Capítulo 66

Quantico, Virginia

Parado junto a la mesa, Tully revisaba un cúmulo de fotografías, documentos, informes policiales e imágenes impresas por ordenador. La camiseta y los pantalones de chándal de Garrison empezaban a oler. ¿Por qué coño los había dejado Racine allí? Tiró la ropa junto al extraño aparato plegable colocado en un rincón de la mesa.

– ¿Dónde está todo el mundo? -O'Dell entró apresuradamente en la sala de reuniones. Iba jadeante, con el pelo revuelto, la cara sofocada y la trenca del FBI colgada del hombro.

Tully miró su reloj.

– Ganza ha ido a cenar. Racine está por ahí, en alguna parte. Y Cunningham está abajo, en su despacho. Te ha estado buscando. ¿Dónde diantre te has metido? Tienes un aspecto horrible.

– ¿Qué hay de la unidad de rescate de rehenes? ¿Han entrado ya en el complejo?

– No lo sé.

Maggie se acercó a la ventana y se quedó mirando la oscuridad como si esperara ver a la unidad de rescate desde allí.

– Tendrán cuidado -dijo, y Maggie miró hacia atrás-. ¿Por qué no dijiste antes que tu madre formaba parte de la iglesia de Everett?

Maggie se apartó de la ventana y se quedó parada al otro lado de la mesa, frente a él.

– Supongo que ni yo misma quería creerlo. Y luego pensé que podría hacerla entrar en razón. Ya sabes, ponerla sobre aviso. Qué estupidez, ¿no?

– No, nada de eso. A todos nos gusta creer que podemos influir sobre nuestros seres queridos. Como si nos pareciera natural que acepten nuestros consejos y sugerencias. A veces creo que lo único natural que hay en las familias es que da la casualidad de que sus miembros comparten el mismo ADN.

Maggie logró esbozar una tenue sonrisa, y a Tully le alegró poder ayudarla. Pero un instante después se dio cuenta de que no le bastaba con su ayuda cuando ella preguntó:

– ¿Está Gwen por aquí?

Naturalmente, Maggie estaba deseando hablar con su amiga.

– No, creo que Cunningham no la ha llamado. Se fue a su despacho cuando volvimos de Boston. Puede que todavía esté allí.

Fingía que no le importaba, pero se preguntaba con cierta sorpresa si Gwen se habría quedado trabajando hasta tarde o si estaría en su acogedora casa, preparándose una cena de gourmet. Quizás espaguetis. Sonrió para sus adentros, y al momento se percató de ello y miró a Maggie para ver si lo había notado, pero ella estaba mirando el revoltijo de la mesa. Se había librado. Además, Gwen quería que olvidaran lo ocurrido. Y seguramente era lo mejor. Sabía que ella tenía razón.

Se puso a hojear uno de los muchos documentos dispersos sobre la mesa, a pesar de que esa noche no daba pie con bola. Seguramente debía irse a casa. Aunque detuvieran a Everett y a aquel tal Brandon, esa noche no podría hacer nada más. Pero no quería irse. Emma estaba en Cleveland, con su madre, y sin ella la casa estaba vacía y silenciosa. Seguramente sólo conseguiría ponerse a pensar en lo de Boston. Y eso no estaba bien. Se suponía que debía olvidarlo.

O'Dell empezó a pasearse de un lado a otro, cerca de la mesa, para seguir revisando el revoltijo. Tully la observaba mientras los ojos de Maggie volaban sobre las fotografías de los cadáveres. Maggie siguió un rato paseándose y mirando las fotografías desde distintos ángulos. De no haber estado tan preocupada por su madre, habría ordenado aquel lío, habría organizado, clasificado y apilado en pulcros montoncillos aquellas cosas, empeñada en imponer el orden en el desbarajuste de los demás. Tully deseó que fuera eso lo que estaba haciendo. Le ponía nervioso verla así.

De pronto, Maggie se fijó en algo y se detuvo. Tomó dos fotografías del cuerpo de Ginny Brier y empezó a mirarlas alternativamente.

– ¿Qué pasa?

– No estoy segura -dejó las fotos sobre la mesa y se puso a pasear otra vez.

– ¿Tienes idea de qué es esto y de qué está haciendo aquí? -Tully señaló el montón que había en un rincón de la mesa. Más que nada quería llamar su atención. La actitud Maggie empezaba a desquiciarlo.

– Son las cosas que se dejó Garrison. Parecía tener mucha prisa esta mañana.

– ¿Y por qué las guardamos?

Ella se encogió de hombros y se paró para recoger el ligero aparato plegable. Le dio la vuelta, enredó un poco con él y, por accidente, pulsó un botón de seguridad y aquella cosa se abrió.

– Es un trípode -dijo Maggie, poniéndolo sobre la mesa.

Tully veía ahora el pequeño soporte plano al que se fijaba la cámara y la palanca para ladearlo y hacerlo girar. De pronto se halló junto a ella, observando el trípode. Rodeó la mesa rápidamente y empezó a rebuscar entre las fotografías. Sacó tres, una de cada una de las escenas de los crímenes. Sin decir una palabra, regresó junto a Maggie y puso las fotos sobre la mesa, a los pies del trípode. Las fotografías mostraban las extrañas marcas circulares encontradas en el suelo. En la del monumento a Roosevelt, aparecían dos marcas -posiblemente tres- espaciadas de tal modo que parecían formar un triángulo.

– ¿Es posible? -preguntó Tully.

Tenía el trípode en las manos y estaba examinando sus pies y la distancia que los separaba. ¿Por qué no se le había ocurrido antes? Sin duda los pies del trípode dejaban marcas semejantes en el suelo. Mientras le daba la vuelta al trípode, Maggie agarró de pronto dos fotos de Ginny Brier -las que había entresacado unos minutos antes- y las puso sobre la mesa, delante de Tully.

– Mira estas dos fotografías -dijo-. ¿Ves alguna diferencia?

Él dejó el trípode y tomó las fotografías para examinarlas. Parecían casi exactamente iguales. La misma pose, el mismo encuadre. Pero al pie de una de ellas, donde la imagen acababa justo por encima de las manos de Ginny Brier, había un reflejo. Tully se preguntó si sería quizás una mancha causada por el proceso de revelado, aunque él sabía muy poco de fotografía.

– ¿Te refieres a ese reflejo blanco de abajo? Aparece en ésta, pero no en esta otra.

– ¿Qué crees que es?

– No estoy seguro. Podría ser una mancha del revelado, ¿no?

– ¿No parece más bien un reflejo?

Tully miró de nuevo.

– Sí, creo que sí. Es difícil saberlo. Pero ¿un reflejo de qué?

– ¿De unas esposas?

Tully se quedó mirando la foto de nuevo y entonces se acordó.

– Pero no llevaba esposas cuando la encontramos.

– Exacto -dijo Maggie, agitada, y, tomando otras dos fotografías, las dejó sobre la mesa-. Mira estas dos.

Eran primeros planos del rostro de Ginny Brier, cuyos ojos sin vida, muy abiertos, miraban fijamente al espectador. También parecían idénticas.

– No te sigo, O'Dell.

– Una es del carrete que Garrison se quedó. El que usó para venderle las fotos al Enquirer.

– De acuerdo, pero ¿en qué se nota? Parecen idénticas. El mismo ángulo, la misma distancia. Da la impresión de que intentaba duplicar las fotos que tomó para sí y las que tomó para nosotros.

– Ambas fotos tienen el mismo encuadre, la misma distancia, el mismo ángulo, pero están tomadas a distinta hora -dijo O'Dell, que parecía refrenar su agitación como si fuera descubriendo el rompecabezas a medida que hablaba.

– ¿De qué estás hablando?

– De los ojos -dijo-. Fíjate bien en ellos.

Maggie señaló las comisuras de los ojos de cada una de las fotos y Tully vio por fin a qué se refería. En una de las fotografías, había en los rabillos de los ojos pequeños cúmulos de huevos amarillentos. Tully no era un especialista, pero sabía que, después de la muerte, las moscas aparecían al cabo de unos minutos -como máximo, de un par de horas- y empezaban a poner sus huevos inmediatamente. Sin embargo, en la fotografía que Garrison se había guardado, los ojos de la chica estaban perfectamente limpios. No había ni el más leve indicio de infestación.

– Es imposible -dijo Tully, mirando a O'Dell-. Esta foto tuvo que ser tomada muy poco después de la muerte.

– Exacto.

Tully tomó de nuevo el trípode, convencido ya de que eran sus pies los que habían causado las extrañas marcas encontradas en el lugar de los crímenes.

– Eso significa que Garrison estaba en el lugar del crimen antes de que llegara la policía. ¿Qué coño se trae entre manos ese tipo?

– Y, lo que es más importante, ¿cómo se entera de los asesinatos antes que nosotros?

– Ah, O'Dell, ya ha vuelto -les interrumpió Cunningham. Llevaba en la mano una taza de café de la que bebía mientras andaba, como si no tuviera tiempo ni paciencia para hacer una sola cosa a la vez.

– ¿Sabe si los agentes han llegado ya al complejo? -preguntó Maggie.

– ¿Por qué no se sienta? -le dijo Cunningham, señalándole una silla.

Tully vio que O'Dell erguía la espalda, y sintió que sus propios músculos se crispaban.

– Ha habido otro tiroteo, ¿verdad? -inquirió ella.

– No exactamente.

– Eve me dijo que Everett jamás permitiría que lo atraparan vivo. Estaba preparado para un suicidio en masa. Como esos chicos de la cabaña -su voz parecía serena, pero Tully veía que con la mano derecha retorcía el bajo de la trenca-. Se niega a entregarse, ¿no?

– A decir verdad… -Cunningham se quitó las gafas y se frotó los ojos. Tully sabía que su jefe no era de los que se andaban por las ramas, pero últimamente estaba un poco impredecible-. Everett no estaba allí. Se ha ido. Creemos que puede estar ya de camino hacia Ohio, o quizá a Colorado.

O'Dell pareció aliviada, pero Cunningham le puso una mano sobre el hombro y añadió:

– Eso no es todo, Maggie. Todavía había gente en el complejo. En el breve intervalo que pasó entre que el equipo de rescate de rehenes anunció su presencia y el momento en que entró, debió de cundir el pánico. Tiene razón en lo del suicidio en masa. El equipo de rescate no está seguro de cuántos, pero hay muertos.

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