Necesitaba sentarse. La bruma parecía más densa esta vez. ¿Habría tomado demasiado brebaje? Sólo lo necesitaba para afinar sus sentidos, para ver más allá de la oscuridad. Pero aquello le sacaba de quicio. Tenía que sentarse. Sí, sentarse y esperar a que la bruma de detrás de sus ojos se disipara.
Se sentaría y se concentraría en su respiración, como le habían enseñado. Haría caso omiso de la ira. Un momento. ¿Era ira? Exasperación, tal vez. Desilusión, sí. Pero no ira. La ira era una energía negativa. No estaba a su altura. No, era simple exasperación. ¿Y por qué no iba sentirse exasperado? Estaba convencido de que aquella duraría más.
Y ella lo había intentado, desde luego. Estaba seguro de que, la tercera vez, lo había visto. Sí, estaba seguro de que había visto la luz en los ojos de la chica, justo en el instante en que exhalaba su último suspiro. Sí, lo había visto. Había estado muy cerca.
Ahora pasarían días, tal vez hasta una semana, antes de que pudiera intentarlo otra vez. Se le estaba agotando la paciencia. ¿Por qué coño había tenido que darse por vencida tan pronto? Una oportunidad más era lo único que necesitaba. Había estado tan cerca… Tan cerca que no quería esperar.
Tomó el libro y dejó que el tacto suave de sus tapas de piel le reconfortara. Se sentó en un duro banco, en un rincón en penumbra de la terminal de autobuses, ajeno al chirrido de los frenos hidráulicos, al interminable taconeo apresurado, a los cuerpos que se empujaban y estrujaban, ansiosos por llegar adonde fueran.
Cerró los ojos para no ver cómo se elevaba la bruma y escuchó. Odiaba el ruido. Pero más aún odiaba los olores: la peste del gasóleo, y un hedor que se parecía al de unos calcetines sucios y húmedos. Y el olor de los cuerpos. Sí, el olor corporal de los cerdos que abandonaban sus casitas de cartón en el callejón y se aventuraban en la estación para pedir unas monedas. Cerdos inmundos.
Abrió los ojos y notó con alivio que se le había aclarado la visión. Ya no había bruma. Vio a uno de aquellos cerdos junto a las máquinas expendedoras, manoseando las ranuras en busca de monedas. ¿Era una mujer? Resultaba difícil adivinarlo. Llevaba encima todas sus pertenencias, capa mugrienta tras capa mugrienta; se movía absorta, arrastrando los pies, y remolcaba tras ella el bajo de los pantalones. El gorro de fibra, astroso y dado de sí, le daba a su cabeza una terminación picuda y torcida; de él salían, como hebras de paja, sus sucios cabellos rubios. Menuda cobarde. No tenía instinto de conservación. Ni dignidad. Ni alma.
Apoyó el libro sobre su regazo y dejó que se abriera por la página en la que había dejado el marcapáginas casero, un billete de avión sin usar, arrugado en las esquinas y caducado desde hacía mucho tiempo. Tenía que dejar que el libro lo calmara. Le había funcionado en otros momentos; las palabras le ofrecían consejo e inspiración, incluso indicaciones y argumentos. Sus manos ya no temblaban.
Se bajó el cuello de la camisa sobre la sangre seca. La chica le había arañado bien. De momento, sin embargo, podía ignorar el dolor. Más tarde se lavaría las manos. Ahora necesitaba experimentar alguna sensación de plenitud y justificación. Necesitaba calmar su frustración y hacer acopio de paciencia. Sin embargo, sólo podía pensar en lo cerca que había estado de alcanzar su meta. No quería esperar. Si pudiera encontrar un modo para no tener que esperar…
Justo en ese momento, la pordiosera de cabeza picuda le puso ante la cara su mano enguantada y pestilente.
– ¿Podría darme un dólar o dos?
Él levantó la mirada hacia su cara sucia y vio que era bastante joven; tal vez incluso fuera atractiva bajo toda aquella mugre y aquel olor a podredumbre, a descomposición, a basura agria. Escrutó sus ojos. Azules y claros como el cristal, había luz tras ellos, no una hueca mirada de desesperanza. Aún.
Tal vez no tuviera que esperar, después de todo.