Las casas de Staffordshire Terrace corrían a lo ancho de la ladera sur de Campden Hill y reflejaban el apogeo de la arquitectura victoriana en la parte norte de Kensington. Eran de estilo italiano clásico, con balaustradas, ventanas saledizas, cornisas de diente de perro y otros adornos de estuco blanco que servían para decorar lo que, en caso contrario, serían edificios sólidos y sencillos de color pimienta. Tres verjas negras de hierro forjado, flanqueaban la estrecha calle con repetitiva dignidad. Sus fachadas solo se diferenciaban en la elección de las flores que crecían en las jardineras y macetas de las ventanas.
En el número 18 las flores eran jazmines, y crecían en una profusión densa y rebelde desde tres jardineras que descansaban en una ventana salediza. Al contrario que la mayoría de las demás casas de la calle, el número 18 no había sido convertido en apartamentos. No había panel de timbres, solo uno, que Lynley y Havers apretaron veinticinco minutos después de que la inspectora Ardery les hubiera dejado.
– Muy elegante. -Havers movió la cabeza en dirección a la calle-. He contado tres BMW, dos Range Rovers, un Jaguar y un Coupe de Ville.
¿Un Coupe de Ville? -preguntó Lynley, y miró hacia la calle, sobre la que farolas victorianas arrojaban un resplandor amarillento-. ¿Está Chuck Berry en el barrio?
Havers sonrió.
– Pensaba que nunca escuchaba rock'n roll.
– Algunas cosas se saben por osmosis, sargento, mediante la exposición a una experiencia cultural común que se acumula furtivamente en los conocimientos propios. Yo lo llamo asimilación subliminal. -Miró la ventana de abanico que había sobre la puerta. Salía luz por ella-. La ha telefoneado, ¿verdad?
– Justo antes de marcharnos.
– ¿Para decir?
– Que queríamos hablar con ella sobre la casa y el incendio.
– Entonces, ¿dónde…?
– ¿Quién es, por favor? -dijo una voz firme detrás de la puerta.
Lynley y Havers se identificaron. Oyeron el ruido de una cerradura que giraba. La puerta se abrió despacio y se encontraron cara a cara con una mujer de cabello gris, vestida elegantemente con un vestido azul marino y una chaqueta a juego que colgaba casi hasta el borde del vestido. Llevaba unas gafas de montura grande a la moda que destellaron a la luz cuando paseó la vista entre Lynley y Havers.
– Hemos venido a ver a Miriam Whitelaw -dijo Lynley, y tendió a la mujer su tarjeta de identificación.
– Sí, lo sé. Soy yo. Entren, por favor.
Lynley sintió más que vio la mirada que la sargento Havers lanzó en su dirección. Sabía que estaba haciendo lo mismo que él: decidir si debían llevar a cabo una rápida rectificación de sus conclusiones anteriores acerca de la naturaleza de la relación entre Kenneth Fleming y la mujer con quien vivía. Miriam Whitelaw, aunque muy bien vestida y arreglada, aparentaba casi setenta años, más de treinta años mayor que el hombre fallecido en Kent. En los tiempos modernos, la expresión «vivir con» conllevaba un significado inconfudible. Tanto Lynley como Havers la habían asumido sin pensar. Lo cual, comprendió Lynley con desagrado, no era el más propicio de los signos en cuanto a la progresión del caso.
Miriam Whitelaw se retiró de la puerta para dejarles pasar.
– ¿Subimos al salón? -preguntó, y les guió por un pasillo hasta la escalera-. He encendido el fuego.
Y un fuego necesitarían, pensó Lynley. Pese al mes, el interior de la casa parecía solo unos grados por encima de un congelador.
Por lo visto, Miriam Whitelaw leyó sus pensamientos.
– Mi difunto marido y yo pusimos calefacción central después de que mi padre sufriera una aplopejía a finales de los sesenta. Yo no la utilizo mucho. Supongo que soy más parecida a mi padre de lo que pensaba. Excepto por la electricidad, que aceptó por fin después de la Segunda Guerra Mundial, mi padre quiso que la casa se conservara como sus padres la habían arreglado, en la década de 1870. Sentimental, lo sé, pero así son las cosas.
Lynley no vio ninguna señal de que los deseos de su padre hubieran sido desatendidos. Entrar en el número 18 de Staffordshire Terrace era como subir a una cápsula temporal llena de papel premodernista: incontables estampados en las paredes, alfombras persas en el suelo, antiguas luces de gas con su globo azul que servían de candelabros y un hogar con repisa de terciopelo, en cuyo centro colgaba un gong de bronce. Era decididamente peculiar.
La sensación de anacronismo solo hizo que aumentar cuando subieron la escalera. Al principio, pasaron junto a paredes dedicadas a exhibir grabados deportivos desteñidos, y después del entresuelo, toda una pared de caricaturas de Punch enmarcadas. Estaban ordenadas por años. Empezaban en 1858.
Lynley oyó que Havers susurraba «Jesús», mientras miraba a su alrededor. Vio que se estremecía, y adivinó que no tenía nada que ver con el frío.
La sala a la que Miriam Whitelaw les condujo habría servido de admirable decorado para un drama de costumbres televisivo o una reproducción de museo de un salón Victoriano. Tenía dos chimeneas de azulejos, ambas con marcos de mármol y repisas de espejos dorados venecianos, frente a las cuales descansaban relojes de oro molido, jarrones etruscos y pequeñas esculturas de bronce que reproducían a Mercurio, Diana y hombres nervudos que peleaban desnudos. Un fuego ardía en la más alejada de las dos chimeneas, y Miriam Whitelaw caminó hacia ella. Cuando pasó junto a un piano de cola, el borde de un chal de seda que cubría el instrumento se enganchó con un anillo que llevaba. Se detuvo para desenredarlo, alisar el chal y enderezar una de la docena o más de fotografías que se erguían en marcos plateados sobre el piano. No era tanto un salón como una carrera de obstáculos consistentes en borlas, terciopelos, adornos de flores secas, mecedoras y minúsculos escabeles que amenazaban a los incautos con caer de cabeza. Lynley se preguntó si alguna señorita solterona vivía en la casa.
De nuevo, dio la impresión de que la señora Whitelaw leía sus pensamientos.
– Es algo a lo que una se acostumbra, inspector. Cuando era niña, este lugar se me antojaba mágico. Tantas chucherías misteriosas que mirar, con las que fantasear y tejer historias. Cuando heredé la casa, no me decidí a cambiar nada de su decoración. Siéntense, por favor.
Eligió una mecedora cubierta de terciopelo verde. Indicó que tomaran asiento en las butacas más cercanas al fuego de carbón que proyectaba un chorro de calor. Las butacas eran mullidas y de tapizado elegante. Más que sentarse, uno se hundía en ellas.
Al lado de la mecedora había una mesa de trípode sobre la que descansaba una botella y copas pequeñas. Una estaba medio llena. Miriam Whitelaw la cogió y bebió.
– Siempre tomo jerez después de cenar -explicó-. Un solecismo social, lo sé. Whisky o coñac serían más apropiados, pero no me gustan. ¿Les apetece un jerez?
Lynley dijo que no. Havers tenía todo el aspecto de haberse abalanzado sobre un Glenlivet si se lo hubieran ofrecido, pero negó con la cabeza, hundió la mano en su bolso y sacó su libreta de notas.
Lynley explicó a la señora Whitelaw cómo iba a llevarse el caso, coordinado desde Kent y Londres. Le dio el nombre de la inspectora Ardery. Le tendió su tarjeta. Ella la cogió, leyó y dio la vuelta. La dejó junto a su copa.
– Perdone -dijo-. No lo entiendo. ¿Qué significa «coordinado»?
– ¿No ha hablado con la policía de Kent, o con los bomberos? -preguntó Lynley.
– He hablado con los bomberos, después de comer. No recuerdo el nombre del caballero. Me telefoneó al trabajo.
– ¿Dónde es?
Lynley vio que Havers empezaba a escribir.
– Una imprenta de Stepney.
Al oír sus palabras, Havers levantó la cabeza. Miriam Whitelaw no parecía encajar en Stepney, ni en una imprenta.
– Artes gráficas Whitelaw -aclaró la mujer-. Soy la directora. -Introdujo la mano en el bolsillo y sacó un pañuelo, que sostuvo en su palma, con los dedos cerrados a su alrededor-. ¿Pueden explicarme qué está pasando exactamente, por favor?
– ¿Qué le han dicho hasta el momento? -preguntó Lynley.
– El caballero del departamento de bomberos me dijo que se había declarado un incendio en la casa. Dijo que habían tenido que derribar la puerta. Dijo que el fuego ya se había apagado y que no se habían producido muchos daños, aparte del humo y el hollín. Quise ir a echar una mirada, pero dijo que habían sellado la casa y no podría entrar hasta que la investigación terminara. Le pregunté qué investigación. Pregunté por qué era necesaria una investigación, si el fuego ya estaba apagado. Me preguntó quién se alojaba en la casa. Se lo dije. Me dio las gracias y colgó. -Arrugó más el pañuelo en su palma-. Telefoneé dos veces más por la tarde. Nadie me dijo nada. Tomaron mi nombre y mi número cada vez, me dieron las gracias y dijeron que se pondrían en contacto conmigo cuando tuvieran noticias. Eso es todo. Ahora, vienen ustedes y… ¿Qué ha pasado, por favor?
– Le dijo que una mujer llamada Gabriella Patten se alojaba en la casa.
– Exacto. El caballero que telefoneó me pidió que deletreara su apellido. Preguntó si había alguien con ella. Contesté que no, por lo que yo sabía. Gabriella había ido a recluirse, y pensé que no estaba para muchas diversiones. Pregunté al caballero si Gabriella se encontraba bien. Dijo que se pondría en contacto conmigo en cuanto lo supiera. -Alzó la mano del pañuelo hacia el collar. Era de oro, trenzado con gruesos eslabones. Los pendientes iban a juego-. En cuanto lo supiera… -dijo en tono pensativo-. ¿Cómo no iba a saber…? ¿Resultó herida, inspector? ¿Han venido por eso? ¿Gabriella está en el hospital?
– El fuego se inició en el comedor -dijo Lynley.
– Eso ya lo sé. ¿En la alfombra? A Gabriella le gustan los fuegos, y si saltó un ascua de la chimenea mientras ella estaba en otra habitación…
– De hecho, fue por culpa de un cigarrillo en la butaca. Hace varias noches.
– ¿Un cigarrillo?
Miriam Whitelaw bajó los ojos. Su expresión cambió. Ya no parecía tan comprensiva como cuando había pensado que un ascua de la chimenea era la causante del incendio.
Lynley se inclinó hacia delante.
– Señora Whitelaw, hemos venido a hablar con usted sobre Kenneth Fleming.
– ¿Ken? ¿Por qué?
– Porque, por desgracia, se ha producido una muerte en su casa, y necesitamos reunir la mayor información para averiguar qué ocurrió.
Al principio, la mujer no se movió. Después, sólo sus dedos estrujaron más el pañuelo.
– ¿Una muerte? Pero el departamento de bomberos no dijo nada. Me pidieron que deletreara su apellido. Dijeron que me informarían en cuanto descubrieran algo… Y ahora usted me dice que desde el primer momento sabían… -Respiró hondo-. ¿Por qué no me lo dijeron? Me tuvieron al teléfono y ni siquiera se molestaron en decir que alguien había muerto. Muerto. En mi casa. Y Gabriella… Oh, Dios mío, he de avisar a Ken.
Lynley percibió en sus palabras el eco fugaz de la esposa turbada del gentilhombre en Inverness: «Cómo, ¿en nuestra casa?».
– Se ha producido una muerte -dijo-, pero no fue Gabriella Patten, señora Whitelaw.
– ¿Que no fue…? -Paseó su mirada entre Lyn-ley y Havers. Se puso rígida en su butaca, como si comprendiera de repente el horror que iba a caer sobre ella-. Entonces, por eso aquel caballero quería saber si había alguien más con ella en la casa. -Tragó saliva-. ¿Quién? Dígamelo, por favor.
– Lamento decir que es Kenneth Fleming.
Su rostro se despojó de toda expresión. Después, aparentó perplejidad.
– ¿Ken? Es imposible.
– Temo que no. Han identificado oficialmente el cadáver.
– ¿Quién?
– Su…
– No -dijo Miriam Whitelaw. El color abandonaba a toda velocidad su cara-. Es una equivocación. Kenneth ni siquiera está en Inglaterra.
– Su esposa ha identificado el cuerpo esta tarde.
– No puede ser. No puede ser. ¿Por qué no me preguntaron…? -Extendió la mano hacia Lynley-. Ken no está aquí. Se ha ido con Jimmy. Han ido a navegar… Han ido a navegar. Se han tomado unas cortas vacaciones y… Están navegando y no me acuerdo. ¿Adonde…? ¿Dónde?
Se puso en pie con un gran esfuerzo, como si levantarse la ayudara a pensar. Miró a derecha e izquierda. Puso los ojos en blanco. Cayó al suelo y derribó la mesa de trípode y su bebida.
– ¡Mil demonios! -exclamó Havers.
La botella y las copas de cristal se derramaron. El licor mojó la alfombra persa. El perfume del jerez era dulce como la miel.
Lynley se había levantado al mismo tiempo que la señora Whitelaw, pero no fue lo bastante rápido para cogerla. Ahora, se precipitó hacia su cuerpo caido. Le tomó el pulso, le quitó las gafas y levantó sus párpados. Apretó su mano. Sintió la piel fría y húmeda.
– Vaya a buscar una manta -dijo Lynley-. Habrá dormitorios arriba.
Oyó que Havers salía como una flecha de la sala. Subió la escalera. Lynley quitó los zapatos a la señora Whitelaw, acercó uno de los diminutos escabeles y elevó sus pies. Volvió a tomar su pulso. Era fuerte. Su respiración era normal. Se quitó el esmoquin y lo extendió sobre la mujer. Le frotó las manos. Cuando la sargento Havers volvió a entrar en el salón con una colcha verde claro en las manos, los párpados de la señora Whitelaw se agitaron. Arrugó la frente, y la hendidura similar a una incisión que separaba sus cejas se ahondó más.
– Se encuentra bien -dijo Lynley-. Ha sufrido un desmayo. Siga tendida.
Sustituyó su chaqueta por la colcha, que Havers habría arrebatado de una cama de arriba. Enderezó la mesa de trípode mientras su sargento recogía la botella y utilizaba un paquete de pañuelos de papel para secar parte del charco de jerez, que había adoptado la forma de Gibraltar y empapaba la alfombra.
La señora Whitelaw temblaba bajo la colcha. Los dedos de una mano asomaban por debajo de la colcha. Aferraban el borde.
– ¿Le doy algo? -preguntó Havers-. ¿Agua? ¿Un whisky?
Los labios de la señora Whitelaw se torcieron cuando intentó hablar. Clavó los ojos en Lynley. Este cubrió sus dedos con la mano.
– Creo que se encuentra bien -dijo a su sargento-. Quédese quieta -aconsejó a la señora Whitelaw.
La mujer cerró los ojos. Respiraba con dificultad, pero daba la impresión de reflejar su batalla por recuperar el control emocional antes que indicar una crisis física.
Havers añadió varios carbones al fuego. La señora Whitelaw se llevó la mano a la sien.
– La cabeza -susurró-. Dios. El martilleo.
– ¿Telefoneamos a su médico? Puede que se haya dado un golpe fuerte.
La mujer meneó la cabeza.
– Vienen y van. Migrañas. -Sus ojos se llenaron de lágrimas y los abrió, en un esfuerzo por contenerlas-. Keni. Él sabía.
– Sabía ¿qué?
– Qué hacer. -Sus labios parecían secos, y su piel agrietada, como los vidriados antiguos de la porcelana-. Mi cabeza. Él sabía. Siempre aliviaba el dolor.
Pero no este dolor, pensó Lynley.
– ¿Está sola en casa, señora Whitelaw? -preguntó en voz alta. Ella asintió-. ¿Telefoneamos a alguien? -Sus labios formaron la palabra no-. Mi sargento puede quedarse con usted toda la noche.
La mano de la mujer agitó la colcha en un gesto de rechazo.
– Yo… me pondré… -Parpadeó-. Me pondré bien enseguida -dijo con voz débil- Perdónenme, por favor. Lo siento muchísimo. La sorpresa.
– No se disculpe. Es normal.
Esperaron en silencio, roto tan sólo por el siseo de los carbones a medida que se iban consumiendo y el tic-tac de los diversos relojes del salón. Lynley se sentía oprimido por todas partes. Tuvo ganas de abrir las ventanas pintadas y manchadas, pero.se quedó donde estaba, con un mano posada sobre el hombro de la señora Whitelaw.
La mujer empezó a incorporarse. La sargento Havers se precipitó a su lado. Ella y Lynley sentaron a la mujer, y después la ayudaron a ponerse en pie. Se tambaleó. La guiaron por los codos hasta una de las butacas. La sargento Havers le dio las gafas. Lynley encontró su pañuelo bajo la mecedora y se lo devolvió. Envolvió sus hombros con la colcha.
– Gracias -dijo con cierta dignidad la señora Whitelaw, después de carraspear. Se caló las gafas y alisó sus ropas-. Si no le importa… -dijo vacilante-. Si pudiera recuperar también mis zapatos… -Esperó a tenerlos antes de seguir hablando. Una vez calzada, apretó los dedos temblorosos de su mano derecha contra la sien, en un intento de controlar el martilleo que sentía en su cráneo-. ¿Está seguro? -preguntó en voz baja.
– ¿De que era Fleming?
– Si hubo un incendio, es posible que el cuerpo estuviera… -Apretó los labios con tanta fuerza que las impresiones de sus dientes se transparentaron a través de la piel-. Podría ser una equivocación, ¿verdad?
– Lo ha olvidado. No fue ese tipo de incendio -dijo Lynley-. El cuerpo no se quemó. Sólo estaba descolorido. -Como ella se encogió, se apresuró a tranquilizarla-. Por obra del monóxido de carbono. Inhalación de humo. Su piel enrojeció mucho, pero no impidió que su mujer le reconociera.
– Nadie me lo dijo -repitió la mujer-. Ni siquiera me telefonearon.
– La policía avisa antes a la familia.
– La familia. Sí. Bien.
Lynley ocupó la mecedora, mientras la sargento Havers volvía a su posición anterior y cogía la libreta. La señora Whitelaw aún no tenía buen color, y Lynley se preguntó si aguantaría mucho tiempo el interrogatorio.
La señora Whitelaw contempló el dibujo de la alfombra persa. Habló con voz lenta, como si recordara cada dato momentos antes de verbalizarlo.
– Ken dijo que iba… Era Grecia. Unos días de crucero por Grecia, eso dijo. Con su hijo.
– Usted mencionó a Jimmy.
– Sí. Su hijo. Jimmy. Por su cumpleaños. Ese fue el motivo de que Ken interrumpiera los entrenamientos. Salía…, salían de Gatwick.
– ¿Cuándo era?
– El miércoles por la noche. Lo planeó hace meses. Era el regalo de cumpleaños de Jimmy. Iban los dos solos.
– ¿Está segura sobre lo del viaje? ¿Está segura de que iba a marchar el miércoles por la noche?
– Le ayudé a cargar el equipaje en el coche.
– ¿Un taxi?
– No, su coche. Dije que le acompañaría al aeropuerto, pero se había comprado el coche unas semanas antes. Cualquier excusa le servía para sacarlo a la carretera. Iba a buscar a Jimmy, y después se irían. Los dos solos. En barco. Un crucero por las islas. Unos pocos días, porque falta muy poco para el primer partido. -Sus ojos se llenaron de lágrimas. Los apretó con el pañuelo y carraspeó-. Perdone.
– No se disculpe, por favor. -Lynley esperó a que la mujer recobrara la compostura-. ¿Qué coche tenía?
– Un Lotus.
– ¿Qué modelo?
– No lo sé. Era antiguo. Restaurado. Bajo hasta el suelo. Faros como vainas.
– ¿Un Lotus 7?
– Era verde.
– No había ningún Lotus en la casa. Solo un Aston Martin en el garaje.
– Sería el de Gabriella -dijo la señora Whitelaw. Movió el pañuelo para apretarlo contra el labio superior. Habló con la mano sobre la boca. Más lágrimas acudieron a sus ojos-. No puedo creer que esté muerto. Estuvo aquí el miércoles. Cenamos temprano juntos. Hablamos de la imprenta. Hablamos de los partidos de este verano. El lanzador australiano. El reto que supondrá para un bateador. Ken estaba preocupado por si le iban a seleccionar de nuevo para el equipo inglés. Duda cada vez que los seleccionadores empiezan a elegir. Yo le digo que sus temores son ridículos. Es un jugador excelente. Siempre está en forma. ¿Por qué duda siempre de que le vayan a seleccionar? Es… Tiempo presente. Oh, Dios, estoy usando tiempo presente. Es porque estuvo… Perdone, por favor. Por favor. Si pudiera serenarme. No debo desmoronarme. Más tarde. Ya me desmoronaré más tarde. Hay cosas más acuciantes. Lo sé. Lo haré.
Lynley recuperó el poco jerez que quedaba en la botella. Le ofreció la copa y ella la sostuvo con mano firme. Tragó el vino como si fuera una medicina.
– Jimmy -dijo-. ¿Tampoco estaba en la casa?
– Solo Fleming.
– Solo Ken.
Desvió la vista hacia el fuego. Lynley vio que tragaba saliva, que sus dedos empezaban a tensarse, y luego se relajaban.
– ¿Qué pasa?-preguntó.
– Nada. Nada importante.
– Deje que sea yo quien decida eso, señora Whitelaw.
La mujer se pasó la lengua por los labios.
– Jimmy esperaba que su padre fuera a buscarle el miércoles para coger el avión. Si Ken no hubiera aparecido, me habría llamado para saber por qué.
– ¿No lo hizo?
– No.
– ¿Se quedó en casa cuando Fleming se fue el miércoles por la noche? ¿No salió para nada, ni siquiera unos minutos? Tal vez no oyó la llamada.
– Estuve aquí. Nadie telefoneó.-sus ojos se ensancharon un poco cuando pronunció la última palabra-. No. Eso no es del todo cierto.
– ¿Alguien telefoneó?
– Antes. Justo antes de cenar. Una llamada para Ken.. -¿Sabe quién era?
– Guy Mollison.
Capitán del equipo inglés durante mucho tiempo, pensó Lynley. No era raro que telefoneara a Fleming, pero la hora de la llamada era interesante.
– ¿Escuchó la conversación de Fleming?
– Descolgué el teléfono de la cocina. Ken habló por el de la salita.
– ¿Escuchó la conversación?
La mujer le miró. Parecía demasiado agotada para ofenderse por la pregunta, pero contestó en tono severo.
– Por supuesto que no.
– ¿Ni siquiera antes de que colgara? ¿Ni por un momento, para asegurarse de que Fleming había cogido la llamada? Sería muy natural.
– Oí la voz de Ken. Después, la de Guy. Nada más.
– ¿Qué dijeron?
– No estoy segura. Algo… Ken dijo hola, y Guy algo acerca de una disputa.
– ¿Discutieron?
– Dijo algo acerca de que quería recuperar las Cenizas. Algo así como «queremos recuperar las malditas Cenizas, ¿verdad? ¿No podemos olvidar la disputa y seguir con lo nuestro?». Hablaban de los partidos. Nada más.
– ¿Y la disputa?
– No sé. Ken no lo dijo. Supuse que estaría relacionada con el criquet, con la influencia de Guy sobre los seleccionadores, tal vez.
– ¿Cuánto duró la conversación?
– Bajó a la cocina cinco, tal vez diez minutos, después.
– ¿No dijo nada entonces, o durante la cena?
– Nada.
– ¿Y durante los días anteriores, la semana anterior? ¿Le vio cambiado?
– ¿Cambiado? No. Estaba igual que siempre. -Ladeó la cabeza-. ¿Por qué? ¿Qué me está preguntando, inspector?
Lynley pensó en la mejor manera de contestar a la pregunta. La policía llevaba ventaja en aquel momento, pues sabía cosas que sólo el pirómano conocía.
– Se han detectado algunas irregularidades en el fuego declarado en su casa -dijo con cautela.
– ¿No dijo que había sido un cigarrillo en una butaca?
– ¿Le vio deprimido durante los últimos días?
– ¿Deprimido? Por supuesto que no. Preocupado sí, sobre su selección para el equipo. Quizá también por marcharse unos días con su hijo en plenos entrenamientos, pero nada más. ¿Por qué demonios iba a estar deprimido?
– ¿Tenía problemas personales? ¿Familiares? Sabemos que su mujer y sus hijos viven en otro sitio. ¿Había dificultades entre ellos?
– No más de las normales. Jimmy, el mayor, era motivo de preocupaciones para Ken, como cualquier chico de dieciséis años.
– ¿Le dejó Fleming una nota?
– ¿Una nota? ¿Por qué? ¿Qué clase de nota?
Lynley se inclinó hacia delante.
– Señora Whitelaw, hemos de descartar un suicidio antes de apuntar en otra dirección.
Ella le miró fijamente. Lynley comprendió que intentaba abrirse paso entre el lodo emocional provocado primero por la noticia de la muerte de Fleming, y ahora por la insinuación de suicidio.
– ¿Podemos registrar el dormitorio de Fleming?
La mujer tragó saliva, sin contestar.
– Considérelo una formalidad necesaria, señora Whitelaw.
La mujer se levantó, vacilante, con una mano aferrada al brazo de la butaca.
– En ese caso, síganme -dijo en voz baja.
Les guió fuera del salón y. subieron otro tramo de escalera.
La habitación de Kenneth Fleming estaba en el segundo piso y daba al jardín de atrás. Casi todo el espacio estaba ocupado por una cama de latón, frente a la cual estaba desplegado un enorme abanico oriental sobre la chimenea. Cuando la señora Fleming se sentó en la única butaca de la habitación, una de orejas embutida en la esquina, Lynley se acercó a una cómoda que se alzaba bajo la ventana, mientras Havers abría un ropero acristalado.
– ¿Estos son sus hijos? -preguntó Lynley. Cogió unas fotografías que descansaban sobre la cómoda. Había nueve instantáneas enmarcadas de niños en diversas fases de crecimiento.
– Tiene tres hijos -contestó la señora Whitelaw-. Han crecido desde que se tomaron esas fotos.
– ¿No tenía recientes?
– Ken quería tomar algunas, pero Jimmy no colaboraba cuando Ken sacaba la cámara. Su hermano y su hermana imitan todo lo que hace Jimmy.
– ¿Existían roces entre Fleming y su hijo mayor?
– Jimmy tiene dieciséis años -repitió la mujer-. Es una edad difícil.
Lynley tuvo que darle la razón. Sus dieciséis años habían sido el inicio de una degradación en las relaciones con sus padres que solo había concluido cuando tenía treinta y dos.
No había nada más sobre la cómoda, nada excepto jabón y una toalla doblada sobre el lavabo, nada apoyado sobre las almohadas de la cama, y solo un ejemplar manoseado de El país del agua, de Graham Swift, sobre la mesita de noche. Lynley lo hojeó. No cayó nada.
Empezó a registrar la cómoda. Vio que Fleming era compulsivamente pulcro. Cada jersey y camiseta estaban doblados de manera idéntica. Hasta los calcetines estaban ordenados por colores en su cajón. Al otro lado de la habitación, la sargento Havers había extraído la misma conclusión de la fila de camisas en sus perchas, seguidas por pantalones, seguidos por chaquetas, y los zapatos alineados debajo.
– Caramba -dijo la sargento-. Ni un hilo fuera de sitio. A veces lo hacen, ¿verdad, señor?
– ¿Quiénes? -preguntó Miriam Whitelaw.
Havers puso cara de arrepentirse de haber hablado.
– Los suicidas -dijo Lynley-. Por lo general, antes ponen todo en orden.
– También suelen dejar una nota, ¿no? -preguntó la señora Whitlaw.
– No siempre. Sobre todo si quieren que el suicidio parezca un accidente.
– Pero fue un accidente -dijo la señora Whitelaw-. Tuvo que ser un accidente. Ken no fumaba. Si iba a suicidarse y disfrazarlo de accidente, ¿Por qué utilizó un cigarrillo?
Para arrojar sospechas sobre otra persona, pensó Lynley. Para que pareciera un asesinato. Respondió a la pregunta con otra.
– ¿Qué puede decirnos sobre Gabriella Patten?
La señora Whitelaw no contestó enseguida. Dio la impresión de que estaba sopesando las implicaciones de la pregunta.
– ¿Qué quiere saber?
– ¿Es fumadora, por ejemplo?
La señora Whitelaw miró hacia la ventana, en cuyo cristal se reflejaban todos. Era como si estuviej ra intentando imaginarse a Gabriella Patten con y sin cigarrillo.
– Aquí nunca fumaba -contestó por fin-, en esta casa. Porque yo no fumo. Ken no… fumaba. En todo caso, lo ignoro. Puede que sea fumadora.
– ¿Cuál era su relación con Fleming?
– Eran amantes. Lo sabía poca gente -añadió, cuando Lynley enarcó las cejas-, pero yo sí. Hablábamos de ello muchas noches, Ken y yo, desde que empezó la situación.
– ¿La situación?
– Estaba enamorado de ella. Quería casarse con ella.
– ¿Y ella?
– A veces, decía que quería casarse con él.
– ¿Sólo aveces?
– Ella es así. Le gustaba tenerle en ascuas. Salían desde… -Se llevó la mano al collar mientras pensaba-. Todo empezó el otoño pasado. Él supo enseguida que quería casarse con ella. Gabriella estaba menos segura.
– Tengo entendido que está casada.
– Separada.
– ¿Cuando empezaron a verse?
– No. Entonces no.
– ¿Y ahora?
– ¿ Oficialmente?
– Y legalmente.
– Por lo que yo sé, sus abogados estaban preparados. Su marido tenía los suyos propios. Según Ken, se vieron cinco o seis veces, pero no llegaron a un acuerdo.
– ¿El divorcio estaba pendiente?
– ¿Por parte de ella? Es probable, pero lo ignoro.
– ¿Qué decía Fleming?
– A veces, Ken pensaba que ella no tenía prisa, pero él era así…, impaciente por arreglar las cosas lo antes posible. Siempre era así cuando tomaba una decisión sobre algo.
– ¿Había solucionado sus propios problemas?
– Había hablado por fin con Jean del divorcio, si se refiere a eso.
– ¿Cuándo?
– Cuando Gabriella dejó a su marido, más o menos. A principios del mes pasado.
– ¿Accedió su esposa a divorciarse?
– Hace cuatro años que vivían separados, inspector. El que ella accediera o no daba igual, ¿no cree?
– ¿Pero accedió?
La señora Whitelaw vaciló. Se removió en la butaca. Un muelle crujió bajo su peso.
– Jean quería a Ken. Quería que volviera. Sintió lo mismo durante todo el tiempo que estuvo ausente, y no creo que cambiara porque él pidiera por fin el divorcio.
– ¿Y el señor Patten? ¿Qué sabe de él? ¿Qué papel juega en todo esto? ¿Estaba enterado de la relación de su mujer con Fleming?
– Lo dudo. Intentaban ser discretos.
– Pero si ella vivía en su casa -intervino la sargento Havers desde el ropero, donde registraba sistemáticamente el vestuario de Fleming-, es como proclamar a gritos la situación, ¿no cree?
– Por lo que yo sé, Gabriella no dijo a nadie dónde estaba. Necesitaba un lugar donde vivir después de dejar a Hugh. Ken me preguntó si podía utilizar mi casa. Yo accedí.
– ¿Su forma de conceder su aprobación tácita a la relación? -preguntó Lynley.
– Ken no pidió mi aprobación.
– ¿Y si la hubiera pedido?
– Ha sido como un hijo para mí durante años. Quería que fuera feliz. Si él creía que casarse con Gabriella le proporcionaría la felicidad, yo no podía por menos que estar de acuerdo.
Una contestación interesante, pensó Lynley. La palabra «creía» contenía todo un mundo de significados.
– La señora Patten ha desaparecido -dijo-. ¿Tiene alguna idea de dónde podría estar?
– Ninguna en absoluto, a menos que haya vuelto con Hugh. Amenazaba con hacerlo cada vez que Ken y ella se peleaban. Puede que haya cumplido su palabra.
– ¿Se pelearon?
– Lo dudo. Ken y yo solíamos hablar después de sus peleas.
– ¿Discutían con frecuencia?
– A Gabriella le gusta hacer las cosas a su modo, y a Ken también. De vez en cuando, les resulta difícil alcanzar un compromiso. Eso es todo. -Dio la impresión de comprender por dónde iban los tiros-. No pensará que Gabriella… Eso es absurdo, inspector.
– ¿Quién sabía que se alojaba en la casa, aparte de usted y Fleming?
– Los vecinos lo sabrían, por supuesto. El cartero. El lechero. La gente de Lesser Springburn, si alguna vez iba al pueblo.
– Me refiero aquí, en Londres.
– Nadie.
– Aparte de usted.
Su expresión era seria, pero no demostró haberse ofendido.
– Exacto -dijo-. Nadie, aparte de mí. Y Ken.
Miró a Lynley como a la espera de que la acusara de un momento a otro. Lynley no dijo nada. La mujer afirmaba que Kenneth Fleming era como un hijo para ella. No lo tenía claro.
– Ah. Aquí hay algo -dijo la sargento Havers. Había abierto un sobre estrecho que había sacado del bolsillo de una de las chaquetas-. Billetes de avión -dijo, y levantó la vista-. Grecia.
– ¿Llevan la fecha del vuelo?
Havers los alzó a la luz. Su frente se arrugó cuando examinó la escritura.
– Sí, aquí. Son para… -Efectuó un cálculo mental con la fecha-. El pasado miércoles.
– Debió olvidarlos -dijo la señora Whitelaw.
– O nunca tuvo la intención de cogerlos.
– Recuerde el equipaje, inspector -dijo la señora Whitelaw-. Se llevó el equipaje. Yo le ayudé a hacer la maleta. Le ayudé a llevar sus cosas al coche. El miércoles. El miércoles por la noche.
Havers dio unos golpecitos con los billetes sobre la palma de su mano, pensativa.
– Puede que hubiera cambiado de idea. Aplazado el viaje. Aplazada la salida. Eso explicaría por qué su hijo no telefoneó cuando Fleming no fue a buscarle para ir al aeropuerto.
– Pero eso no explica por qué hizo las maletas como si fuera a marcharse -insistió la señora Whitelaw-. No, porque dijo, «Te enviaré una postal desde Mykonos», antes de marcharse.
– Eso es muy fácil -contestó Havers-. Por algún motivo, quería que usted se quedara convencida de que iba a Grecia. Ya entonces.
– O tal vez no quería descubrir que antes iba a Kent -añadió Lynley.
Esperó a que la señora Whitelaw hiciera un esfuerzo por asimilar la información. Y le costó un gran esfuerzo, a juzgar por la expresión de dolor que nubló sus ojos. Intentó, y no consiguió, fijar en su rostro una expresión que les comunicara su escasa sorpresa por el hecho de que Kenneth Fleming le hubiera mentido.
Igual que un hijo, pensó Lynley. Se preguntó si la mentira de Fleming le convertía más o menos en un hijo para la señora Whitelaw.