– Ya he hablado con la policía de Kent -fueron las primeras palabras de Jean Cooper cuando abrió la puerta de su casa de Cárdale Street y se encontró ante la tarjeta de identificación de la sargento Havers-. Les dije que era Kenny. No tengo nada más que decir. ¿Quiénes son esos tíos, por cierto? ¿Han venido con usted? No estaban antes.
– Periodistas -dijo Barbara Havers en referencia a los tres fotógrafos que, nada más abrir Jean Cooper la puerta, habían empezado a disparar sus cámaras al otro lado del seto alto hasta la cintura que, paralelo a un muro de ladrillo bajo, separaba el jardín delantero de la calle. El jardín consistía en un cuadrado de hormigón deprimente, bordeado en tres lados por un macizo de flores sin plantar y decorado con algunos moldes en yeso de casitas, pintadas a mano por alguien de talento muy limitado.
– Larguense todos -gritó Jean a los fotógrafos-. Aquí no hay nada para ustedes. -Continuaron disparando. Jean puso los brazos en jarras-. ¿Me han oído? He dicho que se larguen.
– Señora Fleming -dijo uno-, la policía de Kent afirma que un cigarrillo fue el causante del incendio. ¿Era fumador su marido? Una fuente de toda confianza nos ha dicho que no. ¿Quiere confirmarlo? ¿Algún comentario? ¿Estaba solo en la casa?
Jean tensó la mandíbula.
– No tengo nada que decirles -replicó.
– Una fuente de Kent ha confirmado que la casa estaba ocupada por una mujer llamada Gabriella Patten, señora de Hugh Patten. ¿Le suena el nombre? ¿Algún comentario?
– He dicho que no tengo nada…
– ¿Ha informado a sus hijos? ¿Cómo se lo han tomado?
– ¡Manténganse alejados de mis hijos! Si les hacen una sola pregunta, les cortaré los huevos. ¿Entendido?
Barbara subió el único peldaño del frente.
– Señora Fleming… -empezó con firmeza.
– Es Cooper. Cooper.
– Sí, lo siento. Déjeme entrar, señora Cooper. No podrán hacer más preguntas si usted me acompaña, y las únicas fotografías que podrán tomar no interesarán a sus editores. ¿De acuerdo? ¿Puedo entrar?
– ¿La han seguido hasta aquí? Porque en ese caso, voy a telefonear a mi abogado y…
– Ya estaban aquí. -Barbara procuraba ser paciente, pero al mismo tiempo era desagradablemente consciente del ruido de las cámaras, y su poca propensión a dejarse fotografiar la empujaba hacia el interior de la casa-. Habían aparcado en Plevna Street. Detrás de un camión, cerca del hospital. Sus coches estaban escondidos. Lo siento -añadió como un autómata.
– Lo siento -refunfuñó Jean Cooper-. No me venga con esas. Ninguno de ustedes siente nada.
Pero retrocedió y dejó que Barbara entrara en la sala de estar de la pequeña casa. Daba la impresión de encontrarse en pleno proceso de limpieza, porque varias bolsas de basura grandes a medio llenar estaban tiradas en el suelo, y cuando las apartó a un lado con el pie para que Barbara se acercara a un tresillo desastrado, un hombre musculoso bajó la escalera con tres cajas cargadas en los brazos.
– Has estado estupenda, Pook -dijo con una carcajada-, pero tendrías que haber dicho que estábamos demasiado ocupados secándonos los mocos para hablar con ellos. Ooh. Vaya. Lo siento, agente, no puedo conversar en este momento porque he de ir a llorar un poco más.
Aulló.
– Der -dijo Jean-, está aquí la policía.
El hombre bajó las cajas. Parecía más beligerante que turbado por haber sido sorprendido hablando sin ambages. Dedicó a Barbara un escrutinio incrédulo que pronto se metamorfoseó en uno despectivo. «Qué vaca, qué esperpento», decía su expresión. Barbara le devolvió la mirada y la sostuvo hasta que el hombre dejó caer las cajas en el suelo, cerca de la puerta que daba a la cocina. Jean Cooper le presentó a su hermano Derrick.
– Ha venido por lo de Kenny -dijo sin necesidad.
– ¿De veras? -El hombre se apoyó contra la pared y se balanceó sobre un pie con el otro de puntillas, en una extraña posición de baile. Tenía unos pies minúsculos para un hombre de su tamaño, y aún parecían más pequeños por obra de sus anchos pantalones púrpura, que estaban sujetos a la cintura y los tobillos por una goma, como el atuendo de una bailarina de harén. Daba la impresión de que habían sido cortados a medida para acomodar sus muslos, similares a troncos de árbol-. ¿Qué pasa con él? Si quiere saber mi opinión, ese canalla recibió por fin su merecido. -Apuntó con el dedo a su hermana y dobló el pulgar como una pistola en su dirección, aunque parecía que su representación iba dedicada en especial a Barbara-. Como siempre te he dicho, Pook, estarás mejor sin ese jodido mamón. El señorito K.F. El señor Culodulce sabe tan bien cuando lo besas. Si quieres…
– ¿Has recogido todos los libros de Kenny, Der? -preguntó a posta su hermana-. Hay más en el cuarto de los chicos, pero busca dentro su nombre, por si acaso. No te lleves ninguno de Stan.
El hombre cruzó los brazos sobre el pecho tanto como pudo, considerando las dimensiones de sus pectorales y los movimientos limitados causados por el tamaño de sus bíceps. La postura, elegida sin duda para demostrar autoridad, solo ponía más en evidencia su físico peculiar. Gracias al entrenamiento intensivo con las pesas, había conseguido agrandar todas las partes de su cuerpo, excepto aquellas cuyo tamaño estaba predeterminado por la falta de músculo o el crecimiento restringido del esqueleto. Por tanto, sus manos, pies, cabeza y orejas parecían curiosamente delicados.
– ¿Intentas deshacerte de mí? ¿Tienes miedo de que cuente a esta encantadora policía lo cabrón que era tu marido?
– Ya basta -replicó Jean-. Si quieres quedarte, quédate, pero manten la boca cerrada porque me falta así…, solo me falta esto, Der… -Juntó el pulgar y el índice hasta que solo los separó el espacio entre sus uñas. Su mano temblaba. La sepultó con rudeza en el bolsillo de su bata.-. A la mierda todo -susurró-, a la mierda todo.
La expresión de insolente agresividad de su hermano desapareció de inmediato.
– Estás hecha polvo. -Movió su masa de la pared-. Necesitas una taza de té. Si no quieres comer, vale, no te obligaré, pero te tomarás esa taza y yo vigilaré que te tomes hasta la última gota, Pook.
Fue a la cocina, abrió el agua y empezó a rebuscar en las alacenas.
Jean acercó las bolsas de basura medio llenas a la escalera.
– Siéntese -dijo a Barbara-. Diga lo que deba decir, y luego déjenos en paz.
Barbara continuó de pie junto al viejo televisor, mientras la otra mujer movía las bolsas y arrastraba una hacia un aparador hondo que había bajo la escalera. Extrajo una colección de álbumes. Dedicó su atención a las cubiertas polvorientas, bien para hacer caso omiso de Barbara, o de lo que los libros y sus páginas albergaban. Daba la impresión de que contenían fotografías y recortes, pero debían estar mal montados en el interior, porque varias fotos y artículos cayeron al suelo cuando Jean trasladó cada álbum desde el aparador hasta la bolsa de basura.
Barbara se agachó para recogerlos. En el encabezamiento de cada artículo aparecía el nombre de Fleming, subrayado en naranja. Por lo visto, documentaban la carrera del bateador. Las fotografías componían una crónica de su vida. De niño, un sonriente adolescente con una botella de ginebra de contrabando levantada a modo de saludo, un joven padre que reía mientras mecía a un niño en sus manos.
Si las circunstancias que rodeaban la muerte del hombre hubieran sido diferentes, Barbara habría dicho, «Espere, señora Cooper, por favor. No tire eso. Quédeselos. Ahora no los quiere porque el dolor es demasiado reciente, pero a la larga los echará de menos. Tómeselo con calma, se lo ruego». Sin embargo, la necesidad de ofrecer aquellas palabras de advertencia y compasión disminuyó cuando pensó en las posibles implicaciones de que una mujer se quedara tantos recuerdos del hombre que la había abandonado.
Barbara dejó caer las fotos y los recortes en una bolsa.
– ¿Le dijo su marido algo sobre esto, señora Cooper? -preguntó, y tendió a Jean uno de los documentos que aquella mañana había sacado del escritorio de la señora Whitelaw. Era una carta del señor Q. Melvin Abercrombie, Randolph Ave., Maida Vale. Barbara ya había memorizado su breve contenido, verificación de una cita con el abogado.
Jean leyó la carta y se la devolvió. Volvió a sus paquetes.
– Tenía una cita con un tío en Maida Vale.
– Es obvio, señora Cooper. ¿Le habló al respecto?
– Pregúnteselo al tío. El señor Nibhead Asher-crown, o como se llame.
– Puedo llamar al señor Abercrombie para solicitar la información que necesito -replicó Barbara-, porque un cliente suele ser sincero con su abogado cuando inicia el proceso de divorcio, y el abogado está más que contento de ser sincero con la policía cuando el cliente ha sido asesinado. -Vio que las manos de Jean se cerraban con fuerza sobre los bordes de un álbum. Buen disparo, pensó-. Hay papeles que archivar y papeles que tramitar, y sin duda el tal Abercrombie sabe exactamente en qué fase se encontraba su marido. Podría telefonearle para pedir la información, pero cuando la obtuviera, volvería a hablar con usted. Y la prensa seguiría fuera, sin duda, tomando fotos y preguntándose qué hace la bofia y por qué. ¿Dónde están sus hijos, por cierto?
Jean la miró con aire desafiante.
– Saben que su padre ha muerto, supongo.
– No son niños de teta, sargento. ¿Qué coño se piensa?
– ¿También saben que su padre le pidió hace poco el divorcio? Se lo pidió, ¿verdad?
Jean inspeccionó la esquina rota de un álbum de fotos. Alisó con el pulgar la tela artificial.
– Díselo, Pook. -Derrick Cooper había aparecido en la puerta de la cocina, con una caja de galletas en una mano, y en la otra una taza decorada con la famosa sonrisa burlona de Elvis Presley-. ¿Qué más da? Díselo. No le necesitas. Nunca le necesitaste.
– Por eso da igual que haya muerto. -Jean alzó su cara pálida-. Sí -dijo a Barbara-, pero usted ya sabe la respuesta, porque dijo a la vieja bruja que me había dado el pasaporte, y la vieja bruja se apresuró a comunicar la noticia a todo Londres, sobre todo si me hacía quedar mal, lo cual ha sido su intención durante los últimos dieciséis años.
– ¿La señora Whitelaw?
– ¿Quién, si no?
– ¿Intentaba hacerla quedar mal? ¿Por qué?
– Nunca estuve a la altura de Kenny. -Jeannie lanzó una carcajada-. ¿Lo estaba Gabriella?
– Entonces, conocía su intención de casarse con Gabriella Patten.
Tiró el álbum que sostenía a una de las bolsas. Miró a su alrededor, pero no vio más.
– Hay que atarlas, Der. ¿Dónde has puesto el cordel? ¿Aún está arriba?
Vio que Der subía al primer piso en respuesta.
– ¿Habló su marido a sus hijos del divorcio? -preguntó Barbara-. ¿Dónde están, por cierto?
– Déjeles en paz. Ya han sufrido bastante. Cuatro años han sido más que suficientes, y se acabó.
– Tengo entendido que su hijo iba a marcharse de vacaciones con su padre. Un crucero por Grecia. Debían irse el pasado miércoles por la noche. ¿Por qué no se marcharon?
Jean se levantó y caminó hasta la ventana de la sala de estar, donde cogió un paquete de Embassy del antepecho y encendió uno.
– Has de dejar esa mierda -dijo su hermano, mientras bajaba la escalera y tiraba un rollo de cordel sobre una bolsa-. ¿Cuántas veces te lo he de decir, Pook?
– Sí -contestó ella-. Vale, pero no es el momento oportuno. ¿No estabas preparando té? He oído el silbido de la tetera.
El hombre frunció el entrecejo y desapareció en la cocina. Vertió agua y removió una taza con la cuchara. Volvió con el té. Lo dejó sobre el antepecho de la ventana y se dejó caer en el sofá. Cruzó las piernas por los tobillos sobre la mesita auxiliar, lo cual comunicó su intención de quedarse durante el resto del interrogatorio. Que lo haga, pensó Barbara. Regresó a un terreno que ya había cultivado antes.
– ¿Le dijo su marido que quería divorciarse? ¿Le dijo que tenía la intención de volver a casarse? ¿Le dijo que iba a casarse con Gabriella Patten? ¿Se lo contó a sus hijos? ¿Se lo dijo usted?
Jeannie negó con la cabeza. -¿Por qué no?
– Las personas cambian de opinión. Kenny era una persona.
Su hermano gruñó.
– Ese saco de mierda no era una persona. Era una jodida estrella. Estaba escribiendo su leyenda, y vosotros sois un capítulo terminado. ¿Es que no lo vas a entender nunca? ¿Por qué no lo dejas pasar de una vez?
Jean le traspasó con la mirada.
– A estas alturas, ya podrías haber encontrado a otro hombre. Habrías dado a tus hijos un padre de verdad. Podrías…
– Cierra el pico, Der.
– Eh. ¿Con quién crees que estás hablando?
– Escúchame bien: puedes quedarte si quieres, pero calladito. Sobre mí, sobre Kenny, sobre todo. ¿De acuerdo?
– Oye. -Proyectó la barbilla hacia su hermana-. ¿Sabes cuál es tu problema? El de siempre. No quieres enfrentarte a la realidad. Ese cabrón se creía Dios todopoderoso, y que los demás habíamos nacido para lamerle el culo. No te das cuenta, ¿verdad?
– Estás diciendo tonterías.
– Aún no te das cuenta. Te dejó plantada, Pook. Encontró un conejo más apetitoso. Lo supiste cuando pasó, y pese a todo esperaste a que se cansara de ella y volviera a casa.
– Éramos un matrimonio. Yo quería defenderlo.
– Sí, claro. -Los ojillos de Derrick se entornaron cuando rió-. Tú eras la esterilla y él las botas. ¿Te gustaba que te pisoteara?
Jean aplastó el cigarrillo con sumo cuidado, como si el cenicero fuera una pieza de cerámica de Belleek y no lo que era, un trozo de hojalata en forma de concha.
– ¿Te ha gustado decir eso? -preguntó en voz baja-. ¿Te sientes importante? ¿Te sientes mejor?
– Solo digo lo que necesitas oír.
– Estás diciendo lo que tenías ganas de decir desde que tenías dieciocho años.
– Oh, mierda. No seas tonta.
– Cuando averiguaste que Kenny era diez veces más hombre que tú.
Los bíceps de Derrick se tensaron. Bajó las piernas al suelo.
– Que le den por el culo a ese mamón. Que le den por el culo…
– Muy bien -intervino Barbara-. Ya ha dicho lo que quería, señor Cooper.
Los ojos de Derrick volaron hacia ella.
– ¿Qué le pasa?
– Ya ha dicho bastante. Hemos comprendido el mensaje. Ahora, me gustaría que se marchara para poder hablar con su hermana.
El hombre se levantó al instante.
– ¿Con quién se cree que está hablando?
– Con usted. Estoy hablando con usted. Pensaba que había quedado claro. Ahora, ¿es capaz de encontrar la puerta solito, o necesita mi ayuda?
– Ooooh, escúchenla. Me estoy cagando encima.
– Entonces, yo en su lugar caminaría con cuidado.
Su cara se inflamó.
– Babosa comemierda, te voy a…
– ¡Der! -gritó Jean.
– Sal cagando leches, Cooper -dijo con calma Barbara-, porque si no, te voy a dar de hostias hasta en el carnet de identidad.
– Babosa…
– Y apuesto la paga de una semana a que tendrías mucho éxito entre los reclusos.
Una fea vena se destacó en la frente de Derrick. Su pecho se hinchó. Dejó caer el brazo derecho. Dobló el codo.
– Prueba -dijo Barbara, y se balanceó sobre las puntas de los pies-. Prueba. Por favor. Tengo diez años de kwai tan y ardo en deseos de utilizarlos.
– ¡Derrick! -Jean se interpuso entre Barbara y su hermano. Respiraba de una forma que recordó a Barbara un carabao que había visto una vez en el zoo-. Derrick. Cálmate. Es una policía.
– A mí no me chulea nadie.
– ¡Haz lo que dice, Derrick! ¿Mehas oído? ¡Derrick!
Agarró su brazo y lo sacudió.
Dio la impresión de que los ojos del hombre recobraban una chispa de vida. Se desviaron desde Barbara hacia su hermana.
– Sí -dijo-. Te he oído.
Alzó una mano como para tocar el hombro de su hermana, pero lo bajó antes de que entrara en contacto.
– Vete a casa -dijo Jean, y apoyó la frente en su brazo-. Sé que tu intención es buena, pero he de hablar con ella a solas.
– Mamá y papá están destrozados. Por Kenny.
– No me sorprende.
– Siempre le quisieron, Pook. Incluso cuando te abandonó. Siempre se ponían de su parte.
– Lo sé, Der.
– Pensaban que la culpa era tuya. Yo dije que era injusto pensar así, sin saber lo que había pasado, pero nunca me escucharon. Papá dijo, qué demonios entiendes tú de matrimonios felices, tonto.
– Papá estaba disgustado. No pretendía ser desagradable.
– Siempre le llamaban «hijo». Hijo, Pook. ¿Por qué? Yo era su hijo.
Jean le alisó el pelo.
– Vete a casa, Der. Todo irá bien. Vete. ¿De acuerdo? Por la puerta de atrás. No dejes que esos sinvergüenzas de delante te pillen.
– No les tengo miedo.
– No hace falta darles ideas sobre las que escribir. Ve por detrás, ¿vale?
– Tómate el té.
– Lo haré.
Jean se sentó en el sofá mientras su hermano entraba en la cocina. Una puerta se abrió y cerró. Un momento después, el portal del jardín trasero chirrió sobre sus goznes oxidados. Jean acunó la taza de té en las manos.
– Kwai Tan -dijo a Barbara-. ¿Qué es eso?
Barbara descubrió que seguía en equilibrio sobre los dedos de los pies. Relajó su postura y empezó a respirar con normalidad.
– No tengo ni idea. Creo que es una forma de preparar el pollo.
Buscó los cigarrillos en el bolso. Encendió, fumó y se preguntó cuándo había sido la última vez que un producto cancerígeno le había sabido tan bien. Se merecia aquel pitillo. Apartó dos bolsas de basura y se acercó a una butaca del tresillo. Se sentó. El almohadón era tan viejo y delgado que parecía relleno de perdigones.
– ¿Habló con su marido en algún momento del miércoles?
– ¿Por qué iba a hacerlo?
– En teoría, se marchaba en un crucero con su hijo. Debían irse el miércoles por la noche. Los planes cambiaron. ¿Le llamó para decírselo?
– Era por el cumpleaños de Jimmy. Era lo prometido, al menos. ¿Quién sabe si lo dijo en serio?
– Lo dijo en serio. -Jean levantó la vista-. Encontramos los billetes de avión en Kensington, en una de sus chaquetas. La señora Whitelaw nos dijo que le había ayudado a hacer el equipaje, y le había visto guardarlo en el coche. En algún momento, sus planes cambiaron. ¿Le explicó por qué?
Jean negó con la cabeza y bebió su té.
Barbara observó que era una de esas tazas en que la foto que la decoraba cambiaba cuando el líquido la calentaba. El Elvis joven de sonrisa burlona se había transformado en el Elvis hinchado de sus últimos años, vestido de raso y que gorjeaba en un micrófono.
– ¿Se lo explicó a Jimmy?
Las manos de Jean se cerraron alrededor de la taza. Elvis desapareció bajo sus dedos. Vio que el nivel del té se elevaba de derecha a izquierda a medida que movía la taza de un lado a otro.
– Sí -dijo por fin-. Habló con Jimmy.
– ¿Cuándo?
– No sé la hora.
– No hace falta que sea precisa. ¿Fue por la mañana? ¿Por la tarde? ¿Justo antes de la hora en que debían marcharse hacia Grecia? Iba a venir a buscar al chico en coche, ¿no? ¿Telefoneó poco antes de llegar?
Jean agachó más la cabeza, como si examinara el té.
– Repase el día en su mente -insistió Barbara-. Se levantó, se vistió, quizá preparó a los niños para que fueran al colegio. ¿Qué más? Fue a trabajar, volvió a casa. Jimmy había hecho el equipaje. Lo había deshecho. Estaba preparado. Estaba nervioso. Estaba decepcionado. ¿Qué?
El té continuaba centrando la atención de Jean. Aunque tenía la cabeza gacha, Barbara advirtió por el movimiento de su barbilla que estaba mordisqueando la parte interna del labio inferior. Jimmy Cooper, pensó con renovado interés. ¿Qué dirían los polis de la comisaría local cuando oyeran su nombre?
– ¿Dónde está Jimmy? -preguntó-. Si usted no puede decirme nada sobre ese viaje a Grecia y su padre…
– El miércoles por la tarde -dijo Jean. Levantó la cabeza mientras Barbara tiraba la ceniza del cigarrillo en la concha de hojalata-. El miércoles por la tarde.
– ¿Fue cuando telefoneó?
– Fui con Stan y Shar al videoclub para que escogieran una película cada uno, como compensación al hecho de que Jimmy se marchaba con su papá, pero ellos no.
– Eso fue después del colegio, por lo tanto.
– Cuando volvimos a casa, el viaje se había anulado. Hacía una media hora.
– ¿Jimmy se lo dijo?
– No hizo falta. Había deshecho la maleta. Todo el equipaje estaba tirado por la habitación.
– ¿Qué dijo?
– Que no iba a Grecia.
– ¿Por qué?
– No lo sé.
– Pero él sí. Jimmy lo sabía.
Jean levantó el té y bebió.
– Supongo que surgió algún problema relacionado con el criquet y Kenny tuvo que quedarse. Esperaba que le eligieran de nuevo por Inglaterra.
– Pero ¿Jimmy no se lo dijo?
– Estaba muy disgustado. No quiso hablar.
– ¿Pensaba que su padre le había traicionado?
– Estaba muy ilusionado por ir, sí. Se sentía decepcionado.
– ¿Enfadado? -Jean le lanzó una mirada penetrante-. Ha dicho que, más que deshacer la maleta, había tirado sus cosas por la habitación -explicó con tranquilidad Barbara-. Eso me sugiere temperamento. ¿Estaba enfadado?
– Como cualquier otro chico en su lugar.
Barbara aplastó el cigarrillo y pensó en encender otro. Rechazó la idea.
– ¿Jimmy tiene medio de transporte?
– ¿Por qué lo quiere saber?
– ¿Pasó la noche del miércoles en casa? Stan y Shar tenían sus vídeos. Él, su disgusto. ¿Se quedó en casa con usted, o salió para animarse un poco? Ha dicho que estaba disgustado. Tal vez fue en busca de algo que le levantara la moral.
– Entró y salió. Siempre entra y sale. Le gusta ir por ahí con sus amigos.
– ¿Y el miércoles por la noche? ¿A qué hora volvió a casa?
Jean dejó la taza sobre la mesita auxiliar. Introdujo la mano izquierda en el bolsillo de la bata y dio la impresión de que encontraba algo.
– ¡Sandy, Pauline, la hora de la merienda! -gritó fuera una voz de mujer-. Entrad antes de que se enfríe el té.
– ¿Volvió a casa, señora Cooper? -preguntó Barbara.
– Por supuesto, pero no sé a qué hora. Estaba dormida. El chico tiene su propia llave. Entra y sale.
– ¿Estaba por la mañana, cuando usted se levantó?
– ¿Dónde iba a estar, si no? ¿En el cubo de la basura?
– ¿Y hoy? ¿Dónde está? ¿Con sus amigos otra vez? ¿Quiénes son, por cierto? Necesitaré sus nombres. En especial, quiero saber con quiénes estuvo el miércoles.
– Ha salido con Stan y Shar. -Indicó las bolsas de basura con un movimiento de cabeza-. Para que no vean empaquetadas las cosas de su padre.
– Tendré que hablar con él, de todos modos. Sería más fácil si pudiera verle ahora. ¿Puede decirme adonde ha ido?
Jean negó con la cabeza.
– ¿O cuándo volverá?
– ¿Qué puede decir él que yo no pueda?
– Podría decirme dónde estuvo el miércoles por la noche y a qué hora llegó a casa.
– No entiendo de qué le va a servir saber eso.
– Podría contarme la conversación que sostuvo con su padre.
– Ya se lo he dicho. Canceló el viaje.
– Pero no me ha dicho el motivo.
– ¿Y qué más da?
– El motivo tal vez aclararía quién sabía que Ken-neth Fleming iba a Kent. -Barbara esperó la reacción de Jean. Fue bastante sutil, la piel levemente moteada en el pálido triángulo de pecho que dejaba al descubierto la bata floreada. El color no aumentó de intensidad-. Tengo entendido que pasaban los fines de semana allí, cuando su marido jugaba con el equipo del condado. Usted y sus hijos.
– ¿Y qué?
– ¿Iba usted en coche a la casa, o venía su marido a buscarlos?
– Íbamos en coche.
– Y si no estaba cuando llegaban, ¿tenía un juego de llaves para entrar?
La espalda de Jean se enderezó. Apagó el cigarrillo.
– Entiendo -dijo-. Sé adonde apuntan sus tiros. ¿Dónde estuvo Jimmy el miércoles por la noche? ¿Volvió a casa? ¿Estaba enfadado por la suspensión de sus vacaciones? Y si no le importa la pregunta, ¿pudo coger las llaves de la casa, ir a Kent y matar a su padre?
– Es una pregunta interesante -señaló Barbara-. No me importaría nada que la comentara.
– Estuvo en casa, en casa.
– Pero no sabe a qué hora.
– Y no hay llaves que coger. Nunca las hubo.
– ¿Cómo entraba en la casa cuando su marido no estaba?
Jean se quedó sin habla.
– ¿Qué? ¿Cuándo?
– Cuando iba a Kent los fines de semana, ¿cómo entraba si su marido no estaba?
Jean tironeó del cuello de la bata. El gesto pareció calmarla, porque levantó la cabeza y habló.
– Siempre había una llave en el cobertizo, detrás del garaje. La utilizábamos para entrar.
– ¿Quién conocía la existencia de la llave?
– ¿Quién? ¿Qué más da? Todos lo sabíamos. ¿Vale?
– No del todo. La llave ha desaparecido.
– Y usted cree que Jimmy la cogió.
– No necesariamente. -Barbara levantó el bolso del suelo y se lo colgó al hombro-. Dígame, señora Cooper -dijo a modo de conclusión, pues ya sabía la respuesta sin necesidad de oírla-, ¿alguien puede demostrar dónde estuvo usted el miércoles por la noche?
Jimmy pagó las patatas paja, las barras de Cadbury, los Hob Nobs y los Custard Cremes. Antes, al pie de la escalera donde el vendedor de frutas tenía la parada, en la estación de Island Gardens, había robado dos plátanos, un melocotón y una mandarina, mientras una vieja vaca de cuero cabelludo demasiado rosado y pelo azu-lino demasiado escaso se quejaba del precio de los bretones, como si alguien con un poco de sentido común pudiera comer aquellos repugnantes brotes verdes.
Tenía mucho dinero para pagar la fruta. Mamá le había dado diez libras aquella mañana para que distrajera a Stan y Shar, pero los plátanos, los melocotones y las mandarinas no podían calificarse de menudencias, y en cualquier caso, su pequeño hurto había sido una cuestión de principios. El vendedor de frutas era un facha, siempre lo había sido, y siempre lo sería. «Pandilla de inútiles», murmuraba siempre que los tíos de la escuela pasaban demasiado cerca de sus asquerosos tomates. «Dejad de rondar por aquí. Búscaos un trabajo decente, miserables patanes.» Por lo tanto, era una cuestión de honor entre los tíos de la escuela secundaria George Green pispar la mayor cantidad posible de fruta y verduras al muy imbécil.
Pero Jimmy no tenía nada contra el viejo mamón que se encargaba del bar de Island Gardens. Por eso, cuando trotaron hacia el edificio achaparrado situado al borde de la hierba, cuando Shar pidió las patatas paja y la barra de chocolate, y cuando Stan señaló en silencio los Hob Nobs y los Custard Cremes, Jimmy deslizó un billete de cinco libras sobre el mostrador, y al principio no supo qué decir cuando el viejo contestó:
– Un día magnífico para salir, cariño, ¿no te parece? -mientras le palmeaba la mano.
Al principio, Jimmy pensó que el tío era una loca que intentaba atraerle con la esperanza de hacer un rápido detrás del mostrador cuando nadie mirara, pero luego, a la hora de devolverle el cambio, le observó con más atención, y comprendió que, a juzgar por el velo blanco que cubría sus ojos, el pobre mamón estaba casi ciego. Había visto el cabello de Jimmy, pero oído la voz de Sharon. Pensó que estaba flirteando con alguna pájara de la vecindad.
Ya habían tomado dos bocadillos de huevo y una salchicha en el tren de Crossharbour. No era un viaje largo, solo dos estaciones, pero tuvieron tiempo de sobra para devorar la comida y regarla con dos cocas y una fanta de naranja. Shar había dicho, «Creo que no se puede comer en el tren, Jimmy». Jimmy dijo, «Si tienes miedo, no lo hagas», y mordió un pedazo de bocadillo que comió con la boca abierta junto a su oído. «Ñam ñam ñam», dijo con la boca llena de pan y los dientes teñidos de amarillo a causa del huevo. «Come despacio y acabarás en el reformatorio. Ya vienen a buscarnos. ¡Shar, ya vienen!» La niña rió y desenvolvió el bocadillo. Había comido la mitad y guardado el resto.
La miró desde una de las mesas del bar. Vio que había separado las dos rebanadas de pan, eliminado cuidadosamente el huevo con una servilleta de papel, y ahora estaba haciendo una hilera de migas a lo largo del muro del terraplén, a unos treinta metros de donde él estaba sentado. Cuando hubo terminado, cruzó el césped y sacó sus prismáticos del estuche de piel.
– Demasiada gente -dijo Jimmy-. Solo verás palomas, Shar.
– Hay gaviotas en el río. Montones de gaviotas.
– ¿Y qué? Una gaviota es una gaviota.
– No. Hay gaviotas y gaviotas -fue su misteriosa respuesta-. Hay que tener paciencia.
Sacó una libretita bellamente encuadernada de su mochila. La abrió y escribió con buena letra la fecha en la parte superior de la página nueva. Jimmy desvió la vista. Papá le había regalado el cuaderno por Navidad, junto con tres libros más sobre pájaros y unos prismáticos más pequeños, pero más potentes.
– Son para observaciones serias -había dicho-. ¿Vamos a probarlos, Shar? Un día, iremos a Hampstead a ver qué vuela por los páramos. ¿Qué te parece?
– Oh, sí, papá -contestó ella con el rostro radiante, y al principio esperó con serenidad, y pasaron los días, y después las semanas, siempre confiada en que papá cumpliría su palabra.
Pero algo le había cambiado en octubre, su palabra ya no valía nada, se ponía nervioso siempre que le veían, experimentaba la constante necesidad de hacer crujir sus nudillos, de acercarse a las ventanas, de pegar un bote siempre que el teléfono sonaba. Un día, se comportaba como si una simple palabra equivocada fuera capaz de ponerle a parir. Al día siguiente, estaba loco de alegría, como si hubiera conseguido cien puntos sin intentarlo. A Jimmy le había costado varias semanas y un poco de trabajo detectivesco averiguar qué le había pasado a su padre para cambiar tanto. Cuando descubrió lo que «había pasado», también comprendió que nada de su vida familiar poco convencional volvería a ser igual.
Cerró los ojos un momento. Se concentró en los sonidos. El chillido de las gaviotas, el golpeteo de los pasos en el sendero que corría detrás del bar, la chachara de los excursionistas que habían venido para bajar al túnel peatonal de Greenwich, el roce metálico cuando alguien intentaba abrir uno de los sucios parasoles que se erguían entre las mesas de fuera.
– Mira, hay gaviotas de cabeza negra, gaviotas arenqueras, gaviotas glaucas y toda clase de gaviotas -dijo su hermana en tono afable. Se estaba limpiando las gafas con el borde de su mono-. Ahora, estoy buscando una del género Rissa.
– ¿Sí? ¿Qué es eso? A mí no me suena como un ave.
Jimmy abrió el paquete de Hob Nobs y se metió uno en la boca. En el césped, en la parte más alejada de un macizo de flores circular, rebosante de rojos, amarillos y rosas, Stan intentaba ser al mismo tiempo el lanzador y el bateador en un partido de criquet individual. Tiraba la pelota hacia lo alto, intentaba golpearla, cosa que no conseguía casi nunca, y gritaba cuando la alcanzaba.
– Eso es un cuatro, eso es un cuatro. Lo habéis visto, ¿verdad?
– Las del género Rissa casi nunca se alejan del mar -explicó Shar a Jimmy. Devolvió las gafas a su nariz-. Apenas se adentran en la orilla, salvo para robar en los barcos pesqueros. En verano…, ya casi estamos, ¿no?, anidan en los acantilados. Fabrican los nidos con barro y pedacitos de cuerda y raíces, y los sujetan a las rocas.
– ¿Sí? ¿Y por qué buscas aquí a esas como se llamen?
– Del género Rissa -dijo Shar con paciencia-. Porque sería muy raro ver una. Sería un auténtico golpe.
Alzó los prismáticos y examinó el muro del dique, donde varias gaviotas, indiferentes a los paseantes y ociosos vespertinos que se sentaban en los bancos, se ocupaban de las migas que ella les había dejado.
– Tienen patas marrones negruzcas -dijo-, picos amarillos y ojos oscuros.
– Como todas las gaviotas del mundo.
– Y cuando vuelan, se inclinan muchísimo y cortan las olas con los extremos de sus alas. Esa es la característica que las distingue.
– Aquí no hay olas, Shar, por si no te habías fijado.
– Ya lo sé. Por eso no las veremos volar. Tendremos que confiar en algún otro estímulo visual.
Jimmy cogió otro Hob Nobs. Buscó en el bolsillo de su chaqueta y sacó los cigarrillos.
– No deberías fumar -dijo Sharon, sin apartar la vista de los prismáticos-. Ya sabes que es malo. Produce cáncer.
– ¿Y si quiero tener cáncer?
– ¿Para qué?
– Para largarme cuanto antes de aquí.
– Pero también produces cáncer a los demás. Se les llama fumadores pasivos. ¿Lo sabías? Si sigues fumando, podríamos morir por respirar el humo, Stan y yo. Si estás el tiempo suficiente cerca de nosotros.
– Puede que no os apetezca mi compañía. No sería una gran pérdida para ninguno de los dos, ¿verdad?
Sharon bajó los prismáticos y los dejó sobre la mesa. Los cristales de sus gafas aumentaban el tamaño de sus ojos.
– Papá no quería que fumaras -dijo-. Siempre le decía a mamá que lo dejara.
Los dedos de Jimmy se cerraron alrededor de su paquete de JPS. Oyó que el papel crujía cuando lo aplastó.
– ¿Crees que si ella hubiera dejado de fumar…? -Sharon emitió una tosecita delicada, como si carraspeara-. Se lo pidió tantas veces. Decía, «Jean, has de dejar el tabaco. Te estás matando, y a nosotros también». Y yo me preguntaba…
– No seas tonta, ¿vale? -dijo con aspereza Jimmy-. Los tíos no dejan a sus mujeres porque fuman. Jesús, Shar. Qué chorrada.
Sharon dedicó su atención a la libreta abierta sobre la mesa. Retrocedió algunas páginas en el año con cuidado. Recorrió con el dedo el boceto de un ave parda con sutiles manchas anaranjadas. Jimmy vio «chotacabras» escrito debajo.
– ¿Fue por culpa de nosotros, pues? ¿No nos quería? ¿Crees que fue por eso?
Jimmy sintió que un círculo de frío se formaba a su alrededor. Comió otro Hob Nobs. Sacó la fruta robada de la chaqueta y la dejó sobre la mesa. Experimentaba la sensación de tener el estómago lleno de piedras, pero cogió la mandarina y la mordió con furia.
– Entonces, ¿por qué? -preguntó, Sharon-. ¿Hizo mamá algo malo? ¿Encontró a otro tío? ¿Papá dejó de quererla…?
– ¡Corta el rollo! -Jimmy se puso en pie. Se encaminó hacia el dique-. ¿Qué más da? -gritó sin volverse-. Está muerto. Cierra el pico.
El rostro de Sharon se derrumbó, pero Jimmy apartó la vista. Oyó que le llamaba.
– Deberías llevar gafas, Jimmy. Papá quería que llevaras las gafas.
Pateó la hierba con rabia. Stan se acercó corriendo. Arrastraba el bate de criquet como si fuera un timón.
– ¿Has visto cómo la golpeé? -preguntó Stan-. ¿Lo viste, Jimmy?
Jimmy asintió sin decir nada. Tiró la mandarina al macizo de flores y buscó los cigarrillos, pero recordó que los había dejado sobre la mesa. Caminó hacia el muro donde palomas y gaviotas picoteaban los mendrugos que Sharon había dejado. Se apoyó contra el muro. Miró al río.
– ¿Jugarás conmigo, Jimmy? -preguntó Stan, ansioso-. No puedo batear si alguien no me tira.
– Claro. Dentro de un momento. ¿Vale?
– Vale. Claro. -Stan corrió hacia él césped-. Shar -gritó-, míranos. Jimmy va a lanzar.
Eso era lo que papá quería que hiciera, por supuesto. «Tienes un brazo estupendo, Jim. Tienes un brazo digno de Bedser. Vamos a la parte central del campo. Tú lanzas. Yo bateo.»
Jimmy reprimió un sollozo. Asió la barandilla de hierro forjado que corría a lo largo del muro del dique. Apoyó la frente contra ella y cerró los ojos. Dolía demasiado. Pensar, hablar, tratar de comprender…
«¿Hizo mamá algo malo? ¿Encontró a otro tío? ¿Dejó papá de quererla?»
Jimmy golpeó la frente contra los balaustres de hierro forjado. Los apretó con todas sus fuerzas, hasta tener la sensación de que atravesaban su carne y se convertían en sus huesos. Se obligó a abrir los ojos y miró al río. La marea estaba cambiando. El agua era turbia. La corriente era rápida. Pensó en el club de remo de Saundersness Road, en el astillero donde los guijarros cercanos al Támesis siempre estaban sembrados de botellas de Evian, envoltorios de Cadbury, colillas, condones utilizados y fruta podrida. En aquel lugar se podía entrar en el río. No había muros que saltar, ni verjas que escalar, ¡PELIGRO! ¡AGUAS PROFUNDAS! ¡PROHIBIDO NADAR! eran las advertencias fijadas a la farola que se erguía en la entrada del astillero. Pero eso era lo que deseaba: peligro y aguas profundas.
Si forzaba la vista, al otro lado del río se podían distinguir las cúpulas clásicas del Royal Naval College, y utilizó la imaginación para completar lo demás: los frontones y columnas, la noble fachada. Al oeste de aquellos edificios, el Cutty Sark estaba en dique seco, y si bien no eran lo bastante grandes para verlos desde la orilla norte del río, podía imaginar los tres orgullosos palos del clíper y los quince kilómetros de cuerda que constituían su aparejo. En la carrera de mercantes de lana de Australia, nunca había sido vencido por otro barco. Había sido construido para transportar té desde China, pero cuando se abrió el Canal de Suez, tuvo que adaptarse.
Lo mismo pasaba en la vida, ¿no? Era una cuestión de adaptación. Lo que papá habría llamado equiparar el golpe al lanzamiento.
Papá. Papá. Jimmy tuvo la sensación de que un cristal desgarraba su pecho. Estaba angustiado. Quería desaparecer de este lugar, pero aún más deseaba desaparecer de esta vida. Nunca más Jimmy, nunca más el hijo de Fleming, nunca más el hermano mayor que debía hacer algo por Sharon y Stan, sino una piedra en el jardín de alguien, un árbol caído en la campiña, un sendero del bosque. Una silla, una cocina, un marco para fotos. Cualquier cosa excepto quién y qué era.
– ¿Jimmy?
Jimmy bajó la vista. Stan estaba a su lado, y pellizcaba con aire inseguro la chaqueta entre sus dedos. Jimmy parpadeó al ver la cara vuelta del revés, el pelo que invadía su frente y se le metía en los ojos. Había que sonar la nariz de Stan, y como no tenía nada más a mano, Jimmy cogió el borde de su camiseta y lo pasó sobre el labio superior de su hermano.
– Eso es asqueroso -dijo a Stan-. ¿No te das cuenta cuando cuelgan? No me extraña que todas las tías digan que eres un bobo.
– No lo soy.
– Pues me has engañado.
Las mejillas de Stan se hundieron. Se le formaron hoyuelos en la barbilla, como siempre que reprimía las lágrimas.
– Escucha -suspiró Jimmy-, has de sonarte la nariz. Has de cuidar de ti. No puedes esperar a que alguien lo haga por ti. No siempre habrá alguien contigo.
Los párpados de Stan temblaron.
– Está mamá -susurró-. Está Shar. Estás tú.
– Bien, pues deja de depender de mí, ¿vale? No dependas de mamá. No dependas de nadie. Cuida de ti mismo.
Stan asintió y exhaló un suspiro tembloroso. Levantó la cabeza y miró al río. Su nariz sólo llegaba a lo alto del muro.
– Nunca iremos a navegar. No iremos, ¿verdad? Mamá no nos llevará, porque si nos lleva se acordará de él. Así que no iremos, ¿verdad? ¿verdad, Jimmy?
Jimmy se volvió con ojos encendidos. Cogió el bate de criquet de la mano de su hermano. Contempló el césped de Island Gardens y se dio cuenta de que la hierba era demasiado alta para jugar bien. Aunque la hubieran recortado bien, el terreno era irregular. Parecía que los topos hubieran empezado a excavar carreteras bajo los árboles.
– Papá nos habría llevado a los entrenamientos -dijo Stan, como si hubiera leído los pensamientos de Jimmy-. ¿Te acuerdas cuando nos llevaba a los entrenamientos? Decía a aquellos tíos: «Un día, este será el mejor lanzador de Inglaterra, y este bateará». ¿Te acuerdas? Nos dijo: «Muy bien, mocosos, demostrad lo que sabéis». Se puso de portero y gritó: «Una desviada. Ánimo. Quiero ver una buena desviada, Jim».
Los dedos de Jimmy se cerraron alrededor de la dura pelota de cuero. «Ánimo. Ahora», gritó su padre. «Lanza con la cabeza, Jimmy. Ánimo. ¡Con la cabeza!»
¿Por qué?, se preguntó. De qué servía. No podía ser su padre. No podía repetir lo que su padre había hecho. Ni siquiera lo quería, pero sí estar con él, sentir la presión de su brazo alrededor de la espalda y el roce de su mejilla contra la cabeza. Lanzaría por eso. Como fuera y lo que fuera. Relajaría los hombros, tensaría los músculos y practicaría hasta estar preparado. Si era preciso para complacerle. Si era preciso para que volviera a casa.
– Jimmy. -Stan tiró de su codo-. ¿Quieres que juguemos?
Al otro ladú del césped, Jimmy vio que Shar seguía sentada en el bar. Se levantó, acercó los prismáticos a la cara y siguió el vuelo de un ave blanca y gris de este a oeste, a lo largo del río. Se preguntó si sería la gaviota de marras. Confió en que sí, por ella.
– El terreno está en mal estado -dijo Stan-, pero podríamos pelotear. ¿Te parece bien, Jimmy?
– Sí.
Dejó atrás el letrero que anunciaba PROHIBIDO JUGAR A PELOTA en grandes letras negras sobre fondo blanco. Caminó hacia una extensión de césped, de unos veinte metros de largo, que había bajo las moreras.
Stan corrió tras él con el bate al hombro.
– Ya verás -dijo-. Soy bastante bueno. Algún día, seré tan bueno como papá.
Jimmy tragó saliva y trató de olvidar que la tierra era demasiado blanda y la hierba demasiado alta y era demasiado tarde para ser tan bueno como el que más.
– Atento -dijo a su hermano menor-. Vamos a ver qué eres capaz de hacer.