Me marché de allí justo después de que la carne comenzara a volar, pero me las arreglé para que sólo me alcanzaran algunas garras y colas perdidas durante mi retirada, lo que me produjo cortes superficiales. El caos se desató en el instante en que Solomon lo expuso claramente ante nosotros; afirmó que Valiardo estaba tratando de facilitar un nacimiento entre especies, y sólo pasaron unos segundos antes de que comenzaran las escaramuzas por todo el sótano, batallas en miniatura de furia y confusión. El doctor Solomon, quien seguramente no esperaba aquella violenta reacción, que es una de las especialidades del Consejo, recibió una desagradable herida en la cabeza antes de que pudiese reunir la fuerza suficiente como para subir la escalera que lleva a la planta baja de la casa; en esta ocasión, Johnson, enzarzado en un combate sin reglas con Kurzban, seguramente no iba a ayudar al anciano a subir la escalera.
Así pues, mientras sangre, sudor y bilis salpicaban las paredes del sótano, yo cogí a la señora Nissenberg y la arrastré hacia el rincón más alejado.
– Tiene que ser testigo de mi firma en estos papeles -le dije, y saqué una copia de los documentos de rectificación. Todo el tiempo me agachaba para esquivar colas y parar golpes de garras, tratando de hacer cualquier cosa para estar relativamente a salvo.
La señora Nissenberg y yo cumplimos con el trámite formal de firmar y certificar el documento, y luego todo acabó: había sido expulsado oficialmente del Consejo para siempre.
La señora Nissenberg me deseó buena suerte, y yo aún tuve que afrontar unos cuantos golpes más y salvarme por los pelos de algún ataque feroz mientras subía la escalera.
Ahora, mientras regreso a toda velocidad a mi apartamento, cometo no menos de ocho infracciones de tráfico, incluido saltarme un semáforo que hace unos buenos diez segundos que ha cambiado. Hay alguien allá arriba a quien le caigo bien, o al menos que disfruta lo suficiente con mis jugarretas como para dejar que viva un día más.
Pero ¿cómo se me puede culpar por violar unas pocas normas de tráfico cuando mi cerebro está ocupado en tantas cuestiones? Necesito regresar al apartamento, juntar todas las cosas de valor que encuentre, empeñarlas por la pasta que pueda sacarle a Pedro, el tío que lleva la tienda Basura en Metálico 4, en Vermont, y conseguir otro billete de avión a Nueva York. Es necesario que vea a Vallardo y necesito hablar con Judith. También debo encontrar a Sarah, aunque sólo sea para invitarla a cenar, eliminar cualquier idea de esta relación absurda y poner fin a aquello que comenzó de un modo tan inconsciente e imprudente.
La explicación de Solomon acerca de los documentos de Vallardo lo confirma: la mente de McBride estaba desquiciada, pero ese jodido cabrón tenía suficiente pasta y suficientes amigos igualmente chalados como para que apoyaran su delirio.
Pero lo que realmente me asombra -lo que me pone en verdad enfermo- es que su amor por un ser humano -su amor por Sarah- fuese tan grande que McBride verdaderamente sintiese la necesidad de ser el padre de sus hijos. Si Sarah hubiera sabido la bestialidad en la que estaba metida, estoy seguro de que ese descubrimiento la habría mortificado terriblemente, y esta nueva información podría hacer que esa mortificación fuese literal.
En la puerta de mi apartamento alguien ha dejado una notificación de ejecución hipotecaria. La arranco con furia y la rompo en mil pedazos antes de tirarla al suelo con el resto de la basura. También han cambiado la cerradura, pero una tarjeta de crédito anulada, inútil en cualquier otro caso, me permite un rápido acceso a mi casa, ¡maldita sea!
La electricidad está cortada -yo sabía que eso finalmente ocurriría-, lo que significa que ese olor fétido viene de los restos putrefactos que quedaron en la nevera. Camino a tientas por el apartamento y me golpeo las espinillas en la oscuridad. Lo único positivo de la interrupción del suministro eléctrico es que la luz del contestador no parpadea.
Microondas, batidora… ¡Eh!, el televisor aún está aquí. Los aparatos esparcidos por el apartamento deberían ser suficientes como para conseguirme un asiento de segunda clase de regreso a Nueva York; aunque tenga que sentarme en el ala, cogeré ese avión.
Pero no hay ninguna posibilidad de que pueda volver esta noche. El sol está a punto de desaparecer en el horizonte y, aunque fuese capaz de llevar toda esta mierda al coche, no podría llegar a la tienda de Pedro antes de la hora de cierre.
Necesito dormir un poco. La última vez que conseguí dormir el tiempo suficiente como para entrar en la fase REM fue…, veamos…, hace dos noches en el Plaza. Contando con los dedos -que se separan y se convierten en una mancha borrosa-, he pasado aproximadamente cuarenta horas con apenas una cabezada ocasiona!, y me asombra que pueda seguir funcionando. Aún no se han llevado Sa cama, de modo que decido bajar las persianas, acostarme y echar un sueño corto.
Suena el timbre. No sé qué hora es, pero el sol ya se ha puesto y las luces de la calle están encendidas. Las habitual-mente agradables campanillas electrónicas que conecté al timbre eléctrico en las últimas Navidades me destrozan los nervios mientras retumban en mis tímpanos; en cambio, el timbre alimentado a pilas vuelve a quedarse mudo un momento después. Echo un rápido vistazo por la ventana hacia la pequeña zona de aparcamiento que hay delante del edificio, pero no veo otros coches que los que pertenecen a los humanos y dinosaurios que viven en los alrededores. En un costado alcanzo a ver el capó de lo que podría ser un Lincoln aparcado justo detrás de nuestro contenedor de basura; pero no estoy seguro. Voy hasta la puerta, desplazando mi amodorrado cuerpo lo más rápidamente que puedo, y echo un vistazo a través de la mirilla, preparado para quitarme los guantes y desnudar mis garras si las circunstancias lo aconsejan. Mi cola se agita con involuntaria anticipación, y el pulso se acelera en la parrilla de salida.
Es Sarah. Lleva una blusa de seda blanca y una falda corta y negra; piernas, piernas, piernas.
En lo único en que estoy pensando es en que no hay nada en lo que esté pensando. En mis buenos tiempos conseguí capturar a unas cuantas manzanas podridas que habían permanecido impasibles mientras les llevaba a la comisaría, y siempre me pregunté por qué tenían esa mirada de ciervo sorprendido-por-los-faros delanteros. Ahora lo sé. El cerebro se cierra cuando y donde quiere. No sigue un horario fijo.
Sarah sonríe ante la puerta, delante de la mirilla; supone que yo la estoy observando desde el interior. El pequeño cristal distorsiona sus rasgos, extiende sus labios hasta convertirlos en pececillos de colores, convierte sus dientes en grandes monolitos blancos, estrecha sus ojos. Es un espectáculo horrible. Abro la puerta.
Nos abrazamos sin decir una palabra. Mis brazos rodean su cuerpo y la atraen contra el mío. Si pudiese envolverla, lo haría. Si pudiese convertirla en parte de mi cuerpo, absorberla, incorporarla, lo haría. Sarah se coge con fuerza a mi cintura, aferrándose como si quisiera asegurarse contra un viento huracanado. Apoya la cabeza en mi pecho, y su pelo agitado cubre mi nariz. Su perfume artificial es hermoso para mí, a pesar de sus componentes sintéticos.
Nos besamos. Lo hemos hecho antes, lo volveremos a hacer, y no puedo evitarlo, de modo que nos besamos. El beso se prolonga. Envía llamaradas que estallan en mi cabeza. Mis manos se deslizan por todo su cuerpo, repasando sus curvas, sus exquisitas líneas, y nada me haría más Feliz en este momento que arrancarme el disfraz para sentir su piel con mis auténticas manos, comprenderla con mi verdadero ser.
Quiero preguntarle por qué está aquí, cuándo ha llegado a la ciudad, dónde se aloja; pero sé que ya habrá tiempo para eso, Más tarde, más tarde. Todavía en silencio, Sarah me coge de la mano, la aprieta, y entiendo perfectamente la pregunta implícita en ese gesto. Yo también aprieto su mano y conduzco a mi amante humana hacia el dormitorio.
El cuerpo está perfectamente controlado, los ojos y el cerebro me observan desde las gradas, alentándome. Sarah me desnuda -a mi yo exterior, quiero decir-; me desabrocha lentamente la camisa, me la quita y la deja caer descuidadamente al suelo. Sus manos se frotan contra mi pecho, y transfieren el toque firme y cálido a la verdadera piel que hay debajo. Yo cojo sus pechos con firmeza, mi primer contacto físico con un ser humano, y ella responde con un suave gemido. Sea lo que sea lo que esté haciendo, debe de estar bien. Sarah se inclina y lame el vello de mi pecho; desliza la lengua por los pezones y baja hacia el estómago. Mi torso simulado es bastante agradable, según los parámetros humanos; no es (o suficientemente bello como para que aparezca en una de esas revistas para mujeres, pero me han dicho personas que están en el ajo que tengo un pecho aceptable y unos abdominales que superan claramente la media. No obstante, con la mirada de Sarah entreteniéndose en cada centímetro de mi cuerpo, me gustaría haber pagado a plazos unos buenos pectorales.
A Sarah, que sonríe ahora con dulzura mientras nos colocamos en posición para volver a besarnos, no parece importarle en absoluto mi cuerpo natural, y traslada su atención a la zona que hay debajo de la cintura. Sus manos se aceleran, pasando de la fase sensual a la frenética, mientras me quita el cinturón y lo arroja por el aire. Cremalleras que ahora se bajan, botones que saltan, pantalones que vuelan hacia la pila que hay en el suelo; echo la casa por la ventana, cuidando de no arrugar nada, de no romper nada, mientras manipulo torpemente botones, y cintas, y presillas. La ropa femenina, aunque un verdadero incordio, es infinitamente más delicada que la nuestra, y tengo que hacer un esfuerzo para no desgarrar la tela que cubre su cuerpo con una mezcla de frustración y anticipación.
No sé exactamente cómo o cuándo pasar a la cama, pero cuando mis ojos se abren después del beso más satisfactorio y profundo que estos labios hayan tenido nunca el honor de experimentar, me encuentro abrazado a Sarah encima del edredón verde y azul, desnudo como el día en que me puse mi primer disfraz.
Sarah también está desnuda, y quita el aliento. Literalmente, después de unos momentos de contemplar cómo su elástico cuerpo se contorsiona anticipando lo que vendrá, me veo obligado a abofetearme para respirar. Sarah atrae nuevamente mi rostro hacia el suyo y coge mis mejillas entre sus delicadas manos; las uñas acarician mi piel exterior, pero aun así, ¡oh!, la sensación es tan deliciosa. Rodamos sobre la cama, moviéndonos como un solo cuerpo mientras me preparo para traicionar a mi especie de la forma más maravillosa que pueda imaginarse.
Un dinosaurio hembra -y la mayoría de los machos, imagino- enfoca el sexo de un modo muy racional y práctico. El acto en sí mismo es tratado casi como una obligación, no para con su amante, su pareja o su feminidad intrínseca, sino para con la propia especie. Es como si hubiésemos sido incapaces de abrirnos camino desde debajo del pulgar de las urgencias animales básicas a pesar de unos buenos cientos de millones de años de evolución. Cuando llega el momento de procrear (o al menos de pasar por sus etapas), llega el momento de procrear, y pobre de la criatura que intente impedir que un dinosaurio hembra consiga sus propósitos.
Pero más allá hay todo un mundo, ahora lo sé; hay un nivel más profundo del que pueda proporcionar cualquier manual tántrico. ¿Cómo he podido vivir tanto tiempo sin esto?
En el pasado, naturalmente, no tuve ninguna experiencia fuera de mi propia especie, y en consecuencia ninguna pista de que algo faltase en la ecuación. Pero ahora, mientras muevo mi cuerpo con el de Sarah, mi piel disfrazada casi invisible a mis sentidos hiperextendidos, me doy cuenta de que este acto representa mucho más, que existe un elemento de sensualidad que nunca había experimentado. Con los dinosaurios, la carne cruje y gira, y la piel se frota ásperamente en una capa caliente de fricción. Con los seres humanos -con Sarah-, la carne se expande, se hincha, se condensa, en una ondulación única. Mientras penetro y me retiro de su cálida abertura, con mi congestionado miembro tenso contra los límites de la extensión de látex, tenso dentro de los límites de mi nueva amante, ella se mueve conmigo, y nuestras energías se funden en una gran ola de movimiento y calor. Con los dinosaurios, los sonidos son chillidos y gemidos, bramidos a la religión del placer. Con Sarah son suaves murmullos y latidos sincopados, delicados jadeos y susurros a la noche. No me siento en absoluto culpable.
Cuando acabamos, cuando estamos agotados, cuando nuestros brazos caen a nuestros lados, exhaustos por haber permanecido abrazados tan estrechamente, reúno mis últimas energías y coloco el brazo debajo del frágil cuerpo de Sarah para acurrucaría contra mi pecho. No es de machos acunar así a una hembra, pero mi habitualmente ubicuo sentido de la timidez ha abandonado el edificio, expulsado durante toda la noche como un gato molesto.
Mirándonos el uno al otro, sin pronunciar una sola palabra, con las miradas entrelazadas, las pupilas aún dilatadas en la oscuridad de la habitación y sus iris verdes resaltando magníficamente contra la cascada de pelo rojo que cae sobre sus mejillas, soy incapaz de impedir que mis manos vaguen libremente; recorro su cuerpo en un viaje a través de lo desconocido. Acaricio su pecho y pellizco ligeramente el pezón con las puntas de los dedos. Nunca había tocado el pecho de un ser humano antes de esta noche, y lo encuentro extrañamente firme y sensual.
Hacemos nuevamente el amor. No sé de dónde saco la energía, pero si alguna vez localizo esa fuente, podría poner un negocio con una patente de movimiento perpetuo.
Uno de nosotros debe hablar primero. Supongo que para ella es posible vestirse en silencio, besarme y marcharse de mi apartamento sin decir una palabra en todo ese tiempo; supongo que sería romántico, fantásticamente romántico tal vez. Pero alguien tan bocazas como yo no puede permitir que eso suceda. Y aunque me encojo cuando el investigador privado que tiene alquilado un espacio en mi mente se levanta y pide hablar con el casero, yo también tengo algunas preguntas que hacer.
– ¿Qué tal el vuelo? -comienzo.
Sarah aún está desnuda, extendida a lo largo de la cama; yo he cubierto mi cuerpo disfrazado con la sábana. Tengo frío, mi circulación es pobre. Realmente tendría que ver a un médico.
Ella se echa a reír; es una risita aguda que me incita a saltar sobre ella y comenzar todo otra vez a pesar de la extraña comezón que siento en la cola y en las extremidades inferiores. Espero que esos repetidos movimientos de embestida no hayan dañado la faja; en cuanto me sea posible debería correr al cuarto de baño para comprobar el aparato. Una faja rota puede provocar graves problemas circulatorios, que a su vez pueden causar una pérdida temporal, y en algunos casos permanente, de sensibilidad en las zonas afectadas.
– ¿Qué tal el vuelo? -repite Sarah, apartándose el pelo de la cara-. ¿Eso es lo que quieres preguntarme?
– Me imaginé que te lo preguntaría en algún momento. Y éste es tan bueno como cualquier otro. Le doy un beso en la nariz. -El vuelo estuvo bien -dice ella-qué película vimos?
– Me encantaría saberlo. -Espartaco.
– ¿No es una película un tanto vieja? -Era un avión viejo. Además, ocupó la mayor parte del viaje. -Bosteza, se estira, y veo que sus músculos se tensan por el esfuerzo-. Ahora ya puedes preguntarme lo que realmente quieres preguntarme, que es por qué estoy en Los Ángeles. -Bueno…, pues ahora que lo mencionas… -Tengo un pequeño trabajo para cantar. -Un trabajo para cantar. Me muestro escéptico.
Sarah baja la vista y desliza un dedo por mi pecho. -¿No me crees?
– No es que no te crea -digo-. Es sólo que pensé que tal:| vez… -Pensé que tal vez ella había recorrido todo este camino sólo para verme. No puedo acabar la frase; apesta a feminidad.
– Encontré un mensaje en mi contestador cuando regresé de tu hotel. Mi agente me consiguió un pequeño trabajo en un estudio para cantar como música de fondo en un álbum de B. B. King. Hemos estado grabando todo el día.
– ¿Y luego decidiste venir a verme? ¿De modo que soy secundario?
Sarah me hace cosquillas; es una guerra relámpago viciosa, que me envía rodando a través de la cama antes de que pueda montar mi contraataque. Pronto nos estamos besando otra vez como dos adolescentes que se dan el lote en el sofá de la sala de estar antes de que los padres de ella lleguen a casa.
Permanecemos unos minutos en silencio, abrazados, deleitándonos con el perfecto ajuste de nuestros cuerpos. Estamos hechos a medida el uno para el otro.
– ¿Cuándo regresas a Nueva York? -pregunto.
– Tengo un billete abierto -dice Sarah-, pero se supone que la grabación termina pasado mañana. -Siento una mano que presiona mi rodilla disfrazada. Se mueve hacia arriba, en dirección a esa mezcla de fibras sintéticas que representan mi muslo. Siento un intenso hormigueo en la cola, y no sé si se debe sólo a la falta de circulación-. Por supuesto, podrían persuadirme para que me quedase.
Ésa es toda la invitación que necesito para volver a la carga. ¡Hoy soy una dinamo! Alguien debería embotellar mi energía sexual y utilizarla para electrificar la India.
Casi cuatro horas e incontables sesiones amatorias desde que Sarah llegó a mi apartamento esta tarde. La invito a pasar la noche conmigo. Ella acepta.
– Deja que vuelva a mi hotel a buscar mis cosas -dice.
– Te llevaré en coche -me ofrezco.
– He alquilado uno.
– No conoces el camino.
– Tengo un plano -dice ella, y se echa a reír-. Cariño, esta vez volveré, ¿de acuerdo? -Sarah, ahora completamente vestida, se inclina sobre la cama y me besa en la boca. Su lengua busca ansiosamente la mía. Trato de ponerla de espaldas en la cama para otra sesión de juegos, pero ella se aparta sacudiendo un dedo. Eres un niño travieso -dice con una sonrisa-. Tendrás que esperar para eso.
Asiento. Realmente será mejor si nos separamos durante un par de horas. Eso le dará tiempo a Sarah para preparar su equipaje, y a mí para ajustar el disfraz y adaptarme a la realidad de lo que acaba de ocurrir. Ahora que mi cerebro se ha liberado del éxtasis constante de las cumbres orgásmicas, tiene una posibilidad de ocuparse de la actual pérdida de sensibilidad en la cola. Todos los ajustes están en orden.
Salto fuera de la cama -ahí está ese hormigueo- y acompaño a Sarah hasta el vestíbulo. Nos abrazamos otra vez, y me oculto detrás de la puerta cuando ella sale del apartamento. No soy un exhibicionista, disfrazado o no.
– ¿Una hora aproximadamente?
Ella se echa a reír, obviamente divertida por mi falta de vanidad. La quiero, y ella lo sabe; fin de la historia.
– Lo antes posible, Vincent.
Sopla un beso hacia mí y se aleja en dirección al coche. Cierro la puerta con llave y me aseguro de que las persianas están bajadas.
Ese hormigueo, esa comezón, se ha intensificado, y ahora se extiende por todo el cuerpo. Algo importante debe de haber dejado de funcionar en las profundidades de mi disfraz, y sólo puedo esperar descubrirlo a tiempo para impedir daños mayores. No me molesto en quitarme la máscara y el torso falsos, ya que es un verdadero fastidio aplicar correctamente el pegamento para conseguir esa firme sujeción capaz de resistir el más intenso ataque de besos, pero sí me despojo de la parte inferior de mi capa exterior. El traje de látex se desprende lentamente de mi pellejo y la parte posterior tiene una consistencia gomosa gracias a la concentración de sudor y otros fluidos naturales expulsados en las últimas horas.
De pie en la sala de estar, delante del espejo de cuerpo entero que cuelga de la pared, examino mis fajas y bragueros sustentadores, buscando alguna rotura en su superestructura. Hasta ahora no veo nada anormal. ¿Es posible que esta sensación, tan próxima a mi entrepierna, sea puramente psicológica? ¿Una consecuencia de la culpa reprimida por lo que sin duda alguna es el acto más antinatural que he cometido en mi vida? Realmente espero que no, porque si tengo alguna voz en este asunto, pienso ser antinatural otra vez.
Espera, espera… Ahí está. Justo debajo de mi serie G, la grapa que siempre me causa los mayores problemas. Una tira de tela se las ha ingeniado de alguna manera para doblarse y formar un nudo corredizo en mi cola. No puedo imaginar cómo pudo haber ocurrido, pero con todas esas nuevas e interesantes posturas que Sarah y yo estuvimos practicando durante horas, no me sorprende el resultado.
Cogiendo la cola con una mano aún enguantada, tiro de la tela hacia abajo y hacia afuera, colocándola en una posición menos peligrosa; casi al instante recupero la sensibilidad, una gloriosa sensación que invade nuevamente mi cuerpo como un río liberado de su presa. No es tan agradable como hacer el amor con Sarah, pero ocupa un ventajoso segundo lugar.
Tal vez debería quitarme completamente el disfraz y hacer todos aquellos reajustes necesarios para impedir que esto vuelva a pasarme. Espero que Sarah y yo podamos repetir nuestra actuación anterior una vez que ella regrese al apartamento y no quiero que ningún desperfecto técnico se interponga entre nosotros. La próxima vez, esa tira de tela podría enrollarse y quedarse atascada en alguna parte mucho más vital que mi cola.
Localizo los botones invertidos ocultos detrás de mis pezones y los extraigo de sus confínes, forcejeando para apartar el torso de látex de la piel interna. Los torsos siempre me dan problemas, tal vez porque en ellos hay muy pocos lugares para ocultar las fijaciones indispensables. Las máscaras disponen de incontables escondites: debajo del pelo, dentro de la oreja, en la nariz, etc. La parte inferior del cuerpo permite la colocación de cremalleras y botones en otras áreas menos aceptables socialmente, aunque a la larga funcionan bien.
Ya casi he conseguido coger esa última tira de velero que se ha desprendido. Hago un esfuerzo, extiendo la mano…
Y Sarah entra por la puerta.
– Vincent, olvidé preguntarte qué calle…
Se queda paralizada. Yo me quedo paralizado. Sólo sus ojos se mueven, y recorren mi cuerpo a medio disfrazar, tratando de asimilar el espectáculo que se desarrolla delante de ella. Y puedo proyectarme en la cabeza de Sarah, verme a mí mismo del modo como debo verme a través de sus ojos: un lagarto vestido con piel humana separada del cuerpo, una bestia que ha surgido arrastrándose desde las profundidades de la prehistoria para aterrorizar y devorar a jóvenes y pequeñas mujeres. Un monstruo, una aberración de la naturaleza. Lujuria, y pasión, erotismo, y también amor, quedan olvidados cuando mi instinto, mi jodido instinto, ordena la ley marcial en mi cuerpo y se hace cargo de todas las funciones.
– Vincent… -dice ella, pero la interrumpo con un poderoso salto a través de la habitación.
Cierro la puerta con una garra ya expuesta y reboto en la pared para golpear a Sarah en el pecho. Ella cae al suelo, aterrizando de espaldas con una sorprendida exhalación de todo el aire de los pulmones. Mis garras buscan su garganta mientras mis rugidos hacen añicos el espejo y los diminutos cristales caen sobre la alfombra.
Conozco cuál es mi deber. Tengo que matarla.
– Lo siento, Sarah -consigo decir, al mismo tiempo que preparo mi garra para el salto final sobre su hermoso y tembloroso cuello. Ella jadea tratando de respirar, tratando de decir algo, pero el aliento no alcanza a salir…
– Lo siento -repito, y lanzo el golpe final.
Me quedo bloqueado. Su brazo inmoviliza el mío en el aire, y las afiladas garras se detienen a centímetros de su garganta. ¿Cómo es posible? Tal vez el pánico ha hecho que sacara sus últimas fuerzas. Lanzo un golpe con la otra mano. Las cuchillas naturales destellan en…
Pero el golpe queda detenido en el aire otra vez. Sarah lucha con mis brazos, manteniendo su muerte a raya. Tiene el rostro convulsionado por el dolor.
– Vincent -consigue decir, y su voz es dos octavas más grave que antes-. Espera.
Pero aún persiste esa sensación innata de peligro, de responsabilidad. Me dice: «¡No te detengas, acaba el trabajo, mata a la humana antes de que ella lo revele todo al mundo!»; Y vuelvo a contraer los músculos, ansioso por terminar con aquello de una vez y comenzar lo que seguramente será un prolongado período de duelo.
– Espera -repite Sarah, y esta vez esa palabra consigue atravesar el estrépito de la demencia instintiva y frena la presión de mis brazos. ¿Es una estupidez de mi parte? ¿Acaso ha vuelto a aparecer ese hábito humano de tratar de entender todas las cosas, lo que cuesta un valioso tiempo? En el mundo de los dinosaurios no analizamos todas las cosas hasta la exasperación. Nosotros vemos, reaccionamos y conquistamos. Con mi cópula interespecies a apenas media hora detras de mí, me siento profundamente disgustado por cualesquiera mínimos rasgos de humanidad que pueda haber incorporado a mi persona a lo largo de!os años. ¡Debería matarla ahora! Pero me encuentro esperando lo que Sarah tiene que decirme.
Me siento sobre mis cuartos traseros, con los múscuios aún tensos. Estoy preparado para golpear si ella intenta correr, huir hacia el mundo exterior. Amo a Sarah con el alma que me haya quedado en este cuerpo, pero no puedo correr el riesgo de confiar en ella; no, tratándose de esto.
Espero que ella implore piedad, que explique que jamás revelará a ningún ser viviente lo que ha visto hoy en mi apartamento, que ruegue por su vida como lo han hecho oíros antes que ella. Pero ella ni siquiera abre la boca; no intenta hablar.
En cambio, Sarah simplemente aparta el pelo sobre los hombros y levanta las manos como si fuese a reunir la cabellera roja en una coleta. Oigo un clic, un zzzíp familiar, y Sarah vuelve a bajar esos hermosos brazos. Sentiré una gran tristeza cuando se hayan ido.
Un cambio en sus facciones, un imposible deslizamiento hacia la izquierda. Las narices no se mueven de ese modo. Los mentones no se mueven de ese modo; al menos, no sin la intervención de una cirugía reconstructiva mayor. Las cejas están cayendo, seguidas de las rosadas mejlllas, y qué demonios está pasando…
La máscara de Sarah se desprende, la piel cae y se arruga, apartándose de su rostro. Un pellejo marrón brillante, con la textura de un papel de lija suave, aparece debajo. Las lentillas se desprenden de los ojos como glóbulos verdes que aletean hasta posarse sobre la alfombra. Retrocediendo a trompicones, mi cuerpo ya ha escapado a mi control mientras esa capa de piel falsa se desprende por completo dejando al descubierto su auténtico pellejo. Yo contemplo la escena con enorme incredulidad, mientras ella se pone de pie y se quita el resto del disfraz.
El traje de látex sigue al traje de látex mientras Sarah Archer se quita lenta y deliberadamente cada hoja de piel falsa, cada gramo de maquillaje, cada centímetro de cinturón, de faja y de suspensor del cuerpo real que hay debajo. No sé cuánto tiempo ha pasado: ¿un minuto?, ¿una hora?, ¿un día? No tiene ninguna importancia. Mientras tanto sigo contemplando la desaparición gradual de Sarah Archer y la igualmente gradual revelación de una Coelophysis de aspecto muy familiar.
– Vincent -dice ahora suavemente-, quería decírtelo.
Tendría que haberlo visto venir, tendría que haberlo sabido desde el principio. Soy un profesional entrenado, ¡por el amor de Dios! Estaba ahí todo el tiempo, por supuesto. Habría sido lo suficientemente fácil de detectar si yo no hubiese estado tan cegado por mis propias ansias de tesoros prohibidos.
Sarah Archer es Jaycee Holden. Jaycee Holden es Sarah Archer. Podéis ponerlo del modo que más os guste. Las dos mujeres son la misma y siento que los crecientemente inestables puntales que sustentan mi mundo se derrumban debajo de mí cuando el resto de mis músculos también cede. Alguien, aparentemente, está reduciendo la intensidad de las luces…