MARTES, 26 de noviembre
Boston, Massachusetts
Desde su habitación esquinada en el Ritz-Carlton, Ben Garrison veía el Boston Common a un lado y el río Charles al otro. La lujosa suite era una recompensa largo tiempo esperada y, con suerte, un anticipo de las cosas que estaban aún por llegar. No es que fuera supersticioso, pero creía que la actitud era una poderosa herramienta. No había nada de malo en darse unos cuantos lujos de vez en cuando para fomentar esa actitud. Ello hacía más llevadera toda la mierda a la que tenía que enfrentarse -llamadas insultantes y cucarachas, por ejemplo-. Cosas sin importancia comparadas con lo que había visto otras veces.
Se acordaba de cuando, varios años antes, tuvo que vivir en una tienda para una sola persona, llena de goteras, en un apestoso almacén infestado de ratas de Kampala, Uganda. Tardó meses en aprender swahili y en ganarse la confianza de la gente del lugar. Pero valió la pena. En muy poco tiempo, consiguió suficientes fotografías explícitas para destapar la historia de un científico chiflado que atraía a indigentes de las calles de Kampala para poner en práctica sus experimentos.
Ben tenía todavía algunas de esas fotos clavadas en las paredes de su cuarto oscuro. Para alimentar a sus cinco hijos, una mujer había permitido que el presunto científico le extirpara los pechos, perfectamente sanos, dejándole una cicatriz que parecía como si el muy cabrón se los hubiera cortado con un machete. Un viejo había vendido su oreja derecha, mutilada sin remedio, por un cartón de cigarrillos.
Ben había elegido una película en blanco y negro de baja velocidad para resaltar las texturas y los detalles con luz natural oblicua. Al revelar los negativos, había usado un papel de alto contraste para acentuar el efecto dramático y que los negros fueran densos y sedosos y los blancos puros y luminosos. Gracias a su toque mágico, había logrado transformar en arte aquellas horrendas cicatrices.
Era un genio cuando se trataba de retratar el desaliento, aquel destello de desesperación que, si esperaba lo suficiente, siempre se revelaba en los ojos de sus modelos. Lo único que hacía falta era paciencia. Sí, era un maestro capturando en película fotográfica el espectro completo de las emociones, desde el terror a los celos, pasando por el miedo y la perversidad. A fin de cuentas, los ojos eran el espejo del alma, y Ben sabía que algún día podría plasmar en película la imagen del alma. Paciencia.
En aquella época, Newsweek y Time estaban trabajando en la historia del científico loco, pero ninguna de ellas tenía fotos; al menos, como las suyas. Tras vender aquellas fotografías por una bonita suma, se había dado el gustazo de pasar una semana en un yate con una camarera cuyo nombre no recordaba. Todavía se acordaba, sin embargo, de la linda rosa que llevaba tatuada en su prieto trasero. Hasta tenía una foto de ella en la pared de su cuarto oscuro; o, mejor dicho, una foto de su tatuaje.
Eso era en la época en que el sexo salvaje le proporcionaba una sensación de euforia y lo mantenía satisfecho durante algún tiempo. Pero no había nada que pudiera compararse con el subidón de esas últimas semanas.
Naturalmente, lo que de verdad le daría un subidón sería ver la cara que ponía el cabrón del reverendo cuando por fin recibiera la visita del FBI. Seguramente hasta Racine y su panda de trogloditas atarían cabos enseguida. Aunque, si los del FBI intentaban entrar en el preciado complejo de Everett, seguramente no quedaría mucho que investigar, Ben sabía que, si Everett se creía en peligro de ser arrestado, su ciego rebaño estaría dispuesto a cometer un suicidio colectivo, como durante el asalto a aquella casucha en el río Neponset.
Se había enterado de lo de las cápsulas de cianuro por un agente de la ATF que había estado allí. Un par de copas más y el tío seguramente se lo habría contado todo con pelos y señales. Pero lo de las cápsulas había sido suficiente. Además, durante los dos días que había pasado allí, había visto con sus propios ojos lo que ocurría en el complejo de Everett, aquel conjunto de barracones de cemento que parecía más una prisión que el país de Jauja que prometía el reverendo.
También había descubierto que Everett tenía explosivos suficiente para hacer un socavón de buen tamaño en los montes Apalaches. Lo más absurdo de todo era que Everett no almacenaba explosivos para cometer un atentado terrorista. Igual que el arsenal de la cabaña del bosque. Allí no había ninguna intrincada conspiración. No, en absoluto. Por el contrario, todo aquello era para su seguridad, para proteger su jodida fortaleza si alguien se atrevía a entrar y a llevarse a su rebaño. Sería una especie de cruce entre los refrescos venenosos de Jim Jones y la bomba fertilizante de Timothy McVeigh. Cuánta mierda tendrían que limpiar los del FBI. Y cuántas explicaciones tendrían que dar. Seguramente aquello haría que lo de Waco pareciera cosa de niños.
Eso, si el FBI conseguía superar las trampas de Everett. El muy cabrón tenía el bosque entero lleno de sorpresas tipo Viet-Cong. Ben no podía evitar preguntarse si su afición a fabricar granadas caseras y cócteles molotov era uno de los motivos por los que echaron a Everett del ejército. Pero para curarse en salud, el reverendo, siempre precavido, había rodeado el complejo de carteles que sin duda creía disuasorios. Cosas como «los supervivientes serán perseguidos» o «si sigue adelante, será únicamente bajo su responsabilidad».
Al ver las señales, Ben había resuelto entrar en el complejo haciéndose pasar por un alma perdida, en lugar de aventurarse en el bosque como un periodista audaz. Semanas antes de iniciar aquella patética farsa, se había embadurnado de barro como le había enseñado a hacer la tribu de las Tres Colinas de Mozambique, cubriéndose todo el cuerpo con una pasta cuya receta, para su propia sorpresa, recordaba aún. Ni siquiera los guardaespaldas de Everett -antiguos miembros de la Federación Mundial de Lucha Libre- le habían visto deslizarse por la alta hierba y confundirse con la corteza de los árboles. Había averiguado muchas cosas en aquella visita. Y, especialmente, que nadie podía entrar o salir sin que le volaran la cabeza o una pierna.
Ben miró su reloj de pulsera. Tenía tiempo de sobra. Por lo que había oído en el mitin de Washington el sábado por la noche, los chicos de Everett tardarían aún un par de horas en llegar. Decidió llamar al servicio de habitaciones. Tal vez incluso probar el baño de burbujas. Se divertiría, se daría la gran vida un rato, y luego volvería al tajo.