A Justin todavía le temblaban las manos cuando volvió al autobús. No se había molestado en esperar a los demás. Todavía no podía creer que aquello fuera lo que el Padre llamaba un viaje iniciático. Imaginaba que sería una especie de prueba de supervivencia, como la semana que supuestamente había pasado solo en el bosque. O un maratón de sermones como sus concentraciones de fin de semana. Pero ¡cielo santo! Jamás hubiera imaginado algo así.
Sentía náuseas al acordarse de aquella pobre mujer vomitando y de los gritos. Se quitó la gorra y con el brazo se limpió el sudor de la frente. El autobús estaba vacío. ¡Menos mal! Aunque veía a Dave, el conductor, dentro del McDonald's, vigilando el autobús mientras devoraba a escondidas un Big Mac.
Se dejó caer en un asiento, cruzó los brazos e intentó dejar de temblar. Estaba sudando como un pollo, así que ¿por qué temblaba como si tuviera frío? ¡Joder! No lograba quitarse de la cabeza los gritos. Esas pobres mujeres… Ése no era el modo en que su abuelo le había enseñado a tratar a las mujeres. Hasta su padre, que a veces era un capullo, trataba bien a su madre. Ninguna mujer se merecía que la trataran así. Le importaban un comino las putas instrucciones del Padre.
Mientras repartía hamburguesas y cerveza, Brandon les había dicho que iban a aprender una lección importante. A Justin lo único que le importaba era que al fin iba a comer algo decente, y hasta pensaba que ser un guerrero no estaba tan mal. Apenas había prestado atención a lo que decía Brandon. Debía de haberse comido tres hamburguesas y haberse bebido cuatro o cinco cervezas.
Estaba agradablemente aturdido cuando Brandon les llevó al parque, donde siguió arengándoles sobre la necesidad de poner a todas las zorras en su sitio y hacerles comprender que todavía mandaban los hombres. Dijo que las mujeres eran las culpables de que todo se estuviera yendo al carajo. Las mujeres creían que no necesitaban a los hombres, se hacían bolleras, tenían niños por su cuenta, les quitaban el trabajo a los padres de familia y encima pedían ayuda al gobierno para que las protegiera. Las muy putas estaban propagando el sida. Había que castigarlas. Había que darles un escarmiento.
Rociaron con cerveza a la primera mujer que pasó. Justin recordaba que se había reído. A la tercera, la agarraron, la manosearon, le desgarraron la ropa. Sus gritos zarandearon a Justin como si lo despertaran de una pesadilla. No podía creer lo que estaba haciendo. Entonces fue cuando empezó a pensar en Alice. ¿Y si Alice hubiera sido una de las mujeres que paseaban por el parque? ¿Y si los otros se enteraban alguna vez de su pasado? ¡Cielo santo! ¿Se abalanzarían sobre ella como una manada de lobos?
Nadie lo había visto esconderse tras unos árboles para vomitar las hamburguesas. Se quedó allí, y cuando los demás acabaron con la tercera mujer y se dirigían a por la cuarta, la ayudó a marcharse, intentando redimirse por haber tomado parte en aquella pesadilla. Cuando la puso a salvo, se marchó y se metió a escondidas en el autobús, pero seguía oyendo los gritos y las risas.
No quería pensar en ello. Levantó las rodillas y se las abrazó contra el pecho. Tenía que pensar en algo, en cualquier cosa. Sólo había estado en Boston una vez antes, cuando Eric estaba todavía en la universidad de Brown. Aquél había sido uno de sus últimos viajes en familia. Se habían alojado en el Radisson. Eric y él tenían una habitación para ellos solos. Su padre les dejó llamar al servicio de habitaciones y se pusieron como locos porque siempre había sido un tacaño.
Fueron a ver un partido de los Red Sox, y luego al Metropolitan Museum para darle gusto a su madre. Pero hasta eso estuvo bien. La verdad era que se lo habían pasado en grande. Fue una de esas raras veces que no acabaron discutiendo. A Justin, Boston le había dejado buen sabor de boca. Pero los gritos de las mujeres y el olor a cerveza caliente habían borrado aquella sensación.
Se levantó de un salto, se quitó la camiseta, la arrebujó y la metió bajo el asiento. Luego se quitó el resto de la ropa hasta quedarse en calzoncillos en medio del pasillo del autobús. Entonces vio a Brandon de pie en la puerta, mirándolo. Pero, en vez de enfadarse, Brandon se echó a reír.
– Lo sabía -dijo por fin mientras Justin volvía a ponerse a trompicones los vaqueros-. Sabía que no tenías agallas para esto. Eres un puto cobarde, igual que tu hermano. Tendré que volver yo para acabar las cosas como un tío de verdad.
Dio media vuelta y se marchó rumbo al parque.