Capítulo 2

Cuando la policía hizo acto de presencia en el mercado de Billingsgate era media tarde, y Jeannie no tendría que haber estado allí bajo ningún concepto, porque a aquella hora el mercado de pescado de Londres estaba tan muerto y vacío como una estación de metro a las tres de la mañana. Pero estaba esperando a un mecánico que iba de camino al Crissys Café para arreglar la cocina. Se había estropeado en el peor momento posible, en plena invasión de las nueve y media, después de que los pescadores terminaban de negociar con los compradores de los restaurantes elegantes de la ciudad y los encargados de la basura acababan de despejar el inmenso aparcamiento de cajas de polietileno y redes de moluscos.

Las chicas (porque en Crissys todo el mundo las llamaba chicas, pese a que la mayor tenía cincuenta y ocho años y la menor, Jeannie, treinta y dos) habían logrado que la cocina funcionara a medio gas durante el resto de la mañana, lo cual les permitió continuar sirviendo de manera competente bacon frito y pan, huevos, morcillas de sangre, estofado y emparedados de salchichas, como si no pasara nada. No obstante, si querían evitar que sus clientes se amotinaran (peor aún, si querían evitar que sus clientes se pasaran a Catons, la competencia), la cocina del pequeño café tendría que repararse cuanto antes.

Las chicas echaron a suertes la responsabilidad, como lo habían hecho durante los quince años que Jeannie había trabajado con ellas. Encendieron cerillas de madera al mismo tiempo y las dejaron quemar. La primera que soltara la suya perdería.

Jeannie tenía tanta experiencia como las demás en sostener la cerilla hasta que la llama lamía sus dedos, pero hoy quería perder. Ganar significaba que debería volver a casa. Quedarse y esperar solo Dios sabía cuánto rato al mecánico significaba que podría intentar retrasar un poco más pensar en qué hacer con Jimmy. Todo el mundo, desde los vecinos más próximos a las autoridades escolares, utilizaban la palabra «juvenil» de una forma que a Jeannie no le gustaba cuando se referían a sú hijo. La pronunciaban de la misma forma que «gamberro», «maldito cabrón» o «criminal», ninguna de las cuales era de aplicación. Pero ellos no lo sabían, porque solo veían la superficie del muchacho y no se paraban a pensar qué había debajo.

Debajo, Jimmy sufría. Llevaba cuatro años padeciendo un dolor comparable al de su madre.

Jeannie estaba sentada en una mesa junto a una ventana. Tomaba una taza de té y masticaba unos palitos de zanahoria. Por fin, oyó que se cerraba la puerta de un coche. Supuso que era el mecánico. Echó un vistazo al reloj de pared. Pasaban de las tres. Cerró el ejemplar de Woman's Own sobre el artículo «¿Cómo sabes si eres buena en la cama?», formó un tubo con la revista, la guardó en el bolsillo de su delantal y empujó hacia atrás la silla. Fue entonces cuando vio el coche policial, ocupado por un hombre y una mujer. Y como uno de los ocupantes era una mujer, de aspecto serio y que escudriñaba el edificio de ladrillo con ojos sombríos, mientras cuadraba los hombros y ajustaba los extremos triangulares del cuello de su blusa, Jeannie sintió que un escalofrío premonitorio recorría su piel.

Automáticamente, miró el reloj por segunda vez y pensó en Jimmy. Rezó para que, pese a la decepción que había sufrido su hijo mayor por la cancelación de las vacaciones de su decimosexto cumpleaños, hubiera ido a la escuela. De lo contrario, si había hecho novillos de nuevo, si le habían visto donde no debía estar, si aquella mujer y aquel hombre (¿por qué venían en pareja?) venían para informar a su madre de otra travesura… Era impensable lo que podía haber ocurrido, puesto que Jeannie se había marchado a las cuatro menos diez de la mañana.

Se acercó a la barra y sacó un paquete de cigarrillos del escondite secreto de una de las otras chicas. Lo encendió, notó que el humo quemaba su garganta y llenaba sus pulmones, experimentó la inmediata sensación de ligereza en la cabeza.

Recibió al hombre y la mujer en la puerta de Crissys. La mujer era de la misma estatura que Jeannie, y como ella, tenía una piel suave que se arrugaba alrededor de los ojos, y cabello claro que no podía ser llamado rubio o castaño. Se presentó y exhibió una identificación que Jeannie no miró, tras oír su nombre y su rango. Coffman, dijo. Sargento detective. Agnes, añadió, como si aportar el nombre propio pudiera mitigar el efecto de su presencia. Dijo que era del DIC de Greater Springburn y presentó al joven que la acompañaba, agente detective Dick Payne, o Nick Dañe, o algo por el estilo. Jeannie no lo entendió bien porque no volvió a oír con claridad nada más en cuanto la mujer dijo Greater Springburn.

– ¿Es usted Jean Fleming? -preguntó la sargento Coffman.

– Era -replicó Jeannie-. Once años de Jean Fleming. Ahora es Cooper. Jean Cooper. ¿Por qué? ¿ Quién lo quiere saber?

La sargento acarició con un nudillo el espacio que separaba sus cejas, como si aquel gesto la ayudara a pensar.

– Me han dado a entender… ¿Es usted la esposa de Kenneth Fleming?

– Aún no he solicitado el divorcio, si se refiere a eso. Supongo que seguimos casados, pero estar casados no es lo mismo que ser la esposa de alguien, ¿verdad?

– No, supongo que no. -Hubo algo raro en su forma de pronunciar aquellas cuatro palabras, y algo más raro en su forma de mirar a Jeannie, que la impulsó a chupar con fuerza su cigarrillo-. Señora Fleming… Señorita Cooper… Señora Cooper… -siguió la sargento Agnes Coffman. El joven agente que la acompañaba agachó la cabeza.

Y entonces, Jeannie lo supo. El mensaje real estaba contenido en el amontonamiento de apellidos. Jeannie ni siquiera necesitaba oírselo decir. Kenny estaba muerto. Despedazado en la autopista, apuñalado en el andén de la estación de Kensington High Street, lanzado a sesenta metros de un paso cebra, arrollado por un autobús… ¿Qué más daba? Fuera como fuera, todo había terminado por fin. No volvería más, ni se sentaría en la mesa de la cocina frente a ella, hablaría y sonreiría. No volvería a despertarle deseos de extender la mano y tocar el vello rojo dorado del dorso de su mano.

Durante los últimos cuatro años, había pensado más de una vez que aquél sería un momento de alegría. Había pensado, si algo le borrara de la faz de la tierra y me liberara de amar a ese bastardo, incluso ahora que se ha marchado y todo el mundo sabe que no estuve a la altura, que no estuvimos a la altura, que la familia no estaba a la altura… Quise que muriera una y mil veces, quise que desapareciera, quise que quedara reducido a pedazos, quise que sufriera.

Era extraño que ni siquiera temblara, pensó.

– ¿Kenny ha muerto, sargento? -preguntó.

– Necesitamos una identificación oficial. Necesitamos que vea el cadáver. Lo siento muchísimo.

Jeannie quiso decir, «¿Por qué no se lo pides a ella? Le gustaba mucho ver su cuerpo cuando estaba vivo».

En cambio, dijo:

– Si me dispensa, antes tendré que utilizar el teléfono.

La sargento dijo sí, por supuesto, y se retiró con el agente detective al otro lado del café, y miraron por las ventanas las torres de cristal terminadas en forma de pirámide de Canary Wharf, al otro lado del puerto, otra promesa fallida de esperanza, empleos y desarrollo que aquellos memos de la City lanzaban periódicamente a la parte baja del East End.

Jeannie telefoneó a sus padres, con la esperanza de que se pusiera su madre, pero salió Derrick. Intentó controlar su voz para no revelar nada. Habría bastado una simple petición para que su madre fuera a casa de Jeannie y esperara con los niños sin hacer preguntas, pero con Derrick tenía que ser cauta. Su hermano siempre quería entrometerse demasiado.

De modo que mintió, y dijo a Derrick que el mecánico al que estaba esperando en el café tardaría horas, ¿sería tan amable de ir a su casa y cuidar de los crios, darles la merienda, intentar que Jimmy no hiciera novillos aquella noche, comprobar que Stan se cepillaba bien los dientes, ayudar a Sharon con los deberes?

La petición apelaba a la necesidad de Derrick de reemplazar a las dos familias que ya había perdido a causa del divorcio. Ir a casa de Jeannie significaría que debería renunciar a su sesión nocturna de pesas (continuación del proceso de esculpir cada músculo de su cuerpo hasta alcanzar una monstruosa clase de perfección), pero a cambio podría interpretar el papel de papá sin las responsabilidades de toda la vida inherentes al cargo.

Jeannie se volvió hacia los policías.

– Estoy preparada -dijo, y les siguió al coche.

Tardaron una eternidad en llegar porque, por algún motivo incomprensible, no utilizaron la sirena ni las luces giratorias. La hora punta ya había empezado. Cruzaron el río y atravesaron los suburbios, dejaron atrás innumerables edificios de ladrillo ennegrecido, construidos en la posguerra. Cuando llegaron por fin a la autopista, la circulación mejoró un poco.

Cambiaron una vez de autopista, y luego abandonaron la segunda cuando los letreros empezaron a anunciar Tonbridge. Atravesaron dos pueblos, corrieron entre setos por la campiña y redujeron la velocidad cuando se acercaron por fin a una ciudad. Pararon en la entrada posterior de un hospital, donde media docena de fotógrafos, parapetados tras una barrera improvisada de cubos de basura, empezaron a disparar sus cámaras cuando el agente Payne Dane abrió la puerta de Jeannie.

Jeannie vaciló, aferrada a su bolso.

– ¿No puede obligarles a…? -dijo.

– Lo siento -contestó la sargento Coffman-. Los tenemos a raya desde mediodía.

– ¿Cómo lo saben? ¿Se lo han dicho ustedes?

– No.

– Entonces, ¿cómo…?

Coffman salió y se acercó a la puerta de Jeannie.

– Alguien toma el pulso de la policía. Otra persona interfiere las transmisiones por radio. Alguien más, de la comisaría, lamento decirlo, tiene la lengua suelta. La prensa suma dos y dos, pero aún no saben nada con seguridad, y usted no se lo va a decir. ¿De acuerdo?

Jeannie asintió.

– Bien. Ahora, deprisa. Yo la cogeré del brazo.

Jeannie pasó la mano sobre el delantal y notó el tosco material contra su palma. Salió del coche. Unas voces empezaron a gritar.

– ¡Señora Fleming! ¿Puede decirnos…?

Las cámaras zumbaban. Entre el joven agente detective y la sargento, corrió hacia las puertas de cristal, que se abrieron antes de que llegaran.

Entraron por el pabellón de urgencias. El aire escoció sus ojos con el olor a desinfectante.

– ¡Es mi pecho, maldita sea! -gritó alguien.

Al principio, Jeannie sólo fue consciente del predominio del color blanco. Los cuerpos que iban de un lado a otro en batas de laboratorio y uniformes, las sábanas de las camillas, los papeles de las gráficas, las estanterías que parecían cubiertas de gasa y algodón. Después, empezó a captar sonidos. Pies sobre el suelo de linóleo, el siseo de una puerta al cerrarse, las ruedas chirriantes de una camilla. Y las voces, como un arcoiris auditivo.

– Es su corazón, lo sé.

– ¿Quiere uno de vosotros echar un vistazo…?

– … sin comer durante dos días…

– Necesitamos un ECG.

– … Hidrocortisona Solu-Cortef. ¡Empieza!

Alguien pasó corriendo, gritó «¡Dejen paso!», mientras empujaba un carrito sobre el que descansaba una máquina con cables, cuadrantes y botones. El agente no la tocó, pero se mantuvo muy cerca de ella. Recorrieron un primer pasillo, y luego otro. Por fin, llegaron a una zona más silenciosa, y fría, con una puerta metálica. Jeannie comprendió que habían llegado.

– ¿Le apetece algo antes? -preguntó la sargento Coffman-. ¿Té? ¿Café? ¿Una Coca-Cola? ¿Agua?

Jeannie meneó la cabeza.

– Estoy bien.

– ¿Está mareada? Se ha puesto bastante pálida. Siéntese.

– Estoy bien. Me quedaré de pie.

La sargento Coffman escudriñó su rostro unos segundos, como si dudara de sus palabras. Después, cabeceó en dirección al agente, que llamó con los nudillos a la puerta y desapareció por ella.

– No durará mucho -dijo la sargento Coffman.

Jeannie pensó que ya había durado bastante, años, pero contestó:

– Bien.

El agente asomó la cabeza menos de un minuto después.

– La están esperando -dijo.

La sargento cogió a Jeannie del brazo y entraron.

Había esperado encontrar el cuerpo de inmediato, tendido y lavado como en las películas antiguas, con sillas a su alrededor, preparado para la identificación, pero en cambio entraron en un despacho donde una secretaria contemplaba el papel que era escupido por una impresora. A cada lado del despacho, había dos puertas cerradas. Un hombre cubierto con la bata verde de los cirujanos estaba de pie junto a una, con la mano en el pomo.

– Por aquí -dijo en voz baja.

Abrió la puerta, y cuando Jeannie se acercó, oyó que la sargento Coffman susurraba:

– ¿Tiene las sales?

– Sí -contestó el hombre, mientras la cogía por el otro brazo.

Hacía frío dentro. Era luminoso. Era impoluto. Daba la impresión de que había acero inoxidable por todas partes. Había armarios, largas mesas de trabajo, aparadores en las paredes y una sola camilla que sobresalía en ángulo debajo. Estaba cubierta por una sábana verde, del mismo tono guisante que el del hombre. Se acercaron como si caminaran hacia un altar. Y al igual que en una iglesia, cuando se detuvieron, guardaron silencio, como con reverencia. Jeannie comprendió que los demás estaban esperando la señal de que estaba dispuesta.

– Vamos a verle -dijo, y el hombre de verde se inclinó y bajó la sábana para descubrir la cara.

– ¿Por qué está tan sonrosado? -preguntó Jeannie.

– ¿Es su marido? -preguntó el hombre de verde.

– El monóxido de carbono enrojece la piel cuando penetra en la corriente sanguínea -explicó la sargento Coffman.

– ¿Es este su marido, señora Fleming? -repitió el hombre de verde.

Tan fácil decir sí, acabar de una vez y largarse de allí. Tan fácil dar la vuelta, regresar por aquellos pasillos, enfrentarse a las cámaras y a las preguntas sin dar respuestas, porque no las había. Nunca habían existido. Tan fácil subir al coche para que se la llevaran y pedir que conectaran las sirenas para ir más deprisa. Sin embargo, fue incapaz de formar la palabra precisa. «Sí.» Parecía tan sencillo. Pero no pudo decirla.

– Baje la sábana -dijo en cambio.

El hombre de verde vaciló.

– Señora…, señorita… -tartamudeó la sargento Coffman, como dolorida.

– Baje la sábana.

No lo entenderían, pero daba igual, porque dentro de unas horas saldrían de su vida. Kenny, sin embargo, siempre estaría presente: en los rostros de sus hijos, en el repentino resbalón de unos pasos en la escalera, en el eterno trallazo de una pelota de cuero cuando, en algún lugar del mundo, en un campo verde de hierba pulcramente cortada, la madera de sauce la enviaría de un golpe por encima del límite, para conseguir otros seis puntos.

Intuyó que la sargento y el hombre de verde se estaban mirando, se preguntaban qué debían hacer, pero era su decisión, ¿verdad?, ver el resto. No tenía nada que ver con ellos.

El hombre de verde dobló la sábana con las dos manos y empezó por los hombros del cuerpo. Lo hizo con suma pulcritud, cada pliegue de siete centímetros de anchura, y con la suficiente lentitud para que ella pudiera detenerle cuando considerara que ya había visto bastante.

Sólo que jamás tendría bastante. Jeannie lo supo sin la menor duda, y también que jamás olvidaría la visión de Kenny Fleming muerto.

Hazles preguntas, se dijo. Haz las preguntas que cualquiera haría. Has de hacerlo. Debes.

¿Quién le encontró? ¿Dónde estaba? ¿Estaba así desnudo? ¿Por qué parece tan sereno? ¿Cómo murió? ¿Cuándo? ¿Estaba ella con él? ¿Su cuerpo está cerca?

En cambio, avanzó un paso hacia la camilla y pensó en lo mucho que había amado los ángulos límpidos de su clavícula y los músculos de sus hombros y brazos. Recordó la dureza de su estómago, el vello espeso y áspero que crecía alrededor de su pene, los tendones propios de un corredor que surcaban sus músculos, sus piernas esbeltas. Pensó en el muchacho de doce años que había sido, la primera vez que forcejeó con sus bragas, detrás de las cajas de embalar de Invicta Wharf. Pensó en el hombre que había llegado a ser y la mujer que ella era, y en la tarde que había ido a Cubitt Town con su coche deportivo, tomado asiento en la cocina, compartido una taza de té y pronunciado la palabra «divorcio», que ella esperaba oír desde hacía cuatro años, y pese a todo los dedos de ambos habían logrado encontrarse y aferrarse como cosas ciegas provistas de voluntad propia.

Pensó en sus años juntos (JeanyKenny), que la acosarían como perros hambrientos e insistentes durante toda su vida. Pensó en los años sin él, que se desplegaban ante ella como una cinta de dolor. Quiso apoderarse de su cuerpo y tirarlo al suelo y clavarle el tacón en la cara. Quiso arañar su pecho y hundirle los puños en la garganta. El odio latía en su cráneo, le estrujaba el pecho y revelaba cuánto le amaba todavía. Por eso, aún le odió más. Por eso, deseó que muriera una y otra vez, por toda la eternidad.

– Sí -dijo, y se apartó de la camilla.

– ¿Es Kenneth Fleming? -preguntó la sargento Coffman.

– Es él. -Dio media vuelta. Apartó la mano de la sargento de su brazo. Se ajustó el bolso para que la correa se adaptara a la curva de su codo-. Me gustaría comprar cigarrillos. Supongo que no habrá ningún estanco por aquí.

La sargento Coffman dijo que le conseguiría cigarrillos en cuanto pudiera. Tenía que firmar unos papeles. Si la señora Fleming…

– Cooper -corrigió Jeannie.

Si la señorita Cooper quería acompañarla…

El hombre de verde se quedó con el cadáver. Jeannie le oyó silbar entre dientes mientras empujaba la camilla hacia una cúpula de luz que colgaba en el centro de la habitación. Jeannie creyó oírle murmurar la palabra «Jesús», pero la puerta ya se había cerrado a sus espaldas y la habían sentado ante un es critorio, bajo el cartel de un cachorrillo peludo de perro salchicha tocado con un diminuto sombrero de paja.

La sargento Coffman dijo algo en voz baja a su agente, y Jeannie captó la palabra «cigarrillo».

– Que sean Embassy, por favor -dijo, y empezó a firmar en los formularios, al lado de las equis rojas trazadas por la secretaria. No sabía qué eran los formularios, por qué debía firmarlos, o a lo que estaba renunciando o concediendo permiso. Se limitó a seguir firmando, y cuando terminó, los Embassy se habían materializado sobre el borde del escritorio, junto con una caja de cerillas. Encendió un cigarrillo. La secretaria y el agente tosieron con discreción. Jeannie inhaló con profunda satisfacción.

– De momento, hemos terminado -dijo la sargento Coffman-. Si es tan amable de acompañarnos, la sacaremos a toda prisa y la llevaremos a casa.

– Muy bien -contestó Jeannie. Se puso en pie. Tiró los cigarrillos y las cenizas en el bolso. Siguió a la sargento de vuelta al pasillo.

Una catarata de preguntas cayó sobre ellos y los destellos de las cámaras relampaguearon en cuanto salieron al aire de la noche.

– ¿Es Fleming, pues?

– ¿Suicidio?

– ¿Accidente?

– ¿Puede decirnos qué ha pasado? Cualquier cosa, señora Fleming.

Es Cooper, pensó Jeannie. Jean Stella Cooper.


El inspector detective Thomas Lynley subió los peldaños del edificio de Onslow Square que albergaba el piso de lady Helen Clyde. Tarareaba las diez notas fortuitas que asediaban su cerebro como mosquitos hambrientos desde el momento en que había salido de su despacho. Intentó ahuyentarlas con varios recitados veloces del monólogo de la obertura de Ricardo III, pero cada vez que dirigía sus pensamientos a sumergirse en su alma para anunciar la entrada de George, aquel voluntarioso duque de Clarence, las malditas notas regresaban.

No fue hasta entrar en el edificio y subir la escalera que conducía al piso de Helen que consiguió identificar la fuente de su tortura musical. Y entonces, no tuvo otro remedio que dedicar una sonrisa a la capacidad del inconsciente para comunicarse a través de un medio que Lynley no había considerado parte de su mundo desde hacía años. Le gustaba considerarse un hombre aficionado a la música clásica, preferiblemente rusa. La canción de Rod Stewart «Tonight's the Night» no era la banda sonora que él habría elegido para subrayar el significado de la velada, pero era muy apropiada. Al igual que el monólogo de Ricardo, pensándolo bien, pues al igual que Ricardo había conspirado, y pese a que sus intenciones no eran peligrosas, tenían un solo objetivo. El concierto, una cena tardía, un paseo hasta aquel restaurante tan tranquilo y poco iluminado al lado de King's Road donde, en el bar, uno podía entregarse a la suave música interpretada por un arpista, cuyo instrumento imposibilitaba que vagara entre las mesas e interrumpiera conversaciones cruciales para el futuro… Sí, Rod Stewart era quizá más apropiado que Ricardo III, pese a sus maquinaciones. Porque esta noche era la noche.

– ¿Helen? -llamó mientras cerraba la puerta-. ¿Estás preparada, querida?

La respuesta fue el silencio. Frunció el entrecejo. Había hablado con ella a las nueve de la mañana. Había dicho que pasaría a las siete y cuarto. Si bien eso les concedía cuarenta y cinco minutos para dar un paseo de diez en coche, conocía a Helen lo bastante para saber que debía concederle un amplio margen de error e indecisión en lo tocante a sus preparativos para pasar una velada fuera. Por lo general, solía contestar «Estoy aquí, Tommy», desde el dormitorio, donde la encontraba invariablemente dudando entre seis u ocho pares diferentes de pendientes.

Fue en su busca y la localizó en el salón, estirada en el sofá y rodeada por una montaña de bolsas de compra verdes y doradas, cuyo logo reconoció demasiado bien. Como sufría las agonías de una mujer que desprecia el sentido común en la elección de su calzado, era un testimonio elocuente de los rigores implicados en la busca simultánea de las gangas y la elegancia. Tenía un brazo cruzado sobre la cabeza. Cuando Lynley pronunció su nombre por segunda vez, ella gruñó.

– Era como una zona de guerra -murmuró por debajo del brazo-. Nunca había visto tales muchedumbres en Harrods. Y rapaces. La palabra, Tommy, ni siquiera hace justicia a las mujeres con las que tuve que luchar solo para llegar a la ropa interior. A la ropa interior, por el amor de Dios. Daba la impresión de que luchaban por frascos limitados de elixir de la juventud.

– ¿No me dijiste que ibas a trabajar con Simón? -Lynley se acercó al sofá, le enderezó el brazo, la besó y devolvió el brazo a su posición anterior-. ¿No estaba ocupadísimo preparándose para testificar en…? ¿Qué pasó, Helen?

– Oh, lo hizo. Es algo relacionado con localizar sensibilizadores en explosivos de gel acuoso. Aminas, ácidos amínicos, gel de silicona, placas de celulosa. A eso de las dos y media, ya me había hecho un lío con la jerga, y el muy animal tenía tanta prisa que hasta insistió en pasar de comer. De comer, Tommy.

– Una situación desesperada -dijo Lynley. Levantó las piernas de Helen, se sentó y puso sus pies sobre el regazo.

– Colaboré hasta las tres y media, amarrada al ordenador hasta que casi me quedé ciega, pero en aquel momento, desmayada de hambre, no lo olvides, me despedí.

– Y fuiste a Harrods. Pese a que estabas desmayada de hambre.

Helen levantó el brazo, le miró con el entrecejo fruncido y volvió a bajar el brazo.

– Pensé en ti todo el rato.

– ¿De veras? ¿Cómo?

Helen indicó las bolsas que la rodeaban.

– Así.

– Así, ¿cómo?

– Las compras.

– ¿Me has comprado cosas? -preguntó Lynley, sin comprender, y se preguntó cómo debía interpretar un comportamiento tan extraordinario. No era que Helen dejara de sorprenderle de vez en cuando con algo divertido que había logrado desenterrar en Portobello Road o el mercado de la calle Berwick, pero tanta generosidad… La, examinó subrepticiamente y se preguntó si, anticipándose a sus designios, había hecho sus propios planes.

Helen suspiró y bajó los pies hasta el suelo. Se puso a investigar en las bolsas. Desechó una que parecía llena de tisú y seda, y después otra que contenía cosméticos. Rebuscó en una tercera, y luego en una cuarta.

– Ah, aquí está -dijo por fin. Le tendió la bolsa y continuó su búsqueda-. Yo también tengo uno.

– ¿Un qué?

– Ahora verás.

Lynley extrajo un montón de tisú y se preguntó hasta qué punto estaba contribuyendo Harrods a la inevitable deforestación del planeta. Empezó a desenvolver el paquete. Contempló el chandal azul marino y meditó sobre el mensaje implícito.

– Encantador, ¿verdad? -dijo Helen.

– Perfecto. Gracias, querida. Es justo lo que yo…

– Lo necesitas, ¿verdad? -Helen se levantó y exhibió con aire triunfal otro chandal, también azul marino, si bien alegrado con ribetes blancos-. Los he visto por todas partes.

– ¿Chándales?

– Corredores. Para ponerse en forma. En Hyde Park. En Kensington Gardens. Por la orilla del Embankment. Ya es hora de que les imitemos. ¿No crees que será divertido?

– ¿Correr?

– Por supuesto. Correr. Es auténtico. Exponerse al aire puro después de un día encerrado.

– ¿Propones que lo hagamos después de trabajar? ¿Por la noche?

– O antes de encerrarnos.

– ¿Propones que lo hagamos al amanecer?

– O a la hora de comer o a la hora del té. En lugar del té. No estamos rejuveneciendo, y ya es hora de que hagamos algo para retrasar la madurez.

– Tienes treinta y tres años, Helen.

– Condenada a convertirme en una cosa flaccida si no hago algo positivo ya. -Volvió a las bolsas-. También hay bambas. Por ahí. No estaba muy segura de tu talla, pero se pueden cambiar. ¿Dónde estarán…? Ah, aquí. -Las sacó con aire triunfal-. Aún es temprano, así que podríamos cambiarnos y dar la vuelta a la plaza unas cuantas veces. Lo mejor para ponernos en… -Alzó la cabeza, pensativa de repente. Dio la impresión de que se fijaba por primera vez en el atuendo de Lynley. El esmoquin, la pajarita, los zapatos relucientes…-. Señor. Esta noche íbamos a… Esta noche… -Sus mejillas adquirieron color-. Tommy, querido. Tenemos un compromiso, ¿verdad?

– Lo habías olvidado.

– En absoluto. De veras. Es que no he comido. No he comido nada.

– ¿Nada? ¿No te paraste a tomar algo entre el laboratorio de Simón, Harrods y Onslow Square? ¿Por qué me cuesta tanto creerlo?

– Solo tomé una taza de té. -Cuando Lynley arqueó una ceja escéptico, Helen se apresuró a añadir-: Oh, de acuerdo. Tal vez una o dos pastas en Harrods, pero eran unos éclairs pequeñísimos, ya sabes cómo son. Huecos por completo.

– Creo recordar que están llenos de… ¿Qué es? ¿Natillas? ¿Crema batida?

– Masa -afirmó Helen-. Una patética cucharadita. Eso y nada es lo mismo, y nadie podría considerarlo comer. La verdad, es una suerte que me cuente entre los vivos en este momento, después de alimentarme tan poco entre la mañana y la noche.

– Habrá que hacer algo al respecto.

El rostro de Helen se iluminó.

– Ah, es una cena. Estupendo. Eso pensaba. Y en algún lugar maravilloso, porque te has puesto esa espantosa pajarita que tanto detestas. -Se levantó con renovadas energías-. Es fantástico que no haya comido, ¿verdad? Nada estropeará mi cena.

– Es cierto. Después.

– ¿Después…?

Lynley abrió su reloj de bolsillo.

– Son las siete y veinticinco, y empieza a las ocho. Hemos de irnos.

– ¿A dónde?

– Al Albert Hall.

Helen parpadeó.

– La filarmónica, Helen. Las entradas por las que casi tuve que vender mi alma. Strauss. Más Strauss. Y cuando te hayas cansado de él, Strauss. ¿Te suena familiar?

El rostro de Helen adoptó un brillo radiante.

– ¡Tommy! ¿Strauss? ¿Me vas a llevar a un concierto de Strauss? ¿No me engañas? ¿No habrá Stravinsky después del intermedio, La consagración de la primavera o algo igual de horrible?

– Strauss. Antes y después del intermedio. Seguido de la cena.

– ¿Comida tailandesa? -preguntó Helen, esperanzada.

– Tailandesa.

– Dios mío, esto es una velada celestial. -Recogió sus zapatos y un montón de bolsas-. No tardaré ni diez minutos.

Lynley sonrió y se ocupó de las bolsas restantes. Todo funcionaba de acuerdo con su plan.

La siguió por el pasillo. Al pasar por delante de la cocina, bastó una mirada para comprobar que Helen seguía cultivando su indiferencia hacia las labores caseras. Los platos del desayuno estaban esparcidos sobre la encimera. La luz de la cafetera seguía encendida. De hecho, el café se había evaporado muchas horas antes, y había dejado un depósito de sedimentos en el fondo de la jarra de cristal. El olor a posos impregnaba el aire.

– Helen, por el amor de Dios. ¿No hueles? Has dejado la cafetera encendida todo el día.

Helen vaciló en la puerta del dormitorio.

– ¿De veras? Qué fastidio. Esas máquinas deberían desconectarse automáticamente.

– Y los platos deberían meterse solitos en el lavaplatos, ¿verdad?

– Si lo hicieran, demostrarían muy buena educación.

Desapareció en su dormitorio, y Lynley oyó que dejaba caer los paquetes al suelo. Dejó los suyos sobre la mesa, se quitó la chaqueta, desconectó la cafetera y se encaminó a la encimera. Agua, detergente y diez minutos pusieron orden en la cocina, si bien la jarra de café necesitaría una limpieza a fondo. La dejó en el fregadero.

Encontró a Helen de pie junto a la cama, con una bata de color cereza. Fruncía los labios con aire pensativo mientras estudiaba tres conjuntos que había desplegado.

– ¿Qué te sugiere El Danubio Azul seguido de una seráfica comida tailandesa?

– El negro.

– Hummm. -Helen retrocedió un paso-. No sé, cariño. Me parece…

– El negro va bien, Helen. Póntelo. Peínate. Vamonos. ¿De acuerdo?

Se palmeó la mejilla.

– No sé, Tommy. Siempre quiero ir elegante a un concierto, pero al mismo tiempo sin exageraciones para la cena. ¿No crees que este sería demasiado para lo uno y demasiado poco para lo otro?

Lynley cogió el vestido, bajó la cremallera y se lo tendió. Se dirigió a la cómoda. En ella, al contrario que en la cocina, todo estaba dispuesto con el orden de los instrumentos de cirugía en un quirófano. Abrió el joyero y extrajo un collar, pendientes y dos brazaletes. Fue al guardarropa y sacó zapatos. Volvió a la cama, dejó las joyas y los zapatos, la volvió hacia él y desató el cinturón de su bata.

– Estás demasiado revoltosa esta noche -dijo.

– Pero mira lo que he conseguido. Me estás quitando la ropa.

Lynley deslizó la bata por sus hombros. Cayó al suelo.

– No hace falta que seas revoltosa para conseguirlo, pero supongo que ya lo sabes, ¿no?

La besó, hundió las manos en su cabello. Parecía agua fría entre sus dedos. La volvió a besar. Pese a las frustraciones de tener su corazón enredado en la vida de Helen, aún adoraba su tacto, su perfume, el sabor de su boca.

Notó que los dedos de Helen manipulaban su camisa. Le aflojó la corbata. Bajó las manos hasta su pecho.

– Helen, pensaba que querías salir a cenar esta noche -dijo contra su boca.

– Tommy, pensaba que querías que me vistiera.

– Sí, exacto, pero lo primero es lo primero.

Apartó la ropa y la llevó a la cama. Su mano ascendió por el muslo de Helen.

El teléfono sonó.

– Maldita sea -masculló Lynley.

– No hagas caso. No espero a nadie. El contestador automático lo grabará.

– Este fin de semana estoy de turno.

– No.

– Lo siento.

Los dos contemplaron el teléfono. Siguió sonando.

– Bien -dijo Helen. Los timbrazos continuaron-. ¿Sabe el Yard que estás aquí?

– Denton sabe dónde estoy. Se lo habrá dicho.

– Podrías haberte marchado ya.

– Tienen el teléfono del coche y los números de los asientos del concierto.

– Bien, tal vez no sea nada. A lo mejor es mi madre.

– Quizá deberíamos averiguarlo.

– Quizá.

Helen acarició la cara de Lynley con las manos, desde la mejilla a los labios. Sus labios se entreabrieron.

Lynley respiró hondo. Sentía un extraño calor en los pulmones. Los dedos de Helen se trasladaron desde su cara al cabello. El teléfono dejó de sonar y, al cabo de un momento, una voz incorpórea habló en la otra habitación al contestador automático que tenía Helen.

Era una voz demasiado conocida, pues pertenecía a Dorothea Harriman, la secretaria del superintendente de la división de Lynley. Cuando era ella la que se tomaba la molestia de, seguir su pista, siempre significaba lo peor. Lynley suspiró. Helen dejó caer las manos sobre su regazo.

– Lo siento, cariño -dijo, y descolgó el teléfono de la mesita de noche-. Sí -contestó, e interrumpió así el mensaje que Harriman estaba dejando-. Hola, Dee. Estoy aquí.

– ¿Inspector detective Lynley?

– Ni más ni menos. ¿Qué pasa?

Mientras hablaba, extendió la mano hacia Helen, pero ya se había alejado de él, inclinada para recoger la bata tirada en el suelo.

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