Capítulo 3

Tres semanas después de sus nuevos cambios domésticos, la sargento detective Barbara Havers ya había decidido qué le gustaba más de su vida solitaria en Chalk Farm: las opciones que le proporcionaba en lo tocante a la angustia de los transportes. Si no deseaba reflexionar sobre las implicaciones de que, después de veintiún días, no había hablado con ningún vecino, aparte de una muchacha de Sri Lanka llamada Bhimani que se ocupaba de la caja registradora del colmado local, le bastaba con concentrarse en la felicidad escalofriante de sus traslados diarios a y desde New Scotland Yard.

Su diminuta casa era un símbolo para Barbara desde hacía mucho tiempo, incluso antes de comprarla. Significaba la liberación de una vida qué la había mantenido encadenada durante años al deber y a unos padres achacosos. No obstante, si bien el traslado le había proporcionado la libertad de la responsabilidad que había soñado conseguir, aquella misma libertad traía consigo una soledad que caía sobre ella en los momentos más inesperados, cuando estaba menos preparada. Por lo tanto, Barbara había encontrado un placer indiscutible, aunque sardónico, en descubrir que existían dos formas de ir a trabajar cada mañana, ambas capaces de hacerle rechinar los dientes, provocarle una úlcera y, lo mejor de todo, desplazar su soledad.

Podía sortear el tráfico en su viejo Mini, avanzar por Camden High hasta Monington Crescent, donde podía elegir, al menos, tres rutas que serpenteaban a través de la congestión, tipo ciudad medieval, que cada día parecía ser más irremediable. O podía tomar el metro, lo cual significaba hundirse en las entrañas de la estación de Chalk Farm y esperar un tren, mientras la esperanza iba menguando sensiblemente entre los fieles pero iracundos usuarios de la caprichosa Línea Norte. Pero en ese caso, no servía cualquier tren, sino el que pasaba por la estación del Enbankment, donde transbordaba a otro tren que la conducía a St. James's Park.

Se trataba de una situación basada en un tópico: a diario, Barbara podía elegir entre Guatemala y Guatepeor. Aquel día, en deferencia a los ruidos cada vez más ominosos que emitía su coche, se había inclinado por Guatepeor, consistente en abrirse paso entre sus compañeros de fatigas por escaleras automáticas, túneles y andenes, aferrarse a un poste de acero inoxidable mientras el tren corría en la oscuridad y agitaba a los pasajeros como una coctelera.

Soportaba los inconvenientes con resignación. Otro jodido viaje. Otra oportunidad de llegar a la conclusión de que su soledad carecía de importancia, porque al final de la jornada no quedaban tiempo ni energía para interacciones sociales.

Eran las siete y media cuando inició su lenta ascensión por Chalk Farm Road. Se detuvo en la mantequería Jaffri, una tienda tan atestada de «innumerables exquisiteces que complacen al paladar más delicado», que el espacio resultante era de la anchura aproximada de un vagón de tren Victoriano, y con una iluminación similar. Pasó ante un despliegue inestable de latas de sopa (el señor Jaffri tenía una gran debilidad por las «sabrosas sopas de los siete mares») y forcejeó con la puerta de cristal del congelador, donde un letrero proclamaba que las hileras interminables de helados Háagen-Dazs representaban «todos los sabores existentes bajo el sol». No eran los Háagen-Dazs lo que quería, si bien patatas paja con sal y vinagre, acompañadas de una copa de helado de vainilla con almendras, no sonaba mal para cenar. Lo que deseaba era el único artículo que una tremenda inspiración mercantil había impulsado al señor Jaffri a almacenar, tan seguro estaba de que el lento aburguesamiento del barrio y las inevitables fiestas a que daría lugar aumentarían su demanda. Quería hielo. El señor Jaffri lo vendía en bolsas, y desde que Barbara se había mudado a su nueva vivienda lo metía en un cubo bajo el fregadero de la cocina, como medio primitivo de conservar sus productos perecederos.

Sacó una bolsa del congelador y la trasladó hasta el mostrador, donde Bhimani ocupaba un lugar algo elevado y aguardaba otra oportunidad de pulsar las teclas de la nueva caja registradora, que no sólo sonaba como el Big Ben cuando salía el total, sino que la informaba con brillantes cifras azules del cambio exacto que debía entregar al cliente. Como siempre, la transacción se efectuó en silencio. Bhimani tecleaba el precio, sonreía con los labios apretados y cabeceaba enérgicamente cuando el total aparecía en la pantalla digital.

Nunca hablaba. Al principio, Barbara había pensado que era muda, pero una noche había sorprendido a la muchacha en mitad de un bostezo y vislumbrado las fundas de oro que cubrían casi todos sus dientes. Desde entonces, se preguntaba si Bhimani no sonreía porque deseaba ocultar el valor de su obra dental, o porque, al llegar a Inglaterra y observar al hombre de la calle, se había dado cuenta de lo poco que abundaban las sonrisas.

– Gracias, hasta luego -dijo Barbara, y se apoderó de su hielo en cuanto Bhimani le devolvió su cambio de setenta y cinco peniques. Se subió el bolso, apoyó el hielo en la cadera y volvió a la calle.

Continuó calle arriba. Pasó ante el pub de la acera opuesta, y pensó por un momento en apretujarse entre los bebedores, con hielo y todo. Daba la impresión de que eran una deprimente década menor que ella, pero aún no había tomado su pinta semanal de Bass, y su canto seductor la llevó a teorizar acerca de cuánta energía necesitaría para entrar en el bar, pedir la pinta, encender un pitillo y mostrarse cordial. El hielo podría servir como desencadenante de la conversación, ¿no? ¿Se derretiría mucho si dedicaba un cuarto de hora a confraternizar con la multitud que se desahogaba los viernes después del trabajo? ¿Quién sabía lo que podía pasar? Tal vez conocería a alguien. Tal vez iniciaría una amistad. Y aunque no, se sentía reseca como un desierto. Necesitaba un poco de líquido. Un elevador de ánimos no le iría nada mal. Estaba cansada de la jornada, sedienta de caminar y acalorada del metro. Una bebida relativamente fría sería perfecta. ¿Verdad?

Paró y miró al otro lado de la calle. Tres hombres rodeaban a una chica de piernas largas. Los cuatro reían, los cuatro bebían. La chica, que tenía las caderas apoyadas en el antepecho de una ventana de la taberna, alzó y vació su vaso. Dos de los hombres la imitaron extendiendo el brazo al mismo tiempo. La chica rió y echó hacia atrás la cabeza. Su cabello espeso onduló como la crin de un caballo, y los hombres se acercaron más.

Tal vez otra noche, decidió Barbara.

Siguió adelante, con la cabeza gacha y los ojos concentrados en la acera. «Pisa una grieta, rompe la espalda de mamá. Pisa una línea, rompe…» No. No era el tema en que deseaba profundizar ahora. Silbó para alejar los versos de su cabeza. Eligió la primera canción que le vino a la cabeza, «Get Me to the Church on Time». * No era la más apropiada a la situación, pero sirvió a sus propósitos. Mientras silbaba, comprendió que debía haber pensado en ella a causa del gran plan del inspector Lynley para Soltar la Pregunta esta noche. Rió para sí al pensar en su expresión de sorpresa (y decepción, por supuesto, pues no deseaba que sus planes fueran de conocimiento público) cuando ella pasó por su despacho y dijo «Buena suerte. Confío en que esta vez acepte», antes de irse del Yard. Al principio, Lynley intentó disimular su perplejidad por el comentario, pero Barbara le había oído telefonear durante toda la semana para reservar entradas de un concierto, y le había visto interrogar a otros agentes para descubrir el restaurante tailandés perfecto, y como Barbara sabía que Strauss y comida tailandesa significaban una velada destinada a complacer a lady Helen, dedujo el resto. «Elemental -había dicho al sorprendido Lynley-. Sé que usted odia a Strauss.» Agitó los dedos a modo de despedida. «Caramba, caramba, inspector. Lo que llegamos a hacer por amor.»

Giró por Steele's Road y pasó bajo los limoneros de hojas recién brotadas. Los pájaros se estaban acomodando sobre ellas para pasar la noche, al igual que las familias en las casas de ladrillo manchadas de suciedad que bordeaban la calle. Cuando llegó a Eton Villas, volvió a torcer. Mantenía la bolsa de hielo apoyada sobre la cadera, y se alegró con el pensamiento de que, dejando aparte sus circunstancias sociales miserables, era la última vez que iría a buscar hielo a la mantequería Jaffri.

Durante tres semanas había vivido en su guarida sin el concurso de la refrigeración moderna. Guardaba la leche, la mantequilla, los huevos y el queso en un cubo de metal. Había pasado aquellas tres semanas (noches, fines de semana y la hora de comer) en busca de una nevera que se pudiera permitir. Por fin, la había localizado el pasado domingo por la tarde, el aparato perfecto que se amoldaba al tamaño de su casa y al tamaño de su bolsillo. No era exactamente lo que buscaba: apenas un metro de alta y decorada con espantosas calcomanías florales amarillentas. Sin embargo, cuando había pagado y consolidado su propiedad sobre el artefacto, que además de su deplorable decoración a base de rosas, margaritas, fucsias y linos, emitía unos portentosos ruidos metálicos cuando cerraba la puerta, Barbara había pensado filosóficamente que a caballo regalado no se le miraba el dentado. El traslado de Acton a Chalk Farm le había costado más de lo que suponía, necesitaba economizar y la nevera serviría. Y como el hijo del propietario tenía un hijo que conducía un camión para un servicio de jardinería, y como el hijo del hijo no tuvo inconveniente en dejarse caer el fin de semana por la casa de su abuelo, recoger la nevera y trasladarla hasta Chalk Farm desde Pulham por solo diez libras, Barbara no tenía inconveniente en pasar por alto el hecho de que la vida del aparato sería limitada, pero también que debería dedicar sus buenas seis horas a raspar las calcomanías del abuelo. Cualquier cosa con tal de conseguir una ganga.

Utilizó la rodilla para abrir el portal de la casa eduardiana semiadosada de Eton Villas tras la cual se alzaba su casita. La casa era amarilla, con una puerta color canela hundida en un porche delantero blanco, del cual colgaban vistarias que trepaban desde un cuadradito de tierra contiguo a las puertas cristaleras de la planta baja. A través de las puertas, Barbara vio a una muchacha morena y menuda que ponía platos sobre una mesa. Vestía un uniforme escolar, y llevaba el cabello, largo hasta la cintura, recogido en trenzas anudadas con cintas diminutas en los extremos. Hablaba con alguien por encima del hombro, y mientras Barbara miraba, desapareció de su vista. Cena familiar, pensó Barbara. Después, suprimió el calificativo, cuadró los hombros y caminó por el sendero de hormigón que corría junto a la casa y conducía al jardín.

Su casa confinaba con el muro situado al fondo del jardín. Una acacia falsa se cernía sobre ella, y cuatro ventanas a bisagra daban a la hierba. Era pequeña, de ladrillo, con molduras pintadas del mismo amarillo usado en la casa principal, y un tejado de pizarra nuevo que ascendía hacia una chimenea de terracota. El edificio era un cuadrado alargado hasta convertirlo en un rectángulo, mediante el añadido de una diminuta cocina y un cuarto de baño aún más pequeño.

Barbara abrió la puerta y encendió la luz del techo. Era poco potente. Se había olvidado de comprar una bombilla de más vatios.

Dejó el bolso sobre la mesa y el hielo sobre la encimera. Lanzó un gruñido cuando levantó el cubo que había debajo del fregadero, y se encaminó con él hacia la puerta. Maldijo cuando un poco de agua fría cayó sobre su zapato. Vació el cubo, lo devolvió a la cocina, empezó a llenarlo y pensó en la cena.

Agrupó la comida a toda prisa (ensalada de jamón, un panecillo de hacía dos días y el resto de una lata de remolacha), y después se dirigió a las estanterías que se elevaban a cada lado del minúsculo hogar. Había dejado el libro allí antes de apagar la luz anoche, y recordaba que el héroe Flint Southern estaba a punto de estrechar entre sus brazos a la heroína Star Flaxen, que no sólo iba a sentir el tacto de sus muslos musculosos embutidos en unos tejanos ceñidos, sino también su miembro tumefacto que, por supuesto, estaba tumefacto y sólo se ponía tumefacto por ella. Consumarían aquella desesperada erección en las páginas siguientes, acompañada de pezones erectos y aves que alzaban el vuelo, después de lo cual yacerían abrazados y se preguntarían por qué habían tardado ciento ochenta páginas en llegar a aquel momento milagroso. No había nada como la literatura de calidad para acompañar un opíparo banquete.

Barbara cogió la novela, y estaba a punto de volver hacia la mesa, cuando vio que el contestador automático parpadeaba. Un parpadeo, una llamada. Lo contempló un momento.

Estaba de guardia aquel fin de semana, pero le costaba creer que la llamaran de vuelta al trabajo apenas dos horas después de haber terminado. Si tal era el caso, y teniendo en cuenta que su número no constaba en el listín, la única otra posibilidad era Florence Magentry, la señora Flo, la cuidadora de su madre.

Barbara meditó sobre las posibilidades que implicaba apretar el botón y escuchar el mensaje. Si era el Yard, volvería al trabajo sin tiempo apenas para descansar o cenar. Si era la señora Flo, se embarcaría en otro viaje por la Gran Vía Férrea de la Culpabilidad. Barbara no había ido el fin de semana anterior a ver su madre, como estaba previsto. Tampoco había ido a Greenford la otra semana. Sabía que debía ir este fin de semana si quería seguir soportándose, pero no tenía ganas, no quería pensar por qué no tenía ganas, y hablar con Florence Magentry, incluso escuchar su voz en el contestador, la conduciría a pensar en la naturaleza de su rechazo y a empezar a colgar las etiquetas pertinentes: egoísmo, falta de consideración y todo lo demás.

Hacía casi seis meses que su madre residía en Hawthorne Lodge. Barbara había conseguido visitarla cada dos semanas. El traslado a Chalk Farm le había proporcionado por fin una excusa para no ir, a la cual se había aferrado con entusiasmo, y había sustituido su presencia por llamadas telefónicas, durante las cuales desglosaba a la señora Flo los motivos de los desafortunados aplazamientos de sus apariciones periódicas en Greenford. Y eran buenos motivos, como la propia señora Flo había asegurado a Barbara durante una u otra de sus habituales charlas de los lunes y los jueves. Barbara no debía torturarse si no podía ir a ver a mamá. Barbie tenía que vivir su vida, querida, y nadie esperaba que renunciara a ello.

– Has de instalarte en tu nueva casa -dijo la señora Flo-. Mamá se encontrará bien mientras tanto, Barbie. Ya lo verás.

Barbara apretó el botón de reproducción del contestador automático y volvió hacia la mesa, donde la aguardaba su ensalada de jamón.

– Hola, Barbie -saludó la voz soporífera de la señora Flo-. Quería informarte de que el tiempo ha afectado un poco a mamá. Pensé que sería mejor telefonearte cuanto antes.

Barbara corrió hacia el teléfono con la intención de marcar el número de la señora Flo. Como si lo hubiera anticipado, la señora Flo continuó.

– No creo necesario que el médico venga a verla, Barbie, pero la temperatura de mamá ha subido dos grados, y tose un poco desde hace días… -Hizo una pausa, durante la cual Barbara oyó a otro de los huéspedes de la señora Flo cantando a coro con Deborah Kerr, que se disponía a invitar a bailar a Yul Brynner. Tenía que ser la señora Salkild. El rey y yo era su vídeo favorito, e insistía en verlo una vez a la semana, como mínimo-. De hecho, querida -siguió con cautela la señora Flo-, mamá ha estado preguntando por ti, desde la hora de comer, y no quiero que te angusties por esto, pero como muy pocas veces menciona a alguien por el nombre, pensé que alegraría a mamá oír tu voz. Ya sabes cómo somos cuando no nos sentimos bien al ciento por ciento, ¿verdad, querida? Telefonea si puedes. Adiós, Barbie.

Barbara cogió el teléfono.

– Has sido muy amable al llamar, querida -dijo la señora Flo cuando oyó la voz de Barbara, como si ella no hubiera telefoneado antes para animarla a llamar.

– ¿Cómo está mamá? -preguntó Barbara.

– Acabo de asomarme a su cuarto, y está durmiendo como un corderito.

Barbara alzó la muñeca hacia la luz mortecina de la casa. Aún no eran las ocho.

– ¿Dormida? ¿Ya está en la cama? No suele acostarse tan temprano. ¿Está segura…?

– Devolvió la cena, querida, y las dos decidimos que un poco de descanso con la caja de música en marcha calmaría su estómago. Así que se puso a escuchar y cayó dormida. Ya sabes lo mucho que le gusta esa caja de música.

– Escuche, podría estar ahí a las ocho y media, o a las nueve menos cuarto. No parecía haber mucho tráfico esta noche. Ahora voy.

– ¿Después de estar trabajando todo el día? No seas tonta, Barbie. Mamá está bien, y como se ha quedado dormida, ni siquiera se enterará de que estás aquí, ¿verdad? Le diré que has telefoneado.

– No sabrá a quién se refiere -protestó Barbara. A menos que tuviera el estímulo visual de una fotografía o el estímulo auditivo de una voz por teléfono, el nombre Barbara no significaba nada ya para la señora Havers. Incluso con apoyos visuales o auditivos, el que reconociera a su única hija era problemático.

– Barbie -dijo la señora Flo con suave firmeza-, yo me encargaré de que comprenda a quién me refiero. Esta tarde te nombró varias veces, así que sabrá quién es Barbara cuando le diga que has llamado.

Saber quién era Barbara el viernes por la tarde no significaba que la señora Havers supiera quién era Barbara el sábado por la mañana, mientras desayunaba huevos pasados por agua y tostadas.

– Iré mañana -contestó Barbara-. Por la mañana. He reunido algunos folletos sobre Nueva Zelanda. ¿Se lo dirá? Dígale que planearemos otras vacaciones para su álbum.

– Por supuesto, querida.

– Y llame si pregunta por mí otra vez. Me da igual la hora que sea. ¿Me llamará, señora Flo?

Pues claro que llamaría, dijo la señora Flo. Barbie debía cenar bien, apoyar los pies en el almohadón y pasar una velada tranquila, para que estuviera fresca como una rosa al día siguiente.

– Mamá estará ansiosa por verte -dijo la señora Flo-. Me atrevería a decir que eso curará su estómago.

Se despidieron. Barbara volvió a su cena. La loncha de jamón se le antojó aún menos atrayente que cuando la había dejado en el plato. La remolacha, que había sacado de la lata con una cuchara y dispuesto como una mano de cinco cartas, parecía teñida de verde. Y las hojas de lechuga, desplegadas como palmas abiertas que acunaban el jamón y la remolacha, estaban flaccidas por el contacto con el agua y ennegrecidas en los bordes, por haber estado demasiado cerca del hielo del cubo. Adiós cena, pensó Barbara.

Apartó el plato y pensó en ir andando al turco de Chalk Farm Road, o atizarse una cena china, sentada a la mesa de un restaurante como una persona auténtica. O volver a la taberna para comer salchichas o pastel de ríñones…

Se incorporó con brusquedad. ¿En qué cono estaba pensando? Su madre no se encontraba bien. Dijera lo que dijera la señora Flo, su madre necesitaba verla. Ya. Así que subiría al Mini y conduciría hasta Greenford. Y si su madre seguía dormida, se sentaría junto a su cama hasta que despertara. Incluso si tenía que esperar a la mañana. Porque eso era lo que las hijas hacían por sus madres, sobre todo si habían transcurrido más de tres semanas desde su última visita.

Cuando Barbara extendió la mano hacia el bolso y las llaves, el teléfono sonó de nuevo. Se quedó petrificada un instante. Pensó, no, Dios mío, no puede ser ella, tan deprisa no. Se acercó con miedo a descolgar.

– Nos llaman -dijo Lynley al otro extremo de la línea cuando oyó la voz de Barbara.

– Joder.

– Estoy de acuerdo. Espero no haber interrumpido nada particularmente interesante.

– No. Iba a ver a mamá. Y ansiaba cenar.

– En lo primero no puedo ayudarla, ya sabe cómo es esto de los turnos. Lo segundo puede solucionarse mediante una rápida excursión a la cantina de oficiales.

– Por fin algo estimulante para el apetito.

– Siempre lo he considerado así. ¿Cuánto tiempo necesita?

– Unos buenos treinta minutos si el tráfico está mal cerca de Tottenham Court Road.

– ¿Y si no? Le guardaré las judías calientes sobre una tostada.

– Fantástico. Me encanta pasar el rato con un verdadero caballero.

Lynley rió y colgó.

Barbara hizo lo mismo. Mañana, pensó. Antes que nada. Mañana iría a Greenford.


Dejó el Mini en el aparcamiento subterráneo de New Scotland Yard, después de mostrar su identificación al agente uniformado que levantó la vista de su revista el tiempo suficiente para bostezar y comprobar que no tenía una visita del IRA. Aparcó junto al Bentley plateado de Lynley, lo más cerca posible, y rió para sus adentros al pensar en cómo se estremecería ante la idea de rayar la puerta de su precioso coche.

Pulsó el botón del ascensor y encendió un cigarrillo. Fumó con la mayor furia posible, para acumular nicotina antes de que se viera obligada a entrar en los dominios de Lynley, libres de humo. Había intentado devolverle al buen camino durante más de un año, al creer que su colaboración sería más ágil si compartían, al menos, un hábito detestable, pero solo había conseguido arrancarle uno o dos gemidos de angustia cuando le tiraba humo a la cara durante sus primeros seis meses de abstinencia. Ya habían pasado dieciséis meses desde que había dejado el tabaco, y empezaba a comportarse como los conversos recientes.

Le encontró en su despacho, vestido con elegancia para su velada romántica abortada con Helen Clyde. Estaba sentado detrás de su escritorio y bebía café. No estaba solo, sin embargo, y al ver a su acompañante, Barbara frunció el entrecejo y se detuvo en el umbral.

Había dos sillas frente a su escritorio, y una mujer sentada en una de ellas. Tenía aspecto juvenil, con largas piernas que no había cruzado. Vestía pantalones color marrón claro y una chaqueta de punto, una blusa color marfil y zapatos bien lustrados, de tacones discretos. Bebía algo de una taza de plástico y contemplaba con seriedad a Lynley mientras este leía un fajo de papeles. Mientras Barbara la examinaba y se preguntaba quién coño era y qué coño estaba haciendo en New Scotland Yard un viernes por la noche, la mujer dejó de beber para apartarse de la mejilla un mechón de pelo ámbar en forma de ala. Fue un gesto sensual que encolerizó a Barbara. Desvió la mirada de forma automática hacia la hilera de archivadores apoyados contra la pared del fondo, para comprobar que Lynley no hubiera quitado subrepticiamente la fotografía de Helen antes de dejar pasar a la señorita Maniquí DeLuxe. La foto seguía en su sitio. Entonces, ¿qué coño estaba pasando?

– Buenas noches -dijo Barbara.

Lynley levantó la vista. La mujer se volvió en su silla. Su rostro no traicionó nada, y Barbara observó que la señorita Maniquí DeLuxe no se tomaba la molestia de inspeccionar su apariencia, como haría otra mujer. Incluso pasó por alto las bambas rojas de Barbara.

– Ah, estupendo -dijo Lynley. Dejó los papeles y se quitó las gafas-. Havers. Por fin.

Barbara vio que sobre el escritorio, ante la silla vacía, había un emparedado envuelto en celofán, un paquete de patatas fritas y una taza con tapadera. Se acercó y cogió el bocadillo, que desenvolvió y olfateó con suspicacia. Levantó el pan. La mezcla parecía paté combinado con espinacas. Olía a pescado. Se estremeció.

– Es lo mejor que pude encontrar -dijo Lynley.

– ¿Tomaina sobre pan integral?

– Con un antídoto de Bovril para disolverla.

– Sus atenciones me están malcriando, señor.

Barbara saludó con un cabeceo a la mujer, destinado a reconocer su presencia y comunicarle, al mismo tiempo, su desaprobación. Una vez ofrecido aquel detalle social, se dejó caer en la silla. Al menos, las patatas eran con sal y vinagre. Abrió la bolsa y empezó a devorarlas.

– ¿Qué pasa? -preguntó.

Su tono de voz era indiferente, pero la mirada significativa que dirigió a la otra mujer dijo el resto: ¿quién cono es la reina de la belleza y qué coño hace aquí y dónde demonios anda Helen si necesita compañía el mismísimo viernes por la noche cuando tenía la intención de pedirla en matrimonio y ella volvió a negarse y así es como ha logrado consolarse de la decepción perro cabrón?

Lynley recibió el mensaje, empujó la silla hacia atrás y miró a Havers sin pestañear.

– Sargento -dijo al cabo de un momento-, le presento a la inspectora detective Isabelle Ardery, DIC de Maidstone. Ha sido tan amable de traernos algo de información. ¿Puede soslayar especulaciones ajenas por completo al caso y prestar atención a los hechos?

Bajo la pregunta, Barbara leyó la respuesta muda a sus acusaciones mudas: confíe un poquito en mí, por favor.

Barbara se encogió.

– Lo siento, señor -dijo. Se secó la mano en los pantalones y la extendió hacia la inspectora Ardery.

Ardery la estrechó. Miró a ambos, pero no fingió comprender su diálogo. De hecho, no dio muestras de que le interesara. Sus labios se curvaron apenas en dirección a Barbara, pero lo que pasó por una sonrisa no fue más que una fría obligación profesional. Tal vez no era el tipo de Lynley, al fin y al cabo, decidió Barbara.

– ¿Qué tenemos?

Destapó el Bovril y tomó un sorbo.

– Incendio intencionado -contestó Lynley-. Y un cadáver. Inspectora, si pone a mi sargento al corriente…

La inspectora Ardery, en un tono de voz firme y oficial, detalló los hechos: una casa restaurada del siglo XV no lejos de una ciudad llamada Greater Springburn, en Kent, habitada por una mujer, el lechero que efectúa su entrega diaria, el periódico y el correo sin recoger, una mirada por la ventana, una butaca quemada, un rastro de humo mortal en la ventana y la pared, una escalera que había actuado, como en todos los incendios, como una chimenea, un cadáver en el piso de arriba, y por fin, el origen del incendio.

Abrió su bolso, que había dejado en el suelo junto a sus pies. Extrajo un paquete de cigarrillos, una caja de cerillas de madera y una goma elástica. Por un momento, Barbara pensó, muy complacida, que la inspectora iba a encender un cigarrillo, lo cual le proporcionaría una excusa para imitarla, pero en cambio, dejó seis cerillas sobre el escritorio y puso un cigarrillo sobre ellas.

– El pirómano utilizó un artefacto incendiario -dijo Ardery-. Era primitivo, pero muy eficaz. -A unos dos centímetros del extremo del cigarrillo ató una corona de cerillas, con las cabezas hacia arriba. Las sujetó con la goma elástica y sostuvo el resultado en la palma de su mano-. Actúa como un distribuidor de encendido. Cualquiera puede fabricar uno.

Barbara cogió el cigarrillo de la palma de Ardery y lo examinó. La inspectora siguió hablando.

– El pirómano enciende el tabaco y coloca el cigarrillo donde quiere que arda, en este caso encajado entre el almohadón y el brazo de un sillón de orejas.

Se marcha. Al cabo de unos cuatro a siete minutos, el cigarrillo se consume y las cerillas arden. El incendio empieza.

– ¿Cuál es el espacio de tiempo exacto? -preguntó Barbara.

– Cada marca de cigarrillos arde a una velocidad diferente.

– ¿Sabemos la marca?

Lynley había vuelto a calarse las gafas y estaba releyendo el informe.

– De momento no. Mi laboratorio tiene los componentes: el cigarrillo, las cerillas, la goma que las sujetó. Haremos…

– ¿Van a efectuar análisis de saliva y huellas latentes?

La mujer le dedicó otra semisonrisa.

– Como ya supondrá, inspector, tenemos un laboratorio estupendo en Kent, y sabemos utilizarlo. En cuanto a las huellas, es improbable que obtengamos gran cosa. Me temo que, a ese respecto, no vamos a serle de mucha ayuda.

Barbara observó que Lynley hacía caso omiso del velado reproche.

– ¿Y la marca? -preguntó el inspector.

– Sabremos la marca sin la menor duda. El extremo del cigarrillo nos lo revelasá.

Lynley tendió a Barbara un grupo de fotografías.

– Se hizo de manera que pareciera un accidente -explicó Ardery-. Lo que el pirómano ignoraba es que el cigarrillo, las cerillas y la goma no iban a quemarse por completo. No se trata de una equivocación irracional, por supuesto, lo cual nos dice que no era un profesional.

– ¿Por qué no se quemaron? -preguntó Barbara. Empezó a mirar las fotografías. Coincidían con la descripción efectuada por la inspectora Ardery del escenario: la butaca destripada, las configuraciones de la pared, el rastro mortífero de humo. Las dejó a un lado y levantó la vista en busca de una respuesta, antes de proseguir con las fotos del cadáver-. ¿Por qué no se quemaron? -repitió.

– Porque los cigarrillos y las cerillas suelen quedarse encima de las cenizas y los restos.

Barbara asintió con aire pensativo. Desenterró las últimas patatas, las comió, hizo una bola con la bolsa y la tiró a la papelera.

– ¿Por qué nos han llamado? -preguntó a Lynley-. Podría ser un suicidio, ¿no? Disfrazado como un accidente con vistas al seguro.

– No se puede descartar la posibilidad -dijo Ardery-. La butaca expulsó tanto monóxido de carbono como los gases de escape de un motor.

– ¿Y no pudo la víctima preparar la butaca para que se incendiara, encender el cigarrillo, tomarse seis o siete pastillas, atizarse unas copas, y adiós muy buenas?

– Nadie lo ha descartado -dijo Lynley-, aunque de momento parece improbable.

– ¿Por qué de momento?

– Aún no se ha practicado la autopsia. Llevaron el cadáver directamente al forense. Según la inspectora Ardery, el forense se ha saltado otros tres cadáveres para meterle mano a este. Dentro de nada tendremos los datos preliminares sobre la cantidad de monóxido de carbono en la sangre. No obstante, los análisis de sustancias tóxicas tardarán más.

Barbara miró a Lynley, y después a Ardery.

– De acuerdo -dijo poco a poco-. Vale, lo entiendo, pero los análisis de sustancias tóxicas tardarán semanas. ¿Por qué nos han llamado ahora?

– Por el cadáver

– ¿El cadáver?

Cogió las fotos restantes. Las habían tomado en un dormitorio de techo bajo. El cuerpo de un hombre yacía en diagonal sobre una cama de latón. Estaba caído sobre el estómago, vestido con pantalones grises, calcetines negros y una camisa azul claro, con las mangas subidas sobre los codos. Su brazo izquierdo acunaba la cabeza sobre la almohada. El brazo derecho estaba extendido hacia la mesita de noche, sobre la cual descansaban un vaso vacío y una botella de Bushmills. Le habían fotografiado desde todos los ángulos posibles, de cerca y de lejos. Barbara escogió los primeros planos.

Sus ojos estaban casi cerrados del todo, y solo se veía una media luna blanca. La piel coloreada de manera irregular, casi roja en los labios y mejillas, más rosada en la sien, la frente y la barbilla. Una fina línea de espuma asomaba por una comisura de la boca. También era rosada. Barbara estudió la cara. Se le antojó vagamente familiar, pero fue incapaz de concretarla. ¿Un político?, se preguntó. ¿Un actor de televisión?

– ¿Quién es? -preguntó.

– Kenneth Fleming.

Levantó la vista de las fotografías miró a Lynley, después a Ardery.

– ¿El…?

– Sí.

Sostuvo la fotografía de lado y examinó el rostro.

– ¿Lo saben los medios?

– El superintendente jefe del DIC local esperaba la identificación oficial del cadáver -contestó Ardery, mientras giraba la muñeca para examinar la esfera de un magnífico reloj de oro-, que ya habrá tenido lugar hace bastante rato. Se trata de una simple formalidad, porque la identificación del señor Fleming estaba en el dormitorio, en el bolsillo de su chaqueta.

De todos modos -dijo Barbara-, podría ser para despistar, si este tipo se le parece bastante y alguien quisiera hacernos creer…

Lynley levantó una mano para interrumpirla.

– Muy improbable, Havers. La policía local le reconoció.

– Ah.

Tuvo que admitir que reconocer a Kenneth Fleming sería muy fácil para cualquier aficionado al criquet. Fleming era el mejor bateador del país, una leyenda durante los dos últimos años. Había sido seleccionado para jugar por Inglaterra a la edad poco corriente de treinta años. No había ascendido de la manera típica, desde los campos de criquet de la escuela secundaria y la universidad, o por su experiencia con los equipos de aficionados y los condados. En cambio, había jugado en una liga de East End con el equipo de una fábrica, donde un entrenador retirado del condado de Kent le había visto un día y se había ofrecido a entrenarle. Nada que ver con un entrenamiento privado. Lo cual era un tanto en su contra, algo que la gente llamaba una variación del síndrome de nacer con una estrella en el culo.

Su primera aparición en el equipo de Inglaterra se había saldado con una derrota humillante, que tuvo lugar en el Lord's, prácticamente lleno, cuando uno de los jugadores de Nueva Zelanda consiguió detener su primer y último lanzamiento. Fue el segundo tanto en su contra.

Fleming abandonó el campo perseguido por los abucheos de sus compatriotas, sufrió la ignominia de pasar entre los implacables y rencorosos miembros del Marylebone Cricket Club, que como siempre montaban guardia en el Pabellón de ladrillos ámbar, y respondió a un silbido apagado que sonó en la Sala Larga con un gesto nada caballeroso. Fue el tercer tanto en su contra.

Todos esos tantos en contra fueron la comidilla de los periodistas y, sobre todo, de la prensa sensacionalista diaria. Al cabo de una semana, los amantes del criquet estaban divididos entre los que abogaban por concederle una segunda oportunidad y los que pedían sus pelotas. Los seleccionadores nacionales, que jamás hacían caso de la opinión pública cuando se jugaba un partido decisivo, se decidieron por lo primero. Kenneth Fleming defendió los colores nacionales por segunda vez en un partido jugado en Oíd Trafford. Ocupó su puesto en un ambiente silencioso y preñado de reservas. Cuando terminó, había logrado cien puntos. Cuando el lanzador consiguió por fin ponerle fuera de juego, había marcado ciento veinticinco puntos para Inglaterra. No había vuelto la vista en ningún momento.

– Greater Springburn llamó a la gente de su división de Maidstone -estaba diciendo Lynley-. Maidstone -cabeceó en dirección a la inspectora Ardery- tomó la decisión de cedernos el caso.

Ardery le miró con expresión grave. No parecía muy complacida.

– Yo no, inspector. Lo ordenó mi superior.

– ¿Sólo porque se trata de Fleming? -preguntó Barbara-. Suponía que estaría ansioso por quedarse con el caso.

– Yo lo prefiriría así -replicó Ardery-. Por desgracia, da la impresión de que los principales implicados en este caso están esparcidos por todo Londres.

– Ah. Política.

– Ya lo creo.

Los tres sabían bien cómo funcionaba. Londres estaba dividido en distritos policiales individuales.

El protocolo exigía a la policía de Kent que informara al oficial superior del distrito de toda invasión en su jurisdicción para llevar a cabo un interrogatorio o una entrevista. El papeleo, las llamadas telefónicas y las maniobras políticas podían abarcar tanto tiempo como la investigación en sí. Era mucho más fácil pasarla a los peces gordos de New Scotland Yard.

– La inspectora Ardery se ocupará del caso en Kent -apuntó Lynley.

– Ya nos hemos puesto en movimiento, inspector -aclaró Ardery-. Nuestra policía científica está en la casa desde la una de la tarde.

– Mientras nosotros hacemos nuestra parte en Londres -terminó Lynley.

Barbara frunció el entrecejo al caer en la cuenta de la irregularidad que estaban tramando, pero verbalizó sus objeciones con cautela, consciente de la comprensible inclinación de la inspectora Ardery a proteger su parcela.

– ¿No se les cruzarán los cables a todo el mundo, señor? La mano izquierda no sabe lo que hace la derecha. Los ciegos guían a los sordos. Ya sabe a qué me refiero.

– No debería constituir un problema. La inspectora Ardery y yo coordinaremos la investigación.

«La inspectora Ardery y yo.» Lo dijo con sencillez y generosidad, pero Barbara oyó las implicaciones con tanta claridad como si las hubiera expuesto en voz alta. Ardery había querido encargarse del caso. Sus superiores se lo habían arrebatado. Lynley y Havers deberían mimar mucho a Ardery si deseaban la colaboración que necesitaban de su policía científica.

– Oh-dijo Barbara-. Claro. Claro. ¿Cuál es el primer paso?

Ardery se puso en pie de un solo y ágil movimiento. Barbara vio que era exageradamente alta. Cuando Lynley se levantó, su estatura de un metro ochenta y cinco solo le concedió una ventaja de cinco centímetros sobre ella.

– Han de comentar el caso, inspector -dijo Ardery-. Me atrevería a afirmar que ya no me necesitan. He anotado mi número en la primera página del informe.

– En efecto.

Lynley rebuscó en el cajón de su escritorio, extrajo una tarjeta y se la dio.

Ardery la guardó en su bolso sin mirarla.

– Le telefonearé por la mañana. Supongo que el laboratorio ya me habrá pasado información.

– Estupendo.

Lynley cogió el informe que Ardery había traído. Colocó las fotografías bajo los documentos. Dejó el informe en el centro del papel secante que, a su vez, estaba en el centro del escritorio. Era evidente que estaba esperando a que ella se marchara, y ella esperaba que hiciera algún comentario previo. «Será un placer trabajar con usted» habría bastado, pero también habría aceptado, por mucho que le desagradara, la verdad.

– Buenas noches, pues -dijo por fin la inspectora Ardery-. Lamento haber desbaratado sus planes para el fin de semana -añadió, con una sonrisa deliberada e irónica dedicada al atuendo de Lynley. Cabeceó en dirección a Barbara-. Sargento -fue su única palabra de despedida, y se marchó.

Sus pasos resonaron con energía mientras caminaba hacia el ascensor.

– ¿Cree que en Maidstone la tienen conservada en hielo, y solo la descongelan para ocasiones especiales como esta? -preguntó Barbara.

– Creo que tiene un trabajo duro en una profesión todavía más dura.

Lynley volvió a su asiento y empezó a revisar unos papeles. Barbara le dirigió una mirada perspicaz.

– Caramba. ¿Le ha gustado? Es bastante guapa, y admito que cuando la vi sentada aquí pensé que usted… Bueno, usted lo adivinó, ¿verdad? ¿De veras le gusta?

– No es obligatorio que me guste. Sólo estoy obligado a trabajar con ella. Y también con usted. ¿Empezamos, pues?

Estaba recordando su rango, cosa que hacía muy raras veces. Barbara tuvo ganas de protestar, pero sabía que la igualdad de rango entre él y Ardery implicaba que se mantendrían unidos si la situación se complicaba. Era inútil discutir.

– De acuerdo -dijo.

Lynley indicó el informe.

– Contamos con varios datos interesantes. Según el informe preliminar, Fleming murió el miércoles por la noche o en la madrugada del jueves. En esté momento, calculan entre medianoche y las tres. -Leyó un momento y subrayó algo con lápiz en el informe-. Le encontraron esta mañana…, a las once menos cuarto, cuando la policía de Greater Springburn llegó y logró entrar en la casa.

– ¿Por qué es interesante eso?

– Porque, dato interesante número uno, desde el miércoles por la noche hasta el viernes por la mañana, nadie informó sobre la desaparición de Kenneth Fleming.

– Quizá había ido a pasar unos días solo.

– Lo cual nos conduce al dato interesante número dos. Al ir a esa casa en concreto de los Springburn, no buscaba soledad. La habitaba una mujer. Gabriella Patten.

¿Es importante?

– Es la mujer de Hugh Patten.

– ¿Quiénes…?

– El director de una empresa llamada Power-source. Patrocinaba los encuentros de criquet de este verano contra Australia. Y ella, Gabriella, su mujer, ha desaparecido, pero su coche sigue en el garaje de la casa. ¿Qué le sugiere esto?

– ¿Tenemos un sospechoso?

– Es muy posible, diría yo.

– ¿O un secuestro?

Lynley hizo un ademán de duda. Continuó.

– Dato interesante número tres: aunque Fleming fue encontrado en el dormitorio, su cuerpo, como ya ha visto, estaba vestido por completo, a excepción de la chaqueta. Y no había bolsa de viaje ni en el dormitorio ni en la casa.

– ¿No tenía la intención de quedarse? ¿Es posible que le dejaran inconsciente de un golpe y le arrastraran hasta el dormitorio para simular que había subido a descabezar un sueñecito?

– Y dato interesante número cuatro: su mujer y su familia viven en la Isla de los Perros, pero Fleming vive en Kensington, desde hace dos años.

– Están separados, ¿no? ¿Por qué es el dato interesante número cuatro?

– Porque él vive en Kensington, con la dueña de la casa de Kent.

– ¿Esa Gabriella Patten?

– No. Es una tercera mujer. Se llama… -Lynley recorrió la página con el dedo-. Miriam Whitelaw.

Barbara apoyó el tobillo sobre la rodilla y jugueteó con el lazo de su bamba roja.

– Un tipo muy ocupado, el tal Fleming, cuando no estaba jugando a criquet. Una mujer en la Isla de los Perros, una… ¿amante en Kensington?

Eso parece. -Entonces, ¿qué era la de Kent? -Esa es la cuestión. -Lynley se puso en pie-. Vamos a buscar la respuesta.

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