Ben Garrison volvió tarde al Ritz-Carlton. Encontró la puerta de servicio en el callejón de atrás y tomó el montacargas hasta el piso catorce. Esa mañana había discutido con el recepcionista porque quería cambiarse a otro piso. Se mirara como se mirara, el piso catorce seguía siendo el piso trece. Tenía que haber disponible otra suite que hiciera esquina. Pero ahora ya no le importaba. Había recuperado su buena suerte. Nada podía salir mal. Cuando aquellas fotos llegaran a los quioscos, volvería a ser el puto amo.
En cuanto entró en su habitación tiró la mochila sobre la cama y se quitó la ropa; la guardó en una bolsa de lavandería del hotel y dejó la bolsa junto al resto de la basura que tiraría por la mañana. Metió las botas en la bañera para limpiarlas más tarde y se puso el mullido albornoz que el maravilloso personal de limpieza había dejado, limpio y fresco, tras la puerta del cuarto de baño.
Había llevado una cubeta y líquidos suficientes para revelar la película. Podía sacar los contactos de las fotos que quería vender. De ese modo, no tendría que llevarlas a una tienda de revelado rápido, y ningún chaval con la cara llena de granos se acojonaría al verlas.
Mientras sacaba todo lo que necesitaba, llamó al servicio de habitaciones. Pidió pato asado, tarta de queso con chocolate y arándanos y la botella de Sangiovese más cara que había en la lista de vinos. Luego marcó el número de su casa para escuchar sus mensajes. Después de la aparición del National Enquirer, esperaba la llamada de otros editores de los que no tenía noticias desde hacía años y que sin duda fingirían de pronto ser sus mejores amigos.
Tenía razón. Había quince mensajes. El puto contestador sólo admitía dieciocho. Agarró la libreta con el membrete del hotel y empezó a repasar la lista. Apenas pudo refrenar una sonrisa, y finalmente rompió a reír al escuchar los dos mensajes de Curtís. En el primero, quería saber por qué no le había dado la exclusiva a él y, en el segundo, le decía que le pagaría más que cualquier otro si tenía algo más. Sí, la vida volvía a sonreírle.
Uno de los mensajes era de su vieja amiga la detective Julia Racine. A Ben no le extrañó tener noticias suyas. A diferencia de los demás, Racine no perdía el tiempo dándole jabón, ni intentando congraciarse con él. Por el contrario, amenazaba con arrestarlo y denunciarlo por obstrucción a la justicia. ¡Joder! Sólo oír su voz lo ponía cachondo. Sobre todo, cuando decía tacos. Oírla llamándolo mamón le produjo una erección increíble. Volvió a escuchar el mensaje sólo para disfrutar de aquella sensación. Luego decidió guardarlo para futuros usos, en lugar de borrarlo.
Hojeó su librito negro y se le ocurrió de pronto que tal vez pudiera compensar a la detective Racine. A pesar de que le encantaba que lo llamara mamón, no le importaría beneficiarse de uno de aquellos quid pro quo por los que era famosa. Por su tono de voz, estaba claro que hacía algún tiempo que Racine no echaba un buen polvo; ni con un hombre, ni con una mujer. Y Ben tenía que admitir que lo de esa noche le había puesto a tono. Estaba seguro de que se le ocurriría alguna proposición que a Racine le resultara tan interesante como a él.
Por fin encontró el teléfono que estaba buscando y empezó a marcar el número de Britt Harwood, del Boston Globe. Era tarde, pero ganaría tiempo dejándole un mensaje. Qué demonios, incluso podía ofrecerle una primera muestra de aquella exclusiva. Sonrió, pensando en la cara que pondría Harwood cuando le enseñara los contactos en los que aparecían aquellos buenos chicos cristianos manoseando y desgarrando la ropa a unas cuantas mujeres en medio del Boston Common.