4. Encuentro

Durante los minutos finales antes de cumplirse la cita con Rama, el comandante Norton recordaba esas primeras transmisiones televisivas, tantas veces repasadas por él en videotape. Pero había algo que ninguna imagen electrónica podía absolutamente reflejar, y era el abrumador tamaño de Rama.

No había recibido nunca una impresión semejante al descender en un cuerpo natural como la Luna o Marte. Esos eran «mundos», y uno esperaba que fueran grandes. También había descendido al Júpiter VIII, que era un poco más grande que Rama, y le pareció un objeto pequeño.

No resultaba tan dificil resolver la paradoja. El hecho de que Rama era un artefacto, millones de veces más pesado que cualquier objeto puesto alguna vez por el hombre en el espacio, alteraba por completo su criterio, su sentido de las proporciones. Rama tenía una masa de lo menos tres trillones de toneladas; para cualquier astronauta éste no era sólo un pensamiento impresionante sino también aterrador. No era extraño que él experimentara a veces una sensación de insignificancia y hasta de abatimiento, mientras ese cilindro de cincelado metal sin edad llenaba más y más el cielo.

Predominaba también en su ánimo una sensación de riesgo totalmente nueva en su experiencia. En todo descenso anterior siempre supo qué esperar; estaba siempre presente la posibilidad de un accidente, nunca la de una sorpresa. Con Rama, la sorpresa era la única cosa segura.

Ahora, el Endeavour, la nave espacial, giraba a menos de mil metros sobre el Polo Norte M cilindro, en el centro mismo del disco de lento girar. Tal extremo habla sido elegido porque era el que iluminaba la luz del sol; mientras Rama rotaba, las sombras de las cortas y enigmáticas estructuras próximas al eje se deslizaban rápidamente a través de la llanura de metal. La faz septentrional de Rama era un gigantesco cuadrante solar que medía el paso veloz de sus días de cuatro minutos.

Hacer descender una nave espacial de cinco mil toneladas en el centro de un disco giratorio era la menor de las preocupaciones de Norton. No difería mucho de la tarea de posarla en el eje de una gran estación espacial; los jets laterales del Endeavour ya le hablan impreso un giro equivalente, y podía confiar en el teniente Joe Calvert para que la depositara con la suavidad de un copo de nieve, con o sin la ayuda del computador de navegación.

—Dentro de tres minutos —anunció Calvert sin apartar los ojos de la pantalla— sabremos si Rama está hecho de antimateria.

Norton respondió con una pequeña mueca, recordando algunas de las más espeluznantes teorías respecto al origen de Rama. Si tales improbables especulaciones resultaban ciertas, en escasos segundos se produciría la más gigantesca explosión habida desde la formación de¡ sistema solar. La aniquilación total de diez mil toneladas proveería por un breve lapso a los planetas de un segundo sol.

No obstante, los responsables de la misión habían previsto incluso esta remota contingencia. El Endeavour habla expelido vapor hacia Rama con uno de sus jets desde una prudente distancia de mil kilómetros. Nada absolutamente sucedió cuando la nube de vapor se expandió y llegó a destino. Y una reacción materia-antimateria que implicara nada más que unos pocos miligramos habría producido una impresionante exhibición de fuegos artificiales.

Norton, como todos los comandantes espaciales, era un hombre cauto. Había observado atenta y largamente la faz septentrional de Rama antes de elegir el punto del descenso. Después de pensarlo mucho, decidió eludir el lugar obvio: el centro exacto, en el propio eje. Un disco circular bien marcado, de unos cien metros de diámetro, estaba centrado en el polo, y él tenía la firme sospecha de que ése debía ser el precinto exterior de una enorme cerradura aérea. Los seres que hablan construido ese mundo hueco debieron disponer de algún medio para llevar sus naves espaciales al interior. Ese era el lugar lógico para una entrada principal, y en consecuencia pensó que sería imprudente bloquearla con su propia nave.

Empero, esta decisión provocó otros problemas. Si el Endeavour descendía aunque fuese a unos metros de distancia del eje, el rápido girar de Rama hada que comenzara a desplazarse del polo. Al principio la fuerza centrífuga seria muy débil, pero también continua e inexorable. A Norton no le gustó el pensamiento de ver deslizarse su nave a través de la llanura polar a una velocidad que se acrecentaría minuto a minuto, hasta ser despedida al espacio a mil kilómetros por hora cuando alcanzara el borde del disco.

Cabía en lo posible que el reducidisimo campo gravitatorio de Rama —alrededor de un milésimo del de la Tierra— evitase que esto sucediera. Podría ocurrir que retuviera al Endeavour contra la planicie con una fuerza de varias toneladas, y si la superficie era lo bastante áspera, la nave se mantendría próxima al polo. Pero Norton no tenía la menor intención de equilibrar una fuerza de fricción desconocida con una muy cierta fuerza centrífuga.

Por suerte los diseñadores de Rama hablan previsto la solución. A distancias iguales alrededor del eje polar, se levantaban tres estructuras bajas Y redondas, de diez metros de diámetro más o menos. Si el Endeavour descendía entre dos de estas estructuras, la corriente centrífuga lo levantaría y lo empujada hacia ellas, y entonces quedaría retenido firmemente en el lugar, como una embarcación apretada contra el muelle por el impulso de las olas.

—Contacto en quince minutos —anunció Calven.

Mientras se ponía tenso sobre los controles duplicados, que esperaba no tener que tocar, Norton se sintió intensamente consciente de la importancia de ese instante en el tiempo. Con seguridad, éste se convertiría en el más trascendental descenso desde aquel primero en la Luna, más de siglo y medio atrás.

Las grises estructuras tubulares se levantaron lentamente frente a la ventanilla de control. Hubo el último silbido de un propulsor a reacción y una sacudida apenas perceptible.

Durante las semanas transcurridas, el comandante Norton se habla preguntado muchas veces qué diría en ese momento. Pero ahora, llegado el momento, la historia escogió sus palabras y habló casi automáticamente, apenas consciente del eco del pasado:

—Aquí Base Rama. El Endeavour ha descendido.

Un mes antes no lo hubiera creído posible. La nave espacial cumplía una misión de rutina, comprobando y colocando balizas de advertencia de asteroides, cuando llegó la orden. El Endeavour era el único vehículo espacial del sistema solar que posiblemente podía tener un encuentro con el intruso antes de que éste circundara al Sol y se lanzara de regreso hacia las estrellas. Aun así, fue necesario quitarles carburante a tres vehículos más de la Vigilancia Solar, que ahora flotaban a la deriva en espera de los tanques de reabastecimiento. Norton temía, con razón, que transcurriría bastante tiempo antes que los comandantes del Calipso, el Beagle, y el Challenger, volvieran a dirigirle la palabra.

Aun con todo ese carburante extra, la caza fue larga y difícil. Rama ya se encontraba en el interior de la órbita de Venus cuando el Endeavour le dio alcance. Ningún otro vehículo espacial habría podido hacerlo; este privilegio era único, y no debía perderse un solo minuto de las semanas siguientes. Miles de científicos en la Tierra habrían empeñado con gusto sus almas a cambio de una oportunidad semejante; ahora sólo les restaba seguir los acontecimientos en los circuitos de televisión mordiéndose los labios y pensando cuánto mejor habrían realizado ellos el trabajo. Tal vez tuvieran razón, pero no había alternativa. Las leyes inexorables de la mecánica celeste hablan decretado que el Endeavour seria el primero, y el último, de los vehículos del hombre que tomara contacto con Rama.

Los consejos que recibía continuamente de la Tierra poco hacían para aliviar la responsabilidad de Norton. Si había que tomar decisiones instantáneas, nadie podría ayudarle; el tiempo de retardo de los contactos por radio con el Control de la Misión era ya de diez minutos e iba en aumento. A menudo envidiaba a los grandes navegantes del pasado remoto, antes de la era de las comunicaciones electrónicas, quienes interpretaban las órdenes contenidas en un sobre lacrado, sin ser controlados segundo a segundo en las pantallas de los monitores desde los centros de Operaciones. Cuando «ellos» cometían errores, nadie se enteraba.

Al mismo tiempo, sin embargo, se alegraba de que algunas decisiones pudieran ser delegadas a la Tierra. Ahora que la órbita del Endeavour se había unido a la de Rama, ambos se dirigían hacia el Sol como un solo cuerpo. En cuarenta días alcanzarían el perihelio y pasarían a veinte millones de kilómetros del Sol. Era demasiado cerca para que resultara divertido. Mucho antes, el Endeavour tendría que utilizar el resto de su combustible para cobijarse dentro de una órbita más segura. La tripulación contarla tal vez con tres semanas de tiempo para su exploración antes de abandonar Rama para siempre.

Después de eso, el problema quedaba a cargo de la Tierra. El Endeavour estaría prácticamente indefenso, moviéndose en una órbita que bien podía convertirlo en el primer vehículo espacial que llegara a las estrellas… en aproximadamente cincuenta mil años. No había motivos para preocuparse, aseguraba el Control de la Misión. De alguna manera, sin tener en cuenta el posible costo, el Endeavour seria reabastecido, aun cuando fuese necesario enviar tanques y abandonarlos en el espacio una vez que hubieran transferido hasta el último gramo de carburante. Rama era un premio por cuya conquista bien valía la pena correr cualquier riesgo, sin llegar, naturalmente, al extremo de enviar una misión suicida.

Aunque, desde luego, la de ellos podía convertirse en eso. El comandante Norton no se hacía ilusiones al respecto. Por primera vez en cien años, un elemento de total incertidumbre se había mezclado en los asuntos humanos; y la incertidumbre era justamente aquello que ni los científicos ni los políticos podían tolerar. Si ése era el precio que habla que pagar para resolverla, el Endeavour y su tripulación serían moneda desembolsable.

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