DOMINGO, 24 de noviembre
Hyatt Regency Crystal City
Arlington, Virginia
Maggie volvió a mirar la hora. Su madre llegaba quince minutos tarde. En fin, ciertas cosas nunca cambiaban. Enseguida se reprendió por haber pensado aquello. Después de todo, su madre estaba intentando cambiar. No sufría crisis de alcoholismo, ni chapuceros intentos de suicidio desde hacía más de seis meses. Todo un récord, aunque Maggie no acababa de creérselo.
Su madre rara vez salía de Richmond, pero últimamente viajaba cada semana a un sitio nuevo. A Maggie la había sorprendido su llamada de la noche anterior, y más aún descubrir que su madre la llamaba desde el Crystal City Hyatt. No recordaba la última vez que su madre había visitado Washington. Le había dicho a Maggie que había ido a un encuentro religioso o algo así, y por un momento Maggie había pensado con horror que llamaba para invitarla. Ahora se preguntaba por qué había creído que desayunar con ella resultaría menos embarazoso. ¿Por qué no le había dicho simplemente que no?
Bebió un sorbo de agua y deseó que fuera whisky. El camarero le sonrió de nuevo desde el otro lado del restaurante con una de aquellas sonrisas compasivas que parecían decir:
«Lamento que te hayan plantado». Decidió que, si su madre no aparecía, pediría huevos revueltos con beicon y una tostada con un vasito de whisky en vez de zumo de naranja.
Dobló la servilleta por tercera vez, a pesar de que lo único que quería era frotarse los ojos exhaustos. Sólo había dormido dos horas. Se había pasado la noche luchando a brazo partido con el recuerdo de Delaney, que estallaba en su cabeza una y otra vez. Dios, cuánto odiaba los entierros. Ni siquiera la candorosa resignación de Abby había impedido que sus recuerdos afloraran e invadieran sus sueños. En la pesadilla que por fin la había convencido de que debía mantenerse despierta, se había visto a sí misma arrojando puñados de tierra a un hoyo negro. El proceso parecía interminable y agotador. Cuando por fin miraba por encima del borde de la sepultura, veía que la tierra se convertía rápidamente en gusanos que se dispersaban y bullían sobre el rostro de su padre, cuyos grandes ojos la miraban fijamente. Y, además, su padre llevaba aquel ridículo traje marrón y el pelo mal peinado.
Maggie parpadeó y sacudió la cabeza para ahuyentar aquella imagen. Buscó al camarero con la mirada. Era absurdo posponer el whisky. Justo en ese momento vio entrar a su madre por la puerta del restaurante. Al principio, no reconoció a aquella atractiva morena vestida con traje chaqueta azul marino y bufanda roja. Su madre la saludó con la mano, y Maggie volvió a mirar. Su madre solía llevar absurdos conjuntos que demostraban lo poco que se preocupaba por su apariencia. Pero la mujer que se acercaba a su mesa parecía un señora sofisticada.
– Hola, cielo -dijo la impostora con un tono empalagoso que Maggie tampoco reconoció, aunque había en su voz una aspereza familiar, vestigio de un hábito de dos paquetes diarios-. Deberías ver mi habitación -añadió con un entusiasmo que prolongaba la farsa-. ¡Es enorme! El reverendo Everett ha tenido la amabilidad de permitir que nos quedáramos aquí a pasar la noche. Ha sido muy bueno con Emily y Stephen, y también conmigo.
Maggie apenas logró proferir un saludo asombrado antes de que su madre se sentara y el camarero se acercara a su mesa.
– ¿Quieren comenzar la mañana con zumo y café, o quizás con un cóctel de champán con zumo de naranja?
– Para mí, sólo agua de momento -dijo Maggie, y miró a su madre como si quisiera ver si aceptaba la sugerencia del camarero de tomar una copa antes de mediodía. Antes, la hora del día nunca había sido impedimento para ella.
Kathleen O'Dell señaló el vaso que Maggie tenía delante.
– ¿Eso es agua del grifo?
– Creo que sí. No lo sé.
– ¿Podría traerme una botella de agua, por favor? Un agua de manantial de Colorado estaría bien.
– ¿De Colorado?
– Sí, bueno… agua de manantial embotellada. Preferiblemente de Colorado.
– Sí, señora. Veré qué puedo hacer.
Kathleen esperó hasta que el camarero se perdió de vista y luego se inclinó sobre la mesa y le susurró a Maggie:
– Ponen toda clase de productos químicos en el agua del grifo. Porquerías que provocan cáncer.
– ¿Quién?
– El gobierno.
– Mamá, yo estoy a las órdenes del gobierno.
– Claro que no, cielo -se recostó en la silla y sonrió mientras alisaba la servilleta sobre su regazo.
– Mamá, el FBI es una agencia gubernamental.
– Pero tú no piensas como ellos, Maggie. Tú no formas parte de… -bajó la voz y susurró-… la conspiración.
– Aquí tiene, señora -el camarero le puso delante una bonita copa de cristal llena hasta el borde de agua y adornada con una rodaja de limón. Pero sus esfuerzos fueron recibidos con una mueca de desagrado.
– Pero, bueno, ¿cómo voy a saber si esto es agua mineral embotellada si me la trae en un vaso?
El camarero miró a Maggie en busca de ayuda. Pero ella dijo:
– ¿Podría traerme a mí un whisky? Solo, por favor.
– Claro. Un whisky solo y una botella de agua mineral en botella.
– Preferiblemente de Colorado.
El camarero dirigió a Maggie una mirada exasperada, como si esperara nuevas exigencias. Pero ella le alivió diciendo.
– Mi whisky puede ser de cualquier parte.
– Desde luego -el camarero logró esbozar una sonrisa y volvió a marcharse.
Apenas se había ido cuando su madre se inclinó de nuevo sobre la mesa y susurró:
– Es muy temprano para beber, Maggie.
Maggie refrenó el impulso de decirle que tal vez hubiera heredado aquella tendencia de ella. Apretó la mandíbula y retorció la servilleta sobre su regazo.
– Anoche no dormí mucho -dijo a modo de explicación.
– Entonces te sentará bien un café. Voy a decirle al camarero que vuelva -hizo ademán de llamar al camarero.
– No, mamá. Déjalo.
– Lo que necesitas es un poco de cafeína. El reverendo Everett dice que la cafeína tiene un efecto medicinal si no se abusa de ella. Un poco te sentará bien. Ya verás.
– No, no quiero café. Ni siquiera me gusta el café.
– Pero, bueno, ¿dónde se ha metido ese hombre?
– Mamá, déjalo.
– Ah, está en aquella mesa. Voy a…
– Déjalo, mamá. Quiero el puto whisky.
La mano de su madre se detuvo en el aire.
– Bueno…, está bien -posó la mano sobre su regazo como si Maggie le hubiera dado una bofetada.
Maggie nunca le había hablado así antes. ¿Qué coño le había pasado? Mientras la cara de su madre iba poniéndose roja, Maggie intentó recordar si alguna vez la había visto avergonzada, a pesar de que en muchas ocasiones se habría merecido una reacción semejante. Como la vez que la hizo arrastrar su cuerpo semi inconsciente por tres tramos de escaleras, o cuando se despertaba en medio de un charco de vómito.
Maggie apartó la mirada y buscó al camarero mientras se preguntaba si podría soportar un desayuno entero con aquella mujer. Hubiera preferido estar en cualquier otra parte.
– Supongo que ese dichoso perro te tuvo despierta toda la noche -dijo su madre como si el negro nubarrón del pasado no pendiera sobre la mesa.
– No, la verdad es que fue mi trabajo para el gobierno.
Su madre la miró. Y, pese a todo, sonrió.
– ¿Sabes qué estoy pensando, cielo? -como de costumbre, cambió de tema. Se le daba de miedo escurrir el bulto-. Estaba pensando que deberíamos celebrar una gran cena de Acción de Gracias.
Maggie la miró con fijeza. Debía de estar bromeando.
– Prepararé un pavo relleno. Será como en los viejos tiempos.
¿Los viejos tiempos? Aquello tenía que ser un chiste, pero su madre parecía hablar en serio. La idea de que aquella mujer supiera siquiera por dónde había que rellenar un pavo le resultaba inconcebible.
– Invitaré a Stephen y a Emily. Ya va siendo hora de que les conozcas. Y tú puedes traer a Greg.
Ah, no era un chiste. Pero su madre tenía sin duda segundas intenciones. Claro, ¿cómo no lo había visto venir antes?
– Mamá, sabes perfectamente que eso es imposible.
– ¿Cómo está Greg? Me gustaría verlo alguna vez -prosiguió Kathleen O'Dell como si Maggie no hubiera dicho nada.
– Supongo que está bien.
– Pero os seguís hablando, ¿no?
– Sólo sobre el reparto de nuestros bienes.
– Oh, tesoro. Deberías pedirle perdón. Estoy segura de que Greg aceptará que vuelvas.
– ¿Cómo dices? ¿Por qué exactamente debería pedirle perdón?
– Ya sabes.
– No, no lo sé.
– Por engañarlo con ese cowboy de Nebraska.
Maggie refrenó su ira retorciendo la servilleta que tenía sobre las rodillas.
– Nick Morrelli no es un cowboy. Y yo no engañé a Greg.
– Puede que no físicamente.
Su madre la miró a los ojos y Maggie no pudo apartar la mirada. Nunca le había hablado de Nick Morrelli, pero estaba claro que Greg sí. Había conocido a Nick el año anterior. En aquel entonces, él era sheriff en un pueblo de Nebraska. Habían pasado una semana juntos persiguiendo a un asesino de niños. Desde entonces, no conseguía quitárselo de la cabeza por mucho tiempo. Además, últimamente le resultaba mucho más difícil no pensar en él, porque Nick se había trasladado a Boston, donde ejercía como ayudante del fiscal del distrito del condado de Suffolk. Pero no estaba saliendo con él. En realidad, había insistido en que se vieran lo menos posible hasta que el divorcio fuera definitivo. Y, pese a sus sentimientos, no se había acostado con Nick. Nunca había engañado a Greg; al menos, en sentido estricto. Pero tal vez fuera culpable de haberlo engañado de corazón.
Daba igual. En cualquier caso, aquello no era asunto de su madre. ¿Cómo se atrevía a sugerir siquiera que conocía los secretos de su corazón? No tenía ningún derecho, después de todo el daño que le había hecho.
– Los trámites del divorcio ya están en marcha -dijo por fin con firmeza para zanjar la cuestión.
– Pero aún no has firmado los papeles, ¿verdad?
Maggie siguió escudriñando la mirada preocupada de su madre con una mezcla de estupor y fastidio. ¿De veras estaba intentando cambiar? ¿Estaba sinceramente preocupada? ¿O había hablado con Greg y, al descubrir que él se estaba arrepintiendo, había pactado con él una alianza secreta? ¿Era eso lo que se escondía tras aquel absurdo plan para la cena de Acción de Gracias?
– Aunque no hayamos firmado los papeles del divorcio, nada va a cambiar entre Greg y yo.
– No, claro que no. No, mientras insistas en no dejar tu trabajo.
Allí estaba. La sutil pero certera puñalada en el corazón. Mucho más eficaz que una bofetada. Naturalmente, Maggie era la mala, y el divorcio era culpa suya. Y, según su madre, todo podía arreglarse si Maggie se disculpaba y escondía bajo la alfombra todos sus problemas. No había necesidad de resolver nada. Bastaba con quitar los problemas de la vista. A fin de cuentas, ¿no era ella una experta en eso? Ojos que no ven, corazón que no siente.
Maggie sacudió la cabeza y sonrió al camarero, que había vuelto para depositar ante ella su salvación en forma de vaso lleno de líquido ambarino. Tomó el vaso y bebió un sorbo, haciendo caso omiso de la expresión ceñuda de su madre, cuyo semblante, cuidadosamente maquillado, le resultaba ajeno. En efecto, ciertas cosas no cambiaban nunca.
Su teléfono móvil comenzó a sonar, y Maggie se giró para sacarlo de su chaqueta, colgada del respaldo de la silla. Sólo dos toques y todo el restaurante, incluida su madre, la miró con mala cara.
– Maggie O'Dell.
– Agente O'Dell, soy Cunningham. Siento molestarla un domingo por la mañana.
– No importa, señor.
Aquel tono compungido de Cunningham empezaba a crisparle los nervios. Quería que su antiguo jefe volviera a ser el de antes.
– Han encontrado un cuerpo en suelo federal. La policía del Distrito ya está allí, pero me han pedido que envíe a alguien de la Unidad de Ciencias del Comportamiento para que vaya a echar un vistazo.
– Estoy en el Cristal City Hyatt. Dígame dónde quiere que vaya -notó que su madre fruncía el ceño. Deseó tomar otro trago de whisky, pero dejó a un lado la copa.
– Debe encontrarse con el agente Tully en el monumento a Franklin Delano Roosevelt.
– ¿El monumento?
– Sí. En la cuarta galería. El detective encargado del caso es… -Maggie oyó que rebuscaba entre sus papeles-. La detective Racine.
– ¿Racine? ¿Julia Racine?
– Sí, eso creo. ¿Algún problema, agente O'Dell?
– No, señor, ninguno.
– Está bien, entonces -colgó sin despedirse, señal de que el viejo Cunningham estaba aún al mando.
Maggie miró a su madre mientras se ponía la chaqueta y dejaba sobre la mesa un billete de veinte dólares para pagar el desayuno que aún no había pedido.
– Lo siento, tengo que irme.
– Sí, ya. Tu trabajo. Siempre lo estropea todo, ¿eh?
En lugar de buscar una réplica adecuada, Maggie agarró el vaso de whisky y lo apuró de un trago. Masculló un adiós y se marchó.