18. Amanecer

La luz era tan brillante que durante todo un minuto Norton se vio obligado a mantener los ojos fuertemente cerrados. Luego se arriesgó a abrirlos y miró por entre los párpados apenas entreabiertos a la pared, a escasos centímetros de su cara. Parpadeó varias veces, esperó hasta que las lágrimas involuntarias se secaron, y luego se volvió con lentitud para contemplar el amanecer.

Apenas pudo soportar el espectáculo escasos segundos; luego se vio obligado a cerrar nuevamente los ojos. No era el resplandor lo que resultaba intolerable —podía acostumbrarse a eso— sino el impresionante espectáculo de Rama, visto ahora por primera vez en su totalidad.

Norton había sabido con exactitud qué debía esperar; no obstante, la escena le anonadó. Le sobrecogió un espasmo de incontrolable temblor, sus manos se apretaron en torno al peldaño de la escala que aferraban, con la violencia de un hombre que se está ahogando y se agarra al salvavidas. Los músculos de los antebrazos se le anudaban, y al mismo tiempo sus piernas —ya fatigadas por horas de ascensión continua— parecían aflojarse. De no haber sido por la baja gravedad, habría caído.

Luego su entrenamiento se impuso, y comenzó a aplicar el único remedio posible para el pánico. Manteniendo los ojos cerrados y tratando de olvidar el monstruoso espectáculo a su alrededor, empezó a aspirar el aire en largas y profundas bocanadas, llenando sus pulmones de oxígeno y despojando su organismo de los venenos de la fatiga.

Pronto empezó a sentirse mucho mejor, pero no abrió los ojos hasta haber ejecutado una acción más. Necesitó de un máximo esfuerzo de la voluntad para obligar a su mano derecha a abrirse —tuvo que hablarle como si fuese una criatura desobediente—, pero al fin consiguió llevarla a su cintura, desprendió el cinturón de seguridad de su arnés, y lo enganchó en el escalón más próximo. Ahora, sucediera lo que sucediere, ya no podría caer.

Hizo varias aspiraciones profundas más; luego, siempre con los ojos cerrados, conectó su radio. Confió en que su voz sonara tranquila y autoritaria cuando dijo:

—Aquí, el capitán. ¿Está todo el mundo perfectamente?

Mientras los nombraba uno por uno y recibía la respuesta —aunque temblorosa— de cada uno, fue recobrando su propia confianza y autodominio. Todos sus hombres estaban a salvo y esperaban sus órdenes. El era una vez más el comandante.

—Mantengan los ojos cerrados hasta estar bien seguros de que pueden soportarlo —dijo—. El espectáculo es… abrumador. Si alguien siente que es demasiado para él, que siga subiendo sin mirar atrás. Recuerden, pronto estarán en gravedad, así que de ninguna manera pueden caer.

Apenas era necesario puntualizar un hecho tan ele mental a astronautas experimentados, y sin embargo Norton tenía que recordárselo a sí mismo cada pocos segundos. El pensamiento de la gravedad cero era una especie de talismán destinado a protegerlo de todo daño. Dijeran lo que dijeran sus ojos, Rama no podía arrastrarle a la destrucción precipitándolo a la planicie, ocho kilómetros más abajo.

Se convirtió en una urgente cuestión de orgullo y propia estima el abrir los ojos una vez más y contemplar el mundo que le rodeaba. Pero primero debía controlar su cuerpo.

Soltó las dos manos de la escala, y pasó el brazo izquierdo por debajo de un peldaño para mantener el equilibrio. Abriendo y cerrando los puños, esperó hasta que los calambres musculares se disiparan. Cuando otra vez se sintió cómodo, abrió los ojos y se volvió con lentitud para enfrentarse con Rama.

Su primera impresión fue de un mundo azul. El resplandor que llenaba el cielo no podía confundirse con el que difundían los rayos solares; más bien se diría que era producido por un arco eléctrico. De modo que el sol de Rama, reflexionó Norton, debía ser más ardiente que el nuestro. Eso interesar — la mucho a los astrónomos.

Y ahora, por fin, comprendía la función de esas misteriosas zanjas o fosos, el Valle Recto y sus cinco compañeros. Se trataba nada menos que de gigantescas fajas luminosas. Rama tenía cinco soles lineales, simétricamente dispuestos en torno a su interior. Desde cada uno, un ancho abanico de luz se proyectaba a través del eje central para reflejarse en los rincones más lejanos del mundo. Norton se preguntó si habría un interruptor que funcionaba para producir un ciclo de luz y oscuridad alternadas, o si este era un planeta de perpetuo día.

Mirar con demasiada fijeza esas cegadoras barras de luz le había producido dolor en los ojos nuevamente; no lamentó tener una buena excusa para volver a cerrarlos. Solamente entonces, cuando casi se habla recobrado de su sbock visual inicial, pudo aplicarse a resolver un problema mucho más serio.

¿Quién, o qué, habla encendido las luces de Rama?

Como demostraron las pruebas más sensibles realizadas, este mundo era estéril. Pero ahora estaba sucediendo algo que no podía explicarse por la acción de las fuerzas naturales. Podía no haber vida allí, pero sí. en cambio conciencia, conocimiento; tal vez robots que despertaban de un sueño de milenios. 0 quizá esa explosión de luz fuera un espasmo no programado, casual, la última reacción —el último estertor del moribundo— de maquinarias que respondían dislocadamente al calor de un nuevo sol y pronto volverían a su quietud, esta vez para siempre.

Y sin embargo Norton no se decidía a creer en una explicación tan simple. Partes del rompecabezas empezaba a encajar en los lugares debidos, aunque faltaban muchas: la ausencia de todo signo de desgaste por uso, por ejemplo, y la sensación de nuevo, como si Rama acabara de ser creado.

Estos pensamientos debían haber inspirado miedo, hasta terror. Pero, por algún motivo, no ocurrió así. Por el contrario, Norton experimentó una sensación de alborozo, casi de placer. Había mucho más para descubrir aquí de lo que se habían atrevido a suponer. «¡Espera —se dijo—, espera a que el Comité Rama se entere de esto!—.

Luego, con sosegada deterninación, abrió los ojos una vez más e inició un cuidadoso inventario de todo cuanto veía.

Primero tuvo que establecer una especie de sistema de referencias. Estaba contemplando el espacio cerrado más grande que jamás habla visto hombre alguno y necesitaba un mapa mental para guiarse.

La escasa gravedad no le ayudaba mucho porque con un esfuerzo de voluntad podía pensar —arriba» o «abajoen cualquier dirección que se le antojara. Pero algunas direcciones eran psicológicamente peligrosas; cuando su mente las bordeaba, tenía que apresurarse a desviarla.

Lo más seguro era imaginar que se encontraba en el fondo, en forma de plato, de un pozo gigantesco, de dieciséis kilómetros de ancho y cincuenta de profundidad. La ventaja de esta imagen era que no se corría el peligro de caer aún más abajo. No obstante, tenía algunos defectos serios.

El podía fingir que las ciudades desperdigadas y las áreas de distintos colores y texturas estaban aseguradas con firmeza en las paredes sobresalientes. Las varias complejas estructuras que se divisaban, prácticamente colgadas de la cúpula superior, no eran tal vez más desconcertantes que las enormes arañas de. luces que pendían del techo de algunos teatros y salones de concierto en la Tierra. Lo que resultaba completamente inaceptable era el Mar Cilíndrico.

Allí estaba en mitad del agujero del pozo, una franja de agua que lo envolvía sin visibles medios de sostén. No cabía la menor duda de que era agua; tenia un vivido color azul, salpicado de chispas brillantes producidas por las escasas masas de hielo que aún quedaban. Pero un mar vertical que formaba un círculo completo a veinte kilómetros de altura era un fenómeno tan turbador que al cabo de un momento Norton comenzó a buscar una alternativa.

Fue en ese momento cuando su mente dio a la escena un giro de noventa grados. Instantáneamente, el pozo profundo se convirtió en un larguísimo túnel, tapado en ambos extremos. Abajo quedaba obviarnente en la dirección de la escala y la escalera que él terminaba de subir, y ahora, con esta nueva perspectiva, estuvo por fin en condiciones de apreciar la verdadera visión de los arquitectos que construyeron este lugar.

El se encontraba colgado de la superficie de un acantilado curvo de dieciséis kilómetros de alto, cuya parte superior sobresalía hasta fundirse con el techo arqueado de lo que ahora era el cielo. Debajo de él, la escala descendia más de quinientos metros hasta terminar en el primer borde o terraza. Allí comenzaba la escalera, que continuaba casi verticalmente en ese régimen de baja gravedad, y luego se hacía gradualmente menos empinada hasta que, después de interrumpirse en cinco o más plataformas, alcanzaba la planicie lejana. Alcanzaba a ver los escalones individuales hasta una distancia de dos o tres kilómetros, pero más allá se fundían en una franja continua.

El declive de esa inmensa escalera era tan enorme que resultaba de todo punto imposible apreciar su verdadera dimensión. Norton había volado en una ocasión alrededor del Monte Everest, y se sintió abrumado por sus proporciones. Se recordó a sí mismo que esta escalera era más alta que los montes Himalaya, pero la comparación carecía de sentido.

Y ninguna comparación era posible con las otras dos escaleras, Beta y Gamma, que subían sesgadas hasta el cielo y luego se curvaban allá en lo alto, sobre su cabeza. Norton se sentía ahora lo bastante confiado corno para echar la cabeza hacia atrás y seguirlas con la mirada en su imponente altura…. brevemente. Luego trató de olvidar que estaban allí.

El cavilar demasiado en esa línea de pensamientos provocaba una tercera imagen de Rama que él estaba deseoso de eludir a cualquier precio. Este era el punto de vista según el cual Rama parecía una vez más un cilindro vertical o pozo… pero ahora él se encontraba en la cúspide, no en el fondo, como una mosca que anda patas para arriba por un techo arqueado y con un abismo de cincuenta kilómetros abierto abajo. Cada vez que descubría esta imagen tratando de invadir su mente, necesitaba apelar a toda su fuerza de voluntad para no aferrarse a la *escala, para no caer en un pánico insensato.

Con el tiempo, estaba seguro, todos esos temores disminuirían. El prodigio y la rareza de Rama harían desaparecer sus terrores, al menos en la mente de hombres entrenados para hacer frente a las realidades del espacio. Tal vez nadie que no hubiera abandonado nunca la tierra, que no hubiera visto las estrellas a su alrededor, podría soportar este espectáculo sin enloquecer. Pero si existían hombres capaces de aceptarlo, se dijo Norton con ceñuda determinación, éstos eran indudablemente el capitán y la tripulación del Endeavour.

Consultó su cronómetro. Esta pausa sólo había durado dos minutos, aunque le hubiera parecido toda una vida. Realizando apenas el esfuerzo suficiente para sobreponerse a su inercia y al debilitado campo gravitatorio, Norton comenzó a ascender con lentitud los últimos cien metros de la escala.

justo antes de trasponer la entrada automática y volver la espalda a Rama, hizo un rápido examen final de su interior.

Había cambiado, aun en el breve intervalo de los últimos minutos. Una bruma se levantaba del mar. En sus primeros cientos de metros, las blancas columnas fantasmagóricas se inclinaban hacia adelante en la dirección de la rotación de Rama; a partir de esa distancia comenzaba a disolverse en un remolino de turbulencia, a medida que el aire en su acometida trataba de coartar su exceso de velocidad.

Los vientos alisios de ese inundo cilíndrico empezaban a trazar sus rumbos en su cielo; la primera tormenta tropical en millones de años estaba a punto de desencadenarse.

Загрузка...