Ben Garrison conocía una o dos formas de infligir dolor. El chaval era más joven y alto, pero Ben sabía que él era más fuerte y, ciertamente, también más espabilado. Aquel pringao duraría cinco segundos si le echaba la mano al cuello y apretaba en el lugar preciso.
– Nada de periodistas, Garrison. ¿Cuántas veces tenemos que decírtelo? -le gritó el chaval.
Agarró la Leica de Ben y logró quitarle de la correa que llevaba colgada al cuello. La cámara de 35 milímetros tenía casi tantos años como Ben, y seguramente era más dura. Qué demonios, había sobrevivido a una estampida de caribús en Manitoba, y hasta había rodado por una duna de arena en Egipto. Sin duda podía sobrevivir a un fanático religioso con muy mala hostia.
– ¿Por qué no queréis periodistas? ¿De qué tiene miedo vuestro amado líder? ¿Eh? -siguió pinchándole Ben.
Conocía a aquel chaval de una breve visita que había hecho a su campamento al pie de los montes Apalaches. Hasta le caía bien, en cierto modo. Por lo que había visto en otras ocasiones, aquel chico, aquel tal Brandon, tenía pasión, tenía fuego en las tripas, pero ignoraba por completo qué hacer con él.
Brandon volvió a tirar de la cámara, y esta vez Ben le dio un empujón que lo tumbó de espaldas. De pronto, el chico se puso tan rojo como su pelo. Miraba a Ben como un toro listo para embestir. Ben veía cómo se hinchaban los alvéolos de su nariz y cómo se cerraban sus puños.
– Déjalo ya, chaval -Ben se echó a reír y le hizo un par de fotos para demostrarle que no se achantaba-. Puede que el reverendo Everett me haya echado de su escondrijo, pero no va a librarse de mí tan fácilmente. ¿Por qué no manda a hombres de verdad a hacer el trabajo sucio?
Brandon había vuelto a levantarse; tenía la mandíbula y los dientes apretados, y los puños listos para golpear. Ben imaginó que de sus orejas salían nubecillas de vapor, como en las tiras cómicas. Pero aquel chaval necesitaría algo más que bocadillos en los que pusiera «¡Bum!» y «¡Bang!» para asustar a Ben Garrison. Él había sobrevivido a la cerbatana de un aborigen y al machete de un tutsi. Al igual que su Leica, había presenciado unas cuantas luchas a muerte, y ésa no era una de ellas. Ni de lejos. Pobre chaval. Y con todos sus amigos mirando. El reverendo Everett, sin embargo, no acudiría para salvar a aquellos pobres tontos.
A su alrededor se había reunido un pequeño gentío que se encaramaba a la escalinata del monumento a Jefferson para ver mejor el espectáculo. Sin embargo, todo el mundo se mantenía a distancia. Incluso la pandilla de chavales -los amigos del pelirrojo- merodeaban por allí como perros en celo, pero, al igual que perros cobardes, se mantenían alejados. Ben se rascó la áspera mandíbula, harto de todo aquello. Se había pasado la tarde haciendo fotos insulsas a nínfulas de culo prieto y cadera plana. A algunas las conocía. A una hasta la había seguido durante un tiempo, confiando en poder hacerle una fotografía obscena para el Enquirer y de ese modo poner en ridículo a su papaíto, un pez gordo. Se quedaría por allí y haría algunas fotos de la concentración para captar en acción al cabronazo del reverendo Joseph Everett. Aquel remedo barato de rebelde sin causa no iba a impedírselo. Ninguno de los miembros de la organización de Everett podría impedírselo, particularmente si se empeñaban en hacer uso de lugares públicos.
Subió varios peldaños, dejando que el toro bufara y pateara, y fingió seguir el divino precepto de poner la otra mejilla. Veía a lo lejos que la gente empezaba a acudir en bandadas al monumento a Franklin Delano Roosevelt.
Le extrañaba que Everett hubiera elegido aquel lugar para su mitin en Washington, en lugar de preferir el monumento a Jefferson. Jefferson parecía más en la onda del credo de Everett sobre las libertades individuales y el papel limitado del gobierno. ¿Acaso no había puesto en marcha Roosevelt algunos programas gubernamentales que Everett aborrecía? El bueno del reverendo era un cabrón retorcido. Pero él estaba decidido a exponer públicamente su verdadera faz. Y para impedírselo haría falta algo más que aquel gamberro con tantos humos.