10 .Descenso en la oscuridad

El comandante Norton se sintió tremendamente tentado, pero, como capitán, su primer deber era para con su nave. Si algo iba mal en este primer ensayo, él debería ser el primero en volver a ella.

Esto dejaba a su segundo oficial, el teniente comandante Mercer, como la elección obvia. Norton admitía de buena gana que Karl estaba mejor preparado que él para la misión.

Una autoridad en los sistemas de supervivencia, Mercer habla escrito algunos textos clásicos sobre el tema. Había verificado personalmente la resistencia y utilidad de innumerables tipos — de equipamiento, a menudo en condiciones peligrosas, y era famoso por el control que ejercía sobre su cuerpo. En un instante podía reducir su pulso en un cincuenta por ciento y contener la respiración casi por completo más de diez minutos. Esta útil habilidad le había salvado la vida en más de una ocasión.

Y sin embargo, a pesar de su capacidad e inteligencia, carecía casi por completo de imaginación. Para él, los experimentos y misiones más peligrosas eran sólo trabajos de rutina que debían cumplirse. jamás corría riesgos innecesarios y no tenía en mucho lo que habitualmente se conoce como coraje.

Los dos lemas que campeaban sobre su escritorio resumían su filosofia de la vida. Uno preguntaba: «¿Qué se olvida usted?», y el otro decía: «Ayude a extirpar la valentía—. El hecho de considerarlo como el hombre más valiente de la tripulación era lo único capaz de sacarlo de quicio.

Elegido Mercer, quedaba automáticamente seleccionado el segundo hombre: su inseparable compañero, el teniente Joe Calvert. Resultaba un tanto dificil comprender qué tenían en común estos dos. Joe Calvert, de constitución delicada, sensitivo, contaba diez años menos que su estólido e imperturbable amigo, quien por cierto no compartía su apasionado interés por el arte de¡ cine primitivo.

Pero nadie puede predecir dónde brillará el relámpago, y años antes Mercer y Calvert habían establecido una relación aparentemente estable. Eso era bastante corriente. Mucho menos usual era el hecho de que también compartían una esposa allá, en la Tierra, que les habla dado un hijo a cada uno. Norton confiaba en llegar algún día a conocerla; debía de ser una mujer muy notable. El triángulo tenia ya una duración de cinco años, y parecía seguir siendo equilátero.

Dos hombres no bastaban para un equipo de exploración. Mucho tiempo antes se había descubierto que tres era el número ideal porque si un hombre se perdía, dos podían todavía escapar, mientras que un solo sobreviviente estaría quizá condenado.

Después de mucho reflexionar, Norton eligió al sargento técnico Willard Myron. Un genio de la mecánica, capaz de hacer funcionar cualquier cosa o diseñar algo mejor si eso era imposible, Myron resultaba el hombre ideal para identificar piezas de equipo distintas de todo lo conocido. En su largo año sabático como profesor adjunto de Astrotécnica, el sargento se negó a aceptar un cargo militar con el pretexto de que no deseaba estorbar la promoción de oficiales de carrera más merecedores que él. Nadie tomó esta explicación en serio, ya que nadie ignoraba que Will daba cero en ambición personal. Llegaría al rango de sargento espacial, pero jamás se convertiría en un profesor titular. Myron, como muchos otros antes que él, había descubierto el feliz equilibrio entre el poder y la responsabilidad.

Mientras se deslizaban a través de la última cámara de descompresión y flotaban a lo largo del eje sin peso de Rama, Calvert se descubrió, como a menudo le ocurría, viviendo los pasajes de una película. A veces se preguntaba si debería tratar de curarse de ese hábito, aunque no le veía ninguna desventaja. Al contrario, podía volver interesantes aun las situaciones más tediosas, y, ¿quién sabe? un día esto podía salvarle la vida, podía recordar, por ejemplo, lo que habían hecho Fairbanks, Connery o Hiroshi en circunstancias similares.

Esta vez iba a entrar en acción, en una de las guerras de principios del siglo veinte. Karl Mercer era el sargento al mando de una patrulla de tres hombres enviada en una incursión nocturna a la tierra de nadie. No le era demasiado dificil imaginar que se encontraban en el fondo de un inmenso cráter producido por la explosión de una bomba, si bien un cráter que había sido en alguna forma trabajado y expertamente convertido en una serie de terrazas ascendentes.

El cráter en cuestión estaba inundado de luz procedente de tres arcos de plasma, que difundían por toda la cavidad una luminosidad sin sombras. Pero, más allá, en el borde de la terraza más distante, reinaban la oscuridad y el misterio.

Con los ojos de su mente, Calvert veía muy bien lo que había allí. En primer término, la lisa planicie circular que podía medir un kilómetro de parte a parte. Seccionándola en tres partes iguales, y semejantes a tres anchas vías ferroviarias, habla tres escalas, con sus peldaños incrustados en la superficie de modo que no significaran una obstrucción para nada que se deslizara sobre ella. Puesto que la disposición era completamente simétrica, no había razón para escoger una escala con preferencia a otra; la más próxima a la abertura Alfa había sido elegida sólo por una cuestión de conveniencia.

Si bien los peldaños de esas escalas estaban incómodamente distanciados, ello no presentaba un problema. Aun en el borde del cubo, a medio kilómetro del eje, la gravedad seguía siendo apenas una trigésima parte de la de la Tierra. Aunque llevaban casi cien kilos de equipo y carga para supervivencia, podrían moverse fácilmente y utilizar las manos.

El comandante Norton y el equipo de apoyo les acompañaron a lo largo de las cuerdas laterales de guías tendidas desde la entrada Alfa hasta el borde del cráter. Luego, más allá del alcance de los proyectores portátiles, les aguardaban las tinieblas de Rama. Todo lo que podían distinguir con el haz fluctuante de las luces de sus cascos eran los primeros cien metros de la escala que se perdía a través de una lisa planicie sin rasgos característicos.

—Y ahora —pensó Mercer—, tengo que tomar mi primera decisión. ¿Subiré por esa escala, o bajaré por ella?

El interrogante no era trivial. Estaban todavía esencialmente en gravedad cero y el cerebro podía seleccionar cualquier sistema de referencia que se le antojara. Con un simple esfuerzo de la voluntad, Karl Mercer podía convencerse de estar mirando a través de una llanura horizontal, o la cara de una pared vertical, o por encima del borde de un risco escarpado. No pocos astronautas habían experimentado graves problemas psicológicos por haber elegido mal las coordenadas al iniciar un trabajo complicado.

Mercer estaba decidido a avanzar primeramente de cabeza, ya que cualquier otro modo de locomoción resultarla embarazoso. Además en esa forma podría ver con más facilidad lo que tenía delante, o abajo. Durante los primeros cientos de metros, por lo tanto, imaginaría que estaba yendo hacia arriba; sólo cuando el creciente influjo de la gravedad hiciera imposible mantener la ilusión, girarla sus direcciones mentales en ciento ochenta grados.

Agarró el primer peldaño y con suavidad fue impulsándose a lo largo de la escala. El avance era tan fácil como nadar en el lecho del mar, más fácil en realidad porque no existía la traba del agua para retardar los movimientos. Tan fácil que incitaba a ir mucho más rápido; pero Mercer era demasiado experimentado para apresurarse en una situación tan nueva como ésa.

En los auriculares oía la respiración regular de sus dos compañeros. No necesitaba otra prueba de que se encontraban en buenas condiciones; por lo tanto no perdió tiempo hablando. Aunque se sentía tentado de mirar hacia atrás decidió no arriesgarse hasta haber alcanzado la plataforma del final de la escala.

Los peldaños estaban separados por una distancia uniforme de medio metro, y durante la primera parte del ascenso Mercer los subió de dos en dos. Pero los contaba cuidadosamente y al llegar a los doscientos notó las primeras y claras señales del aumento de peso. La rotación de Rama estaba comenzando a hacerse sentir.

A la altura del cuatrocientos, estimó que su peso aparente era de unos cinco kilos. Esto no constituía problema, pero ahora resultaba difícil pretender que estaba subiendo por sí mismo cuando en realidad era arrastrado firmemente hacia arriba.

El peldaño quinientos le pareció un buen lugar para detenerse. Sentía la protesta de los músculos de sus brazos por el ejercicio desacostumbrado, aun cuando era Rama el que hacia ahora todo el trabajo, y él sólo tenía que guiarse a sí mismo.

—Todo bien, jefe —informó—. Estamos pasando por marca a mitad de camino. Joe, Will, ¿algún problema?

—Yo, perfectamente —respondió Calvert—. ¿Por qué has detenido?

—Aquí lo mismo —agregó Myron—. Pero atención a fuerza Coriolis. Está empezando a formarse.

Mercer ya lo había notado. Cuando soltó los peldaños sintió claramente impulsado hacia la derecha. Sabía muy bien que éste era tan sólo el efecto de la rotación de Rama, pero parecía como si una fuerza misteriosa le estuviera apartando con suavidad de la escala.

Tal vez había llegado el momento de empezar a deslizarse con los pies por delante, ahora que «abajo» comenzaba a tener un significado físico. Correría el riesgo de una momentánea desorientación.

—Atención: voy a darme la vuelta.

Agarrándose con firmeza en el peldaño, utilizó los brazos para imprimir a su cuerpo un giro de ciento ochenta grados y se encontró momentáneamente cegado por las luces de los cascos de sus compañeros. Muy arriba de ellos —y ahora era realmente «arriba— distinguió un resplandor más débil a lo largo del borde del risco escarpado. Contra ese fondo se destacaban las figuras de Norton y su equipo de apoyo, que seguían sus movimientos con atención. Parecían muy pequeños y muy lejanos y agitó una mano para tranquilizarlos.

Apartó su otra mano del peldaño y dejó que la seudogravedad aún débil de Rama se hiciera cargo. La caída de un peldaño al próximo llevaba más de dos segundos; en la tierra, en el mismo lapso, un hombre hubiera caído treinta metros.

El ritmo de la caída era tal que apresuró un poco las cosas empujando con las manos y deslizándose a lo largo de una docena de peldaños a la vez, y frenándose con los pies cada vez que juzgaba que iba demasiado rápido.

En el peldaño número setecientos hizo otro alto y envió el rayo de luz de la lámpara de su casco hacia abajo. Tal como había calculado, el comienzo de la escalera sólo quedaba a unos cincuenta metros.

Unos pocos minutos más tarde, sus hombres y él estaban en el primer escalón. Era una experiencia extraña, después de meses pasados en el espacio, encontrarse erguidos sobre una superficie sólida y sentir su presión bajo los pies. El peso de cada uno no alcanzaba todavía los diez kilos, pero esto bastaba para darles una sensación de estabilidad. Cuando cerraba los ojos, Mercer podía creer que tenía una vez más un mundo real debajo de sí.

La plataforma desde la cual descendía la escalera tenía unos diez metros de ancho y se curvaba hacia arriba en cada lado hasta desaparecer en la oscuridad. Mercer sabía que formaba un círculo completo y que si andaba por ella cinco kilómetros volvería al punto de partida, después de circunvalar Rama.

Caminar, realmente caminar, estaba fuera de cuestión dada la escasa gravedad existente allí; sólo hubiera sido posible avanzar a pasos de gigante. Y en ello residía el peligro.

La escalera que se perdía en la oscuridad, lejos del alcance de las luces, resultaría engañadoramente fácil de descender. No lo era tanto. Pero lo esencial al hacerlo seria mantenerse sujeto al alto pasamanos que la flanqueaba, ya que un paso en falso enviaría al incauto viajero rodando por el espacio. Este entraría en contacto con la superficie otra vez quizá cien metros más abajo. El impacto en sí no seria peligroso, pero las consecuencias podrían serio porque la rotación de Rama habría movido la escalera hacia la izquierda. De modo que un cuerpo en su caída golpearía contra la suave curva que se extendía en un arco entero hasta la planicie, casi siete kilómetros más abajo.

Eso, se dijo Mercer, equivaldría a deslizarse por un diabólico tobogán. La velocidad terminal, aun con tan escasa gravedad, podría ser de varios cientos de kilómetros por hora. Tal vez pudiera aplicarse suficiente rozamiento como para frenar un descenso tan rápido; si se lograba, éste podría incluso convertirse en el medio más conveniente para alcanzar la superficie interior de Rama. Claro que se imponía realizar primero algunos prudentes experimentos.

—Jefe —informó Mercer—, no ha habido problemas para descender por la escala. Si éstas de acuerdo, me gustaría seguir hasta la próxima plataforma. Quiero medir el tiempo de nuestro descenso por la escalera.

Norton respondió sin vacilar:

—Adelante. —No tenía necesidad de agregar: —Procede con precaución».

No le llevó a Mercer mucho tiempo hacer un descubrimiento fundamental. Era imposible, al menos en ese nivel de una vigésima de gravedad, descender por la escalera en forma normal. Todo intento de hacerlo resultó un movimiento lento, de pesadilla, insoportablemente tedioso. Lo más práctico era ignorar los escalones y utilizar el pasamanos para deslizarse hasta abajo.

Calvert había llegado a la misma conclusión.

—¡Esta escalera está hecha para subir, no para bajar! —exclamó—. Se pueden utilizar los escalones cuando uno se mueve contra la gravedad, pero en esta dirección resultan una molestia. Tal vez no sea muy decoroso, pero creo que la mejor forma de bajar es deslizarse por el pasamanos.

—Eso es ridículo —protestó Myron—. No puedo creer que los ramanes lo hayan hecho así.

—Dudo que hayan utilizado nunca esta escalera. Es obvio que se la destinaba sólo para casos de emergencia. Debieron tener algún sistema de transporte mecánico para subir hasta aquí. Un funicular, tal vez. Eso explicaría las largas ranuras que descienden desde el cubo.

—A mí me parecen desagües, aunque supongo que pudieron servir para las dos cosas. Me pregunto si habrá llovido alguna vez en este lugar.

—Es probable respondió Mercer—. Pero creo que Joe tiene razón y al diablo con la dignidad. Vamos para allá.

El pasamanos —presumiblemente fue destinado para algo semejante a manos — era una lisa y recta barra de metal sostenida por pilares de un metro de largo colocados a regular distancia uno de otro. Mercer montó sobre la barra, calculó con cuidado el poder de freno que podía ejercer con sus manos, y se dejó resbalar.

Tranquilamente, aumentando la velocidad poco a poco, se internó en esa oscuridad moviéndose en el círculo de luz proyectada por la lámpara de su casco. Había descendido unos cincuenta metros cuando llamó a los otros para que se reunieran con el.

Ninguno de los tres lo hubiera admitido, pero se sentían niños otra vez montados sobre una barandilla y deslizándose por ella. En menos de dos minutos habían hecho un seguro y cómodo descenso de un kilómetro.

Cuando consideraban que la velocidad tendía a ser excesiva, una mano apoyada con fuerza en la barra de metal proporcionaba el frenado necesario.

—Espero que os hayáis divertido —dijo Norton cuando estuvieron en la segunda plataforma, Subir otra vez no os resultará tan fácil.

—Eso es lo que quiero comprobar —explicó Mercer, quien caminaba en forma experimental de un lado a otro tomando conciencia de la gravitación creciente—. Hay ya una décima más de gravedad aquí. Se nota realmente la diferencia.

Caminó —o dicho con más propiedad, se deslizó hasta el borde de la plataforma y proyectó la luz de su casco hacia la próxima sección de la escalera. Hasta donde alcanzaba la luminosidad ésta se le aparecía idéntica a la que terminaban de recorrer, aunque un cuidadoso examen de las fotos obtenidas había demostrado que la altura de los escalones disminuía a medida que aumentaba la gravedad. La escalera había sido aparentemente diseñada y construida de modo que el esfuerzo requerido para subir por ella fuera más o menos constante en cada punto de sus larguísimos y curvados tramos.

Mercer miró hacia el cubo de Rama, distante ahora casi dos kilómetros por encima de él. El leve resplandor de la luz de allá arriba y las figuras diminutas recortadas contra él se le antojaban tremendamente lejanas. Por primera vez se alegró de no poder ver todo el largo de esa inmensa escalera. A pesar de sus nervios firmes y su falta de imaginación, no estaba seguro de cómo reaccionaría si se viese arrastrándose como un insecto a lo largo de la cara de un plato vertical de más de dieciséis kilómetros de alto, y con la mitad superior suspendida sobre él. Hasta ese momento había considerado la oscuridad como una molestia; ahora casi la acogía agradecido.

—No hay cambio de temperatura —informó a Norton—. Sigue estando por debajo de¡ punto de congelación. Pero la presión atmosférica ha aumentado, como esperábamos; está akededor de los trescientos milibares. Aun con tan bajo contenido de oxigeno el aire es casi respirable; más abajo no habrá problemas. Eso simplificará enormemente la exploración. Qué hallazgo, el primer mundo en el cual podemos caminar sin complicados aparatos para respirar. Y para celebrarlo voy a aspirar una bocanada.

Allá arriba, en el cubo. Norton se agitó algo inquieto. Pero si habla un hombre que sabía exactamente qué hacía, era Mercer. Ya había hecho suficientes pruebas como para quedar satisfecho.

Mercer compensó la presión, abrió el cierre de seguridad de su casco, y lo entreabrió unos centímetros. Hizo una aspiración cautelosa, luego otra más profunda.

El aire de Rama era pesado y rancio, como el de un sepulcro viejísimo de¡ que hubiera desaparecido años atrás el último rastro de la corrupción física. Ni siquiera el olfato ultrasensible de Mercer, entrenado a través de años de probar sistemas de preservación de la vida hasta y más allá del punto de desastre, pudo detectar olor alguno reconocible. Había un matiz ligeramente metálico en el ambiente, y de pronto recordó que los primeros hombres que descendieron en la Luna informaron de un rastro como de pólvora quemada en el aire cuando volvieron al modulo lunar presurizado.

Mercer imaginaba que la cabina del Eagle, contaminada por el polvo lunar, debió oler un poco como Rama.

Volvió a cerrar herméticamente su casco y vació sus pulmones del aire extraño. No había extraído sustento alguno del mismo; hasta un alpinista aclimatado a la cumbre del Everest moriría en seguida en este lugar. Pero unos pocos kilómetros más abajo la cosa cambiarla.

¿Qué más quedaba por hacer aquí? No se le ocurría nada, excepto disfrutar como lo hacía de la suave y desacostumbrada gravedad. Pero no tenía sentido acostumbrarse a eso, puesto que volverían en seguida a la ingravidez del cubo.

—Regresamos, jefe —anunció—. No hay razón para seguir más adelante hasta que estemos preparados para hacer todo el camino.

—De acuerdo, Karl. Cronometraremos el tiempo, pero hacedIo sin prisas.

Mientras brincaba escaleras arriba, saltando tres o cuatro escalones a la vez, Mercer pensó que la deducción de Calvert era perfectamente correcta: estas escaleras estaban construidas para subirlas, no para bajarlas. Hasta tanto uno no mirase hacia atrás e ignorara la vertiginosa pendiente de la curva en ascenso, la subida era una agradable experiencia. No obstante, después de doscientos escalones, comenzó a sentir algunos tirones en los músculos de la pantorrilla, y decidió ir más despacio. Sus compañeros habían hecho otro tanto; cuando aventuró una rápida mirada sobre su hombro, los vio bastante más abajo.

La ascensión estuvo exenta de novedades, dado que se redujo al paso por una interminable sucesión de escalones. Cuando una vez más se encontraron en la plataforma más alta, inmediatamente debajo de la escala, apenas si tenían algo acelerada la respiración, y sólo habían pasado diez minutos. Se detuvieron durante otros diez y luego iniciaron el recorrido del último kilómetro vertical.

Un salto … agarrarse a un peldaño… un salto… agarrarse… salto … agarrarse… Era fácil, pero tan aburrido en su repetición que existía el peligro de descuidarse uno. A mitad de camino de esta última etapa del viaje, descansaron cinco minutos. Para entonces ya habían empezado a dolerles brazos y piernas. Una vez más, Mercer se alegró de que alcanzaran a ver tan poco de la cara vertical en la que estaban suspendidos. De ese modo no resultaba tan difícil pretender que la escala se extendía sólo a unos pocos metros más allá de¡ círculo de luz proyectado por cada uno de ellos, y que pronto llegarían arriba.

Un salto… agarrar un peldaño… un salto… y luego, de pronto, realmente ya no quedaban más peldaños. Estaban de nuevo en el mundo ingrávido del eje, entre sus ansiosos amigos. El viaje completo había llevado menos de una hora y experimentaban una sensación de modesto logro.

Pero era demasiado pronto para sentirse satisfechos con ellos mismos. A pesar de tanto esfuerzo, habían recorrido menos de un octavo de la distancia total de esa escalera ciclopea.

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