Capítulo 8

Era media tarde cuando Lynley dejó a la sargento Havers en New Scotland Yard. Se quedaron en la acera, cerca del letrero giratorio, y hablaron en voz baja, como si la señora Whitelaw pudiera oírles desde el interior del Bentley.

La señora Whitelaw había dicho que desconocía el paradero actual de su hija, pero una llamada telefónica al Yard y dos horas de espera habían solucionado el problema. Mientras conseguían que les sirvieran una comida tardía en El Arado y el Silbato de Greater Springburn, el agente detective Winston Nkata consultaba el listín telefónico de Londres. También investigó en archivos, exigió el pago de deudas, habló con compañeros de ocho divisiones diferentes y consultó los ordenadores de diversas oficinas, para encontrar en sus archivos cualquier referencia al nombre de Olivia Whitelaw. Informó a Lynley por el teléfono del coche, justo cuando el Bentley se arrastraba por el puente de Westminster. Una tal Olivia Whitelaw, dijo Nkata, vivía en Little Venice, en una barcaza amarrada en Browning's Pool.

– La dama en cuestión se buscaba la vida hace unos años por los alrededores de Earl's Court, pero era demasiado rápida para que la pescaran, según el ID Favorworth. Un nombre fantástico, ¿verdad? *. Parece el de una puta también. En cualquier caso, si alguien de la brigada del vicio aparecía en la calle, ella lo sabía en cuanto le ponía la vista encima. A la brigada le gustaba darle un poco de caña, y la obligaban a bajar a la estación para charlar siempre que podían, pero nunca pasaron de ahí.

En la actualidad vivía con un tío llamado Christopher Faraday, dijo Nkata. No había nada sobre él. Ni siquiera una multa de tráfico.

Lynley esperó a que la sargento Havers encendiera su cigarrillo, diera dos caladas y exhalara los restos grises del humo al aire frío de la tarde. Consultó su reloj de bolsillo. Eran casi las tres. Havers hablaría con Nkata, cogería un vehículo y se dirigiría a la Isla de los Perros para ver a la familia de Fleming. Teniendo en cuenta el tiempo que necesitaría para redactar su informe, tardaría como mínimo dos horas y media, tal vez tres, en hacerlo todo. El día se agotaba a toda prisa. La noche se encontraba al acecho, con más obligaciones aún.

– Quedemos a las seis y media en mi despacho -dijo-. Antes, si puede.

– De acuerdo -contestó Havers.

Dio una última calada al cigarrillo y se dirigió hacia las puertas giratorias del Yard. Se abrió paso entre un grupo de turistas que consultaban un mapa y hablaban de que «la próxima vez tomaremos un taxi, George». Cuando desapareció en el interior, Lynley entró en el coche y lo puso en marcha.

– Su hija vive en Little Venice, señora Whitelaw -dijo cuando se alejaron del bordillo.

La mujer no hizo comentarios. No se había movido para nada desde que habían salido del pub donde habían comido en un tenso silencio. Tampoco se movió ahora.

– ¿Nunca se ha tropezado con ella? ¿No ha intentado localizarla en todos estos años?

– Nos separamos de mala manera. No tenía el menor interés en localizarla. No me cabe duda de que el sentimiento era mutuo.

– Cuando su padre murió…

– Inspector. Por favor. Sé que está haciendo su trabajo…

Calló el «pero» y la protesta posterior.

Lynley le dedicó un rápido vistazo por el espejo. En aquel momento, dieciocho horas después de enterarse de la muerte de Kenneth Fleming, Miriam Whitelaw parecía marchita y cuarteada espiritualmente, una década mayor que la mañana en que Lynley había ido a buscarla. Daba la impresión de que su rostro suplicaba clemencia.

Era, y Lynley lo sabía, la oportunidad perfecta para insistir en busca de respuestas, ahora que su capacidad de resistencia y de esquivar sus demandas se eclipsaba a cada momento. Todos sus colegas del DIC se habrían dado cuenta de la circunstancia. Y la mayoría de aquellos mismos colegas habrían aprovechado la ventaja, ametrallado con preguntas y exigido respuestas hasta obtener las que buscaban, pero desde el punto de vista de Lynley siempre existía un momento en que el interrogatorio de las personas relacionadas íntimamente con la víctima de un asesinato empezaba a fallar. Llegaban a un punto en que decían cualquier cosa con tal de poner fin a un interrogatorio incesante.

– No seas blando, muchacho -diría el ID Mac-Pherson-. Un asesinato es un asesinato. Tírate a su garganta.

Nunca importaba de quién era la garganta. A la larga, se acertaba en la yugular correcta.

No por primera vez, Lynley se preguntó si tenía un núcleo lo bastante duro para ser policía. La estrategia de conducir una investigación en plan «sin cuartel» era anatema para él, pero cualquier otro método de abordaje parecía acercarle demasiado peligrosamente a simpatizar con los vivos, en lugar de vengar a los muertos.

Se abrió paso entre el tráfico cercano al palacio de Buckingham, y se quedó encallado detrás de un autocar turístico que estaba descargando en la acera un grupo numeroso de mujeres de cabello azul, pantalones de poliéster y calzado cómodo. Sorteó a los taxis en Knightsbridge, tuvo que retroceder un poco para evitar un embotellamiento de tráfico al sur de Kensington Gardens y, por fin, desembocó en la histeria de peatones y tiendas que era Kensington High Street a última hora de la tarde. Desde allí, no faltaban ni tres minutos para llegar a Staffordshire Terrace, donde todo estaba tranquilo y un niño solitario se deslizaba sobre un monopatín frente al número 18 de la calle.

Lynley ayudó a bajar del coche a la señora Whitelaw. Ella aceptó la mano que le ofrecía. La suya estaba fría y seca. Cerró los dedos sobre los de él y aceptó su brazo cuando la condujo hacia los peldaños. Se recostó en Lynley. Olía a lavanda, maquillaje y polvo.

Forcejeó con la llave hasta conseguir abrir la puerta. Se volvió hacia él.

– ¿Quiere que telefonee a su médico? -preguntó Lynley, impresionado por su mal aspecto.

– Me pondré bien. Intentaré dormir. Anoche no pude. Tal vez esta noche…

– ¿No quiere que su médico le recete algo?

La mujer negó con la cabeza.

– No hay medicamento que cure esto.

– ¿Quiere que le transmita algún mensaje a su hija? Voy a Little Venice.

La mujer miró por encima del hombro de Lynley, como si meditara la pregunta. Su boca se hundió en las comisuras.

– Dígale que siempre seré su madre. Dígale que Ken no cambia…, que Ken no cambió eso.

Lynley asintió. Esperó a ver si decía algo más, y luego empezó a bajar los peldaños. Cuando abrió la puerta del coche, oyó su voz.

– Inspector Lynley. -Levantó la cabeza. La señora Whitelaw se había acercado al borde del peldaño superior. Aferraba con una mano la balaustrada de hierro forjado, donde un zarcillo de jazmín serpenteaba por encima-. Sé que intenta hacer su trabajo. Se lo agradezco.

Esperó hasta que la mujer entró y la puerta se cerró. Entonces, se puso en marcha de nuevo, hacia el norte, como la noche anterior, bajo los plátanos y sicómoros de Campden Hill Road. La distancia desde Kensington a Little Venice era mucho más corta que el trayecto hasta la casa de Hugh Patten en Hampstead, pero había efectuado el viaje pasadas las once de la noche, cuando el tráfico era escaso. Ahora, las calles estaban saturadas de vehículos. Empleó el tiempo que le costó avanzar centímetro a centímetro hasta Bayswater en telefonear a Helen, pero terminó escuchando su voz en el contestador automático, informando de que había salido y podía dejar un mensaje.

– Maldita sea -masculló, mientras esperaba el pitido infernal.

Odiaba los contestadores automáticos. Era otra indicación de la anomia social que asolaba los últimos años del siglo. Impersonales y eficientes, le recordaban lo fácil que era sustituir a un ser humano por un artilu-gio electrónico. Donde antes había una Caroline Shepherd que contestaba el teléfono de Helen, cocinaba y ponía orden en su vida, ahora había una cassette, comida china a domicilio y una mujer de la limpieza de County Clare.

– Hola, querida -dijo cuando sonó la señal, y pensó, hola querida ¿y qué más? ¿Has encontrado el anillo que te dejé? ¿Te gusta la piedra? ¿Te casarás conmigo? ¿Hoy? ¿Ésta noche? Maldita sea. Odiaba aquellos contestadores automáticos-. Temo que voy a estar ocupado esta tarde. ¿Cenamos juntos? ¿A eso de las ocho? -Hizo una pausa idiota, como si aguardara una respuesta-. ¿Ha ido bien el día? -Otra pausa imbécil-. Escucha, te telefonearé cuando vuelva al Yard. No te comprometas esta noche. O sea, si recibes este mensaje, no te comprometas. Ya me doy cuenta de que quizá no lo recibas, y en ese caso, no quiero que pases el rato esperando mi llamada, ¿de acuerdo? Helen, ¿tienes planes para esta noche? No me acuerdo. Tal vez podamos…

Sonó un pitido. Una voz computerizada recitó:

– Gracias por el mensaje. Son las tres y veintiún minutos.

La conexión se cortó.

Lynley maldijo. Colgó el teléfono. Despreciaba aquellas asquerosas máquinas.


Como había hecho buen día, Little Venice todavía albergaba un buen número de personas que empleaban la tarde en explorar algunos canales de Londres. Se desplazaban en sus barcos turísticos y escuchaban los comentarios y habladurías de sus guías, a los que respondían con murmullos de admiración. Paseaban por la acera, admiraban las flores primaverales que crecían en los tiestos de los tejados y en las cubiertas de las barcazas. Se acodaban en la colorida barandilla del puente de Warwick Avenue.

Al sudoeste del puente, Browning's Pool formaba un tosco triángulo de agua oleaginosa, uno de cuyos lados estaba flanqueado por más barcazas. Eran embarcaciones amplias, grandes y de fondo plano, que en otro tiempo habían remolcado caballos por el sistema de canales que cruzaban en todas direcciones la mayor parte del sur de Londres. En el siglo XIX, habían servido para transportar mercancías. Ahora, estaban ancladas y servían de vivienda a artistas, escritores, artesanos y modelos de los primeros.

La barcaza de Christopher Faraday flotaba frente a Browning's Island, un rectángulo de tierra sembrada de sauces que se elevaba en el centro del estanque. Cuando Lynley se acercaba por la pasarela que bordeaba el canal, un joven con pantalones cortos le adelantó. Le acompañaban dos perros jadeantes, uno de los cuales trotaba sobre tres patas. Mientras Lynley miraba, los perros adelantaron al corredor, subieron los dos peldaños y saltaron a la barcaza, a la cual se dirigía el joven.

Cuando Lynley llegó, el joven estaba de pie sobre la cubierta, ocupado en secarse el sudor de la cara y el cuello, y los perros (un pachón y el cruzado de tres patas, cuyo aspecto insinuaba que había llevado la peor parte en demasiadas peleas callejeras) sorbían agua ruidosamente de dos pesados cuencos de cerámica, que descansaban sobre una pila de periódicos. La palabra «chucho» estaba pintada en el cuenco del pachón, y las palabras «chucho dos» en la del cruzado.

– ¿Señor Faraday? -dijo Lynley, y el joven apartó la toalla azul de la cara. Lynley extrajo su tarjeta de identificación y se presentó-. ¿Christopher Faraday? -repitió.

Faraday tiró la toalla sobre el techo de la cabina, alta hasta la cintura, y se interpuso entre Lynley y los animales. El pachón levantó la vista del agua, con las mandíbulas chorreantes. Un gruñido grave escapó de su garganta.

– No pasa nada -dijo Faraday.

Costaba saber si estaba hablando con Lynley o con el perro, porque sus ojos estaban clavados en el primero, pero su mano acariciaba la cabeza del segundo. Lynley observó que una larga cicatriz se iniciaba sobre su cabeza y descendía entre los ojos.

– ¿En qué puedo ayudarle? -preguntó Faraday.

– Estoy buscando a Olivia Whitelaw.

– ¿A Livie?

– Tengo entendido que vive aquí.

– ¿Qué pasa?

– ¿Está en casa?

Faraday cogió la toalla y la pasó alrededor de su cuello.

– Id con Livie -ordenó a los animales-. Un momento, por favor -dijo a Lynley, mientras los perros trotaban obedientes hasta una especie de mirador de cristal que remataba la cabina y servía de entrada-. Voy a ver si está levantada.

¿Levantada?, se preguntó Lynley. Pasaban de las tres y media. ¿Aún trabajaba de noche y tenía que dormir de día?

Faraday entró en el mirador y bajó unos peldaños. Dejó abierta unos centímetros la puerta de la cabina. Lynley oyó el ladrido de un perro y el roce de garras sobre linóleo o madera. Se acercó más al mirador y escuchó. Unas voces hablaban en susurros.

La de Faraday apenas era distinguible.

– …policía… pregunta por… no, no puedo… has de…

La de Olivia Whitelaw era más clara y perentoria.

– No puedo. ¿No lo entiendes, Chris? ¡Chris!

– …tranquila… todo irá bien, Livie…

Un arrastrar de pies. Crujido de papeles. Un aparador que se cerraba. Luego, otro. Luego, un tercero. Momentos después, unos pasos se acercaron a la puerta.

– Cuidado con la cabeza -advirtió Chris Faraday. Se había puesto los pantalones dé un chandal. Habían sido rojos, pero ahora se habían desteñido y eran del mismo color que su cabello. Era escaso para un hombre de su edad, con una pequeña tonsura como la de un monje en lo alto de la cabeza.

Lynley bajó a una habitación larga, apenas iluminada, chapada de pino. Estaba cubierta en parte por una alfombra, y el linóleo quedaba al descubierto bajo un banco de trabajo ancho, bajo el cual se había refugiado el perro cruzado. Sobre la alfombra descansaban tres enormes almohadones, cerca de los cuales había un conjunto de cinco butacas viejas y desemparejadas. En una de ellas se sentaba una mujer, vestida de negro de pies a cabeza. Lynley no la habría visto de no ser por el color de su pelo, como un faro entre las paredes de pino. Era de un rubio blanquecino incandescente, con un extraño reflejo amarillento y raíces que recordaban el color del aceite de un motor sucio. Era corto por un lado, y caía sobre la oreja del otro.

– ¿Olivia Whitelaw? -preguntó Lynley.

Faraday se acercó al banco de trabajo y abrió un panel de persianas apenas unos centímetros. La rendija resultante arrojó luz sobre el techo chapado de madera y un resplandor difuso cayó sobre la mujer, que se encogió.

– Mierda. Tranqui, Chris.

Bajó la mano lentamente hasta el suelo y cogió una lata de tomate vacía, de la cual extrajo un paquete de Marlboro y un encendedor de plástico.

Cuando encendió el cigarrillo, la luz se reflejó en sus anillos. Eran de plata, y llevaba uno en cada dedo. Hacían juego con los botones que recorrían su oreja derecha como erupciones de cromo, y servían de contrapunto al imperdible que perforaba la izquierda.

– Olivia Whitelaw. Exacto. ¿Quién quiere saberlo y por qué? -El humo del cigarrillo reflejó la luz. Creó la sensación de que un velo de gasa ondulante colgaba entre ellos. Faraday abrió otro panel de persianas-. Ya es suficiente -dijo Olivia-. ¿Por qué no te largas por ahí?

– Temo que deberá quedarse -dijo Lynley-. Me gustaría hacerle algunas preguntas.

Faraday apretó el botón de un fluorescente que colgaba sobre el banco de trabajo. Arrojó un resplandor brillante, blanco y muy específico, sobre una pequeña sección de la habitación. Al mismo tiempo, creó una fulgurante distracción para los ojos, como para desviarlos de la butaca en que se sentaba Olivia.

Había un taburete frente al banco de trabajo, y Faraday se sentó en él. Si paseaba la mirada entre uno y otro, los ojos de Lynley tendrían que adaptarse continuamente de la luz a la sombra. Era una celada inteligente. La habían perpetrado con tal rapidez y eficacia que Lynley se preguntó si la habrían planeado de antemano, para el día en que aparecieran los pies planos.

Escogió la butaca más cercana a Olivia.

– Le traigo un mensaje de su madre -dijo.

El extremo de su cigarrillo ardió como un carbón.

– ¿Sí? Tra la la. ¿Debería alegrarme o algo así?

– Dijo que siempre sería su madre.

Olivia le observó desde detrás del humo, con los párpados bajados y una mano con el cigarrillo a cinco centímetros de su boca, preparado.

– Dijo que Kenneth Fleming no cambió eso.

Tenía los ojos clavados en él. Su expresión no se alteró cuando mencionó a Fleming.

– ¿Debo saber lo que eso significa? -preguntó por fin.

– De hecho, la he citado mal. Al principio, dijo que Kenneth Fleming no cambia eso.

– Bien, me alegra saber que la vieja vaca todavía muge.

Olivia hablaba en tono aburrido. Lynley oyó que las ropas de Faraday crujían cuando se movió. Olivia no miró en su dirección.

– Tiempo presente -dijo Lynley-. No cambia. Y entonces, utilizó el pasado. No cambió. Bascula entre los dos desde anoche.

– No cambia. No cambió. Aún me acuerdo de la gramática, y también sé que Kenneth Fleming ha muerto, si va por ahí.

– ¿Ha hablado con su madre?

– He leído el periódico.

– ¿Por qué?

– ¿Por qué? ¿Qué clase de pregunta es esa? He leído el periódico porque lo hago cuando Chris lo trae a casa. ¿Qué hace usted con el suyo? ¿Lo corta en cuadraditos para poder secarse el culo cuando caga?

– Livie -dijo Faraday desde el banco de trabajo.

– Me refiero a por qué no telefoneó a su madre.

– Hace años que no hablo con ella. ¿Por qué iba a hacerlo?

– No lo sé. Para ver si podía hacer algo por aliviar su pena, tal vez.

– ¿Algo así como «lamento saber que a tu juguete se le ha acabado la cuerda antes de tiempo»?

– Por lo tanto, sabía que su madre mantenía cierta relación con Kenneth Fjeming. Pese a los años transcurridos sin hablarse.

Olivia encajó el cigarrillo entre sus labios. Lynley dedujo por su expresión que había comprendido con cuánta facilidad la había conducido a admitirlo. También se dio cuenta de que estaba calculando lo que había admitido sin darse cuenta.

– He dicho que leí los periódicos. -Daba la impresión de que su pierna temblaba, tal vez de frío, aunque no hacía dentro de la barcaza, o tal vez a causa de los nervios-. Ha sido difícil no enterarse de su historia durante los últimos años.

– ¿Qué sabe al respecto?

– Lo que han publicado los periódicos. Él trabajaba para ella en Stepney. Vivían juntos. Ella le ayudó en su carrera. Era como su hada madrina, o algo por el estilo.

– La expresión «juguete» implica algo más.

– ¿Juguete?

– La expresión que ha utilizado hace un momento. «A tu juguete se le acabó la cuerda antes de tiempo.» Eso sugiere algo más que ser la madrina de un hombre más joven, ¿no cree?

Olivia tiró la ceniza en la lata de tomate. Se llevó el cigarrillo a la boca y habló desde detrás de su mano.

– Lo siento -dijo-. Tengo una mente sucia.

– ¿Supuso desde el primer momento que eran amantes? -preguntó Lynley-. ¿O lo creyó más tarde?

– No he supuesto nada. Ni siquiera estaba interesada en suponer. Solo he llegado a la conclusión lógica y normal, cuando un bebé y un vejestorio, por lo general, aunque no siempre, sin lazos de sangre o matrimonio, ocupan el mismo espacio durante un período de tiempo. Como las aves y las abejas. Polla dura y cono húmedo. Supongo que no necesito explicárselo.

– Es un poco desagradable, ¿no?

– ¿Qué?

– La idea de su madre con un hombre mucho más joven. Más joven que usted, o quizá de la misma edad. -Lynley se inclinó hacia delante, con los codos apoyados sobre las rodillas, en una postura que indicaba su interés por hablar en serio, al tiempo que podía ver mejor la pierna izquierda de la chica. Estaba temblando, al igual que la derecha, pero ella no parecía ser consciente del movimiento-. Seamos sinceros -dijo, con la mayor candidez posible-. Su madre no es una jovencita a sus sesenta y seis años. ¿Nunca se ha preguntado si se estaba poniendo en las manos, ciega y estúpidamente, de un hombre que aspiraba a algo más que al dudoso placer de acostarse con ella? Él era un deportista conocido en todo el país. ¿No cree que habría podido escoger entre mujeres mucho más jóvenes que su madre? Si tal era el caso, ¿qué cree usted que tenía en mente cuando eligió a su madre?

Olivia entornó ios ojos. Sopesó las preguntas.

– Ella tenía complejo de madre y trataba de resolverlo. O complejo de abuela. A él le gustaban viejas y arrugadas. Le gustaban de carnes fofas. O solo creía que un polvo valía la pena si tenían los pelos del cono grises. Lo que a usted le guste más. Yo no sé explicar la situación.

– Pero ¿a usted no le molestaba? Si esa era la naturaleza de su relación, de hecho. Su madre lo niega, por cierto.

– Por mí, que haga y diga lo que le de la gana. Es su vida. -Olivia lanzó un silbido bajo en dirección a la puerta que, al parecer, conducía a la cocina-. Beans -llamó-. Largo de ahí. ¿Qué está haciendo, Chris? ¿Has doblado la ropa limpia al llegar? De lo contrario, estará dormido encima.

Faraday bajó del taburete. Tocó el hombro de la chica y desapareció por la puerta.

– ¡Beans! -llamó-. Sal. ¡Eh! Maldita sea. -Después, rió-. Tiene mis calcetines, Livie. El maldito animal está mordisqueando mis calcetines. Suelta, chucho. Dámelos.

Se oyó el ruido de un forcejeo, acompañado por el ladrido juguetón de un perro. El perro que estaba bajo el banco de trabajo levantó la cabeza.

– Quédate aquí, Toast -dijo Olivia. Relajó los hombros contra la butaca cuando el perro obedeció. Parecía complacida con su maniobra de distracción.

– Si usted ha llegado a una conclusión sobre la relación de su madre con Fleming -dijo Lynley-, no sería difícil llegar a otra. Es una mujer rica, si pensamos en sus propiedades de Kensington, Stepney y Kent. Y ustedes dos están muy distanciadas.

– ¿Y qué?

– ¿Sabe que el testamento de su madre nombra a Fleming beneficiario principal?

– ¿Debería sorprenderme?

– Tendrá que cambiarlo ahora que ha muerto, por supuesto.

– ¿Y usted cree que albergo la esperanza de que me deje sus ducados?

– La muerte de Fleming alienta esa posibilidad, ¿no cree?

– Yo diría que está juzgando mal el grado de animosidad entre nosotras.

– ¿Entre usted y su madre, o entre usted y Fleming?

– ¿Fleming? No conocía a ese tipo.

– Conocerle no era necesario.

– ¿Para qué? -La chica dio una calada al cigarrillo-. ¿Está insinuando que tuve algo que ver con su muerte, porque quería el dinero de mi madre? Qué chorrada.

– ¿Dónde estuvo el miércoles por la noche, señorita Whitelaw?

– ¿Que dónde estuve? ¡Jesús! -rió Olivia, pero su carcajada se convirtió en un espasmo. Emitió un jadeo estrangulado y se hundió en la butaca. Su cara enrojeció y dejó caer el cigarrillo en la lata-. ¡Chris! -gritó con voz ahogada, y volvió la cabeza a un lado.

Faraday entró a toda prisa.

– Vale, vale -dijo en voz baja, con las manos apoyadas sobre los hombros-. Respira y relájate.

Se arrodilló a su lado y empezó a masajearle las piernas, mientras el perdiguero le olfateaba los pies.

Un gatito blanco y negro entró en la habitación, procedente de la cocina, y emitió un tenue maullido. Toast empezó a incorporarse.

– ¡No! -dijo Faraday sin volverse-. ¡Estáte quieto! Tú también, Beans. Estaos quietos. -Chasqueó la lengua hasta que el gato estuvo a su alcance. Lo recogió, del suelo y lo dejó caer en el regazo de la mujer-. Sujétala, Livie. Ha vuelto a soltarse el vendaje.

La mano de Olivia se posó sobre la gata, pero mantuvo apretada la cabeza contra la butaca, sin mirar al animal. Tenía los ojos cerrados, respiraba profundamente (inhalaba por la nariz y exhalaba por la boca), como si sus pulmones fueran a olvidar en cualquier, momento cómo funcionar. Faraday continuó con el masaje de sus piernas.

– ¿Estás mejor? -preguntó-. ¿Estás bien? Ya va mejor, ¿no?

Por fin, ella asintió. Respiró con más lentitud. Bajó la cabeza y dedicó su atención a la gata.

– No se va a curar -dijo con voz tensa- si no lleva un collar que le mantenga las patas alejadas, Chris.

Lo que Lynley había tomado por pelaje blanco de la gata era, en realidad, un vendaje que cubría su ojo izquierdo, observó ahora.

– ¿Una pelea de gatos? -preguntó.

– Ha perdido un ojo -explicó Faraday.

– Menuda pandilla tiene aquí.

– Sí. Bueno, cuido de los abandonados.

Olivia lanzó una débil carcajada. A sus pies, el pachón sacudió alegremente la cola contra la silla, como si comprendiera y fuera cómplice de un chiste privado.

Faraday hundió los dedos en su cabello.

– Mierda, Livie…

– Da igual -contestó ella-. No empecemos a exhibir nuestras vergüenzas, Chris. Al inspector no le interesan. Solo le interesa saber dónde estuve el miércoles por la noche. -Levantó la cabeza y miró a Lynley-. Y dónde estabas tú también, Chris. Imagino que querrá saberlo, aunque la respuesta es rauda y sencilla. Estaba donde siempre estoy, inspector. Aquí mismo.

– ¿Puede confirmarlo alguien?

– Por desgracia, ignoraba que iba a necesitar confirmación. Beans y Toast lo harían de buen grado, pero dudo que entienda usted su idioma.

– ¿Y el señor Faraday?

Faraday se levantó. Se masajeó la nuca.

– Salí -dijo-. Una fiesta con unos tíos.

– ¿Dónde fue?

– En Clapham. Le daré la dirección, si quiere.

– ¿Cuánto rato estuvo ausente?

– No lo sé. Era tarde cuando volví. Llevé a uno de los tíos a casa, hasta Hampstead, de modo que debió ser alrededor de las cuatro.

– ¿Estaba usted dormida? -preguntó Lynley a Olivia.

– A esa hora, pocas cosas más se pueden hacer.

Olivia había vuelto a adoptar su postura anterior, con la cabeza apoyada contra el respaldo de la butaca. Tenía los ojos cerrados. Palmeaba a la gata, que no le hacía el menor caso y se disponía a echar una siestecita sobre sus muslos.

– La casa de Kent tiene otra llave -dijo Lynley- Su madre dice que usted conocía su existencia.

– ¿De veras? -murmuró Olivia-. Bien, ya somos dos, ¿no?

– Ha desaparecido.

– Y supongo que a usted le gustaría echar una ojeada por aquí. Un deseo muy comprensible por su parte, pero requiere una orden. ¿La ha traído?

– Imagino que podría solucionarlo sin excesivas dificultades.

Olivia entreabrió los ojos. Sus labios se torcieron en una sonrisa..

– ¿Por qué tengo la impresión de que se está echando un farol, inspector?

– Vamos, Livie -suspiró Faraday-. No tenemos la llave de ninguna casa -dijo a Lynley-. Ni siquiera hemos estado en Kent desde… Joder, yo qué sé.

– Luego han estado.

– ¿En Kent? Claro, pero en una casa no. Ni siquiera sabía que había una casa hasta que usted la mencionó.

– Así que no lee los periódicos. Los que trae para que Olivia lea.

– Los leo, sí.

– Pero no se fijó en la casa cuando leyó las noticias sobre Fleming.

– No leí las noticias sobre Fleming. Livie quería los periódicos. Fui a buscarlos.

– ¿Quería los periódicos? ¿Expresamente? ¿Por qué?

– Porque siempre los quiero -replicó Olivia. Rodeó la muñeca de Faraday con la manó-. Basta de jueguecitos -le dijo-. Solo quiere tendernos una trampa. Quiere demostrar que nosotros nos cargamos a Fleming. Si lo hace antes de la noche, aún le dará tiempo de echar un polvo a su novia. Si es que tiene novia. -Tiró de la muñeca de Faraday-. Trae mi medio de transporte, Chris. -El joven siguió sin moverse-. No pasa nada. Da igual. Ve a buscarlo.

Faraday entró en la cocina y volvió con un andador de aluminio de tres lados.

– Aparta, Beans -dijo, y cuando el animal obedeció, dejó el aparato frente a Olivia-. ¿Vale?

– Vale -dijo ella.

Le pasó la gata, que maulló a modo de protesta hasta que Faraday la depositó sobre el raído asiento de pana de otra butaca. Se volvió hacia Olivia, que asió los lados del andador y empezó a levantarse. Lanzó un gruñido y un suspiro.

– Mierda. Oh, joder -masculló cuando se inclinó a un lado. Soltó la mano protectora de Faraday de su brazo. Erguida por fin, lanzó una mirada desafiante a Lynley-. Menuda asesina tenemos aquí, ¿verdad, inspector?


Chris Faraday esperó dentro de la barcaza, al pie de la escalera. Los perros se acercaron a él. Empujaron sus cabezas contra las rodillas del hombre, en la falsa creencia de que iban a dar otro paseo. En sus mentes, iba vestido de la forma adecuada. Estaba de pie bajo la puerta. Tenía una mano sobre la barandilla. Para ellos, estaba a punto de salir, y tenían la intención de acompañarle.

En realidad, estaba escuchando los pasos del detective que se alejaba, y esperaba a que su corazón dejara de saltar en su pecho. Ocho años de adiestramiento, ocho años de preparativos, no habían sido suficientes para impedir que su cuerpo amenazara con una desastrosa exhibición de soberanía sobre su mente. Cuando había mirado por fin la tarjeta de identificación del detective, sus tripas se habían aflojado de tal manera que se creyó incapaz de contenerse lo bastante para llegar al lavabo, y mucho menos aguantar un interrogatorio con el aire de indiferencia adecuado. Una cosa era planificar, discutir, incluso ensayar con algún miembro del núcleo gobernante que interpretara el papel de policía, y otra muy diferente que ocurriera por fin, pese a sus precauciones, y repasar mentalmente en un abrir y cerrar de ojos cien y una sospechas sobre quién les podía haber traicionado.

Imaginó que sentía hundirse la barcaza cuando el detective bajó de ella. Escuchó el sonido de los pasos que se alejaban a lo largo del canal. Decidió que los oía y subió para abrir la puerta, no tanto para comprobar que ya no había moros en la costa como para dejar pasar el aire. Respiró ávidamente. Olía a ozono y gases de escape de diesel, solo algo más fresco que el de la cabina llena de humo. Se sentó en el segundo peldaño de arriba y pensó en lo que debía hacer a continuación.

Si hablaba al núcleo gobernante de la visita del detective, votarían por disolver la unidad. Ya lo habían hecho en ocasiones anteriores por motivos menos importantes que la visita de la policía, y sin duda lo volverían a hacer. Le trasladarían durante seis meses a una rama inferior de la organización, y asignarían todos los miembros de su unidad a otros capitanes. Era la solución más sensata cuando se producía una brecha en la seguridad.

Pero aquello no era una brecha en la seguridad, ¿verdad? El detective había venido a ver a Livie, no a él. Su visita no tenía nada que ver con la organización. Era pura casualidad que una investigación de asesinato y las preocupaciones del movimiento se hubieran cruzado en un arbitrario momento del tiempo. Si se mantenía firme, no decía nada y, sobre todo, se aferraba a su historia, el detective perdería todo interés en él. Ya lo estaba perdiendo, ¿no? ¿No había tachado a Livie de su lista de sospechosos cuando vio el estado en que se encontraba? Por supuesto que sí. No era idiota.

Chris hundió los nudillos de la mano derecha en el muslo y se conminó a no disimular la verdad. Tenía que informar al núcleo gobernante de la visita del DIC de Scotland Yard. Ellos debían tomar la decisión. Él solo podía pedir tiempo y confiar en que tuvieran en cuenta sus ocho años de militancia en la organización y sus cinco años como capitán de asalto, antes de votar. Y si votaban por disolver la unidad, sería inevitable. Sobreviviría. Amanda y él sobrevivirían juntos. Quizá sería lo mejor. No más verse a escondidas, no más disimulos, no más soldado y capitán, no más temores de ser convocado ante el núcleo de gobierno para dar inútiles explicaciones y ser sometido a la consiguiente disciplina. Por fin, serían relativamente libres.

Relativamente. Aún había que pensar en Livie.

– ¿Crees que se lo tragó, Chris?

La voz de Livie sonó pastosa, como siempre que utilizaba su energía con demasiada rapidez y no tenía tiempo de recuperar la fuerza exigida para controlar su cerebro.

– ¿Qué?

– Lo de la fiesta.

Chris inhaló otra profunda bocanada del aire contaminado del exterior y bajó tres peldaños de la escalerilla. Olivia se había acomodado de nuevo en su butaca y empujado el andador contra la pared.

– La historia aguantará -contestó Chris, pero no añadió que, para ello, tendría que hacer llamadas telefónicas y pedir favores.

– Investigará lo que dijiste.

– Siempre supimos que podía pasar.

– ¿Estás preocupado?

– No.

– ¿Quién es tu principal apoyo?

– Un tío llamado Paul Beckstead. Ya te he hablado de él. Es miembro de la unidad. Es…

– Sí, lo sé.

No le animó a que embelleciera la historia. Lo había hecho antes, pero cesó en sus intentos de pillarle en una mentira más o menos cuando empezó su primera ronda de visitas médicas.

Se miraron desde extremos opuestos de la habitación. Parecían cautelosos, como los boxeadores cuando adoptan posiciones. Solo que en su caso, si los golpes menudeaban, golpearían en el corazón y dejarían el cuerpo incólume.

Chris se acercó al conjunto de aparadores que había a cada lado del banco de trabajo. Sacó los carteles y mapas que había quitado de la pared a toda prisa. Los volvió a colocar: AMAD A LOS ANIMALES, NO OS LOS COMÁIS. SALVAD A LA BELUGA. 125.000 MUERTES CADA HORA. LO QUE OCURRE A LAS BESTIAS, OCURRE AL HOMBRE: TODO ESTÁ RELACIONADO.

– Le podrías haber contado la verdad sobre ti, Livie. -Cogió un poco de Blu-Tack entre el pulgar y el índice y lo pegó de nuevo al mapa de Gran Bretaña, que no estaba dividido por países y condados, sino por segmentos horizontales y verticales llamados zonas-. Te habría librado de sospechas, como mínimo. Yo tengo la fiesta, pero tú no tienes nada, excepto que estabas aquí sola, lo cual no sirve de gran cosa.

Ella no contestó. Oyó que palmeaba el brazo de la butaca y chasqueaba la lengua para atraer la atención de Panda, la cual, como siempre, no le hizo caso. Panda siempre iba a la suya. Era una gata auténtica, pues solo atendía a sus intereses propios.

– Podrías haberle dicho la verdad -insistió Chris-. Te habría librado de sospechas. Livie, ¿por qué…?

– Habría corrido el riesgo de desviarlas hacia ti. ¿Era eso lo que debía hacer? ¿Me lo habrías hecho tú?

Chris apretó el mapa contra la pared, vio que estaba torcido, y lo enderezó.

– No lo sé.

– Oh, vamos.

– Es verdad. No lo sé. En la misma tesitura, no lo sé.

– Bien, da igual, porque yo sí lo sé.

Chris la miró. Hundió las manos en los bolsillos del pantalón del chandal. La expresión de Olivia le hizo sentirse empalado como un insecto en el alfiler de su fe en él.

– Escucha -dijo-, no me hagas quedar como un héroe. A la larga, te decepcionaré.


– Sí, bueno. La vida está llena de decepciones, ¿verdad?

Chris tragó saliva.

– ¿Cómo están tus piernas?

– Son piernas.

– No quedó muy bien, ¿verdad? En el momento preciso.

Ella sonrió con sarcasmo.

– Como un polígrafo. Haz la pregunta. Mira cómo ella se crispa. Saca las esposas y léele sus derechos.

Chris se dejó caer en otra butaca, la que el detective había elegido, frente a ella. Estiró las piernas y acercó la punta de su bamba a la punta de la bota negra de suela gruesa que ella llevaba, uno de los dos pares que Livie había comprado cuando pensó que solo necesitaba un sostén más adecuado y consistente para el arco de sus pies.

– Menudo par -dijo Chris, y deslizó la punta de la bamba sobre el empeine de Olivia.

– ¿Por qué?

– Estuve a punto de estropearlo todo cuando dijo quién era.

– ¿Tú? Ni hablar. No lo creo.

– Es verdad. Pensé que estaba acabado.

– Eso no pasará nunca. Eres demasiado bueno para que te cojan.

– Nunca he imaginado que me cogerían de la manera habitual.

– ¿No? ¿Cómo, pues?

– Algo como lo de hoy. Algo ajeno. Algo que pasa por casualidad.

Vio que el calzado de Olivia estaba desabrochado y se inclinó para anudarlo. Después, ató la otra bota, aunque no era necesario. Tocó sus tobillos y enderezó sus calcetines. Ella extendió la mano y deslizó los dedos desde su sien hasta su oreja.

– Si es necesario, díselo -advirtió Chris. Notó que la mano de Olivia se apartaba con brusquedad. Levantó la vista.

– Ven, Beans -llamó Olivia al pachón, que había colocado sus patas delanteras sobre la escalerilla-. Y tú, Toast, vamos, bolsas de pulgas. Chris, quieren salir. Llévales hasta la puerta, ¿vale?

– Puede que lo necesites, Livie. Puede que alguien te haya visto. Si es necesario, dile la verdad.

– Mi verdad no es problema suyo.

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