Capítulo 53

Maggie se dio cuenta cuando su madre la llamó «pajarito». Así era como la llamaba su padre. Su madre había adoptado aquel apelativo cariñoso, pero sólo lo usaba cuando estaba borracha. En lugar de un mote, se había convertido en una señal de advertencia, en un aviso que a Maggie le crispaba los nervios como el chirrido de unos dedos arañando una pizarra.

Miró fijamente a su madre, pero Kathleen no se inmutó. Mantenía la mano firmemente apoyada sobre el pomo de la puerta. ¡Dios! Había olvidado lo bien que se le daba a su madre aquel juego. Y lo mal que se le daba a ella, porque se dejaba arrastrar por las emociones. Por las emociones de una niña de doce años. De pronto, se descubrió paseándose por el pequeño cuarto de estar.

– ¿Cómo he podido ser tan estúpida? ¿Cómo he podido creerte? -dijo Maggie, exasperada porque le temblara el labio inferior. Echó un vistazo y vio que el semblante de su madre no había cambiado. Aquella perfecta combinación de estupor e inocencia, como si no tuviera ni idea de qué le estaba hablando.

– Tengo una cita, pajarito…Y un montón de cosas que empaquetar -ni siquiera su voz había cambiado. Tenía todavía aquella alegría dulzona que le daba el alcohol.

– ¿Cómo he podido creerte? -Maggie intentó refrenar su ira. ¿Por qué siempre se lo tomaba tan a pecho? ¿Por qué le parecía una traición?-. Creía que lo habías dejado.

– Sí, claro que lo he dejado. He dejado de embalar todas estas cosas para hablar contigo -pero seguía junto a la puerta, con la mano en el picaporte. Tal vez confiaba en escapar si Maggie no se iba. Miraba a su hija pasearse de un lado a otro de la habitación.

– Era el té -dijo Maggie, dándose una palmada en la frente como un niño que por fin adivina la respuesta a una adivinanza. Agarró el vaso de su madre y lo olió-. Claro.

– Sólo una pizca para que no sea tan amargo -Kathleen O'Dell agitó una mano, y aquel gesto tan familiar le recordó a Maggie la absolución de un alcohólico.

– ¿Tan amargo? ¿Qué es tan amargo? ¿Es que ni siquiera aguantas una puta visita de tu propia hija?

– Una visita sorpresa. Deberías haber llamado primero, pajarito. Y, por favor, no digas tacos -incluso aquel tono remilgado le crispaba los nervios a Maggie-. ¿A qué has venido? -preguntó su madre-. ¿Es que me estás vigilando?

Maggie intentó recuperar la calma y concentrarse. Sí, ¿a qué había ido? Se pasó una mano por la cara, irritada de nuevo al notar que le temblaban un poco los dedos. ¿Por qué tenía tan poco dominio sobre sí misma, sobre sus reacciones físicas? Era como si la triste niña que había dentro de ella aflorara a la superficie para enfrentarse a aquella situación, porque la mujer adulta no había encontrado aún el modo de hacerlo.

– ¿A qué has venido, Maggie?

Su madre había vuelto a adentrarse en la habitación, ansiosa de pronto por obtener una respuesta.

– Tenía que… -tenía que acordarse de la investigación. Era una profesional. Necesitaba respuestas. Respuestas que su madre podía proporcionarle. Debía concentrarse-. Estaba preocupada por ti.

Su madre la miró fijamente. De pronto, Maggie sintió ganas de sonreír. Sí, sabía una o dos cosas sobre aquel juego, sobre el poder de la negación o -en el mundo en el que vivía su madre- el poder del fingimiento. Su madre podía fingir que tomarse una copa no era para tanto. Y ella podía fingir que estaba sencillamente preocupada por ella, que temía por su seguridad, en lugar de buscar respuestas sobre el reverendo Everett. Para eso había ido allí, ¿verdad? Por la investigación, para intentar resolver el caso. Claro que sí.

– ¿Preocupada? -dijo por fin su madre, como si hubiera tardado todo aquel tiempo en asumir aquel término-. ¿Y se puede saber por qué estás preocupada por mí?

– Hay algunas cosas sobre el reverendo Everett que no creo que sepas.

– ¿De veras?

Maggie notó que el recelo se mezclaba con el estupor. Debía tener cuidado. No quería que se cerrara en banda.

– El reverendo Everett no es quien parece ser.

– ¿Y tú cómo lo sabes? Ni siquiera lo conoces.

– No, pero he hecho averiguaciones y…

– ¡Ah, averiguaciones! -la interrumpió su madre-. ¿Quieres decir que le has investigado?

– Sí -dijo Maggie con calma. La profesional había vuelto a tomar el mando.

– El FBI siempre le ha odiado. Quieren destruirle.

– Yo no quiero destruirle.

– No me refería a ti.

– Mamá, yo pertenezco al FBI. Por favor, escúchame un momento -pero su madre se había puesto a trastear con las persianas del cuarto de estar y se paseaba de una ventana a la siguiente, cerrándolas lentamente-. He hablado con otras personas que me han dicho…

– Personas que han dejado la iglesia -la atajó su madre, pero todavía con aquel exasperante gorjeo en la voz.

– Sí.

– Antiguos miembros.

– Sí.

– No puedes creer ni una palabra de lo que te digan. Pero supongo que eso ya lo sabrás -miró a Maggie con una impaciencia que su hija no conocía-. Pero tú prefieres creerles a ellos, ¿verdad?

Maggie se quedó mirándola de nuevo. Su madre ya tenía una opinión formada. Nada de lo que ella dijera podría cambiar lo que Kathleen creía o dejaba de creer. Lo cual no debía sorprenderla. ¿Qué esperaba averiguar exactamente? ¿Para qué había ido allí? Era improbable que su madre tuviera alguna información sobre Everett. ¿Había ido a avisarla, quizá? ¿Creía acaso que su madre de pronto iba a hacerle caso? Era ridículo. No debería haber ido.

– No debería haber venido -dijo en voz alta, y dio media vuelta, dispuesta a marcharse.

– Sí, tú prefieres creerles a ellos, a extraños a los que no conoces de nada -la voz de su madre ya no sonaba alegre, sino afilada por un sarcasmo cruel. Maggie conocía aquel tono. Lo recordaba muy bien-. De todas formas, nunca me has creído. A mí, a tu propia madre.

– No pretendía decir eso -dijo Maggie con calma.

La miró de frente e intentó ignorar el cambio no sólo de su tono, sino también de sus ademanes. Kathleen se pasaba los dedos con nerviosismo por el pelo y miraba a su alrededor con impaciencia como si buscara una copa o una botella. Vio el vaso de té, lo agarró y lo vació de un solo trago sin darse cuenta de que era el de Maggie.

– Tú nunca has creído en mí.

Maggie seguía mirándola fijamente. ¿Cómo era posible que la inserción de una palabrita como en pudiera cambiar hasta ese punto el sentido de una frase?

– Yo nunca he dicho eso.

Pero su madre no parecía escucharla. Seguía dando vueltas por la habitación, abriendo las persianas que acababa de cerrar, una tras otra.

– Siempre era él. Siempre él.

Hablaba a gritos. Maggie comprendió que era demasiado tarde, que ya no podrían hablar. Pero ignoraba a quién se refería con él.

– Creo que debería irme -dijo, pero no hizo amago de marcharse. Sólo quería que su madre la escuchara. Ésta, sin embargo, ya no la escuchaba. Había dejado de prestarle atención. Aquello era un error.

– Siempre era él -Kathleen se detuvo delante de ella y la miró con reproche-. Lo querías tanto que no te quedó amor para nadie más. Ni siquiera para mí. Ni para Greg. Seguramente ni siquiera para tu cowboy.

– De acuerdo, ya es suficiente -Maggie no estaba dispuesta a soportar aquello. Era absurdo. Su madre ni siquiera sabía lo que decía.

– Pues no era ningún santo, ¿sabes?

– ¿De quién estás hablando?

– De tu padre.

A Maggie le dio un vuelco el estómago.

– De tu adorado padre -añadió su madre como si necesitara una explicación- Siempre le quisiste más a él. Tanto, que no te quedaba amor para los demás. Enterraste tu amor con él.

– Eso no es cierto.

– Y no era ningún santo, ¿sabes?

– No te atrevas -dijo Maggie, y al instante se dio cuenta de que volvía a temblarle el labio y se sintió defraudada.

– ¿A qué? ¿A decirte la verdad? -su madre logró esbozar una sonrisa cruel. ¿Por qué estaba haciendo aquello?

Maggie se volvió hacia la puerta.

– Tengo que irme.

– Estaba follando con su amiguita la noche del incendio.

Fue como si le dieran una puñalada por la espalda. Se detuvo en seco y se obligó a volverse para mirar a su madre.

– Tuve que llamar a su casa cuando avisaron del parque de bomberos -prosiguió Kathleen-. Todo el mundo creía que estaba durmiendo en nuestra cama, pero estaba en la cama de su amiguita. En su cama, follando con ella.

– Basta -dijo Maggie, pero se había quedado sin aire y la voz le salió estrangulada.

– Nunca te lo dije. No se lo dije a nadie. ¿Cómo iba a hacerlo, después de que esa noche se metiera en un edificio en llamas y muriera como un puto héroe?

– Te lo estás inventando.

– La dejó embarazada. Tiene un hijo. Un hijo de él. El hijo que yo nunca pude darle.

– ¿Por qué haces esto? ¿Por qué te inventas esas cosas? -dijo Maggie, intentando que la niña de doce años no aflorara, a pesar de que su cabeza, su voz, le parecían de pronto las de aquella niña-. Estás mintiendo.

– Creía que estaba protegiéndote. Sí, te mentí. Pero ahora no miento. ¿Por qué iba a mentir ahora?

– Para hacerme daño.

– ¿Para hacerte daño? -su madre hizo girar los ojos. El sarcasmo había vencido a cualquier otra emoción-. Durante todos estos años he intentado protegerte de la verdad.

– ¿Protegerme? -la ira comenzó a desatarse-. ¿A llevarme a rastras por medio país lo llamas tú protegerme? ¿A llevar a casa a hombres extraños para que me manosearan lo llamas protegerme?

– Hice lo que pude -sus ojos se movían de nuevo por la habitación, enloquecidos, y Maggie comprendió que había dicho lo que quería decir y que ahora buscaba una retirada, un modo de escapar.

– Tú perdiste a tu marido esa noche. Yo perdí a mis padres.

– Eso es ridículo.

– Perdí a mi padre y a mi madre. ¿Y qué conseguí a cambio? Una inválida borracha de la que ocuparme. Una zorra alcoholizada en lugar de una madre.

Kathleen la abofeteó tan repentinamente que Maggie no tuvo tiempo de reaccionar. Se tocó la mejilla escocida y, al sentir la humedad de las lágrimas, se puso aún más furiosa.

– ¡Oh, Dios mío! ¡Maggie! -Kathleen le tendió los brazos, pero Maggie se apartó-. Lo siento. No quería…

– No me toques -Maggie levantó una mano en señal de advertencia. Permanecía erguida y evitaba los ojos de su madre-. No te disculpes -dijo, y se enjugó de nuevo las lágrimas-. Ha sido una respuesta perfecta. No podía esperar otra cosa de ti.

Dio media vuelta y se fue. Llegó al coche y, pese a las lágrimas, logró conducir hasta la entrada de la I-95, donde se detuvo. Se apartó al arcén, apagó los faros, encendió las luces de posición, echó el freno de mano y dejó el motor al ralentí y la radio puesta mientras se deshacía en sollozos, y, dándose por vencida, dejaba que aquellos compartimentos llenos de goteras estallaran al fin.

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