OLIVIA

Cuando las barcazas turísticas pasan, siento que la nuestra oscila un poco en el agua. Chris dice que son imaginaciones mías, porque son individuales y no dejan apenas estela, en tanto la nuestra es doble e imposible de mover. En cualquier caso, juro que noto cómo sube y baja en el agua. Si estoy acostada y la habitación está a oscuras, es como estar en el útero, supongo.

Más abajo, en dirección a Regent's Park, todas las barcazas son individuales. Están pintadas de alegres colores y alineadas como vagones de tren a lo largo de ambas orillas del canal. Los turistas que van a Regent's Park o Camden Lock las fotografían. Supongo que intentan imaginar cómo es vivir en una barcaza en medio de una ciudad. Deben creer que uno olvida por completo que está en medio de una ciudad.

No suelen fotografiar nuestra barcaza. Chris la construyó en un estilo práctico, no para que fuera decorativa, así que no hay mucho que mirar, pero como hogar es resultona. Paso casi todo el tiempo en la cabina. Miro a Chris mientras hace bocetos para sus moldes y me ocupo de los perros.

Chris aún no ha regresado de su carrera. Sabía que tardaría una eternidad. Si llega al parque y entra con los perros, tarda horas en volver. En ese caso, me traerá algo de comer. Por desgracia, será algún tan-doori indio. Olvidará que no me gusta. No le culpo. Tiene muchas cosas en la cabeza.

Yo también.

No consigo dejar de ver su cara. Eso es algo que me ponía a parir hace un tiempo, la idea de una persona a la que ni siquiera conozco, lo bastante caradura para imponerme una exigencia ética, para pedirme que tenga principios, por el amor de Dios. Por extraño que parezca, esta demanda no verbalizáda me ha proporcionado una extraña sensación de paz. Chris lo explicaría diciendo que he tomado por fin una decisión y la estoy llevando a la práctica. Tal vez tenga razón. Recordad que no me agrada exhibir ante vosotros mis trapos sucios, pero he visto su cara una y otra vez (la sigo viendo), y su cara me ha reconciliado con el hecho de que, si me declaro responsable, he de explicar el cómo y el por qué.

Yo era una especie de decepción en las vidas de mis padres, aunque quién era yo y lo que hacía afectaba mucho más a mi madre que a papá. O sea, las reacciones de mi madre ante mi comportamiento eran mucho más explícitas. Me etiquetaba con mayúsculas: Qué Decepción. Hablaba en términos de lavarse las manos respecto a mí, y se enfrentaba a los problemas que yo causaba a su manera habitual: distrayéndose.

Captáis mi amargura, ¿verdad? Supongo que no me creeréis si digo que apenas la siento ahora. Pero entonces sí. Me sentía amargada cantidad. Pasé la infancia viéndola correr de tal reunión a cual celebración para recoger fondos, escuchando sus historias de los pobres pero dotados en su clase de inglés de quinto, y tratando de aumentar su nivel de interés en mí mediante diversos métodos, todos clasificados bajo el epígrafe Olivia Ha Vuelto A Ponerse Difícil. Y lo era, ya lo creo. Cuando tenía veinte años, era tan colérica como un jabalí acorralado, e igual de atractiva. Richie Brewster fue mi truco para comunicar mis sentimientos de animadversión hacia mi madre. Sin embargo, en aquel momento no lo vi. Solo vi amor.

Conocí a Richie un viernes por la noche en Soho. Tocaba el saxo en un club llamado Julip's. Ahora está cerrado, pero es probable que lo recordéis, unos noventa metros cuadrados de humo de cigarrillos y cuerpos sudorosos en un sótano de Greek Street. En aquellos días, había luces azules en el techo, que estaban muy de moda, pese a que todos los presentes parecían heroinómanos a la caza y captura de un chute. Se jactaba de que a veces acudían miembros de la realeza, perseguidos por paparazzi. Lo frecuentaban actores, pintores y escritores. Era el típico lugar al que se va para ver o ser vistos.

Yo no quería ninguna de las dos cosas. Fui con unas amigas. Bajamos desde la universidad para asistir a un concierto en Earl's Court, cuatro chicas de veinte años a la busca de un respiro entre examen y examen.

Terminamos en el Julip's por casualidad. Había una multitud en la acera esperando a entrar, y nos sumamos a la cola para ver qué era. No tardamos mucho en descubrir que media docena de canutos circulaban de mano en mano. También nos sumamos.

Ahora, el cannabis es como el Leteo * para mí. Cuando veo negro el futuro, fumo y vuelo. Pero entonces, era el pasaporte a un rato agradable. Me encantaba colocarme. Unas cuantas caladas y me convertía en alguien nuevo, Liv Whitelaw la Forajida, intrépida y escandalosa. Así que fui yo quien siguió el rastro de la hierba: tres tíos de Gales, estudiantes de medicina en pos de una noche de música, copas, porros y polvos. Estaba claro que ya habían conseguido los tres primeros objetivos. Cuando nos conocieron, tuvieron acceso al resto, pero los números ya estaban distribuidos, según pudimos ver todas. Y a menos que uno de los tíos se cepillara a dos, una de las tías iba a quedarse a dos velas. Nunca he sido muy buena en atraer hombres. Supuse desde el primer momento que la perdedora sería yo.

Por otra parte, ninguno de aquellos tíos me atraía. Dos eran demasiado bajos. El aliento del tercero olía a serrín. Mis amigas se los podían quedar.

En cuanto entramos en el club, se dedicaron a un magreo intensivo en la pista de baile. Eso era normal en el Julip's, así que nadie prestó mucha atención. Me puse a mirar al grupo.

Dos de mis compañeras ya se habían largado, diciendo «Nos veremos en clase, Liv», su forma de comunicarme que no las esperara mientras echaban un polvo. Entonces, el grupo se tomó un descanso. Me recliné en la silla y me dispuse a encender un cigarrillo. Richie Brewster me lo encendió.

Qué poco convincente se me antoja ahora aquel momento, cuando el encendedor escupió su llama a quince centímetros de mi cara e iluminó la suya. Claro que Richie había visto todas las películas en blanco y negro habídas y por haber, y se consideraba un cruce entre Humphrey Bogart y David Niven.

– ¿Te importa si me siento contigo? -preguntó.

– Haz lo que quieras -replicó Liv Whitelaw la Forajida, y compuso en su rostro una perfecta exhibición de a-b-u-r-r-i-m-i-e-n-t-o. Por lo que pude distinguir, Richie era viejo, bastante por encima de los cuarenta, quizá cerca de los cincuenta. La piel se le estaba aflojando alrededor de la mandíbula, y tenía bolsas bajo los ojos. No me interesaba.

¿Por qué me fui con él aquella noche, cuando el grupo tocó su último tema y el Julip's cerró? Podría deciros que el último tren a Cambridge había salido ya y que no tenía otro lugar a donde ir, pero la verdad es que habría podido ir a mi casa a Kensing-ton. En cambio, cuando Richie guardó su saxo en el estuche, encendió dos cigarrillos, me extendió uno y me invitó a tomar una copa, entrevi la posibilidad de conseguir emociones y experiencia.

– Claro, ¿por qué no? -dije, y así cambié la dirección del resto de mi vida.

Fuimos en taxi a Bayswater.

– El Commodore, en Queensway -dijo Richie al taxista, apoyó la mano sobre mi muslo y lo apretó.

Todas las maniobras parecían ilícitas y adultas. Un intercambio de dinero en la recepción del hotel, comprar dos botellas, subir a la habitación, abrir la puerta. Richie no dejó de mirarme en todo el rato, y yo no dejé de sonreírle con aire conspirador. Yo era Liv Whitelaw la Forajida, un animal sexual, una mujer que tenía en su poder a un hombre, con los párpados caídos y los pechos echados hacia delante, insinuantes. Dios, qué imbécil.

Richie desenvolvió el plástico de los vasos posados sobre una cómoda tambaleante. Se atizó tres vodkas cortos seguidos. Se sirvió un cuarto más largo y lo engulló antes de servirme una ginebra. Enganchó las botellas entre sus dedos y las llevó, junto con su vaso, hasta la mesa circular colocada entre las dos únicas sillas de la habitación. Eran de un vinilo color sopa de guisantes, y el farolillo rosado que cubría la luz del techo las teñía del color de hojas muertas. Richie se sentó, encendió un cigarrillo y empezó a hablar.

Aún recuerdo su selección de temas: música, arte, teatro, viajes, libros y películas. Escuché, anodada por su erudición. Hice pocos comentarios. Descubrí más tarde que el silencio y una apariencia de atención era todo cuanto se me exigía, pero en aquel momento pensé que era cojonudo estar con un hombre que sabía Cómo Sincerarse Con Una Mujer.

Lo que no entendí era que hablar constituía el precalentamiento de Brewster. No le interesaba acariciar cuerpos femeninos. Se ponía en forma acariciando ondas etéreas. Cuando se consideró dispuesto, se levantó de la silla, me levantó de la mía, metió la lengua en mi boca, se bajó la cremallera y sacó su polla. Cerró mi mano a su alrededor, mientras me bajaba los tejanos y sondeaba con dos dedos mi nivel de humedad. Me llevó hacia la cama. Me sonrió, dijo «Oh, sí» con gran énfasis y se quitó los pantalones. No llevaba calzoncillos. Me dijo después que nunca llevaba, estorbaban. Me quitó los tejanos y las bragas por una pierna.

– Eso es fantástico, nena -dijo, a propósito de nada. Me agarró el culo con la mano. Alzó mis caderas. Me la metió.

Bombeó con energía sobrenatural. Enrollo mis piernas alrededor de su espalda. Me cogió el pelo con los dedos. Respiró, gruñó y suspiró en mi oído. Dijo «Dios» y «Jesús» cien veces. Cuando se corrió, gritó «Liv, Liv, Liv».

Después, fue al cuarto de baño. Corrió el agua, se cerró. Volvió con una toalla, que me tiró con una sonrisa.

– ¿Siempre te mojas tanto? -preguntó.

Lo tomé como un cumplido. Se acercó a la cómoda y sirvió otro trago.

– Joder, me siento bien -dijo, y volvió a la cama. Me acarició el cuello con la nariz-. Eres grande -murmuró-. Grande. Hace años que no me corría así.

Me sentí poderosa. Mis relaciones sexuales de antes se me antojaron insignificantes. Hasta aquella noche en el Commodore, mis escarceos no habían sido más que apretujones sudorosos con chicos, niños que no tenían ni puta idea de Hacer El Amor.

Richie acarició mi pelo. Entonces era castaño, no rubio como ahora, largo y liso como una vía de tren.

– Hummm. Qué suave -dijo. Llevó mi vaso de gin a mis labios. Bostezó. Se masajeó la cabeza-. Joder, tengo la sensación de conocerte desde hace años -dijo, y en aquel momento decidí que le quería.

Me quedé en Londres. Comprendí que nunca había encajado en Cambridge, rodeada de chuletas, memos y papanatas. ¿Quién cono quería una carrera en ciencias sociales (que había sido idea de mi madre, en primer lugar, y había pulsado todas las teclas de Girton para que me aceptaran), cuando podría tener una habitación de hotel en Bayswater y un hombre de verdad que la pagaba y venía cada día a darme un meneo sobre un colchón incómodo?

Girton dio la alarma al cabo de una semana, cuando mis compañeras decidieron que seguir cubriendo mi ausencia no serviría para mejorar su posición en la universidad. El tutor telefoneó a mis padres. Mis padres telefonearon a la policía. La única pista que pudieron dar a la bof ia fue el Julip's, pero yo era mayor de edad, y como ningún cuerpo femenino que coincidiera con mi descripción había sido arrojado al Támesis últimamente, y como el IRA le había cogido gusto a poner bombas en coches, grandes almacenes y estaciones de metro, la policía no se arrojó sobre el caso como sabuesos. De modo que pasaron tres semanas antes de que mi madre se presentara, flanqueada por papá.

Yo estaba muy cabreada cuando llegaron. Pasaban de las ocho de la noche y no había parado de beber desde las cuatro. Cuando oí el golpe en la puerta, pensé que era el recepcionista, que venía a por el alquiler. Ya había subido dos veces. Le había dicho que el dinero era asunto de Richie y que esperara, pero era uno de esos tipos insistentes de las Antillas, medio lameculos medio fanfarrón, y no pensaba rendirse.

Pensé, mecagüen tus muertos déjame en paz. Abrí la puerta dispuesta a la batalla, y allí estaban. Les recuerdo como si fuera hoy: mi madre ataviada con uno de esos vestidos que lleva desde que Jackie Kennedy los popularizó, papá vestido con traje y corbata, como si fuera a un acontecimiento social.

Estoy segura de que mi madre también se acuerda de mí: cubierta con una camiseta arrugada de Richie y nada más. No sé qué esperaba encontrar en el Commodore cuando vino aquella noche, pero por su expresión deduje que no era precisamente a Liv Whitelaw la Forajida.

– Olivia-dijo-. Dios mío.

Papá me miró una vez, bajó la vista, volvió a mirarme. Dio la impresión de que se encogía en el interior de sus ropas. Me quedé en la puerta, con una mano en el pomo y la otra en el quicio.

– ¿Cuál es el problema? -pregunté, como la víctima de un aburrimiento terminal. Sabía lo que se avecinaba (culpabilidad, lágrimas y una ronda de manipulaciones, por no mencionar un intento de sacarme del Commodore), y también sabía que iba a ser un horror.

– ¿Qué te ha pasado? -preguntó mi madre.

– Conocí a un tipo. Estamos juntos. Esa es la historia.

– La universidad telefoneó. Tus profesores están frenéticos. Tus amigas están muertas de preocupación.

– Cambridge ha quedado descartado de la película.

– Tu educación, tu futuro, tu vida. -Hablaba con cautela-. ¿En qué demonios estás pensando?

Me tiré del labio.

– ¿Pensando? Hummm… En tirarme a Richie en cuanto vuelva.

Dio la impresión de que mi madre crecía unos centímetros. Papá clavó la vista en el suelo. Sus labios se movieron en una réplica que no capté.

– ¿Qué has dicho, papi? -pregunté, y arqueé la espalda contra la jamba. Seguía con la otra mano en el pomo. No era idiota. Si mi madre entraba en la habitación, mi vida con Richie se iba al carajo.

Sin embargo, dio la impresión de que iba por otro camino, esgrimiendo la sensatez y la esperanza de Devolver a Olivia El Sentido Común.

– Hemos hablado con el rector y el tutor. Te volverán a aceptar a prueba. Tendrás que hacer la maleta.

– No.

– Olivia…

– No lo entiendes, ¿verdad? Le quiero. Me quiere. Tenemos nuestra vida.

– Esto no es una vida. -Miró a derecha e izquierda, como si calculara la capacidad del pasillo de contribuir a mi educación y futuro. Siguió hablando en tono didáctico-. Careces de experiencia. Te han seducido. Es comprensible que te creas enamorada de ese hombre, que creas que le quieres, pero esto… Lo que tienes aquí, Olivia…

Vi que procuraba conservar el control. Intentaba comportarse como la Madre del Año, pero llegaba demasiado tarde al escenario. Noté que se me estaban hinchando las pelotas.

– ¿Sí? -dije-. ¿Qué tengo aquí?

– Nada más que ginebra barata a cambio de sexo. Tú deberías verlo.

– Lo que yo veo -dije, y entrecerré los ojos porque la luz del pasillo me molestaba -es que tengo mucho más de lo que podéis imaginar, pero no podemos esperar milagros de comprensión, ¿verdad? Apenas tienes experiencia en el apartado pasión.

– Livie -dijo mi padre, y levantó la cabeza.

– Has bebido demasiado -dijo mi madre-. No te deja pensar bien. -Apretó su sien con los dedos. Cerró los ojos un momento. Reconocí los síntomas. Estaba forcejeando con una migraña. Unos minutos más, y la batalla era mía-. Telefonearemos a la universidad y diremos que irás mañana o pasado. Ahora, vamos a casa.

– No. Ahora nos diremos buenas noches. Estoy harta de Cambridge. Quién pisa el césped. Quién lleva tal vestido. Quién va a seleccionar tus trabajos este trimestre. Eso no es vivir. Nunca lo fue. Esto sí.

– ¿Con un hombre casado?

Mi padre la cogió del brazo. Aquel era el as que se había guardado en la manga.

– ¿Esperando a cuando le de el salto a su mujer? -Y entonces, porque sabía cómo aprovechar el momento, mi madre extendió la mano hacia mí-. Olivia, Oh, mi querida Olivia.

Me solté.

Yo no lo sabía, pero mi madre sí, ya lo creo. Estúpida veinteañera, satisfecha de sí misma, animal sexual, Liv Whitelaw la Forajida, con un hombre maduro que comía de su mano, no lo sabía. Tendría que haberlo adivinado, pero no lo había hecho porque todo entre nosotros era diferente, nuevo, excitante, pero cuando los hechos desfilaron ante mí, como sucede cuando sufres una conmoción, supe que mi madre estaba diciendo la verdad. Richie no se quedaba todas las noches. Decía que tenía una actuación en otra ciudad, y en cierto modo lo era: en Brighton, con su mujer y sus hijos, en casa.

– No lo sabías, ¿verdad querida? -dijo mi madre, y la compasión que percibí en su voz me proporcionó fuerzas para contestar.

– ¿Qué más da? Pues claro que lo sabía. No soy una cretina.

Pero lo era. Porque no envié a la mierda a Richie Brewster en aquel momento.

Os estaréis preguntando por qué, ¿no? Muy sencillo. No tenía otra alternativa. ¿Adonde habría ido? ¿De vuelta a Cambridge para interpretar el papel de estudiante modelo, mientras todo el mundo espiaba mi falso movimiento siguiente? ¿A la casa de Kensington, donde mi madre actuaría con nobleza mientras atendía mis males sentimentales? ¿Al arroyo? No. Nada de eso me convenía. No iba a ir a ningún sitio. Controlaba mi vida y lo iba a demostrar sin la menor duda.

– Va a dejar a su mujer -dije-, por si te interesa saberlo.

Cerré la puerta. Con llave.

Llamaron durante un rato. Al menos, mi madre lo hizo. Oí decir a papá «Basta ya, Miriam» en voz baja, que sonó muy lejana. Registré la cómoda en busca de un nuevo paquete de cigarrillos. Encendí uno, me serví otra copa y esperé a que se rindieran y marcharan. Y todo el rato pensé en lo que iba a decir y hacer cuando Richie apareciera y le pusiera de rodillas.

Tenía cien escenas, y todas terminaban con Richie suplicando clemencia, pero no volvió al Commodore hasta pasadas dos semanas. Se enteró de alguna manera. Y cuando por fin asomó la jeta, yo ya sabía desde hacía tres días que estaba embarazada.

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