Capítulo 62

Ben Garrison le dio una patada a la puerta abierta. Tenía ganas de estrangular a la señora Fowler. ¿Cómo se atrevía a entrar en su apartamento sin avisarlo? Antes solía cerrar casi compulsivamente las puertas tras su ristra de hombres para todo. Quizá con los años estuviera perdiendo la chaveta.

Ben dejó su macuto sobre la encimera de la cocina y las vio por el rabillo del ojo. Agarró despacio y sin hacer ruido lo primero que encontró, echó el brazo hacia atrás y lanzó la vieja zapatilla de tenis contra la negra hilera que iba subiendo por la pared del cuarto de estar.

¡Mierda! Estaba harto de cucarachas. ¿Es que jamás iba a librarse de ellas? ¿Por eso había entrado la señora Fowler? Quizá lo mejor fuera mudarse a otro apartamento. Ahora que había recuperado su buena estrella, podía permitírselo. Pero tendría que esperar para tomar una decisión. De momento, apenas tenía tiempo para darse una ducha rápida, volver a hacer las maletas, recoger unos cuantos carretes y largarse al aeropuerto.

Vació la mochila sobre la encimera y hurgó entre su contenido. Tiró a la basura los botes vacíos de los carretes e hizo un rápido inventario. Todavía le jodía haberle tenido que dar a Racine todos los negativos de Boston. Pero no podía permitirse meter la pata ahora que estaba en racha.

Mientras rebuscaba entre sus cosas cayó en la cuenta de que se había dejado el trípode en la comisaría. ¡Joder! ¿Cómo podía haber sido tan descuidado? Le pasaba cada vez que se pasaba de listo. De pronto se preguntaba qué más se había dejado. Sin las camisetas y los pantalones del chándal podía pasar, pero sin el trípode no. Tendría que parar a comprar otro. Porque ni loco volvía a la comisaría.

Escuchó sus mensajes telefónicos, anotó los nombres de los editores y los números de teléfono que no tenía. De pronto todo el mundo quería una exclusiva suya. En un abrir y cerrar de ojos volvería a fotografiar lo que le diera la gana, aunque sería difícil que algo superara el subidón de adrenalina que extraía de aquel pequeño proyecto. Quizá hasta encontrara una galería que quisiera exponer sus fotografías. A fin de cuentas, ése era su verdadero anhelo, una auténtica obra maestra.

Había cinco avisos de llamada sin mensaje en el contestador. Alguien llamaba, esperaba un momento y luego se oía un clic. Seguramente eran los pequeños guerreros de Everett. Pero ¿por qué colgaban sin dejar un mensaje ofensivo? ¿Se les estaba acabando la munición?

Pobre Everett. Por fin iba a tener su merecido. Quizá Racine y aquella tía del FBI fueran lo bastante listas como para juntar las piezas del puzzle. Pero, con suerte, no lo harían antes de lo de Cleveland. Ben necesitaba hacer ese último viaje.

Se dirigió al cuarto de baño, se desnudó dejando en el suelo una estela de ropa sucia, sin importarle que las cucarachas se adueñaran de sus vaqueros viejos. Quizá los quemara cuando volviera. Sí, los metería en una bolsa de plástico, les prendería fuego y vería retorcerse a las putas cucarachas. Se preguntaba si las cucarachas emitían algún sonido. ¿Chillaban, quizá?

Al entrar en el cuarto de baño, notó enseguida que la puerta de cristal ahumado de la ducha, estaba cerrada. Él siempre la dejaba abierta. Si no, el vaho y la condensación acababan produciendo una cosecha de hongos. No veía nada a través del cristal blanquecino, pero, si hubiera alguien allí escondido, se habría visto una sombra o una silueta. Tal vez alguno de los obreros de la señora Fowler había estado enredando con las cañerías. Tenía que ser eso.

Quitó una toalla de la percha y la sacudió para asegurarse de que no tenía cucarachas. Abrió la puerta de la ducha y alargó el brazo para abrir el grifo. Miró la bañera y retrocedió de golpe, pero tropezó, resbaló y cayó al suelo. Se levantó a duras penas, agarró la puerta de la ducha y la cerró bruscamente, no sin antes echar un último vistazo para asegurarse de que no estaba viendo visiones.

Esta vez, se habían pasado de la raya.

Enroscada en su bañera había una serpiente capaz de tragárselo entero.

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