mal a estas cosas, que no son más peligrosas que una pulga. Pero este pensamiento se evapora tan pronto como el primer monstruo me muerde la oreja y me arranca un buen trozo de disfraz además de una buena tajada de carne, Sin pensarlo dos veces, le cojo por el cuello -¿un cuello acanalado?- y lo lanzo por el aire como si fuese un balón de fútbol. La cosa choca contra la pared y cae al suelo. Impávido, se levanta para volver a unirse al montón de horribles criaturas.

Pero muchos más vienen hacia mí, y me saltan encima. Usan colas enrolladas y atrofiadas para impulsarse por el aire, con las horribles bocas abiertas, los dientes afilados como cuchillas apuntando hacia mis ojos, mi cara, cualquier tejido blando de mí cuerpo. Es una combinación mortal; esos dedos humanos les ayudan a algunos de ellos a aferrarse a mi pellejo, mientras sus dientes de dinosaurio se encargan del trabajo.sucio. A través del fragor de la lucha veo que Glenda cae bajo el peso de un montón de pequeñas bestias, y hago un esfuerzo desesperado para desembarazarme de mis atacantes, atravesar la habitación y acudir en su ayuda.

Mis garras, que sobresalen del disfraz como las espinas de una rosa, desgarran cualquier pedazo de carne con el que entran en contacto, mientras uso las manos para repeler los ataques que me llegan de frente. Mi cola, liberada antes de su encierro, me viene de maravilla para mantener a raya a los enemigos que intentan sorprenderme por detrás, y aunque me han mordido y herido cien veces en dos minutos, estoy dando más de lo que recibo. La mayor parte de la sangre que cubre el suelo no es mía.

– ¡Glenda! -grito por encima del concierto de horribles chillidos y alcanzo a oír un «jVincent!» como respuesta-. ¿Estás bien? -vuelvo a gritar a través de otra punzada de dolor, esta vez en la muñeca. Bajo la vista y descubro una dentadura unida a un deformado pedazo de carne plantada con firmeza en mi brazo. Sacudo el brazo arriba y abajo, y la criatura queda extendida en el aire; pero los dientes están clavados con fuerza en el músculo. Con la garra inferior de mi otro brazo clavo las afiladas puntas en su cabeza; lanza un leve gemido, se suelta de mi brazo y cae al suelo, muerto.

Y ahora Glenda está junto a mí, más ensangrentada que yo, pero ambos estamos vivos, y ambos estamos de pie, en un rincón.

Las criaturas retroceden un momento, al menos setenta de esos pequeños y malvados gnomos, ninguno de ellos mayor de sesenta centímetros, cuernos incluidos. Siguen chillando y gimiendo como una pandilla de palomas mutadas, pero ahora es casi como si estuviesen conversando, como si de alguna forma se estuvieran comunicando, decidiendo su próximo plan de ataque.

– De acuerdo, estaba equivocada -reconoce Glenda-. No son unas dulces criaturas.

Echo un rápido vistazo a mi alrededor. La pared de detrás de nosotros es absolutamente lisa; no hay ningún sitio donde podamos apoyar las manos o los pies para sostenernos y trepar.

– ¿Y ahora qué? Nos tienen acorralados.

Y ellos parecen saberlo. Glenda y yo intentamos un rápido movimiento hacia la izquierda y, al unísono, ellos se mueven para bloquear nuestra posibilidad de escape. Un rápido movimiento hacia la derecha produce el mismo efecto.

– Estamos atrapados.

Los sonidos aumentan de nuevo a nuestro alrededor. Las pequeñas criaturas están recuperando su gusto por la sangre.

En el fondo del grupo, dos de ellos ya han comenzado; pequeños dedos humanos y pequeñas garras de dinosaurio luchando a muerte, poderosas mandíbulas provistas de dientes humanos atrofiados mordiendo instintivamente cuellos desprotegidos y arterias mayores.

– Vete -dice Glenda.

– ¿Qué?

– Tú vete, cierra la puerta detrás de ti. Yo me encargaré de… esto.

– Te matarán.

– Tal vez no. Mira, lo que has descubierto es demasiado horrible para no impedirlo. Tú comenzaste esta investigación, y tú debes ser quien la acabe. Yo metí la pata y afrontaré las consecuencias.

– Pero no puedo abandonarte…

– ¡Por los jodidos clavos de Cristo, Rubio…! ¡Lárgate!-Y luego-: Averigua cómo se llama ella. Llévatela contigo a Los Ángeles. Y ponle mi nombre a uno de tus críos.

No tengo tiempo para discutir.

– ¡Eh, vosotros, jodidos y asquerosos enanos! ¡Venid a por mí! -grita Glenda, y salta hacia un costado lanzando patadas mientras se eleva en el aire. Las garras barren las decenas de cuerpos que se lanzan sobre ellas. Un instante después, Glenda desaparece debajo de un amasijo de carne inadecuada y trozos de cuerpo desiguales.

En medio de ese caos se abre un pequeño sendero y, sin mirar atrás, decido seguirlo a toda velocidad por el corredor. Uno de los bebés, mezcla de humano y dinosaurio, se desprende del grupo y sale en mi persecución. Consigue salir de la sala antes de que yo haya cerrado la puerta. La cosa emite un débil chillido de advertencia -separado de su carnada de monstruos, el sonido resulta más patético que poderoso- y hace un burdo intento por morderme la espinilla. Agito la pierna, y la pequeña criatura sale despedida hacia el techo y cae al suelo con un golpe seco.

Adiós, Glenda. Espero que llegues pronto a dondequiera que vayamos los dinosaurios.

Me mantengo pegado a la pared derecha del complejo, empleando una antigua maniobra para salir de los laberintos, y muy pronto el zumbido se vuelve más intenso. Abriendo puertas indiscriminadamente, deambulo por la clínica manteniéndome en estado de alerta permanente. Las secciones abandonadas del edificio dan paso finalmente a áreas más nuevas, decoradas y más limpias, y siento que el lugar es lo bastante seguro como para quitarme la máscara llena de sangre, descubrir mis verdaderas fosas nasales y olfatear los alrededores.

Nuevamente siento el olor a cloro en el aire. Esta vez mezclado con las rosas y las naranjas que había estado esperando. El olor de Vallardo a anís y pesticidas también está presente, y deduzco que ambos emanan del mismo lugar. Como si fuese un ratón de historieta, atraído por el aroma de un delicioso festín en la ciudad, sigo a mi nariz adonde me lleve.

Cinco minutos más tarde llego al laboratorio principal de la clínica. Sonrío a los presentes como si estuviese repartiendo ejemplares gratuitos de una revista a suscriptores potenciales. Técnicamente una por cada cliente, pero dedico una docena a Vallardo y a Judith McBride. Ambos están súbitamente pálidos de verme, y el pellejo naturalmente verde del Triceratops Vallardo es incapaz de ocultar la conmoción. Su rostro se transforma en una máscara de harina; si llevase la cámara conmigo, podría sacarle diez mil pavos a cualquier diario sensacionalista por ofrecerle pruebas de la criatura.

Cada uno de ellos -Vallardo, Judith, Jaycee, que emerge de detrás del buen doctor- me mira fijamente. Puedo sentir el peso de sus miradas, de sus preguntas no formuladas. «¿Será muy bueno con ese cuerpo bajo y robusto? ¿Puedo doblegarlo sin ayuda? ¿Podemos acabar con él juntos?»

Acabo con todo eso con un golpe de la cola y un rugido que perfora incluso mis propios tímpanos. Los tres retroceden.

– Ni siquiera se han preocupado de cerrar con llave la puerta del laboratorio -digo, pasando del gruñido a un tono informal de conversación-. Me han decepcionado mucho los tres.

Entonces, Jaycee se acerca hacia mí, insegura de lo que debe hacer con su cuerpo. ¿Me abraza? ¿Me empuja fuera de la habitación? Se decide por la seguridad y se detiene a una distancia prudente de mi alcance mortífero.

– Vincent… tienes que marcharte -dice.

– No -contesto-. Creo que esta vez me quedaré.

Me dirijo al otro lado del laboratorio, hacia el tanque de agua bajo techo más grande que haya visto jamás. Con paredes de vidrio y más de cinco metros de altura, su extensión y anchura abarcan la mitad de este enorme laboratorio; podrían meter el océano índico aquí dentro y aún sobraría espacio para Lolita, la Ballena Asesina. Pero no hay ninguna Lolita en este tanque. Tampoco hay peces remoloneando en el agua. No hay nada que pueda servir de diversión a los niños mientras sus padres toman el sol en Busch Gardens.

En este útero artificial sólo hay un huevo, un único y solitario huevo, tal vez de unos nueve kilos, y flota a varios centímetros por debajo de la superficie, suspendido en el agua mediante una red. Numerosas manchas marrones y grises salpican una cáscara por otra parte casi albina; cada una está conectada a un electrodo, a un cable, unidos a un ordenador instalado justo fuera del tanque. Los signos de vida pasan velozmente a través de un CRT ampliado y unido a un costado del tanque; las funciones del corazón y el cerebro resuenan regularmente.

En la superficie del cascarón se advierten algunas grietas. Tres, al menos, desde mi posición. Sospecho que hay más en el otro lado. Algo quiere salir de ahí dentro.

– ¿Cuándo pensabas contarme esta parte de la historia? -le pregunto a Jaycee, sabiendo que la respuesta es nunca.

– Yo…, yo no podía hacerlo -admite, volviéndose hacia Vallardo y Judith en busca de apoyo-. Nosotros…, los tres…, tomamos la decisión de no decir nada.

– Nosotros no decidimos nada -dice Judith cáusticamente-. Tú lo decidiste, Jaycee.

– Yo hice lo que tenía que hacer -replica la Codophysis , y sus garras aparecen a la vista y se colocan en su sitio.

– Antes de que comience el espectáculo y ambas se agarren de los pelos -anuncio-, me gustaría que todos pusiéramos las cartas sobre la mesa, ¿de acuerdo? El que necesite quitarse el disfraz que lo haga ahora.

No hay ninguna reacción; los tres me miran como si estuviese hablando en chino mandarín. VaHardo y Jaycee se han quitado sus disfraces hace un buen rato; sólo Judith McBride conserva su aspecto humano. No me sorprende.

– Bien -digo-; comenzaré yo. ¿Qué les parece?

Quitándome el resto de mi disfraz con la desenvoltura propia de un consumado nudista, desabrocho las grapas y me despojo de las fajas, y expongo mi cuerpo natural en toda su extensión. Mis garras resuenan en el aire, mi cola sisea de felicidad y profiero mi terrible rugido para exhibir mi terrible dentadura y divertirme.

– Ahora -digo- que levanten la mano todos aquellos que sean dinosaurios. Yo alzo el brazo sólo para dar ejemplo. Pronto, los otros tres levantan las manos con cierta vacilación.

Me acerco a Judith McBride. Su mejilla izquierda ha sido atacada por un encantador espasmo muscular, y cojo su brazo con el mío y la obligo a bajarlo.

– Venga, señora McBride. ¿Tan confusa está realmente con respecto a su propia identidad?

– Yo…, no sé a qué se refiere -tartamudea-. Soy una carnosaurio, usted lo sabe. Ha oído las historias; ha visto las fotografías.

– Es verdad, es verdad -digo, exagerando los asentimientos de cabeza y girando alrededor de su cuerpo en una espiral cada vez más ceñida. ¡Ah!, si sólo tuviese mi gabardina y mi sombrero. Veo una bata blanca de laboratorio colgada en un perchero, y le pregunto a Vallardo si me la puedo poner. Está demasiado confundido para discutir, de modo que me deslizo dentro de la bata y siento su confortable peso sobre mis hombros.

»He visto las fotografías, señora McBride, de usted y de su difunto esposo. Y' realmente formaban una agradable pareja de carnosaurios. Y sí, he oído las historias, los rumores. Las fábulas del carnosaurio Raymond McBride y su famoso círculo de amigos dinosaurios: animadores, hombres de negocios, jefes de Estado. Muy elegante. Jaycee me interrumpe.

– Vincent, de verdad, no creo que éste sea el momento… -Pero debo decirle que he sufrido algunas heridas a lo largo de los años, y no puedo confiar en todos mis sentidos como solía hacerlo en otra época. No le doy demasiado crédito a mis oídos, por ejemplo, desde que tomé parte en esa pequeña cacería con una partida de humanos hace diez años. Eran un hatajo de bastardos, de gatillo fácil, que usaban munición pesada con aquellos pobres ciervos, y descargaban aquellas monadas junto a mi cabeza. Tres días, y sólo Dios sabe cuántos disparos más tarde, ¡bum!, había perdido una buena parte de mis tímpanos. De modo que usted dice que he oído las historias; sí, las he oído, pero eso no significa que pueda confiar en lo que he oído.

»¿Mis ojos? Olvídese de ellos. Estuve conduciendo con visión incorrecta durante un tiempo antes de tener un rapto de lucidez y hacer que me examinaran la vista, y permítame decirle que la mitad del tiempo no sabía si estaba delante de un semáforo en rojo, o contemplando un espectáculo de láser realmente aburrido. Llevo lentillas gruesas como botellas de Coca-Cola, así de mala es mi vista. Por lo tanto, esas fotografías que vi de usted y de Raymond vestidos elegantemente como los carnosaurios que usted afirma que eran, ¡eh!, tal vez no las vi como debería haberlas visto. No puedo confiar en lo que ven mis ojos.

»¿El gusto? No me haga hablar. Me encanta la comida picante, es un hábito, pero me hace polvo. Después de diez años de la mescolanza que sirven en Aunt Marge, bueno… Ya no puedo confiar en mi gusto. ¿ELtacto? Bueno, usted y yo no hemos estado tan cerca. Pero aun así, en este mundo hay sustancias salinas, hay silicona, hay este látex que todos conocemos y amamos, de modo que tampoco puedo confiar en mi tacto, ¿verdad? Así pues, sólo me queda un sentido y, como resultado, debo confiar en él por encima de todos los demás. Estoy seguro de que lo entiende.

»Mi nariz es mi medio de vida, señora McBride, y un verdadero dinosaurio nunca jamás olvida un olor. No puede falsificarlo, aunque como usted sabe, puede intentarlo. Puede intentarlo con todas sus tuerzas, pero al final…

Sin prestar atención a sus protestas y ruegos, mientras sus brazos me golpean en e¡ cuello y en ía cara, cojo con fuerza a Judith McBride y le hago una llave paralizante, y con mi mano libre busco detrás de su cabeza, en la espesa mata de pelo que hay justo encima de la nuca. Encuentro fácilmente el artilugio que estoy buscando, fijado al cuero cabelludo con un pegamento familiar, y se lo quito. Judith lanza un grito de dolor.

La pequeña bolsa está llena de polvo de cloro con pétalos de rosa secos, con mondaduras de naranja, y la mezcla emite chorros de olor a dinosaurio a través de una corriente eléctrica continua, suministrada por finos alambres de cobre que parten de una pequeña batería que hay en la propia bolsa.

Agitando el pequeño objeto odorífero ante sus narices, lo sujeto como si contuviese un excremento fresco y humeante.

– Éste es su olor -digo-, los productos químicos que hay dentro de esta bolsa, y esto es lo único que alguna vez hizo que se pareciera remotamente a alguno de nosotros. Tengo el presentimiento de que su esposo era igual. ¿Estoy en lo cierto, señora McBride?

»Usted no es un dinosaurio -digo, y la repugnancia me llénala boca-, No es…, no es más que un simple ser humano.

Entra la música dramática, bis.

Mi dominio de la situación es absoluto. Judith es incapaz de responder. Su boca se abre y se cierra una y otra vez. Sus párpados se mueven fuera de control. Jodido ser humano, debería matarla ahora mismo, no sólo por obligación sino por principio. Mentirme de esa manera, enviarme de un lado a otro del país.

Pero Vallardo interrumpe la escena con un jadeo que concita la atención de dinosaurios auténticos y falsos por igual.

– El huevo -susurra con admiración-. Es la hora.

Nuestras miradas giran hasta posarse en el único habitante del enorme tanque. Las pocas grietas que había advertido antes en el cascarón se han extendido en forma de telaraña y cubren toda la superficie del huevo. Cuando Vallardo introduce algunas órdenes en el ordenador del tanque, un altavoz externo comienza a emitir un zumbido y amplifica los sonidos que rebotan dentro de los confines del tanque de agua. Un crujido, un chasquido y… ¿podría ser eso un sollozo?

– Venga, pequeño -murmura Jaycee-. Tú puedes hacerlo. Rompe el cascarón por mamá.

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