Lynley eligió el Concierto de Brandeburgo Número 1 de Bach porque la música le recordaba su niñez, cuando corría por el parque de la casa familiar de Cornualles, corría con su hermana y su hermano hacia el viejo bosque que protegía Howenstow del mar. Bach no era tan exigente como los rusos, opinaba Lynley. Bach era espuma y aire, el perfecto compañero para sumirse en pensamientos absolutamente desligados de su música.
Lynley dio vueltas a los restos de su whisky y observó que el ámbar se transformaba en dorado cuando la luz lo alcanzaba. Lo terminó de un trago, disfrutó del calor que recorría su garganta y dejó el vaso junto a la botella, sobre la mesa de cerezo contigua a su butaca. Violines y cornos franceses se perseguían mutuamente en el concierto de Bach. Los pensamientos de Lynley les imitaban en el interior de su cráneo.
La sargento Havers y él se habían separado después de cenar en Kensington. Havers cogió el metro para volver a su coche y New Scotland Yard, y Lynley decidió visitar de nuevo Staffordshire Terrace. El concierto servía de telón de fondo a la evaluación de la visita y a su desasosiego.
Miriam Whitelaw le había precedido otra vez por la escalera y conducido al salón, donde una sola lámpara de latón proyectaba un cono de luz sobre un sillón de orejas. La lámpara no hacía nada, prácticamente, por eliminar la enorme caverna de oscuridad del salón, y Miriam Whitelaw se fundió con facilidad en la penumbra, ataviada con una blusa y pantalones negros. No parecía que le hubiera conducido a aquella parte de la casa de forma deliberada, al saber que se proponía interrogarla, en busca de la oscuridad para esconderse. Al contrario, daba la impresión de que había estado sentada allí antes de su llegada, a juzgar por sus palabras.
– Creo que ya no soporto la luz -murmuró-. En cuanto la veo, mi cabeza empieza a martillear, luego llega la migraña y me convierto en una inútil. Y no quiero serlo.
Se movió con lentitud, pero con pleno conocimiento de la plétora de muebles que atestaban el salón, y encendió una lámpara adornada con flecos que había al otro lado del piano. Y después, otra que descansaba sobre una mesa plegable. Ninguna de las bombillas tenía mucha potencia, de modo que la luz era tenue, como las luces de gas que se habrían utilizado en los tiempos de su abuelo.
– La oscuridad me ayuda a fingir -dijo-. He estado sentada aquí, imaginando sonidos. -Pareció que leía la pregunta desde las sombras donde Lynley se erguía-. Siempre oía a Ken antes de verle cuando volvía a casa. La puerta del garage al cerrarse. Sus pasos en las losas del jardín. La puerta de la cocina al abrirse. He estado imaginando esto. Esos sonidos. Le he oído volver a casa. Sin que estuviera aquí, en el salón, ni siquiera en la casa, porque no es posible, pero le oía llegar. Los ruidos que hacía. Si les obligo a existir de nuevo en mi cabeza, es como si no se hubiera ido.
Volvió a una butaca donde una vieja pelota de criquet descansaba sobre una almohada persa. La mujer se sentó y cogió la pelota entre sus manos con absoluta naturalidad. Lynley comprendió que habría estado haciendo lo mismo en la semioscuridad antes de su llegada, sentada allí con la pelota en las manos.
– Jean telefoneó esta tarde. Dijo que ustedes se llevaron a Jimmy. Jimmy. -Sus manos temblaron y agarró la pelota con más firmeza-. He descubierto que soy demasiado vieja, inspector. Ya no entiendo nada. Hombres y mujeres. Maridos y mujeres. Padres e hijos. No entiendo nada.
Lynley aprovechó la oportunidad para preguntar por qué no le había hablado de la visita de su hija la noche que mataron a Fleming. Por un momento, la mujer no dijo nada. El silencio magnificó el tictac del reloj de péndulo.
– Entonces, ha hablado con Olivia -murmuró por fin, en tono de derrota.
Lynley dijo que había hablado con Olivia dos veces, y como la primera le había mentido sobre su paradero la noche que Fleming murió, se había preguntado cuántas mentiras más había dicho. O su madre, a ese respecto, que también había mentido.
– Fue una omisión deliberada -dijo la señora Whitelaw-. No mentí.
Añadió, al igual que su hija, si bien con mucha más tranquilidad y resignación, que la visita no tenía nada que ver con el caso, que revelar el motivo habría violado el derecho a la intimidad de Olivia. Y Olivia tenía ese derecho, afirmó la señora Whitelaw. Ese derecho era una de las pocas cosas que le quedaba.
– Les he perdido a los dos. Ken…, ahora Ken. Y Olivia… -Se llevó la pelota de criquet a los pechos y la retuvo allí como si la ayudara a continuar-. A Olivia pronto. Y de una manera tan brutal, cuando lo pienso…, cosa que hago muy pocas veces…, ser despojada del control sobre su cuerpo, ser despojada de su orgullo, pero ser consciente hasta el último aliento de ese despojo inhumano… Porque era muy orgullosa, mi Olivia, muy altiva, un animal salvaje que atormentó mi vida durante años, hasta que ya no pude soportarla y bendije el día en que me provocó lo suficiente para romper con ella por completo. -Dio la impresión de que iba a perder la compostura, pero se refrenó-. No, no le hablé de Olivia, inspector. No podía. Se está muriendo. Ya es bastante penoso tener qué hablar de Ken. Hablar también de Olivia… No podría soportarlo.
Tendría que soportarlo ahora, pensó Lynley. Preguntó por qué Olivia había ido a verla. Para hacer las paces, dijo la señora Whitelaw. Para pedir ayuda.
– Que recibirá con mucha más facilidad, ahora que Fleming ha desaparecido -observó Lynley.
La mujer volvió la cabeza hacia una de las orejas protectoras de la butaca.
– ¿Por qué no me cree? -dijo con voz cansada-. Olivia no tuvo nada que ver con la muerte de Ken.
– Tal vez no en persona.
Lynley aguardó su reacción. Fue de inmovilidad, con la cabeza aún vuelta hacia el lado de la butaca y la mano sujetando la pelota de criquet contra su seno. Transcurrió casi un minuto de silencio, puntuado por el tictac del reloj, hasta que preguntó el significado de sus palabras.
Lynley le contó lo que todavía estaba meditando en el salón de Eaton Terrace, lo que había meditado durante su cena con la sargento Havers: Chris Faraday había pasado fuera toda la noche del miércoles, como Olivia. ¿Lo sabía la señora Whitelaw?
No, no lo sabía.
Lynley no explicó la coartada de Faraday a la señora Whitelaw, pero era la coartada de Faraday lo que había causado la desazón de Lynley, desde que Havers y él habían abandonado la barcaza.
La historia de lo que Faraday había hecho y dónde había estado el miércoles por la noche parecía aprendida de memoria. La había recitado sin apenas vacilar. La lista de participantes en la fiesta, la lista de las películas alquiladas, el nombre y dirección del videoclub. La aparente espontaneidad de su relato hablaba de algo ensayado de antemano. Sobre todo, su recuerdo de las películas, que no eran grandes producciones de Hollywood con estrellas tan conocidas como los cereales del desayuno, sino cortos pornográficos como Los masajes tailandeses de Betty, Conejitas en celo, o como se titularan. ¿Cuántos había enumerado sin el menor esfuerzo? ¿Diez? ¿Doce? La sargento Havers había apuntado que podían preguntar en la tienda si Lynley dudaba de la veracidad de Faraday, pero a Lynley no le cabía duda de que los registros de la tienda demostrarían que el propio Faraday, o cualquiera de los tipos que había citado como asistentes a la fiesta, había alquilado las películas aquella noche. Y esa era la cuestión. La coartada estaba demasiado bien construida.
– ¿El novio de Olivia? -había preguntado la señora Whitelaw-. Entonces, ¿por qué ha detenido a Jimmy? Jean dijo que usted se llevó a Jimmy.
Solo para interrogarle, dijo Lynley. A veces, refrescaba la memoria ser conducido a New Scotland Yard. ¿Quería la señora Whitelaw referir otros acontecimientos ocurridos el miércoles por la noche? ¿Algo que hubiera callado en sus anteriores conversaciones?
No, dijo ella. Nada. El inspector ya lo sabía todo.
Lynley no volvió a hablar hasta que se detuvieron en la puerta de la calle. La luz de la entrada iluminaba la cara de la señora Whitelaw. Se detuvo con la mano en el pomo, como si recordara algo de repente, y se volvió hacia la mujer.
– Gabriella Patten. ¿Ha tenido noticias de ella?
– Hace semanas que no hablo con Gabriella. ¿Ya la han localizado?
– Sí.
– ¿Está…? ¿Cómo está?
– No como una mujer que acaba de perder al hombre Con quien se iba a casar.
– Bien. Es muy propio de Gabriella, ¿no?
– No lo sé -contestó Lynley-. ¿Usted qué opina?
– Gabriella no le llegaba a Kenneth ni a las suelas de los zapatos, inspector -dijo Miriam Whitelaw-. Ojalá Kenneth se hubiera dado cuenta.
– ¿Lo habría hecho, de seguir vivo?
– Creo que sí.
A la luz de la entrada, observó que la mujer se había hecho un corte en la frente. Un emplasto corría paralelo a la línea de su cabello. Una gota de sangre (grumosa, de color marrón oscuro, como un lunar canceroso) se había filtrado por la gasa. Rozó el emplasto con sus dedos.
– Fue más sencillo.
– ¿Qué?
– Infligirme este dolor, en lugar de enfrentarme al otro.
Lynley asintió.
– Así suele ser.
Se hundió en la butaca del salón de Eaton Terrace. Estiró las piernas y lanzó una mirada especulativa a la botella de whisky que se erguía junto a su vaso. Rechazó el impulso, aunque solo fuera de momento, juntó los dedos bajo la barbilla y contempló el dibujo de la alfombra Axminster. Pensó en la verdad, las verdades a medias, las mentiras, las creencias a que nos aferramos, las que defendemos en público, y la fuerza inexorable en que se convierte el amor cuando nos devora, cuando se rechaza la en otro tiempo recíproca pasión, o cuando no es correspondido en absoluto.
El crimen no solía ser el sacrificio exigido por la fuerza del amor ciego. Someterse a la voluntad de otra persona adoptaba muchas formas. Pero cuando la capitulación ante la obsesión sobrepasaba todos los límites, la consecuencia de una devoción no correspondida era una catástrofe.
Si tal había sido el caso en el asesinato de Kenneth Fleming, su asesino le había amado y odiado por igual. Acabar con su vida había permitido al asesino contraer matrimonio con la víctima, forzar un lazo indisoluble entre cuerpo y cuerpo, entre alma y alma, unidos eternamente en la muerte, de una forma que no habría sido posible en vida.
Solo que todo esto, comprendió Lynley, suscitaba la cuestión de Gabriella Patten. Y no podía dejar de lado a Gabriella Patten (quién era, qué hacía, qué decía) si quería averiguar la verdad.
La puerta del salón se abrió unos centímetros y Denton asomó la cabeza. Cuando sus ojos se encontraron con los de Lynley, entró en el salón y caminó, calzado con zapatillas, hacia la butaca de Lynley. Levantó la botella de la mesa, con una expresión que preguntaba «¿Más?», y Lynley asintió. Denton sirvió el whisky y dejó la botella entre las demás, en el bargueño alto. Lynley sonrió al observar el sutil control de su ingesta de alcohol. Denton era astuto, no cabía duda. Mientras estuviera en sus cercanías, no corría el peligro de caer en la dipsomanía.
– ¿Algo más, milord?
Denton alzó la voz para que le oyera. Lynley indicó que bajara el volumen del estéreo. Bach se redujo a un agradable fondo sonoro.
Lynley formuló la pregunta innecesaria, pues el silencio de su criado le había informado al respecto.
– ¿Lady Helen no ha telefoneado?
– Desde que se fue esta mañana, no.
Denton se sacudió un hilo de la manga.
– ¿Cuándo fue?
– ¿Cuándo? -Denton reflexionó sobre la pregunta con los ojos clavados en el techo, como si la respuesta residiera allí-. Más o menos una hora después de que usted y su sargento se marcharan.
Lynley cogió el vaso y dio vueltas, al whisky, mientras Denton extraía un pañuelo de su bolsillo y lo pasaba sin la menor necesidad sobre la parte superior de la vitrina. Lo aplicó también a una de las botellas. Lynley carraspeó y formuló la siguiente pregunta en tono indiferente.
– ¿Cómo estaba?
– ¿Quién?
– Helen.
– ¿Cómo estaba?
– Sí. Creo que hemos aclarado mi pregunta. ¿Cómo estaba?
Denton frunció el entrecejo con aire pensativo, pero se estaba pasando en su papel de señor Contemplación.
– ¿Cómo estaba? Bien… Déjeme pensar…
– Denton, ve al grano, por favor.
– Sí, es que no pude…
– Olvídalo. Sabes que nos discutimos. No te acuso de espiar por los ojos de las cerraduras, pero como apareciste apenas terminada, sabes que existía una discrepancia de opiniones entre nosotros. Así que contesta a mi pregunta. ¿Cómo estaba?
– Bien, de hecho, parecía la de siempre.
Al menos, pensó Lynley, tuvo el detalle de aparentar pesar cuando le transmitió la información, pero Denton era incapaz de captar los matices de las mujeres, como demostraría cualquier examen de su agitada vida amorosa.
– ¿No estaba enfadada? -insistió Lynley-. ¿No parecía…?
¿Qué palabra buscaba? ¿Pensativa? ¿Descorazonada? ¿Decidida? ¿Exasperada? ¿Infeliz? ¿Angustiada? Cualquiera podría aplicarse en aquellas circunstancias.
– Parecía la de siempre -dijo Denton-. Parecía lady Helen.
Lo cual equivalía a aparentar serenidad, como bien sabía Lynley. Lo cual, a su vez, era el fuerte de Helen Clyde. Utilizaba la compostura con tanta eficacia como una escopeta Purdey. Más de una vez se había i visto atrapado en su punto de mira, y la insistente resistencia de Helen a perder los estribos conseguía enfurecerle.
Al diablo, pensó, y trasegó su whisky. Quiso añadir, al diablo con ella, pero no pudo.
– ¿Eso es todo, milord? -preguntó Denton. Su expresión era impenetrable, y su voz había adaptado un tono servil insufrible.
– Por los clavos de Cristo, Denton, deja a Jeeves en la cocina. Y sí, eso es todo.
– Muy bien, mi…
– Denton.
Denton sonrió.
– De acuerdo. -Se acercó a la silla de Lynley y se apropió del vaso de whisky-. Me iré a la cama, pues. ¿Cómo preferirá los huevos del desayuno?
– Cocidos.
– No es mala idea.
Denton subió el concierto de Bach a su volumen anterior y dejó a Lynley con la música y sus pensamientos.
Lynley tenía los periódicos de la mañana esparcidos sobre su escritorio, y estaba inclinado sobre ellos, en pleno proceso de sopesar su contenido, cuando el superintendente Malcolm Webberly se reunió con él. Iba acompañado del olor acre a humo de puro, que le precedía varios metros. Sin necesidad de levantar la vista, y antes de que su superior hablara, Lynley murmuró «Señor» a modo de saludo, mientras comparaba la cobertura de la investigación en la primera página del Daily Mail con la ubicación del artículo del Times (página tres), el Guardian (página siete) y el Daily Mirror (primera plana, junto con una fotografía que ocupaba media página de Jean Cooper cuando se precipitaba hacia el coche de Lynley con la bolsa de Tesco en la mano). Aún le quedaban el Independent, el Observer y el Daily Telegraph, y Dorothea Harriman estaba intentando desenterrar ejemplares del Sun y el Daily Express. Hasta el momento, todos los periódicos se movían en la estrecha frontera que delimitaba el Acta de Desacato al Tribunal. Ninguna foto clara de Jimmy Cooper. Ninguna mención a su nombre en relación al hasta ahora muchacho de dieciséis años no identificado que estaba «ayudando a la policía en sus investigaciones». Tan solo una cautelosa exposición de los detalles, presentados en tal orden que cualquiera con un gramo de inteligencia sería capaz de leer entre líneas los hechos.
Webberly se paró a su lado. Con él, su olor. Impregnaba la chaqueta del traje y se proyectaba en oleadas. A Lynley no le cabía la menor duda de que el superintendente aún hedía a tabaco después de bañarse, cepillarse los dientes, hacer gárgaras y cepillarse el pelo.
– ¿Quién controla el caudal de información? -preguntó.
– Yo -contestó Lynley.
– No compliques las cosas. -Webberly cogió el Daily Mirror y le echó un vistazo-. Buitres -murmuró, y lo tiró sobre el escritorio de Lynley. Encendió una cerilla. Lynley levantó la cabeza cuando Webberly la acercó al puro medio consumido que había sacado del bolsillo de la chaqueta. Lynley compuso una expresión apenada y volvió a sus periódicos.
Webberly deambuló por el despacho, inquieto. Toqueteó una pila de expedientes. Sacó la copia de un informe del archivador. La devolvió a su sitio. Suspiró.
– Estoy preocupado, muchacho -dijo por fin. Lynley levantó la vista de nuevo. Webberly continuó-. Hay una manada de periodistas aullando en la oficina de prensa y otra al acecho ante la puerta. A mí me parece intencionado, si.quieres saber mi opinión. ¿Cuál es el propósito? Te lo pregunto porque Hillier querrá saberlo si él y su último dandi llegan mientras la jauría aún sigue persiguiendo al zorro. Puede que se lancen sobre él, muchacho, y no hace falta que te recuerde que deberíamos hacer lo imposible por evitarlo.
Tenía razón. Sir David Hillier era el superintendente jefe y le gustaba que su DIC funcionara como una máquina bien engrasada: eficiente, económico y lo más silencioso posible. La presencia de la prensa sugeriría a Hillier un fallo en la maquinaria, o al menos en su funcionamiento. No le gustaría.
– Es de esperar -dijo Lynley, mientras doblaba el Times y lo sustituía por el Independent-. Fleming era un deportista, una figura nacional. Es lógico suponer que la investigación de su asesinato irá acompañada de numerosas exigencias de la prensa.
Una nube de humo tóxico flotaba entre él y el periódico. Lynley tosió con discreción. Webberly no hizo caso.
– Quieres decir que eso es lo que debo contar a Hillier -murmuró el superintendente.
– Si lo pregunta. -Lynley abrió el Independent-. Ah -dijo cuando vio la fotografía de la página tres. La forma de la cabeza de Jimmy Cooper se recortaba en la ventanilla del Bentley, y en el cristal se reflejaban las letras plateadas inconfundibles del letrero giratorio del Yard.
Webberly miró por encima de su hombro y suspiró.
– Esto no me gusta, muchacho. Si no vas con cuidado, hundirás tu caso antes de que llegue a los tribunales.
– Ya voy con cuidado -replicó Lynley-, pero es una cuestión de química básica, nos guste o no.
– ¿Qué quieres decir?
– Si aumentas la presión, alteras la temperatura.
– Hablas de líquidos, Tommy, y tratamos con personas. No hierven.
– Tiene razón. Se rompen.
Doróthea Harriman irrumpió en el despacho.
– Los he conseguido todos, inspector detective Lynley -anunció sin aliento, con un montón de periódicos bajo el brazo-. El Sun, el Express, el Tele-grapb de ayer, el Mail de ayer. -Dirigió una mirada significativa a Webberly-. Sigmund Freud fumaba doce puros diarios. ¿Lo sabía, inspector Webberly? Terminó con un cáncer de paladar.
– Pero apuesto a que murió con una sonrisa en los labios -replicó Webberly.
Harriman puso los ojos en blanco.
– ¿Algo más, inspector detective Lynley?
Lynley pensó en decirle que dejara de utilizar su título completo, pero sabía que sería inútil.
– Eso es todo, Dee.
– La oficina de prensa quiere saber si piensa hablar con los periodistas esta mañana. ¿Qué digo?
– Que hoy cederé el placer a mis superiores.
– ¿Señor?
La sargento Havers apareció en el umbral, con un traje marrón arrugado que parecía haber sido utilizado en otro tiempo como paño de cocina. El contraste entre ella y la secretaria de Webberly (inmaculada en su vestido de crespón crema con cordoncillos negros) era estremecedor.
– Tenemos al chico.
Lynley consultó su reloj. Las diez y cuatro minutos.
– Estupendo -dijo, y se quitó las gafas-. Voy ahora mismo. ¿Ha venido con su abogado?
– Un tipo llamado Friskin. Dice que nuestro Jimmy no tiene que decir nada más a la policía.
– Sí, ¿eh? -Lynley cogió la chaqueta del respaldo de la silla y el expediente de Fleming de debajo de los periódicos-. Ya lo veremos.
Se encaminaron a la sala de interrogatorios, mientras esquivaban a agentes, funcionarios, secretarias y mensajeros por los pasillos. Havers correteaba al lado de Lynley. Iba desgranando información apuntada en su cuaderno. Nkata había ido a investigar el videoclub de Berwick Street, y otro agente estaba husmeando por Clapham, donde en teoría se había celebrado la fiesta «solo para hombres» del miércoles por la noche. El equipo forense de la inspectora Ardery aún no había dado señales de vida. ¿Debía Havers telefonear a Maidstone y darles prisas?
– Si no hemos sabido nada a mediodía -dijo Lynley.
– De acuerdo -contestó Havers, y aceleró el paso hacia la sala de interrogatorios.
Friskin se levantó en cuanto Lynley abrió la puerta.
– Me gustaría hablar con usted, inspector -dijo, y salió al pasillo. Estuvo a punto de llevarse por delante a un funcionario-. Quiero expresar mis reservas sobre la entrevista que sostuvo ayer con mi cliente. Las Normas de los Jueces exigen la presencia de un adulto. ¿Por qué no se respetaron esas normas?
– Ya ha oído la cinta, señor Friskin. Ofrecimos un abogado al muchacho.
Friskin entornó sus ojos grises.
– ¿Cree que el tribunal se va a tomar en serio esa ridicula confesión?
– De momento, los tribunales no me interesan. Me interesa llegar al fondo de la muerte de Kenneth Fleming. Su hijo está relacionado con esa muerte…
– Circunstancialmente. Solo circunstancialmente. No hay pruebas que sitúen a mi cliente en el interior de la casa el miércoles por la noche, y usted lo sabe muy bien.
– Me gustaría oír lo que tenga que decir sobre sus movimientos y paradero el miércoles por la noche. Hasta el momento, tenemos una historia incompleta. En cuanto la complete, sabremos qué camino tomar. ¿Podemos proceder, o quiere seguir discutiendo?
Friskin apoyó la mano sobre el pomo para bloquear la puerta.
– Dígame, inspector. ¿Es responsable también del escándalo de esta mañana? No me mire como si no entendiera nada. Los periodistas persiguieron mi coche como tiburones hambrientos. Alguien les avisó de que veníamos hacia aquí. ¿Quién corrió la voz?
Lynley sacó el reloj de bolsillo y lo abrió.
– No publicarán nada que pueda causarles problemas.
Friskin apuntó un dedo a la cara de Lynley.
– No crea que soy idiota, inspector Lynley. Siga así, y yo me encargaré de que no arranque otra palabra al chico. Puede intimidar a un adolescente, pero a mí no me va a intimidar. ¿Me ha entendido?
– Perfectamente, señor Friskin. ¿Podemos empezar?
– Como quiera.
Friskin abrió la puerta y caminó hacia su cliente.
Jinimy estaba repantigado en el mismo sitio del día anterior. Tiraba del borde descosido de la camiseta que había llevado entonces. Todo era igual, a excepción de los zapatos. Llevaba un par de bambas desabrochadas en lugar de los Doc Martens.
Lynley le ofreció una bebida. Café, té, leche, zumo.
Jimmy inclinó la cabeza a la izquierda a modo de negativa. Lynley conectó la grabadora, dijo la hora, la fecha y el nombre de los presentes. Se sentó.
– Hablemos claro -dijo el señor Friskin, aprovechando la ventaja con habilidad-. Jim, no hace falta que digas nada más. La policía te ha hecho creer que estás bajo cargos, porque te ha traído aquí. Quiere asustarte. Quiere hacerte creer que tiene las de ganar. La verdad es que no has sido detenido, no se han presentado cargos, soló se te han leído los derechos. Existe una diferencia legal entre cada una de esas situaciones. Hemos venido para ayudar a la policía y colaborar hasta el grado que nos parezca apropiado, pero no estamos a su disposición. ¿Lo has entendido? Si no quieres hablar, no hace falta que hables. No tienes que decirles nada.
Jimmy tenía la cabeza gacha, pero asintió. Después de soltar su discurso, Friskin se aflojó la corbata floreada y se reclinó en su silla.
– Adelante, inspector Lynley -dijo, pero su expresión proclamaba que el inspector haría bien en rebajar sus expectativas.
Lynley repasó todo cuanto Jimmy les había dicho el día anterior. La llamada telefónica de su padre, las excusas que Fleming había aducido, el viaje a Kent en moto, el aparcamiento vacío del pub, el sendero peatonal que conducía a Celandine Cottage, la llave guardada en el cobertizo. Repiljió la historia de que Jimmy había provocado el incendio.
– Dijiste que el cigarrillo era un JPS. Dijiste que lo pusiste en una butaca. Hasta ahí llegamos. ¿Te acuerdas, Jim?
– Sí.
– Entonces, volvamos al momento en que encendiste el cigarrillo.
– ¿Por qué?
– Dijiste que lo encendiste con una cerilla.
– Sí.
– Habíame de eso, por favor.
– ¿De qué?
– De la cerilla. ¿De dónde salió? ¿Llevabas cerillas encima, o te paraste en algún sitio a comprar? ¿Estaban en la casa?
Jimmy se pasó el dedo bajo la nariz.
– ¿Quemas da?
– No estoy seguro -contestó Lynley-. Quizá nada, pero intento reconstruir la imagen mental de lo que pasó. Forma parte de mi trabajo.
– Ten cuidado, Jim -advirtió Friskin. El chico cerró la boca.
– Ayer -dijo Lynley-, cuando fumaste un cigarrillo aquí, utilizaste cuatro cerillas para encenderlo. ¿Te acuerdas? Me pregunto si tuviste las mismas dificultades en la casa el miércoles por la noche. ¿Lo encendiste con una cerilla? ¿Usaste más?
– Soy muy capaz de encender un cigarrillo con una cerilla. No soy tonto, ¿vale?
– De modo que utilizaste una cerilla. ¿De una carterita? ¿Una caja? -El chico se removió en la silla sin contestar. Lynley empleó una táctica diferente-. ¿Qué hiciste con la cerilla después de encender el JPS? Porque era un JPS, ¿no? -Un asentimiento-. Bien. ¿Y la cerilla? ¿Qué hiciste con ella?
Los ojos de Jimmy se movieron de un lado a otro. Lynley no sabía aún si estaba recordando los hechos, alterándolos o inventándolos.
– Me la guardé en el bolsillo -dijo por fin el muchacho con una sonrisa.
– La cerilla.
– Claro. No iba a dejar pruebas, ¿verdad?
– De modo que encendiste el cigarrillo con una sola cerilla, guardaste la cerilla en el bolsillo y… ¿qué hiciste con el cigarrillo?
– ¿Quieres contestar a eso, Jim? -intervino el señor Friskin-. No es necesario. Puedes guardar silencio.
– No. Se lo puedo decir. De todos modos lo sabe, ¿no?
– No sabe nada que tú no le digas.
Jimmy reflexionó sobre la frase.
– ¿Puedo hablar un momento con mi cliente? -preguntó Friskin. Lynley extendió la mano para parar la grabadora.
– Escuche -dijo Jimmy antes de que el dedo de Lynley apretara el botón de parada-, encendí el maldito cigarrillo y lo puse en la butaca. Ya se lo dije ayer.
– ¿En qué butaca?
– Cuidado, Jim -advirtió el señor Friskin.
– ¿Qué quiere decir?
– ¿Qué butaca de qué habitación?
Jimmy tironeó del borde de la camiseta. Alzó las patas delanteras de la silla unos tres centímetros del suelo.
– Policías de mierda -masculló.
– Tenemos la cocina -prosiguió Lynley-, el comedor, la sala de estar, el dormitorio. ¿Dónde estaba exactamente la butaca a la que prendiste fuego, Jim?
– Usted ya sabe dónde estaba la butaca. La vio. ¿Por qué me hace esas preguntas?
– ¿En qué lado de la butaca pusiste el cigarrillo?
El muchacho no contestó.
– ¿Lo pusiste a la derecha o a la izquierda? ¿O en la parte de atrás? ¿Debajo del almohadón?
Jimmy se balanceó en la silla.
– Por cierto, ¿qué pasó con los animales de la señora Patten? ¿Los viste en la casa? ¿Los sacaste?
El chico dejó las patas de la silla en el suelo.
– Escuche -dijo-. Yo lo hice. Le di su merecido a papá y ella será la siguiente. Ya se lo dije. No diré nada más.
– Sí, ya lo dijiste ayer.
Lynley abrió sobre la mesa el expediente que había traído de su despacho. De entre las fotografías que le había proporcionado la inspectora Ardery, encontró una ampliación de la butaca en cuestión. Llenaba el marco, y solo se veía el borde festoneado de una cortina de ventana que colgaba sobre ella.
– Mira -dijo-. ¿Te refresca esto la memoria?
Jimmy le dirigió una mirada hosca.
– Sí, esa es -dijo, y apartó la vista.
De pronto, sus ojos se detuvieron en la esquina de una fotografía que sobresalía por debajo de las demás. Una mano colgaba flaccida a un lado de una cama. Lynley observó que Jimmy tragaba saliva cuando sus ojos se clavaron en aquella mano.
Lynley extrajo lentamente la foto del montón, sin dejar de vigilar la expresión del muchacho cuando el cadáver de su padre apareció ante su vista. La mano, el brazo, el hombro, y luego el costado de la cara. Era como si Kenneth Fleming estuviera durmiendo, salvo por el enrojecimiento mortal de su piel y la espuma rosácea que surgía de su boca.
Jimmy estaba tan fascinado por la fotografía como si fuera la mirada de una cobra. Sus manos volvieron a retorcer el borde de la camiseta.
– ¿Qué butaca era, Jim? -preguntó en voz baja Lynley.
El chico no dijo nada, con los ojos hipnotizados por la foto. Se oyeron ruidos en el pasillo. La cinta de la grabadora emitía suaves cliqueteos a medida que iba girando.
– ¿Qué pasó el miércoles por la noche? -preguntó Lynley-. De principio a fin. Necesitamos la verdad.
– Ya se la he dicho.
– Pero no me lo has contado todo, ¿verdad? ¿Por qué, Jimmy? ¿Tienes miedo?
– Pues claro que tiene miedo -intervino Friskin, irritado-. Guarde esa fotografía. Pare la máquina. Esta entrevista se ha terminado. Ya. Lo digo en serio.
– ¿Quieres que termine la entrevista, Jimmy?
El muchacho logró por fin apartar los ojos de la fotografía.
– Sí. Ya lo he dicho todo.
Lynley apretó el botón de parada. Apiló las fotografías, pero Jimmy no volvió a mirar.
– Seguiremos en contacto -dijo Lynley a Friskin, y dejó que el abogado acompañara a su cliente entre los periodistas y fotógrafos que sin duda debían vigilar todas las entradas y salidas de New Scotland Yard.
Se encontró con la sargento Havers (bollo en una mano, taza de plástico en la otra) camino de su despacho.
– Billingsgate confirma -dijo la sargento sin dejar de masticar-. Jean Cooper fue a trabajar el jueves de madrugada. A la hora exacta.
– ¿Cuál?
– Las cuatro de la mañana.
– Interesante.
– Pero hoy no ha ido.
– ¿No? ¿Dónde está?
– Abajo, según me ha dicho la recepcionista. Armando un cirio y tratando de burlar los controles de seguridad. ¿Ha terminado con el chico?
– Por ahora.
– ¿Sigue aquí?
– Acaba de marcharse con Friskin.
– Lástima. Ardery ha telefoneado.
Esperó a llegar a su despacho para comunicarle la información de la inspectora Ardery. El aceite encontrado en las hojas de hiedra del ejido de Lesser Spring-burn coincidía con el aceite de las fibras encontradas en la casa. Y ambos coincidían con el aceite de la moto de Jimmy Cooper.
– Estupendo -dijo Lynley.
Havers continuó. Las huellas dactilares de Jimmy Copper coincidían con las huellas tomadas en el patio del cobertizo, pero, y esto es interesante, señor, no había ninguna dentro de la casa, ni en los antepechos de las ventanas, ni en las puertas. De Jimmy no, al menos. Había muchas otras.
Lynley asintió. Tiró el expediente de Fleming sobre el escritorio. Abrió la siguiente colección de periódicos que aún no había examinado y buscó sus gafas.
– No parece sorprendido -comentó Havers.
– No, no lo estoy.
– Entonces, supongo que el resto tampoco le sorprenderá.
– ¿Qué es?
– El cigarrillo. Su experto lo ha identificado a las nueve de esta mañana. Ha hecho las fotos y terminado el informe.
– ¿Y?
– B y H.
– ¿Bensony Hedges?
Lynley giró la silla hacia la ventana. Tenía delante la arquitectura prosaica del Ministerio del Interior, pero solo veía una llama aplicada a un tubo de tabaco, seguida de una cara tras otra, seguida de una nube de humo.
– Definitivamente -dijo Havers-. B y H. -Dejó la taza de plástico sobre el escritorio y aprovechó la oportunidad para desplomarse en una silla-. Eso nos va de perlas, ¿verdad?
Lynley no contestó. Empezó otro repaso mental de lo que tenían sobre móviles y medios, y trató de emparejarlos con la oportunidad.
– ¿Y bien? -dijo Havers, casi un minuto después-. Sí, ¿verdad? ¿No nos va de perlas el B y H?
Lynley vio que una bandada de palomas emprendían el vuelo desde el tejado del Ministerio del Interior. Adoptaron la forma de punta de flecha y se dirigieron hacia St. James's Park. Era hora de comer. El puente peatonal que pasaba sobre el lago en forma de langosta estaría plagado de turistas, con las manos llenas de alpiste para los gorriones. Las palomas también querían participar en el festín.
– Ya lo creo -dijo Lynley mientras seguía el vuelo de las aves, sin la menor duda sobre su destino, porque un único propósito animaba siempre su vuelo-. Arroja una nueva perspectiva sobre el caso, sargento.