Washington D. C.
Maggie recorrió varias calles que no conocía, pero encontró fácilmente el destartalado edificio. El barrio era peligroso; seguramente debía preocuparse por su pequeño Toyota rojo. Tres chavales adolescentes la observaban cuando aparcó y se acercó al portal. Le dieron ganas de dejarles vislumbrar de pasada la Smith amp; Wesson que llevaba bajo la chaqueta. Pero hizo lo mejor: los ignoró.
No estaba segura de por qué estaba allí, salvo quizá porque estaba cansada de esperar. Tenía que hacer algo, cualquier cosa. Estaba harta de que los viejos recuerdos la acosaran, la hicieran sentirse responsable de que su madre se hallara una vez más en peligro. Sabía que no era culpa suya. Lo sabía, desde luego, pero lo que sabía y lo que sentía eran dos cosas completamente distintas.
El interior del viejo edificio la sorprendió. Estaba limpio como una patena y olía a aceite de linaza Murphy's. Al subir las escaleras de madera notó que las paredes estaban recién pintadas y que la alfombra del rellano del segundo piso, aunque raída, no tenía ni una mota de polvo. En el tercer piso, sin embargo, olía a pesticida. El olor se hacía más fuerte a medida que se avanzaba por el pasillo. Parecía salir del número cinco, el apartamento de Ben Garrison.
Llamó y esperó, aunque no esperaba que Garrison estuviera allí. Estaría aún en Cleveland, aunque con suerte esta vez no habría llegado a la escena del crimen antes que los demás. Seguramente Tully y Racine ya habían arrestado a Everett y a Brandon, su cómplice. Tenían el ADN que demostraba la culpabilidad de Everett, testigos presenciales y fotografías que situaban a Brandon junto a dos de las víctimas minutos antes de los asesinatos. Caso cerrado. Así pues, ¿qué era lo que seguía inquietándola? Tal vez odiaba sencillamente que Garrison -aquel cámara invisible- se saliera con la suya después de haber alterado las escenas de los crímenes. Tal vez sentía curiosidad por su aparente obsesión por la muerte, por su voyeurismo. Quizá simplemente necesitaba distraerse.
Miró hacia el fondo del pasillo y llamó de nuevo. Oyó un arrastrar de pies en la escalera. Una señora menuda y de pelo cano apareció en el rellano y la miró a través de sus gruesas gafas.
– Creo que está de viaje -le dijo. Pero, antes de que Maggie pudiera responder, preguntó-. ¿Es del departamento de sanidad? Yo no tengo nada que ver con lo de las cucarachas. Quiero que lo sepa, fue él.
El traje de Maggie debía de parecerle un uniforme. Maggie no dijo una palabra, pero la señora se encorvó delante de ella para abrir la puerta del apartamento de Garrison.
– Yo intento mantener esto limpio, pero algunos inquilinos… En fin, hoy día no se puede una fiar de la gente -abrió la puerta y le indicó a Maggie que entrara mientras volvía hacia la escalera-. Cierre cuando acabe.
Maggie vaciló. ¿Qué mal podía haber en echar un vistazo?
Lo primero que llamó su atención fueron las máscaras mortuorias africanas. Había tres, colgadas de la pared, sobre el sofá de vinilo agrietado. Estaban talladas en madera y tenían símbolos tribales pintados sobre la frente y las mejillas y bajo los huecos de los ojos. En la pared de enfrente había varias fotografías en blanco y negro, retratos con etiquetas: Zulú, Tribu de las Tres Colinas, Aborigen, Basuto, Andamán. Garrison parecía obsesionado con los ojos de sus modelos. A veces les cortaba la frente o el mentón para atraer la mirada sobre los ojos. La foto de abajo, con la leyenda Tepehuane, mostraba lo que parecía ser la parte de atrás de la cabeza del modelo. Quizá una pose de desafío, de rechazo. Lo bastante significativa para que Garrison la conservara.
Maggie sacudió la cabeza. No tenía tiempo para psicoanalizar a Garrison, ni sabía si lo habría hecho en caso de tenerlo. Había algo turbio en un hombre tan fascinado por las culturas y los pueblos antiguos y que, sin embargo, era capaz de quedarse de brazos cruzados viendo cómo eran agredidas unas jóvenes en un parque público. ¿O acaso consideraba que las personas no eran más que sujetos fotográficos?
En la comisaría, al preguntarle por el suceso del Boston Common, Garrison le había dicho algo raro acerca de que ella no tenía ni idea del trabajo que costaba que las noticias sucedieran. Sin embargo, ¿no era precisamente eso lo que había hecho con Everett? Sus fotografías habían destapado la historia acerca de los miembros de la congregación y de su posible relación con el asesinato de la hija del senador Brier y el de la chica de Boston. Pero había algo más. Eran sus fotografías las que habían señalado a Everett como sospechoso desde el principio. En cierto sentido, eran sus fotos las que les habían conducido en línea recta hasta Everett. Garrison había hecho suceder aquella noticia.
Algo se deslizó por el suelo, tras ella. Maggie se giró de golpe. Tres enormes cucarachas se metieron por una rendija, bajo el fregadero.
¡Mierda!
Intentó calmarse. Cucarachas. ¿Por qué no la sorprendía? que Garrison viviera rodeado de ellas?
La casera tenía razón en que el apartamento no cuadraba con el impecable portal y la escalera, ni con el resto del viejo pero pulcro edificio. Entre el dormitorio y el cuarto de baño había una hilera de ropa tirada en el suelo. La encimera de la cocina estaba llena de botellas de cerveza vacías y de platos sucios y resecos. En casi todos los rincones se amontonaban revistas y periódicos que servían de hospedaje a las cucarachas. No, no le sorprendía que Garrison tuviera por compañeras de piso a un montón de cucarachas.
Recorrió las habitaciones, pero no encontró nada interesante en medio de aquel desorden. Aunque tampoco estaba segura de qué esperaba encontrar. Pisó un libro que había en el suelo, como si alguien lo hubiera dejado caer. La encuadernación de piel era limpia y suave. Estaba claro que Garrison no solía dejarlo en el suelo. Al mirarlo más de cerca, se dio cuenta de que era un diario cuyas páginas estaban repletas de una letra bonita e inclinada que a veces parecía poseída por una especie de frenesí, visible en los bruscos cambios de las curvas y las líneas aserradas de la caligrafía.
Lo recogió y lo abrió por una página marcada por lo que parecía un viejo billete de avión sin usar con las esquinas raídas. El destino era Uganda, África, aunque hacía mucho tiempo que el billete había expirado. La página que marcaba estaba también algo carcomida por las esquinas.
– Querido hijo -empezaba- nunca pude decirte esto. Si lo estás leyendo ahora, será sólo después de mi muerte. Te pido perdón por haber recurrido a este medio para contártelo. Es el recurso de una cobarde. Sin duda avergonzaría a cualquier miembro de una tribu zulú. Por favor, perdóname por ello. Pero ¿cómo iba a mirarte a esos ojos tristes y airados para decirte que tu padre me violó brutalmente? Sí, así es. Me violó. Yo sólo tenía diecinueve años. Estaba en la universidad, en primer curso. Me preparaba para una carrera brillante.
Maggie se detuvo y pasó las hojas hasta llegar al principio del diario. Buscó un nombre, alguna anotación que hiciera referencia a su dueña, pero no encontró nada. Sin embargo, no necesitaba un nombre. Ya sabía de quién era el diario. No podía ser una coincidencia, desde luego. Pero ¿cómo se había topado Garrison con aquel libro? ¿Dónde demonios lo había encontrado? ¿Entre las pertenencias personales de Everett, quizá? ¿Habría guardado Everett el diario de una mujer a la que había violado hacía más de veinticinco años? ¿Y cómo había llegado a sus manos?
Se guardó el diario en el bolsillo de la chaqueta. Si Garrison lo había robado, no le importaría que se lo tomara prestado. Se disponía a marcharse cuando se fijó en un cuartito que había junto a la cocina. No le habría llamado la atención de no ser porque de él salía una leve luz roja. Naturalmente, Garrison tenía su propio cuarto oscuro.
No, se equivocaba, pensó al abrir la puerta. No era sólo un cuarto oscuro. Era una mina de oro.
De una cuerda de tender que se extendía a lo largo de la habitación colgaban fotografías. En las cubetas de plástico que flanqueaban el interior de una enorme pila había restos de líquidos de revelado. Botes, frascos y garrafas llenaban las estanterías. Y había fotografías por todas partes, superponiéndose las unas a las otras y cubriendo por completo las paredes y la repisa.
Fotografías de tribus africanas realizando danzas rituales. Fotografías de africanos con horrendas cicatrices. Fotografías de extrañas ranas mutantes a las que las patas les salían de la cabeza.
Entonces vio las fotografías de las muertas. Debía de haber unas doce. Mujeres desnudas y apoyadas contra árboles, con los ojos muy abiertos, las bocas tapadas con cinta aislante y las muñecas esposadas. Maggie reconoció a Ginny Brier, a la indigente encontrada bajo el viaducto, a la joven que sacaron del lago junto a Raleigh y a Maria Leonetti. Pero había otras. Al menos media docena más. Todas en la misma pose. Todas con los ojos muy abiertos, mirando directamente a la cámara.
¡Cielo santo! ¿Cuándo había empezado aquello? ¿Y desde cuándo seguía Garrison a Everett y a sus chicos?
Buscó a tientas el interruptor de la luz. No podía apartar la mirada de los ojos de las mujeres asesinadas. Tenía que haber una luz que no fuera aquel piloto rojo. Encontró los interruptores, pulsó uno y la habitación quedó de pronto a oscuras. Pero antes de que pudiera pulsar el otro, se quedó paralizada, con la mirada fija, llena de estupor. La cuerda tendida de un extremo a otro de la habitación refulgía en la oscuridad.
Se apoyó en la encimera. Le flaqueaban las piernas. Sentía un nudo en el estómago. La cuerda brillaba en la oscuridad. Claro, un invento perfecto para un cuarto oscuro. Un arma perfecta para un asesino.
¿Cómo podía haber sido tan estúpida? Garrison no se limitaba a fotografiar a las muertas. No eran sus ojos inermes lo que le interesaba. Los ojos eran el espejo del alma. ¿Por qué no se le había ocurrido antes? ¿Intentaba Garrison fotografiar el alma en el momento de la muerte?
Encendió de nuevo la luz roja y miró con atención las fotografías, las marcas del cuello de las víctimas. Garrison tenía que hacerlas volver en sí una y otra vez, las hacía posar, esperaba pacientemente ese instante mientras observaba, con la cámara lista en el trípode, aguardando. Aguardando una y otra captar un destello, fotografiar el instante en que el alma se desvanecía.
Garrison. Era Garrison y su obsesión con ese último instante de la muerte.
Maggie oyó el crujir la tarima en el cuarto de estar. Agarró su pistola. Ninguna cucaracha era tan grande. ¿Sería la casera? Quizá hubiera llegado la verdadera inspectora de sanidad. No podía ser Garrison. Estaba en Cleveland.
Se acercó despacio a la puerta del cuarto oscuro, deslizándose a lo largo de la encimera. Otro crujido, esta vez más fuerte, más cerca, justo al otro lado de la puerta. Sujetó la pistola con las dos manos, apuntó y procuró ignorar el leve temblor de sus rodillas. Entonces, de golpe, abrió de una patada la puerta con la pistola en alto al tiempo que gritaba:
– ¡Alto!
Era Garrison.
Estaba en medio de su apartamento y se cernía sobre la casera, cuyo cuello había enlazado con una cuerda de la que tiraba como si fuera una correa. La anciana se apoyaba sobre sus rodillas huesudas, boqueaba buscando aire, había perdido las gafas y tenía los ojos vidriosos. Sus brazos esqueléticos se agitaban y golpeaban a Garrison. Pero éste parecía ajeno a todo ello mientras miraba fijamente a Maggie. Era como si ni siquiera notara que Maggie le estaba apuntando al pecho. Extendió su mano libre y dijo:
– Si no lo tiene ella, debes tenerlo tú. Dame el diario de mi madre.