A aquella hora de la noche, Kathleen O'Dell aún echaba de menos una copita de bourbon, un martini removido -no agitado- o incluso un trago de brandy. Miró la bandeja con la tetera de porcelana de reborde dorado y vio que el reverendo Everett servía sendas tazas de té caliente para Emily, Stephen y ella. Entre tanto, pensó sin poder remediarlo que odiaba el té. Daba lo mismo que fuera herbal, especiado, o que se lo sirvieran con limón, miel o leche. Sólo su aroma le daba ganas de vomitar.
El té le recordaba el infierno de sus primeras semanas de abstinencia. El Padre se pasaba por su apartamento varias veces por semana y dedicaba generosamente su precioso tiempo a prepararle un té especial, hecho de hojas importadas de no sé qué sitio exótico de Sudamérica. Decía que tenía poderes mágicos. A Kathleen le parecía que le hacía alucinar y le provocaba dolorosos fogonazos de luz brillante tras los ojos. Después, le revolvía violentamente el estómago. Pero el Padre siempre estaba allí, a su lado, y le decía con mucha paciencia que Dios tenía planes distintos para ella; o, más concretamente, se lo decía a su nuca mientras ella vomitaba en la taza del váter.
Kathleen sonrió cuando el Padre le dio una taza como si le apeteciera muchísimo el té. Le debía muchas cosas a aquel hombre, y él pedía tan poco a cambio… Aparentar que le gustaba su té era un sacrificio muy pequeño.
Estaban todos sentados delante de la chimenea, en los suaves sillones de cuero que al Padre le había regalado un rico benefactor. Todos bebían su infusión, y Kathleen se llevó la taza a los labios y se obligó a imitarles. La conversación languidecía. Todavía estaban un poco aturdidos por la vigorosa actuación del reverendo, pero nadie dudada de la necesidad de que Martin recibiera un escarmiento. ¿Cómo se atrevía a quedarse dormido?
Notó que el padre los observaba a los tres, sus embajadores en el mundo exterior, como él los llamaba. Cada uno de ellos desempeñaba un papel importante; una tarea, asignada por el reverendo, que sólo él o ella podía llevar a cabo. A cambio, el Padre les permitía participar en aquellas reuniones privadas y les concedía el disfrute, sumamente raro, de su tiempo y su confianza. Tenía tantas obligaciones… Había tanta gente que lo necesitaba para sanar sus heridas y salvar su alma… Entre los mítines de fin de semana y los sermones diarios, el pobre hombre apenas tenía tiempo para sí mismo. Soportaba tanta presión… Se esperaba tanto de él…
– Estáis todos muy callados esta noche -el reverendo, sentado en la enorme butaca colocada junto al fuego, les sonrió-. ¿Os ha impresionado la lección de esta noche?
Se miraron rápidamente entre ellos. Kathleen volvió a beber de su té; de pronto prefería el té a hablar y meter la pata. Miró por encima del borde de la taza. Poco antes, durante el sermón, Emily había estado a punto de desmayarse. Kathleen la había sentido apoyarse en ella mientras la boa constrictor estrangulaba a Martin, cuya cara iba convirtiéndose en un globo de color púrpura. Pero sabía que Emily jamás admitiría tal cosa.
Y Stephen, con su… Se detuvo, intentando cumplir la promesa de no pensar en Stephen de aquel modo. A fin de cuentas, era bastante listo y tenía otras cualidades que nada tenían que ver con su… Bueno, con sus preferencias sexuales. Pero Kathleen sabía que seguramente estaba tan conmocionado y estupefacto que se había quedado sin habla. Quizá por eso el Padre la miraba fijamente, como si le hubiera dirigido la pregunta sólo a ella. Sus ojos, sin embargo, tenían una expresión amistosa que la hacía sentirse de nuevo como si al Padre sólo le importara lo que ella pensaba.
– Sí, me ha impresionado -dijo, y vio que Emily abría mucho los ojos, como si fuera a desmayarse otra vez-. Pero comprendo la importancia del escarmiento. Ha sido una decisión muy sabia elegir una serpiente -añadió.
– ¿Por qué dices eso, Kathleen? -el Padre se inclinó hacia delante, animándola a continuar, como si estuviera ansioso por saber por qué era tan sabio. Como si no lo supiera ya.
– Bueno, a fin de cuentas una serpiente contribuyó a la traición de Eva y a la destrucción del paraíso, y Martin ha demostrado al quedarse dormido que podría traicionarnos a todos y destruir nuestras esperanzas de construir nuestro paraíso.
El Padre asintió, complacido, y la recompensó dándole una palmadita en la rodilla. Esa noche, su mano se demoró más de lo habitual, y sus dedos se desplegaron sobre su muslo, acariciadores. Kathleen sintió una oleada de calor. De pronto le pareció que la energía del reverendo atravesaba sus medias y su piel y corría por sus venas con un estremecimiento.
Él apartó por fin la mano y fijó su atención en Stephen.
– Y, hablando de nuestro paraíso, ¿qué has averiguado acerca de nuestro posible traslado a Sudamérica?
– Como pensaba, habrá que hacerlo en varias oleadas. En viajes de unos veinte o treinta cada vez.
– ¿Sudamérica? -Kathleen no entendía nada-. Pensaba que íbamos a ir a Colorado.
Stephen no la miró a los ojos. Desvió la mirada, avergonzado, como si le hubieran sorprendido desvelando un secreto. Ella miró al reverendo en busca de una respuesta.
– Claro que vamos a ir a Colorado, Kathleen. Esto es solamente un plan de emergencia. Nadie más lo sabe, y no debe salir de esta habitación -añadió. Ella examinó su rostro para ver si estaba enfadado, pero el reverendo sonrió y dijo-. Vosotros tres sois los únicos en quienes puedo confiar.
– Entonces, ¿vamos a ir a Colorado? -Kathleen se había enamorado de las diapositivas que les habían enseñado, en las que se veían manantiales termales, hermosos arces y flores silvestres. ¿Qué sabía ella de Sudamérica? Parecía un lugar muy distante, remoto y primitivo.
– Sí, por supuesto -contestó él-. Esto es por si acaso tuviéramos que salir del país.
Ella no parecía convencida. El reverendo la tomó de las manos delicadamente, como si fueran frágiles pétalos de rosa.
– Debes confiar en mí, mi querida Kathleen. Jamás permitiría que os sucediera nada malo. Pero hay personas, seres malvados, en los medios de comunicación y en el gobierno, que desean destruirnos.
– Personas como Ben Garrison -dijo Stephen con un extraño bufido que sorprendió a Kathleen y arrancó al Padre una sonrisa.
– Sí, personas como Ben Garrison. Sólo pudo pasar un par de días en el complejo ante de que descubriéramos sus verdaderas intenciones, pero aún ignoramos qué vio y qué sabe. Qué mentiras podría contarle al resto del mundo -sujetaba aún distraídamente las manos de Kathleen y empezó a acariciarle las palmas mientras seguía dirigiéndose a Stephen-. ¿Qué sabemos de la cabaña? ¿Cómo se enteraron los federales de su existencia?
– Todavía no estoy seguro. Quizás a través de un antiguo miembro.
– Quizás.
– Todo se ha perdido -contestó Stephen, y se miró las manos, incapaz de enfrentarse a los ojos del reverendo.
– ¿Todo?
Stephen se limitó a asentir con la cabeza.
Kathleen no tenía ni idea de a qué se referían, pero el Padre y Stephen hablaban a menudo de misiones secretas que a ella no la incumbían. En ese momento, sólo podía pensar en cómo le acariciaba el Padre las manos, haciendo que se sintiera especial y, al mismo tiempo, acalorada e incómoda. Deseaba retirar las manos, pero sabía que no debía hacerlo. Sólo era un gesto de compasión. ¿Cómo se atrevía a pensar otra cosa? Notó que se ponía colorada al pensarlo.
– Hay un cabo suelto -dijo Stephen.
– Sí, lo sé. Me ocuparé de eso. ¿Habrá que…? -el reverendo titubeó, como si buscara la palabra correcta-. ¿Habrá que acelerar la partida?
Stephen sacó unos papeles y un mapa, se acercó al Padre y clavó un rodilla en el suelo para enseñarle todo aquello. Kathleen lo observaba, concentrada en sus gestos. Stephen no dejaba de asombrarla. Aunque alto y delgado, con una impecable tez negra, rasgos infantiles y una mente incisiva, parecía tímido y callado, como si siempre estuviera esperando permiso para hablar. El Padre decía que Stephen era brillante, pero al mismo tiempo demasiado humilde, tardo para aceptar sus méritos y demasiado vulgar en sus ademanes como para sobresalir. Era uno de esos hombres que rara vez llamaban la atención. Y Kathleen se preguntaba si eso hacía más fácil o más difícil su trabajo cotidiano.
Intentó recordar a qué se dedicaba en el Capitolio. Aunque se pasaba horas conversando con Stephen y Emily, sabía muy poco de ellos. Stephen parecía tener un puesto importante. Kathleen le había oído mencionar algo sobre el nivel de su pase de seguridad, y siempre dejaba caer el nombre de algún senador o de sus secretarios, con los que hablaba o con los que se mantenía en contacto. Fuera cual fuese su puesto, saltaba a la vista que era de gran ayuda para el Padre y para la iglesia.
Stephen acabó con sus papeles, se levantó y se retiró. Kathleen cayó en la cuenta de que no había escuchado ni una sola palabra de su conversación. Miró la cara del padre para ver si lo había notado. Su piel olivácea y su mandíbula hirsuta le hacían parecer mayor, aunque sólo tenía cuarenta y seis años. Había nuevas arrugas alrededor de sus ojos y su boca. Soportaba demasiada presión para un solo hombre. Eso era lo que les decía a menudo, pero luego añadía que no tenía elección, que Dios lo había elegido para conducir a sus seguidores a una vida mejor. Por fin soltó las manos de Kathleen y las cruzó sobre el regazo. Al principio, Kathleen pensó que estaba rezando, pero luego se dio cuenta de que estaba retorciendo el bajo de su chaqueta, en un gesto sutil, pero inquietante.
– Los que pretenden destruirnos se acercan cada día más -les confió en voz baja-. Yo puedo destruir a algunos de nuestros enemigos, pero a otros sólo podemos acallarlos de momento. Todo lo que había almacenado en la cabaña era para nuestra seguridad. Si se ha perdido, habrá que encontrar otro modo de protegernos. Debemos guardarnos de quienes pretenden destruirnos. De quienes envidian mi poder. Lo que más me preocupa es sentir la deslealtad en nuestras filas.
Emily dejó escapar un gemido de angustia, y a Kathleen le dieron ganas de abofetearla. ¿Es que no se daba cuenta de que aquello era terrible para el Padre? El reverendo necesitaba su fortaleza y su apoyo, no su pánico. Aunque no estaba segura de a qué deslealtades se refería. Sabía que había varios miembros de la iglesia que se habían marchado; algunos de ellos hacía poco tiempo. Y luego estaba, naturalmente, el periodista, aquel fotógrafo que se había hecho pasar por un alma perdida para acceder al complejo.
– Nadie que se oponga a mí quedará impune -al decir esto, el Padre no parecía enfadado, sino triste, y los miraba como si les suplicara ayuda, a pesar de que aquel hombre fuerte y santo jamás pediría tal cosa, al menos en persona. A Kathleen le dieron ganas de decir o hacer algo para reconfortarlo.
– Cuento con vosotros tres -prosiguió el reverendo-. Sólo vosotros podéis ayudarme. No debemos permitir que las mentiras nos destruyan. No podemos confiar en nadie. No debemos permitir que destruyan nuestra Iglesia -la calma se transformó lentamente en ira, sus manos se volvieron puños y su tez pasó de olivácea a púrpura. Su voz, sin embargo, sonaba firme-. El que no está con nosotros, está contra nosotros. Los que están contra nosotros sienten envidian de nuestra fe, celos de nuestra sabiduría y de los dones que nos ha concedido Dios.
Dio un puñetazo en el brazo de la silla, y Kathleen se sobresaltó. El reverendo no pareció notarlo y siguió hablando como si la rabia se hubiera adueñado de él. Kathleen nunca lo había visto así. Le salía saliva por las comisuras de la boca al hablar.
– Ansían mi poder. Quieren destruirme porque conozco sus secretos. Pero no destruirán lo que tanto esfuerzo me ha costado construir. ¿Cómo se atreven a pensar siquiera que pueden derrotarme? ¿Que pueden destruirme? Veo el final. Vendrá en una bola de fuego, si deciden destruirme.
Kathleen lo observaba, incómoda, pero sin moverse. Tal vez aquel fuera uno de los éxtasis proféticos del reverendo. Les había hablado de sus visiones, de sus temblores, de sus conversaciones con Dios, pero nadie había presenciado aquellos accesos místicos. ¿Era eso lo que estaba pasando? ¿Por esa razón se hinchaban las venas de su frente y le rechinaban los dientes? ¿Era eso lo que pasaba cuando se hablaba con Dios? ¿Cómo iba a saberlo ella? Ella había dejado de hablar con Dios hacía una eternidad. Justo cuando empezó a creer en el poder de Jack Daniels y Jim Beam.
El reverendo, sin embargo, parecía tener un don especial, cierta sabiduría, habilidades casi psíquicas. ¿Cómo, si no, era capaz de adivinar tan certeramente los temores de la gente? ¿Cómo si no iba a saber tanto sobre cosas que los medios de comunicación y el gobierno ocultaban a ojos de todo el mundo?
Al principio, le había chocado que les dijera que el gobierno ponía en el agua productos químicos, como flúor, para provocar cáncer, o que inoculaba la bacteria E.coli a vacas sanas para difundir el pánico entre la población. O que ponía micrófonos en los teléfonos móviles y cámaras en los cajeros automáticos. Hasta la banda magnética del dorso de las tarjetas de crédito contenía dispositivos de seguimiento. Y ahora, con Internet, el gobierno podía meterse en casa de la gente cada vez que se conectaban a la red.
Al principio, a Kathleen le había costado creerlo, pero el Padre les leía siempre artículos procedentes de fuentes que, según él, eran de toda confianza -algunos procedían de prestigiosas revistas médicas-, y todos ellos respaldaban sus afirmaciones.
El reverendo era uno de los hombres más sabios que Kathleen había conocido. Todavía no sabía si le importaba o no que su alma se hubiera salvado. Lo que le importaba era que, por primera vez desde hacía más de dos décadas, volvía a creer en alguien y se hallaba rodeada de personas que se interesaban por ella. Formaba parte de una comunidad, de una entidad más importante y trascendental que ella misma. Eso era algo que nunca había experimentado.
– ¿Kathleen?
– ¿Sí, Padre?
El reverendo, que les estaba sirviendo más té, frunció el ceño al notar que ella apenas había tocado el suyo. Pero en lugar de echarle un sermón sobre las propiedades curativas de su infusión, dijo:
– ¿Qué puedes decirme de tu desayuno con tu hija?
– Ah, eso. Fue agradable -mintió; no quería confesar que Maggie la había dejado plantada antes de que llegaran a pedir el desayuno-. Le dije a Maggie que quizás podríamos celebrar juntas Acción de Gracias.
– ¿Y? Espero que no se haya disculpado alegando que estará fuera, ocupada en hacer el perfil psicológico de algún caso importante, ¿verdad?
El reverendo parecía muy preocupado por su relación con Maggie. Kathleen se sintió culpable por darle más quebraderos de cabeza, con todos los problemas que tenía ya.
– Oh, no, no creo. Parecía hacerle mucha ilusión -mintió de nuevo, ansiosa por complacerle. A fin de cuentas, él decía a menudo que el fin justificaba los medios. Tenía tantas presiones… Ella no podía darle otra preocupación. Además, entre Maggie y ella todo iría bien. Como siempre-. Me hace mucha ilusión preparar una auténtica cena de Acción de Gracias. Muchísimas gracias por sugerirlo.
– Es importante que las cosas se arreglen entre vosotras -dijo el reverendo.
Llevaba meses animándola a acercarse a Maggie. Kathleen estaba un poco desconcertada. Por lo general, el Padre insistía en que los miembros de su iglesia debían desprenderse de sus vínculos familiares. Esa misma noche, con Martin y Aaron, había dicho en el sermón que no había padres ni hijos, ni madres ni hijas. Pero Kathleen estaba segura de que tenía una buena razón. Si insistía, era por su bien. Seguramente sabía que necesitaba restañar su relación con Maggie antes de que se marcharan a Colorado. Sí, eso era. Para que, de ese modo, pudiera sentirse verdaderamente libre.
En ese momento se preguntó cómo sabía el Padre que Maggie trabajaba como experta en la elaboración de perfiles criminales para el FBI. Estaba segura de no habérselo dicho. La mitad del tiempo ni siquiera se acordaba de cómo se llamaba la profesión de su hija. Pero, naturalmente, el reverendo se había tomado la molestia de averiguarlo. Kathleen sonrió para sí misma, complacida porque se preocupara por ella hasta el punto de molestarse en averiguar aquellos pequeños detalles. Tendría que hacer un esfuerzo por cenar con Maggie en Acción de Gracias. Era lo menos que podía hacer, si tanto significaba para el reverendo Everett.