– ¿Se ha encontrado algo que pudiera usarse como ligadura? ¿O unas esposas? -Maggie les mostró a Tully y a Racine las muñecas de la chica, pero miró a Tully en busca de una respuesta. Las marcas y arañazos de las muñecas habían sido causados sin lugar a dudas por unas esposas. Observó el semblante de Tully, fingiendo esperar su respuesta, aunque en realidad sólo quería asegurarse de que estaba bien.
Esta vez, Tully no miró a Racine, pero Maggie sí, y notó que la detective quería responder, pero se refrenaba. Tully comenzó a quitarse las gafas y a sacarse trozos de papel de debajo de la bata, pero se le trabaron las manos. Típico de Tully, pensó Maggie. Él se puso las gafas y comenzó a pasar las hojitas de papel de aquel extraño surtido, que incluía un panfleto, un sobre doblado, el resguardo de una factura y una servilleta de bar.
– No se encontraron esposas -contestó finalmente, y siguió buscando entre sus trozos de papel.
Maggie deseó que se relajara. Tully era por lo general el más tranquilo de los dos. Ella era la impulsiva, la de peor genio, la bala perdida. Él era un tipo tranquilo, de los que piensan las cosas antes de hacerlas. A Maggie le inquietaba verlo tan tenso. Algo iba mal. Algo que no estaba relacionado con su malestar por asistir a la autopsia.
– ¿Sabes, Tully? -dijo-, fabrican unas cosas geniales con hojas de papel unidas. Se llaman cuadernos, y los hay tan pequeños que te los puedes meter en el bolsillo.
Tully la miró por encima de las gafas con el ceño fruncido y volvió a concentrarse en sus notas.
– Muy graciosa. Pero mi sistema funciona muy bien.
– Claro que sí. Siempre y cuando no estornudes.
Racine se echó a reír.
– Mmm -Stan Wenhoff no tenía tiempo para bromas. Le indicó a Maggie que lo ayudara a poner el cuerpo de lado para buscar lesiones.
– ¿Por qué tiene el culo tan rojo? -preguntó Racine-. El resto del cuerpo lo tiene azulado, pero el culo está rojo. ¿No es raro? -Racine soltó una risilla nerviosa.
Stan exhaló un profundo suspiro. No era el forense más paciente que podía encontrarse a la hora de dar explicaciones. Maggie tenía la impresión de que, de haber podido, habría puesto en la puerta de la sala un cartel que dijera: «No se admiten visitas». Giraron el cadáver. Y Stan se dio la vuelta para quitarse los guantes e iniciar de nuevo su ritual lavado de manos.
– Se llama livor mortis, o lividez cadavérica -dijo Maggie cuando se hizo evidente que Stan no iba a responder.
Miró al forense, esperando a que la detuviera. Pero Stan le indicó con la cabeza que prosiguiera.
– Cuando el corazón deja de funcionar, la circulación sanguínea se detiene. Los glóbulos rojos son literalmente arrastrados por la fuerza de gravedad hacia las partes más bajas del cuerpo, normalmente la zona que está en contacto con el suelo. Las células sanguíneas del tejido muscular empiezan a descomponerse y disgregarse. Al cabo de unas dos horas, toda la zona tiene este aspecto, como un enorme hematoma rojizo. Siempre y cuando el cuerpo no se haya movido, claro.
Maggie notó que Racine la miraba con fijeza.
– ¡Vaya! ¿Significa eso que murió sentada?
A Maggie no se le había ocurrido, pero seguramente Racine tenía razón. ¿Por qué habría colocado el asesino el cuerpo de la chica mientras todavía estaba viva? Sin preguntar, miró a Stan para que él confirmara o desmintiera la suposición de Racine. El silencio se prolongó, y al fin Wenhoff se dio cuenta de que estaban esperando que respondiera. Se dio la vuelta mientras se ponía unos guantes nuevos.
– En mi opinión, sí, murió sentada. Pero hay algo que me intriga. La piel tiene un tono casi rosado. Tendré que pedirles a los de toxicología que comprueben si fue envenenada.
– ¿Envenenada? -Racine intentó soltar otra risa nerviosa-. Pero, Stan, es evidente que murió estrangulada.
– ¿De veras, detective? Conque le parece a usted evidente, ¿eh?
– Bueno, quizá no del todo.
Stan aprovechó la oportunidad para elegir un escalpelo de la bandeja de sus utensilios, y los ojos de Racine se agradaron de pronto. Maggie comprendió que había llegado el momento que la detective temía desde su llegada. Stan se disponía a practicar la incisión en forma de Y.
– Espera -Maggie lo detuvo, pero no por Racine. Sentía curiosidad, y había algo que quería comprobar. Si la chica estaba todavía viva cuando el asesino la sentó, tal vez el estrangulamiento no fuera la causa de la muerte-. ¿Te importa que primero echemos un vistazo a las marcas de ligadura del cuello?
– Está bien. Echemos un vistazo primero a las marcas de ligadura del cuello -Wenhoff suspiró de nuevo y dejó a un lado, el escalpelo, que resonó al caer sobre los demás instrumentos.
Maggie sabía que se estaba esforzando por refrenar su impaciencia, aunque su cara mofletuda, extrañamente teñida de rojo, le delataba. El sudor cubría las pronunciadas entradas de su pelo. Wenhoff estaba acostumbrado a hacer las cosas a su modo y a que su público mantuviera la boca cerrada. A Maggie le pareció una prueba definitiva de respeto que se dignara hacerle caso. Stan se apartó y le dio permiso para proceder.
– Entonces, ¿no había nada en la escena del crimen que pudiera usarse como ligadura? -le preguntó Maggie a Tully mientras revisaba las encimeras.
Esta vez, vio que Tully consultaba con Racine. Finalmente fue ésta quien contestó.
– No, nada. La chica ni siquiera llevaba medias. La correa de su bolso fue encontrada intacta y limpia. Fuera lo que fuese lo que usó el asesino, se lo llevó con él.
Maggie encontró lo que estaba buscando. Tomó el dispensador de celofán que había en la mesa del rincón, se quitó los guantes para poder manipular el celo, cortó un trozo y lo sujetó cuidadosamente por los extremos.
– Stan, ¿podrías girarle la cabeza para que pueda verle mejor el cuello?
Stan movió la cabeza de la chica como si fuera de la de un maniquí. El rigor mortis se había apoderado del cuerpo, agarrotando los músculos. Veinticuatro horas después, los músculos volverían a hacerse flexibles, pero de momento Stan tuvo que girarle la cabeza de un modo que parecía irrespetuoso y que, pese a todo, era necesario.
Había varias marcas de ligadura; algunas se solapaban, y unas eran mas profundas que otras. El cuello de la chica, que posiblemente no tenía ni una sola arruga, parecía un mapa de carreteras en tres dimensiones. Además de los surcos, había grandes hematomas allí donde el asesino había decidido usar también las manos.
– ¿Por qué creéis que le costó tanto matarla? -preguntó Maggie en voz alta, aunque en realidad no esperaba una respuesta.
– Tal vez se defendió con uñas y dientes -sugirió Racine.
La chica era baja, medía apenas un metro cincuenta y cinco, según las mediciones de Stan. Maggie dudaba que hubiera podido forcejear mucho tiempo.
– Tal vez no quería matarla enseguida -dijo Tully en voz baja, y Maggie se sorprendió. Sintió que él se acercaba y miraba por encima de su hombro.
– ¿Quieres decir que sólo quería dejarla inconsciente? -preguntó Racine.
Maggie intentó no distraerse y pegó la cinta transparente a la piel de la chica, apretándola contra una de las marcas de ligadura.
– Puede que disfrutara viéndola desmayarse -dijo Tully; justamente lo que Maggie estaba pensando-. Tal vez sea parte de una especie de asfixia masturbatoria.
– Eso explicaría por qué murió sentada -dijo Maggie-. Puede que su postura formara parte del sórdido juego de su asesino.
– ¿Qué estás haciendo con el celo? -le preguntó Racine.
Ah, así que la detective reconocía al fin que había algo que ignoraba. Maggie levantó el celo y Stan sujetó un portaobjetos para que lo pegara. Cuando estuvo bien adherido, Maggie lo levantó hacia la luz.
– A veces, dependiendo de lo que usara el asesino, se pueden recoger las fibras que han quedado en las marcas.
– Eso, si usó una cuerda o alguna prenda de ropa -añadió Tully.
– O algún tipo de tela o de nailon. Aquí no parece que haya ninguna fibra. Pero hay algo extraño. Parece brillantina.
– ¿Brillantina? -Stan parecía de pronto interesado. Maggie le dio el portaobjetos y volvió a examinar la garganta de la chica.
– Debió de usar algo resistente y fino -se puso un par de guantes nuevos-. Seguramente una soga. Tal vez algo parecido a una cuerda de tender -inspeccionó los lados del cuello-. No hay marcas de nudos.
– ¿Significa eso algo? -preguntó Tully.
– Podría ayudarnos, si ese tipo ha matado ya antes. Quizá podríamos encontrar en el PDCV algún dato que encajara. Algunos asesinos usan siempre el mismo tipo de nudo. Ése fue uno de los factores que ayudaron a identificar al Estrangulador de Boston. Utilizó el mismo nudo con sus trece víctimas.
– O'Dell, hay que reconocer que sabes un huevo sobre asesinos en serie -dijo Racine con sorna.
Maggie sabía que sólo era una broma inocente, pero replicó:
– A ti no te vendría mal saber un poco más. Puedes apostar a que los asesinos saben mucho -en cuanto aquellas palabras salieron de su boca, se arrepintió de haberlas pronunciado.
– Tal vez deba ir a Quantico a que me des unas clases.
«Estupendo», pensó Maggie. Era lo que le hacía falta: tener a Julia Racine como alumna. ¿O acaso era eso lo que esperaba Racine? ¿Aspiraba quizá la detective a ingresar en el FBI? Maggie ahuyentó aquella idea y se concentró en la garganta de la chica.
Pasó el dedo índice por las marcas profundas y enrojecidas. Al hacerlo, notó un bulto, una hinchazón en la parte inferior de la garganta de la chica.
– Espera un momento. Stan, ¿le has examinado ya la boca?
– Aún no. Pero habrá que tomar las huellas dentales si no llevaba identificación.
– Creo que tiene algo en la garganta.
Maggie vaciló. Los demás se mantenían en suspenso a su alrededor, expectantes. En cuanto Maggie le abrió la boca, notó un olor dulzón a almendras. Vaciló de nuevo y miró a Stan.
– ¿Hueles eso?
Stan husmeó el aire. Maggie sabía que no todo el mundo era capaz de percibir aquel olor; en realidad, sólo el cincuenta por ciento de la población podía notarlo. Fue Tully quien finalmente contestó.
– ¿Cianuro?
Maggie utilizó el dedo índice para examinar el interior de las mejillas y sacó una cápsula parcialmente disuelta. Stan levantó una bolsa de plástico abierta.
– ¿Qué pasa con el cianuro últimamente? -dijo Stan, y al instante advirtió la mirada de advertencia que le lanzaba Maggie.
– ¿Qué clase de loco hijo de puta le da a su víctima cianuro después de estrangularla? ¿O es eso lo que le causó la muerte? -Racine estaba impaciente. No pareció notar las miradas que intercambiaron Stan y Maggie, que habían reconocido la cápsula roja y blanca. Estaba ésta lo bastante intacta como para ver que llevaba impresa la misma marca que las píldoras que habían extraído de los cuerpos de los cinco chicos de la cabaña el fin de semana anterior.
– Aún no he llegado tan lejos -contestó Stan finalmente.
Él también empezaba a impacientarse, pero de momento se callaba lo que sabía. Evidentemente, había adivinado el sentido de la mirada ansiosa de Maggie. Si había un vínculo entre la chica y los chavales de la cabaña, Racine se enteraría muy pronto. Pero, de momento, era una de las pocas cosas que habían logrado hurtarles a los medios de comunicación, y Maggie quería que siguiera siendo así,
– Tenía la boca cerrada con cinta aislante -dijo Stan-. Yo mismo embolsé la cinta.
– Seguramente el asesino le metió la píldora en la boca y se la tapó mientras estaba inconsciente -dijo Tully, intentando explicar el hecho de que la cápsula estuviera en parte disuelta. Las glándulas salivales de la chica tenían que funcionar aún para que la cápsula empezara a disolverse.
Maggie miró a Tully y notó que él también había reconocido la cápsula y había adivinado lo que estaba ocurriendo. Así que Racine era la única que permanecía en la ignorancia. No estaba mal como táctica. Maggie se resistía a sentirse culpable por escamotearle aquella información a la detective, sobre todo teniendo en cuenta lo ocurrido la última vez que trabajaron juntas.
– Parece ensañamiento -dijo Racine.
– O un modo de asegurarse de que la mataba -añadió Stan, siguiéndole la corriente.
– Lamento interrumpir vuestra tormenta de ideas, chicos -dijo Maggie-. Pero aquí dentro hay algo más. Stan, ¿podrías alcanzarme esas pinzas?
Abrió la boca de la chica todo lo que permitían sus mandíbulas agarrotadas y achicó los ojos mientras asía con las pinzas un objeto alojado en la garganta. Lo que extrajo estaba cubierto de sangre, doblado y arrugado, pero era aún reconocible.
– Creo que acabo de encontrar su identificación -les dijo Maggie, y levantó lo que parecía un carné de conducir estrujado.