– ¡Adelante! -gritó Everett, sin molestarse siquiera en comprobar a quién le daba permiso para entrar en su habitación de hotel. ¿Podía haber algo más sencillo?
Sonrió y entró con el carrito del servicio de habitaciones. Luego aguardó. Aquella euforia, aquella trepidación, era mejor que cualquier brebaje casero que pudiera preparar la tribu zulú. A fin de cuentas, llevaba mucho tiempo esperando ese momento. Así que esperó pacientemente como si aguardara una propina.
Everett se giró al fin, listo para despedirlo con un ademán, pero sus ojos pasaron sobre su cara una vez y volvieron luego atrás. Una rápida toma doble.
– ¿Tú? ¿Qué coño haces tú aquí?
– Se me ha ocurrido traerte una golosina, una sorpresa antes de tu último sermón.
– Creía que estarías merodeando por ahí, buscando otra jovencita. Buscando un modo de destruirme.
– El mérito no es sólo mío.
Everett sacudió la cabeza con desdén, sin temor alguno, como si él fuera uno más de sus seguidores.
– Lárgate -le dijo-. Vete y déjame en paz. Estoy harto de tus mentiras. Tienes suerte de que sólo te hayamos hecho algunas advertencias.
– Sí, ya. Sólo advertencias. ¿Es porque no te atreves a hacerle daño a tu propio hijo? ¿Es ésa la única razón por la que he tenido tanta suerte?
Everett lo miró con fijeza. Pero no parecía sorprendido. ¿Lo habría sabido desde el principio? No. Era imposible. Era simplemente otro de sus trucos.
– ¿Cómo lo averiguaste?
¡Joder! ¡Lo sabía! ¿Complicaba eso las cosas? No, las hacía más fáciles. Él muy cabrón lo sabía. Lo había sabido todos esos años.
– Te lo dijo ella antes de morir -dijo Everett como si lo supiera todo, como si hubiera asistido a la muerte de ella. No tenía derecho y, pese a todo, añadió-: Leí lo de su muerte. Creo que fue en el New York Times, o quizá en el Daily News. Tú sabes que me preocupaba por ella. ¿Eso también te lo dijo?
No quería escucharlo. Eran todo mentiras.
– No, eso no me lo dijo. Esa parte no la puso en su diario -tenía que refrenar la ira, pero el brebaje había empezado a infiltrase en su organismo, y las palabras de Everett le parecían una lava líquida y caliente que le abrasaba el cerebro y contaminaba sus recuerdos-. Pero mencionaba lo que le hiciste. Sobre eso había páginas y páginas. Sobre la clase de cabrón que eres en realidad.
Sintió que se le cerraban los puños. Sí, dejaría que la ira le nutriera. La ira y las hermosas palabras de su madre, aquel mantra que había memorizado a partir de las anotaciones de su diario. Sus palabras le habían servido de combustible a lo largo de aquella misión. Ahora no le fallarían.
– Me preguntaba cuándo lo averiguarías -la voz de Everett parecía todavía serena, sin un atisbo de miedo-. Sabía que era sólo cuestión de tiempo. Creía que quizá se trataba de eso. Me refiero a lo de esas chicas. Intentabas vengarte de mí, ¿verdad?
– Sí.
– Querías hacerme daño -Everett sonrió y asintió con la cabeza, como si lo aceptara, como si fuera eso precisamente lo que esperaba de un hijo suyo-. Puede que incluso quisieras castigarme.
– Sí.
– Destruir mi reputación.
– Destruirte a ti -la sonrisa desapareció-. Ahora sólo queda una cosa por hacer -dijo, y levantó la bandeja del carrito del servicio de habitaciones. Se la ofreció a Everett y con la otra mano levantó la campana del plato. La bandeja estaba vacía. En ella sólo había, colocada sobre la servilleta perfectamente doblada, una pequeña cápsula blanca y roja.