Capítulo 34

Richmond, Virginia

Kathleen O'Dell apartó los papeles y tomó su taza de café. Bebió un sorbo, cerró los ojos y bebió otra vez. El café estaba mucho más rico que aquel asqueroso té, aunque el reverendo Everett la regañaría si supiera que tomaba tanta cafeína, y eso que no era aún mediodía. ¿Cómo podía esperar nadie que dejara el alcohol al mismo tiempo que la cafeína?

Pasó de nuevo las hojas. Stephen había sido muy amable por conseguirle todos los impresos que necesitaba. Si no se tardara tanto en rellenarlos… ¿Quién iba a sospechar que costaría tanto trabajo transferir los pocos bienes que tenía, un puñado de acciones, unos ahorrillos, la pensión de Thomas…? Hasta se había olvidado de la pensión, una pequeña cantidad mensual, pero suficiente para que el reverendo Everett pareciera complacido cuando ella se la recordó. Eso había sido cuando el reverendo le dijo otra vez que ella formaba parte integrante de su misión; que Dios la había enviado a él como favor especial. Ella nunca había formado parte integrante de nada, ni de nadie, y menos aún de un hombre tan importante como el reverendo Everett.

Tras pasar la mañana repasando sus bienes, se había dado cuenta de que no tenía gran cosa. Claro, que tampoco había esperado nunca mucho. Sólo lo necesario para ir tirando. Con eso se conformaba.

Después de la muerte de Thomas, había vendido su casa y todas sus pertenencias para llevarse de allí a Maggie lo antes posible, y cuanto más lejos, mejor. Creía que con el seguro de vida de su marido les iría bien, y habían vivido a gusto en el pequeño apartamento de Richmond. Nunca habían nadado en la abundancia, cierto, pero Maggie no se moría de hambre, ni se vestía con harapos.

Kathleen paseó la mirada por su apartamento: una sola habitación soleada que había decorado ella misma recientemente con colores alegres y chillones que, por suerte, ya no veía con los ojos emborronados por la resaca. No probaba ni una gota desde hacía diez meses, dos semanas y… Miró el calendario de la mesa. Cuatro días. Pero todavía se le hacía cuesta arriba. Asió de nuevo la taza de café y tomó un trago.

Al mirar el calendario se acordó de que quedaban pocos días para Acción de Gracias. Miró la hora. Tendría que llamar a Maggie. Era importante para el reverendo Everett que Maggie y ella pasaran juntas la cena de Acción de Gracias. Seguro que podían hacerlo, aunque fuera sólo una vez. No podía ser tan difícil pasar una tarde juntas. No era la primera vez que lo hacían. Habían pasado muchas fiestas juntas, aunque Kathleen no recordaba ninguna con la suficiente claridad como para sentirse reconfortada. Por lo general, las fiestas eran para ella una especie de mancha borrosa.

Miró de nuevo la hora. Si llamaba de día, le saltaría el contestador de Maggie, y no podría hablar con ella.

Pensó en su encuentro del día anterior. Maggie se removía en la silla como si estuviera deseando marcharse, y ella se preguntaba si de veras la habían llamado del trabajo. Quizá, sencillamente, no había querido pasar ni un minuto más con su madre. ¿Cómo habían llegado a aquel extremo? ¿Cómo se habían convertido en enemigas? No, en enemigas, no. Pero tampoco eran amigas. ¿Y por qué ni siquiera podían hablar con normalidad?

Miró la hora otra vez. Se quedó sentada. Tamborileó con los dedos sobre los papeles y luego miró el teléfono que había sobre la encimera. Si llamaba a Maggie mientras estaba trabajando, sólo podría dejarle un mensaje. Se quedó allí sentada un rato más, mirando fijamente el teléfono. De acuerdo, aquello no iba a ser fácil. Seguía siendo una cobarde. Se levantó y se acercó a la encimera. Dejaría un mensaje, se dijo, y levantó el teléfono.

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