– Suéltala -dijo Maggie sin moverse mientras con la pistola apuntaba directamente a la cabeza de Garrison.
– El puto libro lo tienes tú, ¿verdad? -Garrison la miraba a los ojos al tiempo que apretaba el lazo que rodeaba el cuello de la señora Fowler. Maggie la oía jadear y por el rabillo del ojo la veía encorvada, intentando agarrar con los dedos retorcidos la cuerda y clavándose las uñas en el cuello.
– Sí, lo tengo yo -no pensaba moverse, ni siquiera para darle el libro-. Suéltala y te lo doy.
Garrison soltó una carcajada nerviosa.
– Sí, ya. La suelto, me das el libro y tan amigos. ¿Tú qué te crees? ¿Que soy un puto idiota?
– Claro que no -unos minutos más y nada de aquello importaría. La anciana boqueaba. Sus dedos hacían patéticos intentos. Maggie sabía que podía matar a Garrison de un disparo a la cabeza. Pero entonces jamás obtendrían todas las respuestas.
– Ahora todo tiene sentido -le dijo con la esperanza de distraerlo-. Everett es tu padre. Por eso querías destruirlo.
– No es mi padre. Es un simple donante de semen -replicó él. De pronto tiró de la anciana para que se levantara, colocándola delante de él como si bruscamente hubiera comprendido que necesitaba un escudo para evitar el limpio disparo de Maggie-. No podía hacer nada en contra de la biología, pero podía asegurarme de que ese cabrón pagara por lo que le hizo a mi madre.
– Y todas esas mujeres -dijo Maggie con calma-, ¿por qué tenían que pagar ellas? ¿Por qué tenían que morir?
– Ah, eso -Garrison rió de nuevo y retorció aún más la cuerda-. Era un estudio, un experimento…, una misión. Para un bien superior, podría decirse.
– De tal palo, tal astilla.
– ¿De qué coño estás hablando?
– Everett robaba almas perdidas. Tú también querías capturarlas. Sólo que en película.
Una roja oleada se extendió por la cara de Garrison, traicionando su aparente calma. Maggie había puesto el dedo en la llaga.
– No nos parecemos en nada -replicó él.
Maggie lo observaba atentamente. Garrison parecía ajeno a sus propias manos mientras hablaba.
– Os parecéis más de lo que crees. Hasta vuestro ADN es tan parecido que nos confundió. Pensábamos que era Everett quien había matado a esas chicas.
Garrison sonrió, complacido.
– Os he engañado a todos, ¿eh?
– Sí -contestó Maggie, dispuesta a seguirle la corriente-. Desde luego.
– Y tengo fotos de su trágica muerte. Acabo de volver de Cleveland con la exclusiva -señaló con la mano libre la mochila que había dejado sobre la encimera que separaba la cocina del cuarto de estar.
Se acercó a la mochila llevando a rastras a la anciana. Esta respiraba con menos trabajo. Garrison parecía haberse olvidado del lazo mientras intentaba encontrar su preciado carrete.
– Aún no he decidido a quién le voy a vender la exclusiva. Parece que va a ser un bombazo. Más de lo que esperaba. Sobre todo, ahora. Ahora que estás aquí. Ahora que lo has cambiado todo.
No parecía enfadado, sino más bien resignado. Quizá le hacía feliz que lo hubieran atrapado. De ese modo, podría compartir sus fotos ilícitas, aquellas terribles imágenes, y hacerse famoso a cualquier precio, sólo para alimentar su monstruoso ego. No era tan infrecuente. Maggie sabía de otros asesinos en serie que se dejaban prender con el solo propósito de exhibir su obra y asegurarse de que no pasaban inadvertidos.
Notó que la tensión de su brazo se relajaba. Seguía apuntando a Garrison, pero aflojó el dedo del gatillo. Garrison parecía distraído, obsesionado por el carrete y la fama.
– Tres putos carretes en color -dijo, y metió la mano en la mochila como si quisiera enseñárselos, arrastrando con él a la anciana.
Maggie esperaba ver los botes negros de los carretes fotográficos. Pero Garrison sacó una pistola y disparó antes de que ella pudiera agacharse. La bala le atravesó el hombro y el impacto la lanzó contra la pared. Intentó recuperar el equilibrio, pero sintió que caía deslizándose por la pared. No podía mover el brazo. Intentó levantar la pistola. Ni el brazo ni el arma se movían.
Garrison parecía satisfecho.
– Sí, parece que voy a ser muy famoso -dijo con una sonrisa. Luego apartó a la anciana de un empujón y al mismo tiempo levantó la pistola.
– ¡No! -gritó Maggie.
Garrison disparó a la anciana con un sólo ademán lleno de suavidad. La señora Fowler golpeó en la pared con un repulsivo crujir de huesos y carne, y su cuerpo menudo se amontonó en el suelo.
Maggie intentó levantar la pistola de nuevo. ¡Mierda! No notaba los dedos. Ni siquiera sentía la pistola. La tenía todavía en la mano, pero no la sentía, no podía moverla. La bala le había paralizado el brazo desde el hombro hasta los dedos. Garrison se acercó a ella, apuntándola al pecho con su arma. Maggie tenía que levantar la puta pistola. Tenía que apuntar, y apretar el gatillo, pero su brazo no respondía. En el instante en que intentaba agarrar la pistola con la mano izquierda, Garrison se cernió sobre ella. Dio una patada con la bota negra a sus dedos inermes, y la pistola rodó por el suelo de la habitación.
Maggie notaba un dolor agudo a un lado del cuello, pero no sentía el brazo derecho. Notaba que la sangre le chorreaba por la manga y veía varias manchas en el suelo. Pero no podía mover la maldita mano.
– ¿Dónde está el libro? -dijo Garrison sin apartarse de ella. Entonces lo vio en su bolsillo y apuntó hacia él.
– Tendrás que recogerlo tú mismo -le dijo Maggie-. No puedo moverme -haría que él recogiera el libro. Todavía le quedaba una mano. Podía agarrarlo, hacerse con la pistola.
Pero Garrison no se movió. En realidad, ya no parecía interesado en el libro. Miró hacia la anciana y luego paseó la mirada por su apartamento como si evaluara los daños e intentara decidir qué hacer a continuación.
– Quédatelo -dijo para sorpresa de Maggie, y, regresando a la encimera de la cocina, se puso a rebuscar en su mochila-. Pero recuerda que va con las fotos -le dijo al tiempo que sacaba varios botes negros y los dejaba sobre la repisa-. Esto sólo puede ser una exclusiva de primera página.
Luego empezó a sacar lo demás, y a Maggie le dio un vuelco el corazón. Sacó las esposas, la cinta aislante, más cuerda, una cámara, otro trípode plegable. Ella intentó mover los pies. ¿Qué coño estaba haciendo Garrison? Se incorpora con esfuerzo, anclándose en la pared y en el brazo bueno para mantener el equilibrio. Garrison se giró y la apuntó con la pistola. Maggie se detuvo, todavía medio agachada.
– Es mejor que te quedes donde estás -dijo él, y agarró las esposas-. Abajo -señaló el suelo y se acercó a ella, esperando a que se deslizara por la pared.
Al ponerle las esposas le pilló la muñeca del brazo herido. Pero Maggie no sintió nada. Garrison le empujó los hombros hacia la pared, como si quisiera que se pusiera derecha, y le colocó cuidadosamente las manos sobre el regazo. Todo aquello formaba parte de su escenificación. La estaba preparando para su propio retrato mortuorio.
Garrison tomó la cuerda, le ató los pies y le estiró las piernas para separárselas de las manos. Luego le metió los tres carretes en el bolsillo de la chaqueta, de modo que acabó con la película en uno y el libro -el diario de la madre de Garrison- en el otro.
– Los refuerzos llegarán enseguida, Garrison -le dijo Maggie, intentando a la desesperada recordar si le había dicho a alguien que iba a pasarse por allí. Pero no se lo había dicho a nadie. Ni siquiera a Gwen. La anciana era la única que lo sabía.
Él no pareció preocupado, sino casi divertido.
– ¿Y para qué necesitas refuerzos? Tú misma has dicho que todo el mundo cree que Everett es el asesino. Él y Brandon, su cómplice. Pobre chico. Su tendón de Aquiles es que no sabe follar.
Garrison estaba otra vez junto a la encimera. Hablaba tranquilamente, sin asomo de pánico. Dejó la pistola y comenzó a colocar el trípode con mucho cuidado.
– Esto no es exactamente lo que tenía pensado -dijo casi distraído, como si hablara para sí mismo-. Pero ¿qué mejor manera de abandonar el escenario que un último hurra?
Maggie tenía que hacer algo. Garrison estaba preparando el trípode a unos dos metros y medio frente a ella, como había hecho con sus otras víctimas.
– Sí, nos has engañado a todos -le dijo con la esperanza de halagar su ego y atraer su atención al tiempo que miraba a su alrededor. Su pistola estaba junto a la pared de enfrente, a unos cinco metros de distancia. Demasiado lejos. Tenía las manos delante de sí. Podía agarrar algo, cualquier cosa, y utilizarla como arma. Buscó frenéticamente con los ojos. Una lámpara a su izquierda. En medio del montón de ropa sucia, un cinturón con hebilla. Sobre la mesa baja, un jarrón de cerámica africano.
Garrison puso un carrete nuevo en la cámara. No quedaba mucho tiempo. ¡Mierda! Tenía que concentrarse. Tenía que pensar. Debía ignorar el dolor del hombro y la sangre que seguía chorreándole por la manga. La cámara estaba cargada. Garrison la fijó al trípode y comenzó a desenrollar una especie de cable, uno de cuyos extremos había enchufado a la cámara. Un cable para disparar fotografías desde varios metros de distancia, eso era. De ese modo no necesitaba estar tras la cámara. Ni siquiera tocarla. Podía estrangularla hasta dejarla inconsciente mientras la fotografiaba.
Maggie pegó la espalda a la pared. ¿Cuánto tardaría en doblar las rodillas? ¿En apoyarse contra la pared y levantarse? A pesar de que tenía los pies atados, podía hacerlo. Pero ¿cuánto tardaría?
Garrison estaba comprobando el objetivo, ladeaba la plataforma del trípode para ajustar el encuadre. Maggie intentaba hacer caso omiso de sus preparativos, de su ritual, procuraba que su serenidad calculadora, sus manos firmes y fuertes, no la asustaran. Pensaba vertiginosamente. El maldito brazo le latía dolorosamente, y también el corazón, cuyo golpeteo constante atronaba sus oídos y amenazaba con desbaratar sus procesos mentales.
– Voy a entrar en la historia, no cabe duda -mascullaba Garrison mientras ajustaba la velocidad del obturador y giraba la lente de la cámara. Enfocaba, hacía otro cambio. Reajustaba la apertura. Hacía otra comprobación, se preparaba.
Maggie levantó muy despacio las rodillas hasta el pecho, sin hacer ruido. Garrison estaba tan concentrado que no se dio cuenta. A veces le daba la espalda y le impedía ver la cámara. Parecía absorto en su tarea. Empezaba a convertirse en el cámara invisible.
– Nadie ha intentado esto. Un autorretrato en el que la película capte el alma fugitiva… Todo en el preciso instante… -prosiguió. Sus palabras parecían haberse convertido en una suerte de mantra que le impelía a seguir adelante-. Y el encuadre -dijo-. Es, definitivamente, el momento preciso y el encuadre. Oh, sí, seré famoso. No cabe duda. Más allá de todas mis esperanzas. Más allá de las de mi madre -estaba tan enfrascado que parecía haber olvidado a su víctima. O, mejor dicho, parecía haberla reducido al papel de simple modelo que aguardaba, indefensa, convertirse en copartícipe de su horrenda escenificación.
Pero Maggie no quería esperar. Esforzándose por no hacer ruido, levantó los pies cuanto pudo. Sólo un poco más. Bastante cerca. Sí, podría agarrar la cuerda. Pero no el nudo. Cambió de postura y notó una punzada de dolor en el brazo que casi la hizo llorar. Se detuvo. ¡Mierda!
Miró a Garrison. Él estaba desenrollando el cable; lo iba desenredando mientras avanzaba hacia la encimera. ¡Cielo santo! Ya casi estaba listo. Maggie intentó asir de nuevo el nudo, estiró los dedos, las esposas metálicas le arañaron las muñecas. Si podía soltarse los pies, tal vez pudiera defenderse cuando Garrison se acercara a ella dispuesto a estrangularla. Le dolía tanto el brazo que sabía que le sería difícil mantenerse consciente. No podía permitir que Garrison llegara tan lejos. No podía permitir que le rodeara el cuello con la cuerda. Si no… si no, estaba perdida.
El permanecía parado junto a la encimera, con el interruptor del cable en la mano. Maggie lo vio levantar la pistola con la otra mano. Se quedó helada. No iba a usar la cuerda. ¿Estaba pensando en pegarle un tiro?
Garrison se giró para mirarla. Ella mantuvo las rodillas pegadas al pecho. Sus dedos se detuvieron junto al nudo. Le daba igual que él lo notara. Era demasiado tarde. Estaba listo. Y de pronto el resto de su cuerpo se quedó tan paralizado como su brazo derecho. Hasta su mente se detuvo en seco.
Sin decir palabra, Garrison se acercó a ella, arrastrando con cuidado el cable. Se colocó delante, cerniéndose sobre ella, a menos de un metro de distancia. Miró a la cámara y comprobó el encuadre. Reajustó el cable que llevaba en la mano, colocando entre su índice y su pulgar el bombín de plástico que accionaba la cámara.
Estaba preparado.
– Recuerda -le dijo a Maggie sin apartar la vista del objetivo-, una exclusiva de primera plana.
Antes de que ella pudiera moverse, antes de que lograra reaccionar, Garrison se acercó a la sien el cañón de la pistola y apretó al unísono el gatillo y el disparador de la cámara. Maggie cerró los ojos. Un borbotón de sangre y masa cerebral salpicó su cara y las paredes. El sonido del obturador de la cámara se perdió en la explosión. Un olor a pólvora llenó el aire.
Cuando abrió los ojos, vio caer al suelo ante ella, con un ruido sordo, el cuerpo de Garrison. Tenía los ojos abiertos. Pero estaban ya vacíos. El alma de Ben Garrison, pensó, había desaparecido mucho antes de su muerte.