28. Icaro

Jimmy apenas tuvo tiempo de transmitir su mensaje: —El ala está doblándose; voy a caer— cuando la Libélula empezó a plegarse graciosamente a su alrededor. El ala izquierda se rompió por el centro, y la sección exterior flotó alejándose como una hoja que cae con suavidad. El ala derecha realizó una operación mucho más delicada. Se enroscó en la base y se dobló en un ángulo tan agudo que la punta quedó enredada con la cola del aparato. Jimmy sentía la impresión de estar sentado en una cometa rota que caía lentamente del cielo.

Sin embargo, no estaba todavía del todo impotente; la hélice aún funcionaba, y mientras le quedaba energía seguía teniendo cierto control. Le quedaban tal vez cinco minutos para utilizarla.

¿Había alguna esperanza de alcanzar el mar? No, estaba demasiado lejos. Luego recordó que estaba pensando en términos terrestres; aunque era un excelente nadador, pasarían horas antes de que acudieran a rescatarlo, y en ese lapso las aguas envenenadas sin duda habrían terminado con él. Su única esperanza era descender sobre una superficie firme. El problema del escarpado acantilado sur lo afrontaría después… si es que había un —después».

Estaba cayendo con mucha lentitud, allí, en esa zona de una décima de gravedad, pero comenzarla pronto a acelerar a medida que se fuera alejando del eje. No obstante, el arrastre del aire complicaría la situación, y le impedirla un descenso demasiado rápido. La Libélula, aun sin energía, haría las veces de tosco paracaídas. Los pocos kilogramos de presión que aún podía proveer establecerían quizá la diferencia entre la vida y la muerte: ésa era su única esperanza.

Ya no hablaban desde Control; sus amigos podían ver con detalle lo que le estaba sucediendo y sabían que ninguna palabra de ellos le ayudarla.

Jimmy estaba realizando ahora el vuelo más hábil de su vida. Era una lástima, pensó con ceñudo sentido del humor, que su público fuera tan poco numeroso y que no estuviera en condiciones de apreciar los detalles más sutiles de su actuación.

Descendía en una ancha espiral, y mientras su grado de inclinación siguiera siendo plano, sus probabilidades de supervivencia eran buenos. Su pedaleo contribuía a mantener la Libélula en el aire, aunque temía ejercer la máxima potencia porque en ese caso tal vez las alas rotas se desprenderían completamente. Y cada vez que giraba en dirección sur, podía apreciar la fantástica exhibición que Rama había dispuesto amablemente para su beneficio.

Los relámpagos zigzagueaban todavía desde la punta del Gran Cuerno hasta los picos menores de abajo, pero ahora todo el diseño estaba girando: la corona de fuego de seis puntas en sentido contrario a la rotación de Rama, completando una revolución cada pocos segundos. Jimmy tenía la impresión de estar contemplando un gigantesco motor eléctrico en funcionamiento, y tal vez eso no estaba muy lejos de la verdad.

Se encontraba a mitad de su descenso hacia la planicie, girando en una espiral alargada, cuando los fuegos artificiales cesaron repentinamente. Sintió que la tensión abandonaba el cielo y supo, sin mirar, que ya no tenía el vello de los brazos ni el cabello erizados. Nada quedaba ya para distraerlo o ponerle trabas durante los últimos pocos minutos de su lucha por conservar la vida.

Ahora que podía estar seguro de la superficie sobre la cual debía descender, empezó a estudiarla con atención. Gran parte de esa región era un tablero de ajedrez de características contradictorias, tal como si a un jardinero loco se le hubiera dado vía libre para ejercitar su imaginación al máximo. Los cuadros del tablero tenían casi un kilómetro de lado, y aunque la mayoría eran planos, no se podía tener la seguridad de que fueran sólidos por la enorme variación de sus colores y textura. Jimmy decidió esperar hasta el último minuto posible antes de tomar una decisión, si es que en realidad tenía alguna alternativa.

Cuando sólo le quedaban unos cuantos cientos de metros para tocar la superficie, hizo una última llamada a Control:

—Aún domino la situación; descenderé en medio minuto; les llamaré entonces.

Ese era un pronóstico optimista y todos lo sabían. Pero se negó a despedirse; quería que sus camaradas supieran que había caído peleando, y sin temor.

En realidad no sentía casi miedo, y eso le sorprendía porque nunca se había considerado un hombre particularmente valeroso. Era como si estuviese observando los esfuerzos de un extraño, como si lo que ocurría fuese ajeno a él. Un poco estaba estudiando un interesante problema de aerodinámica, y cambiaba varios parámetros para ver qué sucedería. Casi la única emoción que sentía era cierto vago pesar por las oportunidades perdidas, de las cuales la más importante era sin duda las próximas olimpíadas de la Luna. Un futuro al menos estaba resuelto: la Libélula jamás tendría ocasión de mostrar su capacidad en la Luna.

Aún quedaban cien metros para descender; su velocidad horizontal parecía aceptable, pero, ¿con cuánta rapidez caía? Y aquí se presentaba la primera muestra de suerte: el terreno era totalmente plano. Pondría el resto de sus fuerzas en el impulso final. Ahora… ¡Ya!

El ala derecha, cumplido su deber, se desprendió finalmente de raíz. La Libélula empezó a girar, y Jimmy trató de corregirlo arrojando el peso de su cuerpo contra el sentido de giro. Miraba directamente el arco curvado del paisaje a dieciséis kilómetros de él cuando chocó.

Se le antojó a la vez injusto y absurdo que el cielo fuera tan duro.

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